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La duquesita (2)

en Sadomaso

Esperé un tiempo prudencial, una vez todo el mundo se hubo retirado a sus habitaciones, antes de aventurarme por los pasillos. Había pasado un día desde la desconcertante ejecución pública de la doncella inocente. Un día que había ocupado en presentar mis respetos a mi tío y poner en orden mis ideas.

Mi tío, el duque de Troncogrosso, ya casi no se podía contar entre los vivos. Sus ojos vítreos miraban sin ver y no emitía más sonido que débiles quejidos. Bien mirado, era una suerte para él.

Había visitado también la tumba de mi prima, adornada con las flores del funeral aún frescas. Y a pesar de que no me considero un hombre pusilánime, confieso haber evitado todo lo posible a su linda hermana menor, Grazia.

Mi interior bullía con rabia y, para mi vergüenza, lujuria. Ambos sentimientos al tiempo y confundiéndome. Había fornicado con la asesina de una jovencita tan adorable, mientras otra joven inocente moría de forma infamante en su lugar. Recordarlo me hacía apretar los dientes y los puños, pero también provocaba reacciones entre mis piernas.

Durante la cena no pude evitarla más. Se mostró en público recatada y pesarosa, como corresponde a quien ha sufrido en su familia tal cúmulo de desgracias. Su rostro angelical, enmarcado en los rizos rubios más adorables que había visto en mucho tiempo, no dejaba entrever ni una pizca del monstruo que en realidad era. Y yo me encontraba atrapado en sus redes.

La cena la compartimos con otros familiares lejanos del duque y con su médico particular, un afable anciano que nos confirmó que el señor de la mansión no tardaría en reunirse con el Creador. La charla no fue excesivamente alegre, pero al menos me distrajo. Y al final, mi bella prima se las apaño para acercarse y susurrarme una invitación.

Y allí estaba yo, llamando a su puerta con la esperanza de que nadie me hubiera visto acercarme a sus aposentos.

- Pasa. Está abierta.

Entré en su alcoba y ella me esperaba vestida únicamente con una bata de seda. Una fina bata desabrochada que dejaba ver todo su cuerpo desnudo. Permanecía sentada en un sillón de madera y cuero, demasiado rudo para lo que habría esperado en su cámara, aunque cubierto por mullidos almohadones con encajes y lazos.

- Pasa y cierra con llave. No creo que quieras que nos interrumpan, primo.

- ¿Así, sin más?- Dije yo algo sorprendido. Estaba acostumbrado a los jueguecitos y el falso recato de las damas de otros lugares. No me molestó, he de confesar, sino más bien al contrario.

- La noche es corta, primo. No debemos perder el tiempo. Temí que no vinieses

- ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Crees que no me lo pasé bien el otro día?

- ¿Disfrutaste?

- Me quedé con ganas de más de tu cuerpo.

- ¿Qué llevas en el saco?- Preguntó al darse cuenta de lo que portaba en la mano.

- Algo con lo que disfrutaremos esta noche… pero es una sorpresa.

Ella me regaló su cristalina risa, se levantó y se acercó a mí. Con impaciencia, aunque de una forma que hizo que me derritiese de pasión, comenzó a desvestirme hasta dejarme completamente desnudo. Se alzó de puntillas y me besó en los labios. Yo la agarré de los hombros y tras sostener su apasionado beso, la empujé con firmeza de nuevo hasta el sillón, donde se sentó de golpe. Soltó un leve quejido. Durante un momento temí que no fuese de su agrado esa rudeza, pero ella sonrió aun más.

Me arrodillé ante ella y comencé a recorrer su cuerpo con mis manos y labios. Una diosa griega no habría sido tan hermosa y suave. Sus pechos eran grandes y firmes, con unos pezones que se estaban endureciendo casi tanto como mi órgano sexual. Su fina piel era clara y sensible a cada uno de mis movimientos.

