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Piano en la oscuridad

en Erotismo y Amor

PIANO EN LA OSCURIDAD

Aún intento calmar mis sentidos cuando evoco su imagen sobre mí. No es fácil. Aquél que sólo era una sombra que hacía danzar sus dedos en ese piano lejano, ayer fue mío, y hoy, sola en esta cama que tanto deseo y tanta piel ahora resguarda, todavía me resisto a creer que ese, al que tanto en silencio amaba, al que admiraba lejana en aquél rincón del bar, por fin haya sacado con sus dedos la melodía que mi piel le guardaba.

Todo comenzó con una tímida nota de admiración que le envié por lo que me hizo sentir la primera vez que lo vi tocar el piano. Unas amigas insistieron en llevarme a un bar en los rincones más oscuros de la ciudad para aliviarme del dolor que me había ocasionado la partida de mi antiguo novio. No suelo dejarme llevar por el sedante del alcohol y menos cuando estoy así de susceptible, pero sabía que si las rechazaba una vez más me dejarían pudrirme en casa sumida en recuerdos ya perdidos, además debía admitir que, me gustara o no, las necesitaba y a fin de cuentas, ¿qué malo podía sucederme ya?, un trago, una charla y hasta perderme una noche con un "aliciente" fugaz, tal vez me ayudaran a recobrar mi orgullo temporalmente.

Sin embargo, nada de eso pasó. Al llegar, el bar estaba casi vacío y aunque había mesas suficientes y varias de ellas frente al pequeño escenario, respetaron mi deseo de sentarnos en una que estaba en un rincón bastante alejado, desde donde se veía el espectáculo, pero suficientemente oculta como para no sentir que pendía sobre mi cabeza el letrero terrible de "mujer abandonada" que uno cree tener inevitablemente ante esas pérdidas. Sonaba un saxo tenue con un jazz bastante insinuante que invitaba a abandonarse a la noche, cosa que me relajó bastante a pesar del lugar de la ciudad donde nos encontrábamos y el bar, que no eran precisamente lo más idóneo para tres mujeres solas a altas horas de la noche y menos que pensaban dejar hecho su cuerpo una apología al licor, así que decidí pedirle a nuestra "amable"camarera un martini dry, sin aceituna, con el que pretendía solventar el resto de la velada y opté por obviar, como siempre, su cara de sorpresa ante tal petición extraña y la eterna pregunta de "–¿sin aceituna? – Sí señorita, sin aceituna, las detesto, pero me encanta el martini – ".

Mis amigas se hicieron a la titánica tarea de siempre: hablar miles de pestes de mi ex y recalcarme una y otra vez lo bonita que soy, profesional, trabajadora, independiente mujer que no puede permitirse echarse a morir por un hombre más, insistiéndome una y otra vez que pidiera otro más de esos "martinis sin sal" y coqueteara con el hombre de la barra que me observaba, que abriera un poco más mi blusa, que me abandonara en el medio de la pista (como llamaban al ridículo espacio 2x2 que se encontraba a un lado del escenario) cuando comenzara el espectáculo estrella de la noche, que no era otra cosa que el mismo hombre del saxo y un pianista que tocaban el mejor blues que ellas alguna vez habían oído, y que ya vería, cuando el saxofonista tocara la primera nota no podría resistirme a sus encantos y su sensualidad que, dicho sea de paso, nunca estaba reacio a compartir con una sensible mujer atractiva y que esa noche representaría, de seguro, un nuevo capítulo en mi vida... ¡No imaginaban ellas cuánta razón tenían!. No sé si es porque no me gusta que me planteen las directrices de mi vida o que tampoco me gustan los hombres "fáciles" (aunque casi todos lo sean), pero no fue el saxofonista quien me atrapó y me cambió efectivamente la historia de mis días esa noche...

Las luces se atenuaron, aún más de lo que estaban, dejando el local iluminado únicamente con las leves llamas que adornaban el centro de las mesas y dos focos que apuntaban al escenario: uno sobre el saxofonista y otro solamente a las manos del pianista. El saxo dejó escapar su primer lamento y una voz ronca y suave que acariciaba los oídos, comenzó a cantar el blues, del mismo modo, el foco que estaba sobre las manos del pianista empezó un baile que seguía sus movimientos mientras el blues avanzaba in crescendo en esa voz tan mágica que me hechizó, como al resto del bar. Intenté desesperadamente ver el rostro dueño de tan sublime don, pero la oscuridad y su cabello largo no me permitían vislumbrar nada, sólo una tenue sombra que dibujaba la silueta de una nariz perfecta y su boca que apenas se abría para entonar la canción; sus ojos permanecían cerrados mientras cantaba, como poseso de sensaciones que ninguno entendía, salvo yo, que me sentía entregada a ese lamento, acariciada en cada fibra de mi ser, hasta los rincones mismos que nadie había podido alcanzar de mi alma. Él, con su canto, me había hecho sentir lo que nadie había podido lograr hasta el momento y había penetrado en mí más adentro de lo que jamás permití llegar a nadie antes.

