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Carmen, menudo curso!

en Hetero: Primera vez

Incluso a los más apocados nos llega el día en que renunciamos a la timidez y decidimos lanzarnos en busca de buenos ratos. Eso lo aprendí a base de desengaños y de ver como algunos trenes que tenía enfrente con las puertas abiertas de par en par, partían para nunca más volver. Así que para mí la pubertad había sido una sucesión de ocasiones perdidas como un desfile de vagones rebosantes de alegrías extraviadas. Y el único consuelo que me quedaba era aliviarme en la intimidad de mi habitación.

Todo se desató con la llegada de Carmen a nuestra clase. No es fácil para alguien que llega a mitad de curso hacer amigos, pero el hecho que ambos fuéramos repetidores, como no dudó nuestra tutora en poner de relieve ante la jocosidad del resto de clase, hizo que rompiéramos el hielo enseguida.

Ese mismo día a la hora del patio ya nos estábamos contando mil cosas en la cafetería. Había llegado en medio del año académico a causa del trabajo de su padre. Era un ingeniero de tan buena reputación en su sector que las empresas se disputaban sus servicios y el hombre acudía a la llamada del dinero sin importarle dónde ni el perjuicio que causaba en su familia el ir y venir. Para él cada traslado era el trabajo definitivo y por eso su familia le seguía con la esperanza de que cumpliera alguna vez su palabra y se quedaran por mucho tiempo en el mismo lugar. Carmen confiaba que así sería esta vez, puesto que volvían a Barcelona, donde ella había nacido y vivido hasta los siete años.

 

Como ya he dicho, Carmen era mayor que el resto pero es que parecía mucho más mayor. Las modas juveniles parecían no ir con ella. Siempre se vestía con ropa de "señora", incluso creo que se la cogía prestada a su madre. También demostraba su tremenda madurez en nuestras conversaciones, que yo disfrutaba apasionadamente mientras me quedaba, a veces con poco disimulo, embelesado mirando a sus grandes ojos verdes. Su pálida tez aunque con algunas pecas que poblaban sus mejillas creaban un exquisito contraste con su bruna melena. Pero esos ojos le daban un aspecto felino que me abstraía. Aunque la verdad es que mi interés nunca había pasado de ahí, quizás por su vestimenta o porque ciertamente, éramos como la noche y el día. Ella, a pesar de su cambio constante de residencia y del mal ritmo académico que ello acarreaba era muy aplicada. Responsable, organizada, metódica. En cambio, en mí teníamos al paradigma del rebelde sin causa, que a pesar de contar con el potencial, no daba un palo al agua. Demasiado diferentes como para fijarme en ella... pero aún así congeniamos.

Pronto hizo buenas migas con otras chicas de la clase y yo pude volver a mis correrías con los amigotes en el recreo o a la salida de clase alborotando el gallinero. Metiéndonos con los que sacaban buenas notas o se esforzaban en clase. Para mi desgracia, Carmen era de este grupo y aunque en el aula nos lo pasábamos muy bien sabía que al sonar el timbre, todo cambiaba para nosotros.

 

Pero la percepción que tenia de Carmen cambió a las pocas semanas, más bien en unos pocos fines de semana., cuando en plena juerga con los colegas en la discoteca del barrio, la vi entrar. Bueno, vi entrar a una chica despampanante que tardé unos minutos en identificar como la modosita Carmen. ¡Qué cambio! Con su larga melena oscura como la noche libre de su eterno coletero, despojada de las blusas y faldas de mamá que ocultaban una mujer preciosa de firmes e interminables piernas, unos glúteos curvilíneos, divinos que movía como lagartija al ritmo de la música y por fin lo que había tenido frente a mí y no les había prestado atención: unos pechos mayúsculos, férreos que seguían sin gozar de la libertad atrapadas en una ceñidísima camiseta que no podía menos que marcar el tremendo sujetador que debía sostener tales maravillas. Le hice un gesto con la cabeza a modo de saludo y le dediqué la mejor de mis sonrisas pero hizo como si no me hubiera visto. Me escabullí de mis amigos y fui en su búsqueda un poco molesto por su descortesía. Finalmente la divisé a lo lejos espantándose moscones en la barra. Cuando enderezaba mis pasos hacia ella con la brillante armadura de caballero en rescate de tan gentil doncella, una palmada en la espalda rompió el hechizo.

¿Qué, nos vamos? – me dijo Nacho – Ya se hace tarde...

Voy a la guardarropía, os alcanzo en un minuto. – Pero cuando volví de nuevo la cabeza hacia la barra, Carmen había desaparecido.

Al empezar la semana comencé a mirarla con otros ojos pero sin atreverme a decir media palabra sobre lo que me había sido revelado, atendiendo a que ella parecía no haberme visto. En clase todo transcurría como de costumbre, contando las horas para que las clases terminaran y los días pasaran ya no para volver a salir con mis amigos a beber, fumar y bailar hasta decir basta, sino para volver a ver a Carmen en su esplendor.