Cuando noté que su cuerpo se estremecía, hundí mi rostro en su sexo. Usé mis labios y mi lengua en aquel húmedo lugar, e incluso al cabo de un instante, me permití introducir un dedo en su vagina, donde lo hice juguetear como si de un travieso gusano se tratara. Ella comenzó a retorcerse y a jadear sin ningún recato ni prudencia. Me agarraba de los cabellos y me los retorcía sin objeto, víctima del paroxismo al que la estaba transportando. Hasta que por fin estalló en una tormenta de placer que la dejó unos instantes sin aliento, recostada en su asiento.

Yo me levanté y la observé mientras se reponía. Era tan hermosa que por un momento dudé de mi determinación. Me estaba secando los fluidos que cubrían mi cara cuando Grazia se levantó del sillón. Más que levantarse se arrastró hasta el suelo y cual blanco felino gateó hasta mí. Trepó por mis piernas hasta quedar de rodillas, besando mi piel.

Ahora fue ella la que me empujó. Caí hacia atrás y quedé sentado en su cama. Avanzó de rodillas, como una suplicante, se coló entre mis piernas y con una sonrisa me mandó callar. Sujetó hábilmente sus grandes y bonitos pechos con ambas manos y con ellos rodeó mi miembro erecto. Comenzó así un masaje en el que no podía saber cuál de mis sentidos estaba disfrutando más. Subía y bajaba sus pechos, los estrujaba y los hacía frotar mi verga. Y en un momento dado, su boquita delicada entró en el juego y se puso a lamer y chupar la punta cada vez que asomaba.

El placer me llegó al cabo de un rato. El semen escapó de mí en un chorro de gran potencia y regué con él la carita angelical de mi prima, además de sus generosos pechos. Ella quedó de rodillas, contemplando su obra con evidente satisfacción. Yo me dejé caer hacia atrás en la cama y al cabo de un instante Grazia subió a ella y me acompañó.

- No creas que hemos terminado, primo.

- Por supuesto que no, prima. Aún queda lo mejor, te lo aseguro.

Ella sonrió, soltando un gemidito de placer. Y comenzó a acariciar mi pecho con sus deditos ágiles.

-Me alegra que vinieses, primo. Temí que fueses uno de esos remilgados que se amilanan ante estas cosas…

- ¿Qué cosas?

- Ya sabes. Las muertes y todo eso.

- No me gustó el espectáculo de la ejecución, si te refieres a eso.- Mentí, tratando de creerme mis propias palabras.- Pero me lo pasé bien en el carruaje.

- Ya me di cuenta, primo. No quiero que pienses que soy un monstruo. Hice lo que debía hacer. A mi hermana la habrían casado con un noble gordo y feo. Al fin y al cabo, fue un acto de piedad…

La miré tratando de ocultar lo que sentía. En cambio, sonreí.

- Así que lo hiciste por su bien, mi querida prima…

- Bueno, y también porque se habría quedado con todo y a mi me habrían metido en un convento, o bien me habrían casado con algún segundón. No quiero una vida así. Lo quiero todo.

- ¿Y qué hay de la doncella? La torturaron y la ahorcaron por tu culpa.

- Qué más da una doncella más o menos. A nadie le importa. Lo que importa es que todo está solucionado, y cuando mi padre muera yo lo tendré todo. Nadie sospecha nada… excepto tú, claro, pero ¿quién va a creerte? Y además ¿por qué ibas a decir nada? También te estás beneficiando.

- Por supuesto. Pero no está tan claro que nadie sospeche.

- ¿Qué quieres decir?

- Que con parecer compungida no siempre basta. La gente termina por atar cabos.

- ¿Y qué he de hacer? ¿Recluirme a pesar de todo en un convento?

- No. Los tiempos han cambiado.

- ¿Y qué hacen las damas de las cortes de Europa? ¿Escribir poesía? “Oh, que pesadumbre siento… bla, bla, bla”

- Es una posibilidad.

- No sé escribir poesía, primo.- Replicó ella riendo con desprecio.

- No es difícil.- Insistí yo.- Las gallinas de la corte de Roma no saben distinguir un buen verso de un bando municipal. Y una belleza como tú, una vez con el título y las tierras en tu poder, tendría así una vía para entrar en sociedad por la puerta grande.

- ¿Tú crees?- Un leve destello de interés cruzó el rostro de Grazia. Se incorporó un poco en la cama y pareció pensárselo.- Enséñame.

