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P, el hombre normal.

en Hetero: Infidelidad

Empieza el fin de semana, casi sin darme cuenta. Voy a estar sola en casa, M está de viaje hasta el domingo, pero no tengo ni un plan para este par de días. Decido que es una buena oportunidad para cambiar la ropa de los armarios por algo más adecuado para la temporada, sacar chaquetas y cambiar el edredón de la cama... Madrugo moderadamente, saco las cajas de ropa a recuperar y las vacío de golpe sobre la cama, con la intención de decidir qué prendas volver a guardar hasta dentro de unas semanas. Pero al hacerlo, tal cantidad de ropa de todo tipo amontonada me abruma, como si de pronto hubiera decidido escalar el Everest con chanclas. Salgo de la habitación y me siento en el sofá. Llamo a un a amiga, está de vacaciones, y ha salido de la ciudad el fin de semana. El resto de las opciones no me convence en absoluto, hasta que decido mandar un mensaje a P. P es un compañero de trabajo de M que conocí en la cena de navidad de su empresa del año pasado. Desde el primer minuto en que nos vimos, como en las películas, saltaron las chispas. Una de esas pocas veces en la vida en la que uno tiene constancia de haber encontrado a otro raro especimen de su propia raza. No me gusta denominarnos de ninguna manera concreta, aunque de forma simple suelo referirme a mi misma y a mi "raza" como los "alma de golfos". Somos personas aparentemente normales, ejemplares incluso, siguiendo el cauce normalizado de la vida, de lo que hay que hacer, casados, algunos incluso tienen hijos, como P, con trabajo estable, vida social y familiar completa... Pero, como nuestro propio nombre indica, golfos hasta el tuétano. Aquella noche hablamos de nada, disimulamos hasta el extremo, acabamos sentados juntos en la misma mesa, y de alguna manera un papel cambió de manos. Una semana más tarde estaba en su casa, mientras su mujer y sus hijas pasaban el fin de semana en el pueblo de los abuelos. No intercambiamos una sola frase, al cruzar el umbral de la puerta nos despojamos de toda la ropa que llevábamos puesta y follamos ahí mismo, sobre la alfombra del hall, a pelo, sin preliminares ni tópicos de amantes de novela. Después de eso follamos muchas veces más, en aquella casa, en la mía, en hoteles... Sin embargo, pese a lo excitante de nuestros encuentros, los golfos carecemos de algo muy importante a la hora de tener amigos de esa clase, y es que no tenemos ningun sentimiento unos por otros. No hablamos de nada de la existencia fuera de la cama que compartimos en ese preciso momento, nos importa más bien poco lo que ocurra en la vida del otro, y al final, los encuentros se convierten en algo mecánico, en sexo concertado. Esa clase de relación tarda en morir unos tres o cuatro meses, pero no así con P. P no es en absoluto especial en nada. Aunque atractivo, no posee una belleza física abrumadora, ni rasgo destacable. No es especialmente inteligente, ni elocuente en sus comentarios. A grandes rasgos se podría describir como un hombre normal y corriente, al principio de la cuarentena, trabajador, marido y padre, como tantos otros. Pero por su sangre corre ese gen tan peligroso como atractivo, el de la curiosidad por el sexo llevada al extremo, tanto que le sale por los poros, imposible de disimular. Cuando llevo varios días o incluso semanas sin verlo siempre me pregunto por qué me molesto, si no es una persona que me mueva nada por dentro, pero solo hace falta un encuentro casual o una llamada para que salga de nuevo el fuego de entre las chispas. No tengo absolutamente ninguna clase de sentimiento por él, pero verlo aparecer en el umbral de mi puerta es suficiente para que la excitación sea palpable. Y así ocurre hoy, cuando, ante mi mensaje, pero inesperadamente, aparece en mi casa una hora después con la excusa de ayudarme con la misión de ordenar la montaña de ropa. Al entrar en casa le ofrezco una cerveza que acepta de buen grado, apoyado sobre la mesa de la cocina, y se la bebe casi teatralmente, mientras me recorre descaradadamente con la mirada. Le pregunto si tiene algo que objetar a mi atuendo casero, unos pantalones pijama de raso azul muy mal combinados con una camiseta blanca de algodón, y el ríe y dice que no, dejando su cerveza en la encimera y poniéndome de espaldas a él, en la mesa. Me inclina, y me apoyo sobre ella. Sin caricias gratuitas ni preludio alguno me baja los pantalones hasta los tobillos, y hace un comentario de elogio ante las, en su opinión, las bonitas bragas que llevo. Me pregunta si son algo especial, comentario que interpreto como una alusión a su precio, a lo que contesto que no, que no son nada del otro mundo. Su reacción es arrancármelas de cuajo, causándome un dolor insoportable en las caderas, pero una excitación que me hace jadear casi escandalosamente. Y así, sin avisar, su polla ya juguetea en mi entrepierna húmeda, buscando la entrada, que encuentra rápidamente guiada por su mano experta. Me penetra con rudeza, y mi mente se ve liberada