La primera pieza terminó provocando una ovación increíble pero en mí apenas había comenzado la avalancha de sensaciones esa noche, quedé prendada de esa sombra, de esa voz intensa y profunda, de esas manos que danzaban sobre el piano como yo deseaba que lo hicieran sobre mi piel. Pedí otro martini ignorando la alegría de mis amigas que me felicitaban por dejarme llevar por fin, por dejar de lado mi perenne control y permitir que una noche saliera de mí aquello que nunca dejaba, mis debilidades y mi lado oscuro, como solían decir. Pero lo que ellas no sabían era que no me hacía falta ya martini alguno, unas notas y una voz ya habían logrado esa hazaña, tanto que me apresuré a tomar un lapicero de mi cartera y en una servilleta anoté:

"No te imaginas lo que tu voz me ha hecho sentir esta noche, tu canto le ha dado forma a mis lamentos y a mis sensaciones más profundas... no sé por qué escribo esto aún sabiendo que debes recibir palabras iguales todas las noches, pero necesitaba decirte que me has dado uno de los regalos más hermosos que he recibido jamás. Gracias.

K."

Y sin pensarlo mucho, porque de lo contrario rompería lo que acababa de escribir, llamé a la camarera y le pedí que le llevara mi nota al pianista y no le dijera de dónde provenía, favor por el que le pagué una buena propina. No podía creer lo que estaba haciendo, pero no podía reprimir el impulso que me guiaba en ese momento y ahí me quedé viendo como se alejaba la camarera directo al escenario y le entregaba la nota, casi al mismo tiempo que comenzaba a nacer mi arrepentimiento, mientras mis amigas me asaltaban con un round de preguntas a las que yo no sabía muy bien qué respuestas darle, se contentaron finalmente con un seco "- felicitaba al pianista porque toca muy bien y me hizo recordar los mejores tiempos de mi padre- ", mi padre nunca tocó instrumento alguno, pero eso era algo que ellas no podían saber y me hizo salir del paso fácilmente.

El pianista leyó la nota, que ya se me antojaba ridícula, y levantó la vista hacia el público con una leve sonrisa ladeada. La imposible luz apenas me dejó ver un tímido hoyuelo y el marco de unos ojos grandes expresivos, pero sólo fue un fugaz momento, porque enseguida, como tocado por una orden sobrenatural, bajó la cabeza y comenzó a tocar y cantar otra melodía increíblemente más intensa que la anterior. No sé si soñaba o proyectaba mis propios deseos, pero era como si mis letras le hubieran dado renovadas energías y esa pieza estuviera dirigida únicamente a mí. Cerré mis ojos y dejé que cada nota me embargara la piel; poco a poco, me dejé sentir cada verso en mi interior y soñé con sus manos baliando sobre mí. Podría jurar que su aliento se me acercaba y sentía el calor de su boca susurrándome al oído su canto mientras mis manos comenzaban a subir por el interior de mis muslos, como si él mismo estuviera abriéndose paso a mi interior; sentí la fuerza de su canción en mi entrepierna mientras mi mano frotaba sobre mi ropa interior mi intimidad húmeda y ardiente, sedienta de ese cuerpo que a unos metros estaba sentado frente a su piano y me regalaba solamente a mí su más profundo sentimiento. Desperté con la nueva ovación, aún más fuerte que la anterior, y agradecí que todos tuvieran su atención posada sobre los músicos, incluyendo mis amigas, además de la muy buena elección de la mesa apartada en el rincón; nadie, creo, se percató de mi repentino acceso de locura erótica y yo, aunque aliviada por no haber sido descubierta, estaba en el límite de la tensión, así que me levanté, les dije a mis acompañantes que debía irme ya y sin esperar ningún tipo de respuesta, dejé dinero sobre la mesa y me marché corriendo a mi casa.