- ¿Qué? ¿Ahora?- Avancé mi mano para atraerla de nuevo hacia mí, pero se revolvió y me sonrió con picardía.

- Ahora. No vas a meterte de nuevo entre mis piernas hasta que me complazcas en esto.

Solté un bufido y me incorporé con visible fastidio.

- Está bien. ¿Por dónde quieres empezar?

- No sé… - Ágilmente saltó de la cama, acercó el sillón a un escritorio cercano y aún desnuda y con mi semen chorreando de los pechos, sacó papel, pluma y tintero. - ¿Con qué debiéramos empezar? Algo trágico, dadas las circunstancias. Un lamento por mi familia… ¿Cómo empiezo?

Me acerqué a ella con desgana y la estudié un instante. No era más que una malcriada caprichosa. Y además una asesina. Pero era increíblemente hermosa y deseable.

- Tu hermana. Un lamento por tu hermana. El amor filial siempre ha gustado.

- ¿Y qué digo? “Lloro por la muerte de mi querida hermana…”

- No. Claro que no. Algo más profundo, más patético.

- No sé. Tú eres el maestro. Dime el comienzo y seguiré yo.

Me paré un instante a pensar lo que debía hacer. Aquello era un giro inesperado de la fortuna para mi plan.

- Deben pensar que tu corazón está desgarrado. Que no cabe más pesar en él… Escribe algo como: “No puedo vivir tras la muerte de mi hermana…”

Contemplé que su rostro confiado sonreía con satisfacción y plasmaba en el papel esas mismas palabras, con una caligrafía pulcra y elegante.

- ¿Y cómo sigo?

- Pues ahora te levantas del sillón y hacemos que mi presencia aquí tenga sentido.

- No te entiendo, primo.

- No tienes por qué, mi bello ángel de maldad.

Un tanto desconcertada, dejó la pluma y se levantó del asiento. Me miró fijamente a los ojos y algo debió alertarla. Con un rápido movimiento se lanzó hacia el cortaplumas, pero yo fui más rápido. Le sujeté el brazo y la arrastré hacia la cama.

Comenzó a chillar, pero la abofeteé con tal fuerza que se desplomó contra el lecho. Desde allí me lanzó una mirada de furia. Para mi sorpresa, a pesar de su azoro y algo de temor, aún sonreía.

-¡Primo! ¡No pensé que fueras de los que gustan de este tipo de galanterías! Había leído sobre ello, pero no me gusta para mí.

Me abalancé sobre ella cuando hizo además de escapar y la agarré firmemente. Volvió a intentar gritar, pero le espeté un puñetazo en su lindo estómago, que la hizo desplomarse sin aliento.

Aproveche su postración para recoger del suelo una media de seda. Le até las muñecas a la espalda. Al momento, mi hermosa prima estaba bien sujeta, aunque retorciéndose como una serpiente en un saco.

- ¡Voy a gritar!

- Hazlo. Las paredes son gruesas y no hay nadie cerca. Además, creo que estarán acostumbrados. Mientras te daba placer has chillado como una cerda y nadie se ha alertado. Nadie va a venir y lo sabes perfectamente.

- ¿Por qué haces esto, bastardo?

- Tu hermana era una criatura encantadora. Una persona que hacía del mundo un lugar más alegre. Quien sea capaz de matar a alguien así merece un castigo. Y no conocí a la pobre doncella, pero también merece justicia.

Me agaché a por el saco que traía y de él saqué una cuerda. Era un cordón largo, de los que abundaban en los cortinajes de la mansión. Había anudado varios para darle mayor longitud. Sin prisas, le hice un nudo corredizo. Nada demasiado sofisticado. Algo que mi misma prima hubiera podido hacer.

Grazia me miró un instante confusa, pero al final comprendió mis intenciones y se puso a retorcerse desesperada, intentando desatarse.

- ¡No! ¡No! ¡No te atreverás! ¡No puedes!

Terminado el lazo, lo lancé hacia una viga del techo, por la que pasó limpiamente. Siempre tuve buena puntería. El nudo quedó colgando y el otro extremo llegaba sin dificultad al dosel de la cama.

