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El Arco Tensado (9: Gotas)

en Dominación

IX- GOTAS

Cuando escuché sus pasos por el pasillo la ansiedad me producía oleadas de adrenalina que nacían en mi sexo y recorrían todo mi cuerpo en tensión hasta morir en mi garganta.

Como siempre, la esperaba desnudo y de rodillas, en el hall de entrada. Al cerrarse la puerta del ascensor comencé mis contracciones profundas de modo que cuando sonó la cerradura ya estaba conteniendo un pequeña emisión.

Penetró en el cuarto y cerró la puerta a sus espaldas, sin volverse, mirándome fijamente. Traía puesto un vestidito blanco, ligero, muy entallado, que nacía sobre su busto, dejando los hombros desnudos, y terminaba en la mitad de sus muslos con una pollerita corta y acampanada. Sus largas piernas doradas estaba enfundadas en unas medias de seda color ocre, recorridas a todo lo largo por cintas satinadas que se perdían sobre sus tobillos en las cañas flexibles y cortas de unas botitas de gamuza con puño. Su cabello, habitualmente lacio, estaba peinado en una catarata de bucles dorados que le caían sobre los hombros. Sus únicas alhajas eran una gargantilla de diamantes, una pulsera gruesa también de brillantes, y un brazalete idéntico en el brazo izquierdo. Sostenía en la mano una pequeña carterita de gamuza con una cadena de plata.

Se paró frente a mi con las manos en la cintura y las piernas abiertas, sin decir palabra. Comprendí en seguida que estaba esperando mi homenaje y bajé, avergonzado, la vista que había fijado como encandilado bajo su pollera. Casi sin esfuerzo una perlita de semen apareció en la punta de mi glande.

-Bien- dijo. –Ven acá.

Caminó pausadamente hacia el loft bajando la escalera y se dirigió al ventanal. Yo la seguí gateando como un felino y me arrodillé tras ella.

Corrió las cortinas, abrió las ventanas de par en par y se quedó con los brazos abiertos dejando que la brisa vespertina acariciara su cabello. Luego se volvió y caminó hasta su sillón pasando a mi lado sin mirarme. Se sentó cómodamente.

-Tráeme un whisky con hielo- me ordenó mientras sacaba de su carterita un pequeño envoltorio de seda negra que depositó a su lado sobre el sillón.

Corrí tras la barra y me afané en preparar su trago mientras la miraba casi escondido por el mostrador. La vi pararse y quitarse el vestido por sobre su cabeza con un gesto grácil. Lo arrojó sobre la alfombra, a un costado, y se estiró, desnuda, llevándose las manos a la nuca para airearse el pelo y girando el cuello de derecha a izquierda. Luego se recogió hábilmente el cabello rizado y lo sujetó sobre su cabeza con un clip. Yo ya estaba arrodillado tras ella, con el vaso en las manos, anonadado por su belleza. Se mostraba ante mi, indiferente, vestida sólo por una braguita de nylon transparente, que desaparecía entre sus glúteos firmes y carnosos, las medias sujetas a sus muslos por unas ligas ocre con sendas florcitas blancas, y sus botitas de charol.

Se volvió hacia mí y tomando el vaso me indicó con un gesto que extendiera el sillón para recostarse en él. Rápidamente recliné el respaldo y extendí la parte inferior de modo de convertirlo en una reposera mullida. Se sentó de costado, con sus rodillas casi tocando mi boca y extendió a su lado el envoltorio de seda dejándome ver un montón de finos anillos de oro, plata y piedras que ordenó prolijamente sobre el paño negro mientras bebía.

Finalmente se reclinó sobre el respaldo y levantó las piernas para acomodarse en la reposera.

