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Historias lascivas para mujeres hermosas (4)

en Fantasías Eróticas

HISTORIAS LASCIVAS PARA MUJERES HERMOSAS

4. No se deben besar las mujeres hermosas dormidas

(Donde se muestra el amor)

Uso unos calzoncillos ajustados porque no puedo andar todo el día, por todos lados, con el sexo hinchado abultándome los pantalones, y menos con el riesgo de que un enorme lamparón de semen me humedezca los costados de la bragueta y las piernas, sobre todo cuando estamos en público. Es que esta mujer que sirvo me tiene medio consumido en un hervor de testosterona y adrenalina.

Ella parece totalmente indiferente a esta situación. Supongo que advierte mi permanente excitación, y seguramente la complace, pero no parece nada preocupada por ello. Cuando me permite eyacular, para mí es un enigma si lo disfruta, la divierte o no le importa. En todo caso no lo toma como una obligación. A veces me hace acabar rápidamente entre sus piernas, o sobre sus pies, antes de abrirse para que le brinde interminables orgasmos con la boca. Otras veces me tiene lamiéndole la vulva hasta que se harta de correrse sobre mí, y después, como un premio, me deja masturbarme besándole la vulva mientras me observa indiferente y cansada de sexo. Pero esto no es un trato. Nunca sé cuándo me dejará eyacular, y muchas veces termino masturbándome en mi baño después de lamerla y besarla entre las piernas, complaciéndola y mimándola hasta que se duerme agotada de orgasmos y suspiros.

Además es imprevisible. Cuando le llevo la bandeja con el desayuno, a la mañana, abro las cortinas y la miro salir desnuda de entre un revoltijo de sábanas de seda. Yo no he visto nada más deseable que sus tetitas perfectas y tibias bajo la luz dorada de la mañana. Se despereza extendiendo los brazos en una visión de ensueño y luego se pone a leer los diarios mientras me pregunta distraídamente por el clima o las noticias al tiempo que picotea sus tostadas, jugos y café (siempre me asombra con qué desenfado se mueve desnuda ante mí). Pero algunas veces, muy de vez en cuando, tal vez cuando viene de un sueño erótico, o cuando la enternece la flor que le pongo en la bandeja, se revuelve mimosa en la cama y me hace señas con la mano, tocándose el monte de Venus para que me incline a besarle la vulva, y me disfruta así un largo rato, con los ojos cerrados y las manos tras la nuca mientras yo la deleito con mi boca. A veces la acomodo tiernamente, poniéndole almohadas tras las caderas para poder hundir la cara en lo profundo de su periné y besar la piel más tierna de su centro. Entonces la sostengo delicadamente por las caderas y la llevo hasta mi boca experta en sus deseos. Me encanta cuando me rodea con las piernas y siento sus pies cálidos en mi espalda mientras le doy pequeños chuponcitos amorosos en la vulva. Algunas veces se satisface con estos mimos antes de desayunar, pero otras veces se excita terriblemente y termina empapándome la cara en flujos deliciosos y gritando como una poseída mientras me sujeta la cabeza con las manos y las piernas, aferrándome contra su sexo encendido.

Me encanta cuando se da vuelta, mimosa, y levanta el culito para que mi cara penetre profundamente entre sus piernas abiertas. Adoro esos momentos porque tiene un pequeño lunar justo en el borde del labio derecho de la vulva, donde la piel suave se desliza hasta el pliegue del muslo, muy profundo, muy íntimo, casi donde un delicado rafe, como una línea, separa su vulva del ano rosado. Yo llego hasta allí con mis besos y lo muerdo dulcemente porque es mi lugar secreto. No sé si ella misma sabe que lo tiene, pero yo podría reconocer su intimidad entre miles de mujeres sólo por ese punto escondido.

Una noche regresamos de una fiesta. Tuve que subirla alzada por la escalinata del parque porque estaba muy ebria y casi se había quedado dormida en el auto.