El ansiado viernes llegó y yo seguía en mis trece de no prestar atención en clase: sin duda en mi libreta habría cosas más emocionantes. Tanto, que tardé en percatarme de algo nuevo, una sensación que aunque no pude precisar el tiempo que llevaba manifestándose y aunque pudiera parecer insignificante me estaba dando gran placer: Alguien me estaba tocando la rodilla. Levanté la vista despacio para descubrir lo que ya sabía. Era Carmen, sentada enfrente de mí como siempre, pero con el brazo por detrás del respaldo de la silla deslizando su mano hasta mis rodillas. Parecía algo casual, natural, pero yo sabía que era un acto premeditado. Para mi sorpresa, no me sobresalté sino que aguanté pacientemente mi posición para no alarmarla y ver hacia donde iban los acontecimientos. Pude percibir la calidez de su mano por encima del pantalón y un cosquilleo recorrió mis piernas subiendo lentamente hasta notar como se hinchaba mi verga contra los botones del pantalón. Ella movía su mano muy lentamente, acariciándome despacio, sin prisa y con mucho disimulo. Comprendí rápidamente que debía actuar de la misma manera y aparentar total normalidad si no quería que el juego terminara. Para conseguirlo tuve que morderme el labio inferior con fuerza para contener todo lo que sentía en esos momentos.

Deseé que la clase no terminara nunca pero inevitablemente, al tiempo que mi labio empezaba a sangrar sentí como un latigazo parecido a una descarga eléctrica cruzaba mi columna en el mismo instante que el timbre sonó. Zas! Quitó la mano y antes de que yo reaccionara desapareció con su mochila dejándome clavado en mi silla con la que sería la mayor cara de bobo de la historia. Recuerdo que cuando llegué a casa me pasé toda la tarde masturbándome como un loco, mientras mi imaginación bullía con lo sucedido aquella tarde. Por la noche y ya en pleno bajón sentí pánico al pensar que quizás no volvería a verla, que su padre habría vuelto a hacer las maletas y se la llevaría lejos de mí. No me avergüenza decir que lloré sólo de pensarlo. Este nerviosismo no hizo más que incrementarse al día siguiente, cuando no apareció por la discoteca. Esa tarde pillé una cogorza que por más que lo intenté no conseguí disimular en casa. Aunque la verdad, tampoco me importaba el castigo que me impusieran, ya estaba bastante jodido. En cuestión de unos días y casi sin saber cómo, había pasado de una casi total indiferencia a beber los vientos por ella.

La tormenta pasó y respiré tranquilo el lunes por la mañana cuando la vi ante la puerta del colegio. Ahí estaba, tan recatada como siempre, con esas blusas anchas que gastaba y que sabía que ocultaban algo explosivo y delicioso. No tuve tiempo de cruzar media palabra antes de entrar a la primera clase, una de las más estimulantes de todo el ciclo y que hacíamos cada quince días alternando con la gimnasia: la natación. Aunque esa mañana mi subconsciente no debió pensar lo mismo pues en la bolsa de deporte había olvidado poner el bañador. Precisamente el mismo día que nos examinaban y aunque le rogué al entrenador que me aplazara la prueba o me dejara realizarla en pantaloncito de deporte, no le bastó con negarme tal posibilidad sino que me mandó derechito al vestuario, privándome al menos de poder quedarme a observar las progresiones de mi sirenita.

Me quedaba una hora por delante solo en el vestuario imaginándome a Carmen en su traje de baño con ese fantástico cuerpo y rezando porque ningún otro se quitara la venda que tanto tiempo había llevado yo y descubriera lo maravillosa que era. Estaba encendiéndome un cigarrillo como el indomable rebelde que siempre aparentaba ser cuando llamaron a la puerta. ¡Menudo susto! Y qué quemadura me hice intentando esconder rápidamente las pruebas del delito...

¿Qué pasa?

Hola, soy Carmen

¿Ca-Carmen? ¿Que quieres? – le dije tartamudeando y recuperándome del susto inicial

Ya he terminado mi examen y me iba a duchar pero me olvidé del jabón

Vaya par de despistados, eh? Espera, que ahora te lo acerco. – le dije mientras me giraba hacia la bolsa y empezaba a hurgar en ella para dejarle el frasco

Deja, ya te lo cojo yo.- Su voz no sonó tras la puerta, sino en mi oído. Me sobresaltó.

¿Carmen que haces? ¿Y si alguien te pilla aquí?

No va a subir nadie hasta dentro de una hora, y lo sabes. Cuando he terminado mi prueba le he pedido permiso al profesor para cambiarme porque no me encontraba muy bien.