-Quítame la bota- dijo levantando ligeramente el pie izquierdo. Abrí el puño de la botita bajando un cierre tras el talón y cuidadosamente desnudé su pie sosteniéndolo entre mis manos a la espera de sus indicaciones. Me miró fijamente de modo que comprendí que estaba esperando que lo besara. Me incliné hacia adelante y apoyé mis labios en forma reverente sobre su empeine y el nacimiento de los dedos. Permanecimos así un largo rato, hasta que me dijo: -Puedes emitir una gota.- Sin separar mi boca de la seda impulsé una gota de semen a través de mi falo que se dilató deliciosamente a su paso como una víbora.

-Ahora rompe la media- me ordenó presionando su pie contra mi boca.

Dudé un instante pero la presión de su pie me decidió. Tomé delicadamente la media entre los dientes y jalé de ella desgarrándola. Inmediatamente asomaron por la abertura sus finos dedos con las uñas esmaltadas sobre los que apoyé la lengua con veneración.

-Desgárrala con las manos y lámeme el pie- me ordenó tranquilamente.

Corrí la seda rota hasta arriba del tobillo y sostuve su pie desnudo entre mis manos mientras lo besaba. Luego comencé a lamer sistemáticamente su empeine, su planta, sus dedos y los intersticios cálidos entre ellos. Besaba y lamía con los ojos cerrados, disfrutando del calor de su pie amado y esperando la orden de eyacular.

Me permitió emitir varias gotas mientras lo hacía. Al fin me ordenó: -Ve a mi vestidor y trae el pote azul de crema que está sobre mi tocador.

Cuando regresé seguía en la misma posición, descansando cómodamente extendida en el sillón con los brazos apoyados en los costados, bebiendo pausadamente.

-Sácame la otra bota, rompe la media y límpiame el pie con la lengua, después hazme masajes con la crema. Primero mete tu pitito entre tus piernas para que eyacules hacia abajo.

Pasé un largo rato lamiendo y besando su pie derecho mientras ella me miraba tranquilamente y lo movía para indicarme en qué parte quería que me esmerara. Cada tanto me ordenaba emitir alguna gota de semen de modo que yo me deleitaba chupando sus finos dedos sentado sobre mis talones mientras goteaba sobre la alfombra mis derrames controlados.

Cuando se cansó de mi lengua me ordenó pasar a la crema. Con ella unté suavemente sus pies y le di un prolijo masaje a cada uno hasta que la piel, tersa y tibia, se deslizaba por mi mano como una seda. Mientras la masajeaba dejó el vaso a un costado y se reclinó en el sillón con las manos en la nuca ofreciéndome una vista espectacular de su cuerpo desnudo. Yo miraba embelesado sus largas y fuertes piernas cubiertas por las medias rotas, su pequeña braguita transparente donde se marcaban los labios carnosos de la vulva, y los pechos turgentes que se elevaban y descendían con su respiración pausada y temblaban con mis masajes. Las ligas formaban una frontera ceñida en sus muslos dejándome ver una parte de su piel dorada que se extendía hasta la ingle.

No me permitió eyacular ni una vez mientras trabajaba con mis manos sobre sus pies. Cuando toda la crema fue absorbida extendió un pie hacia a mi y, abriendo los dedos frente a mi cara, me ordenó: -Toma el primer anillo con la boca y pónmelo en el dedo mayor.

Con infinito cuidado y expectación tomé el anillo entre mis labios y, lubricándolo con la lengua mientras lo sostenía, me aproximé lentamente hasta sus dedos abiertos y coloqué el anillo en su dedo mayor, largo y delgado, introduciéndolo en mi boca profundamente. Allí lo dejé, retirando mi cabeza hacia atrás mientras le chupaba cálidamente el dedo.