Al llegar apenas podía calmar los latidos de mi corazón. Estaba avergonzada conmigo misma y al mismo tiempo sorprendida ante el descubrimiento de esas intensas sensaciones. Lloré, lloré como poseída por un hálito que me embargaba de tal manera que mi cuerpo no podía liberarse de los deseos; mis lágrimas no eran de dolor, eran expresión de una emoción desconocida que no me había abandonado desde que escuché las primeras notas de ese piano en conjunto con su voz; cerré mis ojos como queriendo escapar de todo lo sucedido, pero sólo venía a mis recuerdos la silueta de su rostro en perfil y sus manos danzando sobre el piano. Las piezas que cantó seguían sonando en mi mente como si las hubiera grabado y ahí, detrás de la puerta, hice lo que antes me habían pedido mis amigas: bailé abandonada mientras me despojaba de mis ropas y terminaba lo que había comenzado hacía unos minutos en el bar. Ahí, libre de miradas, dejé a mis manos pasearse por mi cuerpo como si las de él se tratara, y froté mi sexo siguiendo el son del blues que sonaba en mi cabeza y retrasando el éxtasis para que coincidiera con el clímax de la canción misma, y en la nota más alta que mis recuerdos me regalaban, explotó mi cuerpo ofreciéndole un orgasmo a ese desconocido que hacía bailar un piano.

Me acosté aún narcotizada por las increíbles sensaciones de esas horas y soñé que yo tocaba el piano en una noche eterna junto a esa silueta, hasta que el timbre del teléfono me despertó sobresaltada. Era una de mis amigas que con tono cómplice me comentaba que el pianista al terminar el espectáculo de la noche había dicho las siguientes palabras:

"No sé quién eres K, pero quiero que todos sepan que me has dado uno de los regalos más hermosos que he recibido jamás. Gracias a ti."

Me senté incrédula sobre la cama y vi hacia mi ventana para constatar que efectivamente el día ya avanzaba, que no seguía soñando la noche eterna junto a él y que no era verdad que además hubiera usado para mí las mismas palabras que yo le ofrecí. Ella me inquiría del otro lado de la línea para que le dijera qué le había escrito al pianista, pero ante mi silencio entendió que era algo que prefería no compartir, así que optó por decirme que cuando me sintiera en mis cabales, le telefoneara de vuelta y que esperaba que siguiera siendo la misma mujer controlada de siempre y no me estuviera dejando llevar por un despecho. "¿Quién te entiende?" – pensé- "ayer rogándome que me dejara llevar y hoy deseando que regrese a mi cordura", pero no le dije nada.

Ya era tarde, de cualquier forma, no me estaba dejando llevar por un despecho ciertamente, pero no, de ninguna manera ya era yo la misma mujer controlada. Ese hombre sin rostro, sin nombre, al que nunca había tocado y tan sólo había visto en una débil y lejana imagen, se había convertido irremediablemente en un ente dueño de mi ser. Durante todo el día oí su constante melodía en mi mente y mi cuerpo, aún después del descanso, continuaba deseando ser suyo como lo fue la noche anterior, porque a pesar de que eran mis manos, quien estaba en ese momento dentro de mi humedad era él con su canto, ese lejano canto que poco a poco me enloquecía mientras las horas del día iban avanzando.

Decidí volver esa noche al bar, esta vez sola. Llegué a la misma hora que la noche anterior para asegurarme de que la mesa que había ocupado estuviera libre, como efectivamente lo estaba, y me senté expectante, como quien está a punto de renovar viejos vicios que enloquecen de ganas; pedí de nuevo el martini dry sin aceituna con el extraño designio de repetir todo tal cual de principio a fin, pero de la misma manera también buscando que todo fuera diferente y así sentir que podría liberarme de tan intenso hechizo.

Cuando me trajo el trago, la camarera me comentó un tanto hastiada, que cumplió mi petición de no revelarle a Mauro quién le había enviado la nota, pero que había sido una tarea realmente difícil ante su insistencia y que lo único que pudo fue prometerle que si yo volvía me entregaría unas palabras escritas por él.

Apenas podía contener mi curiosidad y mi sorpresa, tenía de él su nombre, que se me antojaba hermoso, y pronto tendría sus palabras, dirigidas a mí como soñé que estaba dirigida su canción la noche anterior. Le hice prometer de nuevo a mi única cómplice que no le revelaría mi identidad, en un tonto intento por mantener la vergüenza, y le pedí que me diera la nota. Ella sacó un papel de su bolsillo y me lo extendió, sentí entonces su perfume y me di cuenta de que todos mis sentidos estaban siendo invadidos por él: había visto la línea de su silueta, había oído su voz, había sentido su olor, sólo no había podido saborear ni tocar su piel... Sus letras, cursivas y nerviosas, me abrieron la puerta hacia un vórtice de sensaciones que a partir de esa noche serían al mismo tiempo una tortura y un dulce regalo:

"K: me he dado cuenta de que prefieres verme desde la oscuridad, justo castigo por no permitir que nadie vea mi rostro en estas infinitas madrugadas, nunca imaginé que pudiera transmitir mis propias agonías, pero has llegado para hacerme sentir que alguien más, en la lejana distancia, puede sentir todo aquello que me esfuerzo en expresar. Gracias mil por tus palabras, espero que regreses y como primer regalo me des la dicha de tu nombre, a cambio tocaré una pieza entera con el cabello atado para que puedas adivinar en la oscuridad lo que te expresa mi mirada...