Acerqué el sillón a la cuerda y fui a por Grazia. Por primera vez, sus ojos reflejaban miedo. Ahora sí parecía indefensa, por fin sin el control de la situación. No pude evitar tener otra erección. La agarré del cuello y decidí que aún quedaba bastante noche. Con rudeza la empujé sobre la cama, donde quedó tendida boca abajo.

Me tumbé sobre ella y la agarré del pelo con fuerza, para volverle la cara y poder contemplarla. Mi miembro buscó de nuevo la calidez de su interior, húmedo y suave, y la penetré con rudeza.

- Así que te excita, maldito cabrón. Eres un depravado. Un pervertido. Sí, dame placer, cerdo.

- No, mi bella primita. Esto es sólo para lubricar mi órgano.

Tal y como había entrado, salí de su sexo y dirigí mi verga hacia la entrada de su culito. Ella lo apretó con fuerza. Dejó de sonreír.

- ¡No! ¡Espera! ¡Ahí no!

- Eres virgen por ahí ¿no es así? Dicen que la primera vez duele bastante, y más cuando se fuerza.

Tuve que hacer bastante fuerza para violentar la entrada. Por suerte mi erección era de las potentes. Con deliberada lentitud me clavé en su apretado culo, mientras Grazia lanzaba un agudo aullido de dolor. Lo apretaba tanto que me dolía. Me lo aplastaba. Temí no poder aguantar y correrme enseguida.

Sus manos, atadas a su espalda, quedaban apretadas bajo mi vientre. Sus uñas me arañaron al tiempo que la joven se revolvía, presa de la rabia y el dolor. Pero no me importó demasiado. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto.

Mi prima lloraba como una niña mientras yo la violaba con especial ímpetu, sin querer privarla del más mínimo dolor. Las lágrimas que corrían por sus mejillas y sus gemidos me excitaban como no lo había hecho la joven cuando copulaba voluntariamente conmigo.

Al fin llegué al clímax y derramé mi leche en sus tripas. Estaba agotado. Me sentía en la gloria, tendido sobre ella, mientras la escuchaba sollozar y mi órgano masculino se iba saliendo lentamente, sin prisas, de su maltratado ano.

Cuando me di por satisfecho, la agarré de los cabellos y la arrastré hacia donde aguardaban la soga y el sillón. Ella quedó de rodillas, su rostro compungido mostrando el terror que sentía. Se postró aún más y se apoyó en mis piernas. Comenzó a besarlas sin poder contener las lágrimas que corrían por su bella faz.

- Por favor, querido primo. Te lo suplico, no me mates… Haré lo que quieras. Seré tuya para siempre. Para lo que desees. Podrás tener mi… trasero cuantas veces quieras… ¡Por favor!

Pasé el lazo alrededor se su cabeza y lo apreté a su cuello, pero no demasiado. El cordón no estaba pensado para aquellos menesteres, así que el nudo no corría tan bien como debiera. Tampoco me importaba demasiado. Tomé el otro extremo de la cuerda y tiré de él lentamente.

- ¡Por favor! ¡No!- Suplicaba Grazia.

Al sentir la presión de la soga, a medida que yo tiraba del otro extremo, mi prima se levantó del suelo, se puso en pie, se alzó de puntillas, y como el cordón seguía apretando dolorosamente, se subió al sillón. Yo seguí tirando hasta que, incluso estando en pie encima del asiento, Grazia tuvo que ponerse de puntillas. Una vez llegado al punto que yo deseaba, até el cordón a una pata de la cama.

- ¡Primo! ¿Por favor! ¡Te lo suplico! Tendrás lo que quieras… Tierras, dinero… ¡A mí! ¡Te lo suplico! ¡No quiero morir!

- Tu hermana tampoco quería morir, puta. Y la pobre chica a la que ahorcaron por tu culpa también suplicó antes de que la colgaran.

- ¡Por favor!

- Piensa que tú al menos, a diferencia de la pobre doncella, morirás en la intimidad, en lugar de ante un atajo de libidinosos villanos.