de todo pensamiento. Ahora solo soy sexo, rodillas que tiemblan, uñas que se me clavan en las nalgas. Me embiste unas cuantas veces, gime, resopla, y se obliga a bajar el ritmo para no correrse precipitadamente. Me da la vuelta y me sube sobre la mesa, quitándome de encima lo que me queda de ropa, besándome. No besa bien, pero me excita. Me acomodo al borde de la mesa pero estoy incómoda, y P tampoco parece satisfecho. Me la mete un par de veces, la postura no le convence, y me arrastra a la cama. En cuanto ve la montaña de ropa farfulla un "joder", pero no parece importarle demasiado, empuja el montón para alisarlo, y me sienta sobre una mezcla de abrigos, jerseys y pantalones de invierno. No puedo resistirme a acercarlo a mí, a agarrar su polla para metérmela en la boca. Sabe a una curiosa mezcla de líquido preseminal y mis propios flujos, y me gusta. Parece que nada puede hacerle perder la erección, ni siquiera encontrarse con dos toneladas de ropa en el lugar donde esperaba acabar un polvo. Su polla está entre mi colección de favoritas, con un tamaño y aspecto magníficos, esa clase de apariencia que puede conseguir excitarte solo con verla. Dentro de mi boca parece aun más grande, no tengo que esforzarme para que me roce la garganta, ni para que mi mandíbula esté dolorida tras unos pocos minutos. P me aprieta las tetas mientras se la chupo, demasiado fuerte quizá, pero no se lo puedo reprochar, está como ausente, perdido en sus sensaciones, concentrado en mi lengua que recorre su polla, en mis labios que succionan delicadamente sus huevos. Me esmero, como si quisiera impresionarlo, y se la chupo con fuerza, ayudándome con las manos, y así, sin avisar, P se corre con unos ligeros espasmos, que liberan una exagerada cantidad de semen en mi boca, incapaz de alojarlo todo, y parte se cae sobre mi pecho y mis tetas. "Buff... Pero qué bien lo haces..." susurra, dándose un minuto para coger aire, empujarme hasta el final de la cama, sobre la ropa, acomodándome de cualquier manera, pero lo suficiéntemente cómoda para dejarle hacer. Me abre las piernas, él también se acomoda sobre la montaña de ropa, y se pierde en mi sexo. Lo explora con los dedos, al principio, como si se asegurara de que todo sigue en su sitio. Me encanta cuando hace eso, porque es como si lo descubriera, como si fuera la primera vez, ignorando abiertamente el hecho de que ya lo conoce, como tantos otros. Pero después de ese glorioso momento de exploración, la cosa degenera en un torpe lengüeteo, un pobre cunnilingus de quinceañero. Solo rara vez atina en su objetivo, arrancándome un gemido agradecido, pero es bastante más hábil con los dedos y aunque no lo hago de viva voz, deseo que los implique. Quiero que acabe con ese sucedáneo, y le pido que me folle, que me la meta. Sé que le gusta que le hable así, y no me cuesta hacerlo, así que se lo repito. Para mi sorpresa su erección vuelve a ser poderosa, aparentemente perderse entre mis piernas le resulta mucho más excitante que a mí... Me pregunto si su propia mujer, o alguna otra, le han comentado alguna vez lo mal que lo hace, y me debato con la idea de hacerlo yo. Pero los golfos no somos así. Cuando algo no nos gusta simplemente lo dejamos, y seguimos buscando. Ni reproches, ni correcciones, ni lecciones de nada. Pero P me gusta. Me gusta su simplicidad, la forma en la que me excita, tan básico, tan animal... Y le perdono sus carencias. Sus cunnilingus de principiante, sus mensajes con faltas de ortografía, su impuntualidad... Cosas que soy incapaz de perdonar en otras personas. Pero pronto todos estos pensamientos se pierden cuando me doy cuenta de que mis piernas están sobre sus hombros, y que su polla me busca una vez más. El placer es intenso, me llena, ya no puedo pensar en defectos, ni en nada. Empuja rítmicamente, embistiendo con ganas y toda la habilidad que le falta con la lengua. Le oigo resoplar, me aprieta las piernas contra su pecho, pero sigue empujando sin flaquear. Y yo me corro inesperada e intensamente. Me río satisfecha, y él me pregunta si "he acabado", a lo que le contesto que sí, y él para. Se tumba a mi lado, me abraza, su polla, aún erecta, está llena de flujos, pero parece no importarle. Me besa la frente, no parece querer más sexo, pero su erección no claudica, así que decido darle un final, aunque sea con la mano, y P lo agradece corriéndose en apenas dos minutos. Hemos manchado mucha de la ropa que hay sobre la cama, pero no me importa. P también se da cuenta, se levanta de un salto para ir al baño, y cuando vuelve parece mucho más dispuesto a organizar la ropa que yo, ya que examina las prendas manchadas para ponerlas en el cesto de la ropa sucia. Sigue doblando ropa del montón, sacándola de debajo de mi, que sigo tumbada y desnuda sobre la cama. Me mira y me sonríe, y en apenas diez minutos ya tiene toda la ropa apilada en torres perfectas, me sonríe y se va. Al de un rato me levanto, voy al baño, busco mi pijama, pero soy incapaz de encontrar mis bragas, o al menos, lo que quedaba de ellas.