Se miró el pie sosteniéndolo en el aire, frente a mis ojos, torciéndolo hacia los lados para apreciar cómo le quedaba la alhaja. Luego miró el conjunto de anillos sobre el paño y señalándome uno con la cabeza me indicó que lo tomara en la misma forma y se lo colocara en otro dedo. Así permanecí largo rato colocando y sacando anillos de sus finos dedos mientras aprovechaba para chupárselos disimuladamente y para jugar con mi lengua bajo sus cálidas yemas y en los tibios intersticios entre ellos. Cuando uno le gustaba, después de contemplarse el pie enjoyado en diferentes posiciones, me lo apoyaba en la boca para que se lo besara mientras me autorizaba a emitir una gota, lenta y enloquecedora, a través de mi sexo aprisionado. Yo pronto descubrí el placer absoluto de chupar sus dedos demorándome en llevar hacia el glande esa gota que me dilataba el sexo a su paso como una pitón, mientras las lágrimas silenciosas corrían por mis mejillas arreboladas de placer. Ella parecía indiferente a mi situación, concentrándose en la elección de sus anillos, pero cuando me ordenaba emitir cada gota me permitía demorar su pie entre mis labios, o directamente lo forzaba entre mi boca mirando seriamente cómo se lo lamía y chupaba. No necesitaba mirarme el pene para saber cuando terminaba la contracción escurriendo cada gotita deliciosa. Lo sabía por mis ojos que debían ponerse vidriosos de placer, o por algún pestañeo profundo que era la única manifestación física de mi orgasmo que me permitía.

Aquella tarde no me castigó. No fue necesario. Yo había llegado a tal grado de autocontrol, y ella estaba tan interesada en las joyas que, salvando la situación, casi podría decir que pasamos una tarde de amigos. No se mostró cruel conmigo; ni siquiera despectiva. Simplemente me daba órdenes con la seguridad y la tranquilidad de su autoridad absoluta. Seria, pero no maligna.

A partir de aquel día nos internamos en un largo período de aprendizaje y perfeccionamiento. No me estaba permitido masturbarme en su ausencia, así que yo esperaba con ansiedad y deleite las horas de sus visitas. No venía seguido, pero cuando lo hacía jamás parecía apurada. Creo que ella también disfrutaba de aquella etapa. Podía leer, escuchar música dormitando con los auriculares colocados, pintarse las uñas, probarse ropa o simplemente beber mirando distraídamente por los ventanales, mientras yo trabajaba mis orgasmos según sus órdenes.

A veces se sentaba en su sillón, con las piernas cruzadas y me mantenía arrodillado y estático, emitiendo gotas al ritmo de un cronómetro que tenía una campanita y cuya frecuencia ella podía regular a su gusto. La ponía, por ejemplo, cada cinco minutos, y me dejaba escuchando el rítmico vaivén del marcador, con la vista fija en la pared, mientras ella ojeaba una revista. Cada vez que sonaba suavemente el gong, levantaba la vista para controlar mi eyaculación, y luego tornaba a leer dejándome concentrado en mi próxima gota. En estas circunstancias no siempre me dejaba estar cerca de ella, o mirándola. A veces consideraba apropiado dejarme en el centro del salón, goteando sobre el frío mármol hasta bien entrada la noche. Yo sabía que me contemplaba desde las sombras a contraluz del ventanal, observando mi silueta duplicada en el brillo del piso, y controlando el charco amorfo que se formaba delante de mí con el goteo incesante.

A veces me llevaba hasta su vestidor y me ponía en un rincón, siempre pendiente del compás del cronómetro, mientras ella se probaba lencería, calzado o vestidos, ignorándome completamente.

Jamás me ponderaba, pero yo sabía cuando estaba contenta o satisfecha conmigo, porque me mostraba alguna atención especial como por ejemplo permitirme eyacular sobre el empeine de su bota. En estos casos se sentaba en su sillón, extendía apenas una pierna y me indicaba que me montara sobre ella, abrazándola con mis piernas y con el pene hacia abajo, a lo largo de la caña de cuero. Luego me hacía poner las manos a la espalda, o levantar los brazos atrás de mi nuca y concentrarme en el cronómetro de modo que cada cinco o diez minutos una gota gozosa corría sobre su empeine. Si la posición la cansaba cambiaba de pie, dejándose regar ambas botas por mi semen inacabable. En estas circunstancias tampoco me prestaba mucha atención, aunque de vez en cuando levantaba la vista y me escrutaba el alma con sus ojos azules mientras yo le rendía mis homenajes regulados.