Mauro."

Sonreí cómplice al leer su recado, entendí que me planteaba un juego de enigmas que, al ser descubiertos, nos irían entregando poco a poco lo mejor que podíamos ofrecernos y decidí aceptar su pequeño reto. Llamé entonces a nuestro "nexo" y le entregué un papel que sólo contenía una palabra:

"Kassandra"

Y ya más calmada, como quien es dueña de un secreto mil veces buscado, tomé mi martini esperando que Mauro finalmente se sentara frente a su piano, dueño también de mi nombre. El momento no tardó en llegar y esta vez fue su voz que a capella entonaba las primeras notas de la canción. Fue maravilloso ver que antes de comenzar a tocar tomara su cabello, lo atara en una cola tras de sí mientras de reojo observaba perdido el público y sonreía pícaro sabiendo que uno de esos rostros era el mío. Me deleité en recorrer los pocos resquicios que la oscuridad me dejaba adivinar, buscando atenta su mirada, al mismo tiempo traviesa y al mismo tiempo atormentada, que acompañaba cada sentimiento que en su canción iba expresando.

De nuevo esa noche me dejé llevar por mis sensaciones, me acaricié mientras él me cantaba y lloré emocionada al verlo sonreír y cantar frente a su piano, también poseído por mí. No me importó lo enferma que parecía de él, lo inmoral y lo alocada, me estaba conociendo a mí misma con su canto y al mismo tiempo conocía también ese otro tipo de amor que se da sin el contacto, ese amor que embarga fuerte de deseos frustrados, ese amor que crece cada día de ganas. Y así pasamos un mes de juegos y caricias autoregaladas. Le pedí que me soñara una noche, le revelé mi posición en el bar que sabía de peor visibilidad que la que yo tenía de él, le dejé también adivinar mi silueta, le dejé navegar mi mirada mientras cantaba junto a él las canciones ya aprendidas, le hice desearme como yo a él, a través de enigmas... un mes de juegos, un mes de deseos, un mes de ese amor extraño e inconcebible que poco a poco nos fue acercando como ningún ser humano ha sido capaz de acercarse a otro, supo de mí lo que a nadie entregaba y tuve de él lo que nadie conocía.

Finalmente un día llegué al bar y él no estaba, esa noche la había pedido franca y yo, terriblemente decepcionada, tomé mi ya acostumbrado martini en su honor y me marché a mi casa para repasar en mi mente lo que esta vez no oiría en vivo.

Estaba distraída, con la mirada clavada en el suelo, cuando llegué a la puerta de mi casa. Tan distraída que no percibí que había alguien en el umbral y cuando subí la mirada para abrir, lo vi.

Recostado de medio lado estaba él, con su cabello abandonado cayendo a los lados de su rostro y ocultando la mitad de su faz dejando ver sólo su pícara y traviesa sonrisa ladeada, sus manos en los bolsillos y su mirada clavada en la mía sorprendida y deleitada. Nunca lo había visto de pie y no había podido adivinar que era más alto que en los sueños de mis madrugadas, tampoco había escuchado su voz fuera del canto y cerré mis ojos cuando sentí que abría los labios para hablar, como quien se anticipa a recibir un regalo siempre esperado y retrasa tan solo unos segundos esa dulce agonía. Oí entonces mi nombre de su boca y sentí apenas el roce de sus manos en mis brazos, poco a poco acercó su aliento a mi rostro mientras repetía en una cantinela el nombre susurrado, fue apagándose el suave canto en un tímido roce de labios y se convirtió pronto en una sedienta y profunda exploración de nuestros interiores, en un ataque a dentelladas y lenguas absorbiendo todo el elixir de ese cáliz tan deseado.