Tenía puesto un pequeño vestidito plateado, muy cortito, y unos zapatos de altos tacos haciendo juego. Tuve que pararla y sujetarla mientras habría la puerta y allí mismo, bajo la luz de una luna llena, le agarró como una urgencia y apoyándose en la pared se levantó el vestido y, tomándome de la nuca, me obligó a arrodillarme y a meter la cara entre sus piernas. Estaba tan excitada que se batía la vulva con la mano (una mano llena de anillos y pulseras que tintineaban al compás de sus sacudidas) y no me dejaba lamerla. Yo besaba sus dedos sosteniéndola contra la pared porque la sentía sin equilibrio, y entonces, casi en seguida le vino un orgasmo enloquecido y llevando las manos hacia la pared, sobre su cabeza, me plantó la vulva en la cara con una urgencia tenaz y con movimientos espasmódicos para hacérsela chupar. Tenía puesta una braguita blanca que no era más que una cinta en la entrepierna, con apliques de brillantitos en una hilera prolija. Yo lamía las piedritas tratando de meter mi lengua por detrás de la cinta en busca de los labios húmedos calientes e inflamados. Estaba empapada. Casi en seguida se desplomó sobre mí y tuve que sujetarla firmemente mientras me la llevaba hacia adentro de la casa.

La deposité en un sillón mientras le abría la cama. Me excitaba terriblemente la idea de que tendría que desvestirla para acostarla. Pensaba que tal vez, si estaba lo suficientemente dormida, podría olerla y besarla…tal vez besarle el cuello y las tetas, cosa que nunca había hecho. Lamerla… lamerle las axilas húmedas y las ingles…lamerle los pies…besarle la nuca. ¡Lamerle los labios y los ojos!...¡Tal vez juntar sus manos enjoyadas sobre mi sexo y llenárselas de semen!...¡oh Dios, follármela despacito sin despertarla!. Abrazarla tiernamente y casi sin moverme penetrarla y llenarla de semen observando su rostro dormido…

Me llamó quedamente desde el sillón:

-Agua- dijo, -tráeme agua fresca-

Mientras le servía un vaso, tras el bar, la observé sentarse y sacarse el vestido por sobre la cabeza. No tenía nada abajo más que la braguita de diamantes, los zapatos plateados y unas medias blancas de lycra ajustadas a los muslos por ligas adornadas con florcitas. Pude ver claramente, sobre su vientre, un dije de diamante en el ombligo.