Cuando me dejaba fornicar en sus botas no me permitía desviar la vista de su rostro. A veces eyaculaba durante largos períodos observando la contratapa de la revista que leía, aunque mi cerebro se concentraba en la visión periférica de la piel dorada de sus muslos, su vulva o sus pechos. Más me turbaba (y aumentaba mi placer) cuando prendía un cigarrillo y se quedaba observándome a los ojos durante largo rato mientras yo expulsaba gotas de mi palo comprimido contra su bota al ritmo enloquecedoramente lento del cronómetro. Cuando sentía la contracción voluptuosa de mi carne contra su pierna, sus ojos emitían un destello y al tiempo que mi gota salía del glande y corría por el cuero, yo me sentía penetrado por aquella mirada de bruja y sabía que ella sabía cuánto la amaba.

Cuando daba por terminadas estas largas sesiones, a veces me ordenaba lamerle las botas hasta dejarlas brillantes, pero en otras ocasiones simplemente se levantaba y se marchaba, dejándome atribulado ante la idea de que caminaría por la calle con el calzado empapado en mi semen. Me preguntaba qué sentiría un hombre, cualquier hombre, que se cruzara o atendiera algún requerimiento de esa mujer tan bella con las botas empapadas en algo tan parecido a un eyaculado. El ascensorista, por ejemplo, debía volverse loco...

Después de un par de meses en aquel trajín las cosas cambiaron. Yo ya dominaba a la perfección mi arte, y pensaba que no habría mujer en el mundo que se resistiera a semejante habilidad; pero un día, mientras balanceaba mi garrote en el aire a la espera de su permiso para emitir mi primera gota, me dijo:

-Has progresado. Estoy segura de que podrías derramar gotitas durante horas y horas hasta desmayarte de cansancio, pero aún debes aprender a proyectarlas en el aire, con fuerza, para que salten lejos. Eso puede ser excitante para muchas mujeres. Después te enseñaré a actuar de modo que parezcas locamente excitado mientras derramas tu semen...eso también le gusta a muchas. No debes fingir...sé que estás excitado, sólo debes aprender a demostrarlo sin descontrolarte. La cabeza por un lado y el pitito por otro...

Dicho esto me instruyó para que contrajera con fuerza mi musculatura de modo que el semen volara lo mas lejos posible. Estaba parada frente a mí, como a dos metros, con las piernas abiertas y me ordenó expulsar mi semen hasta sus pies.

Había llegado de la calle recién y estaba vestida con un suave pulóver blanco, de cuello alto y mullido, una pollerita negra de cuero, medias de seda y unas botitas cortas de caña arrugada que no pasaban de la mitad de sus piernas, pero tenían tacos altos y finos. Se cubría con una capa corta de cuello armado, prendida con una cadena dorada. Tenía el pelo recogido tras la nuca con una hebilla negra que simulaba una gran mariposa.

Yo, como siempre estaba ante ella totalmente desnudo y afeitado, con mi miembro febril latiendo de ansiedad.

La primera gotita no voló muy lejos...apenas saltó unos centímetros y quedó cruzando mi propio glande como un moquito blanquecino. Ella no dijo nada. Permaneció con las manos en los bolsillos de la capa, mirándome seriamente. Yo sentí que comenzaba a transpirar mientras me afanaba en traer otra gota desde el fondo de mis entrañas. Esta, al fin, saltó un poco más lejos, pero cayó al piso apenas delante de mí, muy lejos aún de sus pies. Nunca se me había ocurrido que pudiera pedirme esto y no sabía cómo hacerlo. Mi confusión debió resultarle evidente porque al tercer intento fallido me dijo:

-A que si te masturbas con la mano puedes llegar más lejos- mientras me decía esto caminó unos pasos colocándose a mis espaldas y tocándome el hombro me ordenó: -Párate

Me puse en pie desconcertado sintiendo irradiar su presencia detrás de mí.