¿Ah, no? ¿Qué te pasa?

No seas tonto. Ya sabes por qué he subido… y que me encuentro perfectamente… - Esto último lo dijo juntando ambos brazos mostrándome su generoso escote.

Tragué saliva y apenas pude asentir con la cabeza. Deseba decirle que ya lo sabía que se encontraba perfectamente. Aún le diría más, que era perfecta, que era maravillosa, que era como un sueño. Pero mientras todos estos pensamientos se agolpaban en mi cabeza intentando encontrar una ruta que los guiara hacia mi boca, ella se adentró en las duchas.

¿Te importa si me ducho aquí?

¡Pero es el vestuario de chicos!

¡Y tráeme el jabón! – me dijo ya bajo el sonido del agua

Llegados a este punto creo que mi eterna timidez con las chicas decidió desprenderse de mí y empezó a escurrirse por mi piel hasta desaparecer por completo y para siempre. No perdí la oportunidad que se me brindaba y aún con el pantaloncito puesto seguí a la diosa bajo la cascada. Con su tono más juguetón me pidió que le enjabonara la espalda puesto que no alcanzaba. Mis manos reptaron por su espinazo con mucho esmero procurando ser lo mas sensual posible mientras la cubría de espuma.

Si quieres que te enjabone la espalda, ¿no crees que esto nos molesta? – Le susurré al oído mientras deslizaba mis manos bajo sus tirantes, despojándola de la mínima expresión de ropa que ocultaba su desnudez. Nunca me habría creído capaz de esa audacia por mi parte y ella me recompensó apretujándose contra mi pecho. - No quiero que esto termine nunca – y la abracé por detrás rozando por primera vez sus pechos con mis brazos, dejándome una sensación imborrable que aun hoy me eriza el pelo cuando lo recuerdo.

Pues mas vale darse prisa, la clase tarde o temprano va a terminar – y al instante se volvió hacia mí mostrándome los dos senos más suculentos, firmes y rebosantes que un hombre haya catado jamás.

Así, aún atrapada entre mis brazos nos entregamos a un beso largo, extenuante y por qué no decirlo húmedo. Cuando ya notaba que me faltaba el aliento, Carmen fortaleció su presa consiguiendo quedar atrapado entre sus pechos y la pared, ¿hay placer mejor? Pues si. Ver cómo se desplomaba mi pantaloncito hasta el empapado suelo a la rápida maniobra de la celestial corruptora. Como accionado por un resorte, golpeó mi ariete entre sus piernas mientras con sus delicadas manos le daba cobijo. Al tacto de su piel, tan sedosa como el arrullo de las olas, creció aun más, como nunca antes la había visto, podríamos decir que Carmen no fue la única sorprendida.

Aproveché el momento para lanzarme a la conquista de los senos de Carmen. Estaba completamente embrutecido y besé, chupé y mordí aquel par de blancas colinas duras como la piedra. Su palidez creaba una perfecta armonía con sus extraordinarias aureolas rosadas coronadas por unos pezones que en su mayor excitación se mostraban enhiestos como antenas que mandaban mensajes de placer a su espina dorsal. Empezó a revolverse de gozo mientras descendía lentamente hasta orbitar alrededor de mi cetro, el cual tomó con sus manos con furia. La fuerza que empleó en ese gesto me desconcertó sobremanera. Se apoderó de mi sexo por completo como si le tomara las medidas, las que no le debieron disgustar porque se relamió como una gatita mala. De golpe, encerró mi falo entre sus suaves labios alojándolo por entero en su acuosa boca. Se entregó a la tarea con fruición y no dejó un rincón de mi virilidad que no cubriera con su ladina lengua.

Un aviso de megafonía nos devolvió a la realidad. En breve, los vestuarios se llenarían de gente, puesto que la clase estaba a punto de terminar. Hice un ademán de separarme de ella, todo eso ya estaba llegando demasiado lejos y no quería que nos llegaran a sorprender en esa situación. Pero Carmen no pensaba igual. Dejó de paladear su golosina y emprendió una enérgica masturbación contrarreloj. Veía el cielo abrirse ante mí con los ojos en blanco entretanto Carmen seguía jugando con su sonajero en un vaivén frenético que no se limitaba al clásico arriba-abajo. Me agarró de la base del tronco, se enjabonó la palma de la mano para no lastimarme con la fricción y con una ágil maniobra de muñeca retorcía mi sexo como el que esculpe una figura en arcilla.

 

Al alboroto de nuestros congéneres subiendo hacia los vestuarios Carmen soltó su presa desapareciendo por la puerta mientras yo me quedaba rociando el suelo con un arroyo de fluidos que se mezclaron con la espuma de aquel baño que significó una catarsis para un chico tímido que desde entonces cogió los trenes en marcha.