Abrí la puerta sin separarme de sus labios y lo empujé al interior posesa, cerré con el pie mientras lo despojaba de su saco y permitía que sus manos se saciaran de mi cuerpo con esas ganas de fiera atrapada que lo embargaban. No tocaba un blues sobre mi piel, tocaba una música desconocida, fuerte y apasionada; de su garganta sólo brotaban gemidos sin letras y fue esa la más bella melodía que me había hecho escuchar hasta ese día. Bestias liberadas nos exploramos mutuamente, besé su cuello, arañé su espalda desnuda, probé su sexo donde me entretuve golosa, absorbiéndolo, acariciando y masajeando mientras dejaba a mi lengua lamer de arriba abajo y lo introducía en mi boca queriendo tragar todo lo que me ofrecía abandonado, chupaba con fuerza y con dulzura alternadas, feliz de tenerlo así, rendido ante mí como si fuera mi piano, sacando de él sus mejores notas; él acariciaba mis senos rozando y estrujando conforme yo lo impulsaba con mi trabajo, tomaba mi cabeza y me guiaba con ternura, acariciaba mi cabello y gemía feliz mezclando cada lamento con mi nombre, mi nombre que tan hermoso sonaba dicho por sus labios, hasta que no pudo más y se dejó ir en mi boca que tan sedienta lo exploraba y lo esperaba, abandonándose luego sobre el suelo agotado y buscando fuerzas para renovarse.

Me llevó entonces a mi cama. Cargada como una doncella, me posó sobre las sábanas y me exploró primero con la mirada, se dejó pasear por mi cuerpo rincón por rincón y, contrario a lo que imaginaba, me encantó ser descubierta por él de esa manera. Me observaba en silencio, por primera vez desde que lo conocí, como queriendo grabar dentro de su mente cada imagen que mi cuerpo le ofrecía. Luego comenzó a pasear su dedo índice desde mis pies subiendo poco a poco, mirándome con esa mágica sonrisa pícara plantada eternamente en su rostro, que ahora ya conocía; paseó por mis rodillas, subió por mis muslos, pasó por mis ingles, siempre viéndome a los ojos desafiante, siguió por mis caderas, mi cintura y se detuvo juguetón en mis senos, bordeándolos y rozando mis pezones erectos de deseo, yo me abandonaba a esa leve caricia, viéndolo también, expectante mientras con sus piernas abría las mías y comenzaba a bajar con besos por mi pecho, deteniéndose un segundo en mi ombligo para seguir su camino a mi sexo enardecido, abrió los labios con sus dedos y por unos segundos parecía sólo observar lo que tantas ganas tenía de probar, volviéndome loca de agonía ante la espera de su beso, hasta que por fin lamió primero probando y luego bebiendo lo que le ofrecía mi creciente excitación, sentí cómo lamía y succionaba con pasión mientras sus dedos se abrían paso a mi interior, sentí entonces la habilidad de sus manos de pianista dentro de mí y su boca, cantando sin sonido en mi sexo, me fue arrancando espasmos incontrolables de placer que me fueron llevando a límites imposibles de tanto deseo de su piel.

Apenas me dejó abandonarme a mi éxtasis y enseguida posó su peso sobre mí, entrando experto en mis adentros y comenzó a cantar una de sus mejores melodías en mi oído mientras poco a poco movía sus caderas sobre las mías, torpemente podía mantener el tono en sus susurros mientras me cabalgaba y yo ya casi no podía escucharlo porque mis gemidos crecientes iban ahogando su voz, cada vez más apagada y más débil, víctima de su placer y el mío, hasta que, como en aquella primera noche que evoqué su voz con mis caricias, esperamos los dos por la nota más alta de su canción para afinar adecuadamente nuestro orgasmo que llegaba como el lamento más intenso del saxo que cada noche lo acompañaba.

Finalmente se abandonó en mi débil abrazo y mis piernas lo liberaron de su prisión. Nos encontramos entonces frente a frente, mirándonos nuestras respectivas lágrimas confundidas con el sudor y él dulcemente besó mi rostro bebiendo de ellas mientras yo hacía lo mismo. Finalmente, le regalé mi voz pronunciando su nombre: "Mauro, mi Mauro, mil veces deseado Mauro, hoy debo agradecerte el regalo de hacerme tu piano".

Nos dormimos casi sin darnos cuenta y hoy, al despertar, sólo encontré en el vacío de mi cama una carta y una carpeta que contenía las notas y la letra de la canción que entonará esta noche. La canción que cuenta, en corcheas y bemoles, nuestra historia, esta increíble historia que no tiene ya un pasado, ni un presente, ni un futuro, simplemente tiene el sonido de dos voces y dos pianos, uno de madera y uno de piel que siempre estará afinado para dejar salir la melodía que sólo él puede tocar.