Bombos, tambores, pitos, gritos, platillos. Ellos.
Y así se despidieron, la música de carnaval sonaba a su alrededor y un silencio que parecía abarcarlos únicamente a ellos dos los hacía recordar, en los ojos que ya no se miraban de frente y en medio de la multitud, esas horas que pasaron juntos.
En medio del carnaval, New Orleáns parecía un pueblo estacionado en las fiestas más antiguas y primitivas a pesar de los dorados y sofisticados trajes y máscaras; Mardi Gras brillaba en su máximo esplendor y ellos se descubrieron entre la gente, los gritos, las luces y los estallidos. En la mente de ella reventaron los vampiros, las sirenas, los poemas de amor, las cartas ofrecidas y leídas, las luces de una montaña, la música de los trovadores. En la mente de él sonaron los bailes y bromas, el aro que salía de la boca de ella, humo dibujado tras su sonrisa cínica y triste, un décimo piso y una ciudad testigo de su unión a sus pies. Y el tiempo se detuvo en unos infinitos efímeros instantes (sólo los amantes entienden ese oxímoron) dos sonrisas, dos melancolías ahogadas en cuatro ojos, media lágrima en los de él, una en los de ella; cuatro manos frías y cuatro pies detenidos como uno solo, la pregunta muda y la respuesta aún más muda.
Lo entendieron entonces.
Habían pasado días, meses, ¿años? Y ellos escogieron el mismo lugar para reír de nuevo. Tan lejos y tan cerca. Mardi Gras, New Orleáns, Mississippi millones de kilómetros, millones de personas, millones de gritos, millones de sonrisas, millones de minutos y ellos dos evocando el mismo instante cuando los millones eran milímetros y luego nada entre sus dos carnes, entre sus dos almas, entre sus dos corazones. Cuando no los separaban todos los reproches y un error parecía realmente ínfimo ante su amor y su deseo.
En la lágrima de ella caía la imagen de él en la cama, durmiendo después del amor sobre su pecho desnudo y bajo sus manos que le acariciaban el frondoso cabello de hermosos bucles; en su dedo paralizado se dibujaba la imagen borrosa del anillo que ya no estaba; su espera, cuando él tuvo que partir, se detuvo en sus pies y en el hueco del pecho se estacionaron los latidos de cuando él le daba la sorpresa de su presencia.
En la media lágrima de él se ahogaban los intentos de baile, la mirada verdosa de ella, los comienzos de un trabajo duro, el hijo que no nació pero que tuvieron, los ascensores testigos del desenfreno, los secretos entre los dos, los aviones que iban y venían para separarlos y unirlos, las canciones que aprendió por ella y las que ella le cantó una noche en el auto, cuando el frío no los dejó salir y simplemente, con el radio encendido y las estrellas tras el parabrisas, ella le regaló su música y él su silencio de ojos orgullosos y complacidos.
Las lágrimas cayeron y los dos, sin mediar palabra, volvieron a sonreír. Sólo los hermosos recuerdos los abarcaron. No hubo perdones, no hubo reproches, no hubo voz que rompiera el momento. Pasaron uno al lado del otro, se dejaron sentir ese roce de amor, del amor que siempre queda, del amor que nunca olvida, del amor que siempre abarca y que siempre salva, nos salva.
Y así se despidieron, en su propio silencio entre el carnaval de Mardi Gras, sin firmas, sin separación material; doradas las máscaras, plateadas las lágrimas, brillantes las almas, calmos los corazones.
Bombos, tambores, pitos, gritos, platillos. Ellos.
Para un ángel que nunca dejará de serlo y hoy y siempre un amor y mi amigo de alas blancas.