-Levanta los brazos.- Su voz sonaba impersonal. La sentí aproximarse a mí desde atrás. Me rodeó con el brazo izquierdo hasta apoyar su mano enguantada en mi pecho al tiempo que con la mano derecha me tomó el pene suavemente. Yo estaba con los brazos en cruz y me sentí tremendamente desnudo cuando su cuerpo se apoyó contra mi espalda. Un escalofrío me recorrió entero. Su mano sujetaba mi pene sin apretarlo mucho. Podía sentir su aliento cálido en mi oreja, y su perfume...

-Vamos- me dijo suavemente al tiempo que me estrechaba con el brazo izquierdo apretándome contra ella y me acariciaba el falo simulando una onda con sus dedos enguantados. La gota voló por el aire como una perla nacarada y cayó al piso a dos metros de distancia.

-A ver...otra- me dijo al oído con voz dulce mientras estiraba mi prepucio hacia atrás exponiendo un glande hinchado donde la corola se perfilaba como la coraza de un triceratops. Otra gota voló por el aire como arrojada por una cerbatana.

-Más- su voz se hacía apremiante y su mano aumentaba la presión y el movimiento de vaivén arrancándome gotas y chorritos que saltaban describiendo arcos imposibles.

-Muéstrame cómo te gusta- susurró en mi oído –no te descontroles pero muéstrame cómo gozas.

Mientras me hablaba apretaba mi cuerpo desnudo contra su pecho y me arqueaba hacia atrás proyectando mi cadera y mi pene hacia delante.

Yo no sabía cómo hacerlo. Después de tantos meses de represión no sabía cómo manifestarme ante ella. Entonces subió su mano izquierda hasta mi mentón forzando mi cabeza hacia atrás hasta que mi nuca se apoyó sobre su hombro y nuestras caras quedaron juntas, mejilla con mejilla. Ella me hablaba tocándome la oreja con los labios y me urgía dulcemente mientras me hacía cosas deliciosas en el miembro que explotaba una y otra vez en su mano. Tenía una habilidad prodigiosa para tocarme. Sus dedos recorrían mi falo hinchado tamborillando, apretando, pellizcando, acariciando...siempre en los lugares más sensibles, en el momento justo.

Con la cara elevada hacia el techo y los ojos en blanco yo sentía saltar el semen de mi cuerpo al ritmo que me imponían sus dedos. Comencé a respirar agitadamente primero...luego a gemir apenas, pero cuando me mordió tiernamente la oreja al tiempo que me pasaba la lengua por el borde de el pabellón, un grito ronco, profundo y prolongado se escapó al fin de mi garganta.

-Bien...¡así!- su voz me alentaba y me urgía mientras su mano tensaba mi prepucio hacia atrás cada vez que quería disparar un gota desde mi falo priápico.

Yo sentía como si todo mi cuerpo fuera sólo mi piel sintiendo su abrazo, y como si todo mi ser se redujera a ese falo enloquecido que vibraba entre sus manos mágicas.

-¿Ves?- me susurraba dulcemente al oído, -comenzaste como un perro, luego te volviste como un leopardo,...y ahora vuelas...ahora eres como un arco tensado para que yo te dispare.- Y nuevamente estiraba mi prepucio y disparaba gotas que volaban por el aire como suspendidas en la luz del salón.

-¡Oh Señora!...¡gracias Señora!..-. mi agradecimiento sonó como un ruego, como una plegaria

-¡Shit! ...¡a callar!...te he autorizado para que manifiestes placer, no para que hables- Su reprimenda estalló en mi oído acompañada de una presión brutal en el pene que se contraía hinchado entre sus dedos. De alguna forma me presionaba con el pulgar sobre el glande produciéndome una paralización dolorosa. Yo me aflojé entre sus brazos, temblando, contenido, hasta que liberó la presión y movió la mano suavemente arriba y abajo reavivando aquel placer enloquecedor.