Mareada, se desplomó boca abajo sobre el brazo mullido del sillón, de modo que sus glúteos quedaron elevados, el cuerpo sobre el sillón y las piernas, como dos largas columnas hasta el piso, abiertas y rectas. Balbuceaba incoherencias y se refregaba mimosa tratando de masturbarse con una mano pasada bajo su vientre. Yo veía sus deditos asomando por entre sus piernas y, dejando el agua en el suelo, me arrodillé tras ella y hundí la cara entre sus glúteos, lamiéndole delicadamente los dedos y la vulva mientras ella se contraía y se aflojaba, abriéndome y cerrándome los labios vulvares con los dedos entre gemidos y lloriqueos. La sostuve por las caderas para bebérmela toda. Girando la cara hacia uno y otro lado la besaba y la lamía desde una liga floreada hasta la otra, disfrutando del contraste entre la áspera lycra y la carne tierna, cálida y húmeda de la parte interna de sus muslos. Ella cerraba la piernas, en orgasmos espasmódicos, apretándome la cabeza entre esos muslos fuertes, tiernos, calientes, y luego aflojaba la presión dejándome hundirme entre sus piernas, me metías los dedos en la boca para que se los chupara y luego me abría el clítoris frente a los labios, gruñendo de expectación en espera de mi lengua y de mis dientes. Acababa como una poseída, refregándose sobre el sillón y mordiendo los almohadones mientras alzaba el culo al cielo invitándome a penetrar más profundo entre sus nalgas. Yo trataba de correr la tirita de brillantes con la lengua para lamerle la mucosa rosada y caliente de la vulva; trataba de colarme entre la braguita y la carne, y movía la lengua como un fauno recorriéndole desde el clítoris hasta el cóccix con lamidas lentas, demoradas y profundas por debajo de la tirita de diamantes. Entonces se llevó las manos a la cintura y tomando la braguita en sus caderas tiro fuertemente hacia arriba atrapándome la lengua entre sus vulva abierta y los diamantes y así, con mi lengua cautiva aplastada en su coño comenzó a aullar como una loba exprimiéndose orgasmos frenéticos sobre mi boca. Sus piernas se pusieron duras como columnas apretándome la cabeza y su cuerpo se empapó de una humedad cálida que exhalaba una fragancia embriagadora, mezcla de su perfume, su sudor y los flujos de su sexo tetanizado. Yo, arrodillado tras ella, la sostenía por las caderas y me la empinaba mordiéndole y chupándole la carne inflamada, drogado por su olor y su sabor, incitándola, explorándola para hacerla aullar en la noche mientras el semen me empapaba la pierna del pantalón desde la bragueta hasta la rodilla. De pronto la tirita de diamantes se cortó y mi cara se hundió libre en toda su carne febril. Ahora tenía mi perra adorada prisionera y le lanceaba el culo y el coño con la lengua, comiéndomela literalmente, mordiéndola, chupándola, hundiendo mi lengua en su vagina y en su culo mientras ella se revolvía el cabello y se lamía las manos murmurando frases entrecortadas con voz grave y áspera entre accesos de gritos extraviados. Cuando pasaba un espasmo se quedaba quietita, respirando agitada, balbuceando quedamente, y sus piernas se aflojaban recuperando esa ternura cálida sobre mis orejas; entonces yo le permitía descansar unos momentos, mimándola y lamiéndola tiernamente y luego, cunado la veía relajarse, la aferraba por las caderas moviéndoselas de un lado a otro, aplastándomela contra la cara, y la penetraba con la lengua profundamente hasta precipitarla en un nuevo frenesí.

Así la tuve, arrancándole un orgasmo tras otro hasta que su voz se hizo ronca de tanto gritar y su cuerpo se sumió en temblores de agotamiento y alcohol.

Sus zapatitos plateados cayeron sobre la alfombra, uno tras otro, en alguno de los orgasmos frenéticos que batían sus piernas en el aire, y al fin se fue quedando dormida, chupándose los dedos y lloriqueando mientras yo besaba apenas y lamía suavemente su clítoris inflamado.

La alcé tiernamente y la llevé a su habitación. Tendida en sus sábanas de seda, dormida, le quité con cuidado sus medias blancas con sus ligas de flores y, pasando mis dedos tras su cuello, le desprendí la gargantilla de brillantes y la dejé sobre su mesa de noche. Le saqué los aros y le froté los lóbulos de las orejas. La besé lentamente. Le besé la frente y los ojos. Le besé los labios, el cuello y el pecho entre senos (con respeto, sólo un punto del pecho, entre los senos). Le besé el ombligo y la vulva. Después la tapé con seda.

Le dejé sobre la mesa de luz su vaso de agua y una rosa amarilla del florero, luego me senté en el suelo, con la espalda reclinada en su cama, para velar su sueño. Después de un rato se dio vuelta en la cama y un pie perfecto, de largos dedos y uñas nacaradas, se proyectó en el aire saliendo de abajo de las sábanas, casi al lado de mi hombro. Me quedé el resto de la noche observando el lento arco de la luna en el cielo a través de los ventanales, escuchando su respiración pausada. Cada tanto giraba la cabeza para frotar mi mejilla por el empeine de su pie y besarlo, para sentir si estaba calentito. Al fin y al cabo, me pagaba para cuidarla.