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La criatura

en Fantasías Eróticas

LA CRIATURA

El sol de mediodía atravesaba la enmarañada hojarasca que bordeaba el lago, dibujando en el verde lecho de la ribera una telaraña de luces y sombras que envolvía el recostado cuerpo de Mathilda. Con los ojos cerrados y la adolescente boca ligeramente entreabierta, respiraba agitada mientras en su frente brillaban pequeñas perlas de sudor. Su mano derecha se movía rítmicamente entre los muslos, al descubierto entre los pliegues de la arremangada falda de su vestido de campesina, en tanto su mano izquierda se introducía por el escote del corpiño para acariciar uno de sus rosados pezones.

La intensidad de sus fricciones contra el clítoris se aceleró, tensando los músculos de sus jóvenes piernas e iniciando el arqueo de su espalda como preludio del inmediato clímax que ella tan bien conocía. Sin embargo, algo vino a interrumpir con brusquedad el dulce momento, abortando la catarata de placer que se hallaba próxima a desbordarla.

Mathilda abrió los ojos y dirigió su mirada hacia el lugar de procedencia del chasquido, causado por la hojarasca quebrándose bajo la vigorosa pisada de un enorme pie. La figura permanecía quieta, semioculta entre las sombras proyectadas por la densa arboleda, pero su imponente envergadura se mostraba incuestionable ante la asustada mirada de la joven.

El intruso, con decisión, apartó el ramaje y emergió de entre las sombras desvelando su gigantesca corpulencia malamente cubierta por un degradado montón de harapos. Su descomunal silueta ocultó el disco solar, sumergiendo dentro de su sombra a la inmóvil Mathilda, quien creyó hallarse a los pies de un legendario gigante, de alguna mítica criatura escapada del oscuro corazón del bosque. Un ser dotado de un terrible rostro cubierto por una telaraña de horribles cicatrices, como si la piel, cuarteada, hubiera sido recosida sobre su cráneo en un burdo intento de reconstrucción.

Una brutal faz de la cual sobresalían con magnética intensidad unos ojos que, en contraste, desvelaban una profunda inteligencia, inquietante, hipnótica; unos ojos poseedores de una mirada que Mathilda sentía era capaz de atravesarla, radiografiando su interior; una mirada que, pese al miedo que le empujaba, que le exigía salir corriendo con todas sus fuerzas sin volver la cabeza atrás, la dejó en cambio paralizada, inerte, mostrando al descubierto su húmedo sexo, incapaz de realizar un movimiento, un gesto, aguardando atemorizada y excitada, repelida y atraída por el ciclópeo ser que se le acercaba hasta casi rozar sus descalzos pies.

Una vez junto a ella, lentamente, el desconocido comenzó a despojarse de su miserable vestimenta, mostrando un cuerpo de poderosa musculatura cruelmente rasgada, al igual que el rostro, por un sinfín de cicatrices, como si cada miembro, cada articulación y cada músculo hubiera sido toscamente ensartado cual anatómico mecano, hasta lograr un nuevo ser de misteriosa vida. Un ente neonato cubierto por una torturada piel carente de todo rastro de vello, como si una poderosa descarga eléctrica lo hubiera segado de raíz.

Los dilatados ojos de Mathilda recorrieron con morbosa fascinación la brutal anatomía de la criatura, hasta detenerse en el pene que colgaba semierecto entre las titánicas piernas, de dimensiones proporcionales al resto de sus miembros y cubierto por una rugosa piel sobre la que destacaban, cual orgánicas señales, rosáceas cicatrices.

El ser se arrodilló y lentamente aproximó su mano hasta rozar el suave cutis del muslo de Mathilda, quien se estremeció al contacto de aquella enorme manaza que le acariciaba con sorprendente delicadeza. El tacto de la gruesa tez del monstruo pulsaba sus terminaciones nerviosas de una manera desconocida, como si un caudal de poderosa y excitante energía manara de la criatura galvanizando la anhelante anatomía de la joven pastora.

La mano ascendió hasta rozar el pubis, deslizándose entre los lubricados labios vaginales para continuar el delicioso masaje clitoridiano que previamente Mathilda había iniciado. Resistiendo un primer impulso defensivo que le abocaba a cerrar las piernas frente a la invasora mano, la chica se relajó, permitiendo al extraño masturbarla con tierna delicadeza pero sabia determinación hasta alcanzar un grado de elevada excitación, delatado por el suave gemido que escapó de entre sus labios. La criatura, entonces, la agarró con suavidad por las caderas y la elevó del suelo con la facilidad de quien sujetara una ligera muñeca, colocándola sobre su erecto pene, que con delicada precisión se abrió paso hacia el interior de la vagina.

La sensación de albergar un miembro masculino en su seno no resultaba novedosa para Mathilda, pero nunca antes había sentido algo como aquello. El imponente órgano parecía rugir dentro de sí con la intensa pulsión de una batería de energía, transmitiéndole una indescriptible sensación de plenitud en forma de interminables oleadas de placer que reverberaban a lo largo de su columna vertebral. Las embestidas de su ciclópeo amante crecieron en intensidad hasta provocarle un volcánico orgasmo…

*

…Mary soltó la pluma que sostenía en su mano derecha marcando con un borrón la cuartilla cubierta de escritura aún fresca, mientras su otra mano apuraba los estertores del orgasmo acariciando su dilatado clítoris. Permaneció unos segundos quieta en la silla, frente al escritorio, relajada, normalizando paulatinamente su respiración. Después bajó su falda, extendiendo la tela con su mano para eliminar las arrugas que en ella se habían formado, y fijó de nuevo su atención en las hojas que descansaban sobre la mesa mostrando una cuidada caligrafía.

Su boca insinuó media sonrisa mientras repasaba los párrafos escritos, imaginando las reacciones de Percy, Byron y Polidori si los leyese en la próxima velada nocturna, hábito literario que venían repitiendo cada noche desde su llegada a Villa Diodati. Dudó, por supuesto, que calificaran su nuevo relato como un cuento de fantasmas –condición auto impuesta para sus noctámbulas narraciones- y mucho más que su pequeña obra sicalíptica tuviera opciones reales de superar las barreras de la censura editorial –por muy liberal que fuera el renombre de sus intelectuales padres-.

Mejor sería que aquel relato no traspasara las paredes de su habitación, aunque el concepto del monstruo atormentado creado por la ciencia podría muy bien ser utilizado con otros fines literarios.

Sí, pero entretanto conservaría en un cajón su pequeña joya… para disfrute personal.