Ahora forzaba mi cabeza hacia atrás y me tapaba la boca con su mano izquierda ahogando mis gritos animales mientras me controlaba desde el pene haciéndome girar hacia un lado y otro, con los brazos abiertos, como si manipulara un maniquí.

Cuando mis rodillas vacilaron me fue dejando resbalar por entre sus brazos y se agachó detrás de mí, apoyando una rodilla en el suelo como un soldado de infantería, mientras mantenía su otra pierna como un respaldo para mi cabeza, arqueándome hacia atrás y proyectando mis caderas hacia su mano milagrosa.

Me acariciaba la cabeza esperando que me recuperara y, sobre todo, dándome tiempo para comprender el poder absoluto que tenía sobre mí. Luego se inclinaba sobre mi cara mirándome fijamente a los ojos mientras sus dedos recorrían una y otra mi falo pletórico y tamborileaban sobre mi glande que latía y reventaba con gotitas saltarinas hacia el techo.

Los contornos de la habitación se desvanecieron y yo sólo veía su cara sonriente sobre mí, orlada por la luz matinal, y sentía su aliento dulce sobre mi boca.

Diez minutos entre sus manos borraron de mi mente quince meses de suplicios.

Así aprendí a excitar a las mujeres mostrándoles mi propia excitación. Mi bella ama ya no me permitió eyacular impasible y controlado como una estatua sino que debía simular un ansia febril por derramarme y debía expeler gotas enloquecidas en su presencia. Para entrenarme en esta nueva exigencia utilizó un método exquisito: comenzó a educarme presentándose ante mí con la vulva afeitada y unas botas larguísimas que le cubrían hasta la mitad de los muslos. Solía colocarse una gorra militar o binchas de cuero, y me mantenía atento con la fusta. Usaba muñequeras de cuero o guantes largos, gargantillas y aros, porque sabía que aquellos accesorios fetichistas me excitaban y resaltaban ante mis ojos azorados el esplendor de su belleza. Se paseaba frente a mí, me instruía o me daba órdenes, y me obligaba a lamerle la vulva en cuatro patas soltando gotas en todas direcciones como un padrillo a punto de saltar sobre una yegua. Me enseñaba a roncar y a suspirar entre sus piernas como un animal en celo. Me enseñaba a avanzar de rodillas hacia ella soltando gotitas espasmódicas de ansiedad y excitación, hasta meterme entre sus piernas para lamer sus ingles y mordisquear delicadamente sus labios vulvares mientras ella me contemplaba impasible arqueando la fusta.

Estos juegos me excitaban locamente. A veces me permitía lamer y besar sólo los alrededores de su vulva, o me obligaba a olerla golpeándome el vientre con contracciones rítmicas del falo, pero otras veces me ordenaba a chupársela con toda la boca, besando sus labios vulvares y hundiendo mi lengua en su vagina con mi dije de brillante. Entonces, con dulces y lentos movimientos circulares yo refregaba mi boca contra su sexo rogando que cobrara vida porque tenía la habilidad prodigiosa de hacer parpadear su vulva como una leona en celo abriéndola y cerrándola sobre mi boca. Simplemente la abría como una boquita ansiosa y rosada para que yo apretara mi boca abierta contra ella y para que mi lengua penetrara en lo más profundo. Su clítoris guiñaba como un señuelo entre esos labios suaves y carnosos invitándome a chuparlo y besarlo mientras mi falo eyaculaba en el aire gotitas estremecidas. Yo perseguía con la lengua ansiosa ese pequeño ídolo totémico, y recibía en el rostro y en la boca la humedad de hembra que desprendía, mientras ella me miraba, satisfecha, por entre sus bellos pechos desnudos.

Sólo cuando estuvo absolutamente segura de mi total amaestramiento decidió soltarme la cadena y presentarme en sociedad.