Me acerqué a ella y con mi camisa le limpié mi semen de sus preciosos pechos. Admiré por un instante, uno más, la perfección de su cuerpo. Lo acaricié, siguiendo la curva de sus caderas, sus pechos… Quedaba un último detalle. Pasé a su espalda y desaté sus manos. Su rostro pareció alegrarse un poco con una migaja de esperanza. Sus manos se lanzaron hacia la cuerda que apretaba su garganta, sus dedos trataron de introducirse entre la piel y la cuerda. No le fue fácil.

           

Y en ese momento le di una patada al sillón. El mueble se desplomó sobre su respaldo y Grazia cayó apenas una pulgada y quedó colgando de su lindo cuello. Su cara era un ejemplo de cómo expresar desesperación y terror a un tiempo. Sus manos trataban de aliviar la presión sobre su cuello y de alcanzar la soga sobre ella, quizás en un fútil intento de elevarse. Sus piernas comenzaron a moverse, a dar patadas en el aire, puede que para buscar un punto de apoyo que no existía.

Me senté en la cama y me la quedé mirando. Mi hermosa prima estaba bailando para mí la danza más erótica y sugerente que nadie había realizado en mi presencia. Se balanceaba y me miraba suplicante, mientras su propio peso hacía que la soga la fuera estrangulando lentamente. Sus dedos crispados arañaban la fina piel de su garganta tratando de agarrar la cuerda. Los ojos abiertos hasta el extremo, al igual que la boca. Sus piernas como un torbellino. Sus grandes pechos alzándose involuntariamente, como si de esa forma su pecho pudiese tomar más aire.

Al cabo de un rato sus gorgojeos y gemidos fueron haciéndose más débiles hasta apagarse por completo. La garganta de Grazia ya estaba completamente cerrada. Su rostro amoratado reflejaba el agotamiento y la falta de aire. Sus movimientos eran cada vez menos enérgicos. Pero su belleza no hacía más que aumentar, y la danza que me dedicaba, si bien contra su voluntad, me había excitado de nuevo.

Casi no dudé. Al fin y al cabo aún había tiempo. Deshice el nudo de la cama sin dificultad y el cuerpo de Gazia cayó al suelo como un saco. Me acerqué a ella y aguardé un poco a se recobrase apenas algo. La escuché mientras intentaba volver a respirar. Cada inspiración y cada expiración emitían un silbido poco saludable. Me agaché y sin quitárselo, le aflojé el nudo que oprimía su cuello. Mi prima pudo tomar una bocanada de aire, con un sonido ronco, y eso provocó en ella un ataque de tos.

Pero no la había bajado para hacer de médico. La agarré y la lancé de nuevo sobre la cama. Cayó boca arriba, retorciéndose y tosiendo, luchando contra el dolor y por respirar de nuevo. Si decir ni una palabra separé sus piernas, me lancé sobre ella y comencé a violarla de nuevo. Mi sexo estaba a punto de estallar y casi no pude esperar a penetrarla.

- Gracias… Gracias por perdonarme la vida… No te arrepentirás… Gracias…- Al cabo de un rato de estar montando a la joven, ella pudo hablar con un susurro.

Su sexo estaba muy húmedo. Forniqué con ella con rudeza y desesperación, como si fuese mi propia vida en ello. Mi verga entraba y salía sin ninguna consideración hacia la duquesita, que jadeaba y luchaba por respirar y reponerse. Ella casi no podía tomar aliento, pero no paraba de repetirme lo agradecida que estaba y lo que haría por mí.

Terminé en su interior, y me recreé en la calidez de su seno y en sus contracciones. Nunca lo sabré con certeza, pero creo que ella también alcanzó la cima del placer en aquel último acto.

- Gracias, primo… Gracias…- Susurraba de forma repetitiva.

- No me las des, querida prima. No he hecho nada por ti.

Me levanté, tomé de nuevo el otro extremo de la improvisada soga y tiré de él con fuerza. El nudo oprimió de nuevo a Grazia y tiró de ella, hasta alzarla de nuevo del suelo. Su expresión de horror y decepción casi me provocan otra erección. La levanté hasta una altura que consideré apropiada y amarré de nuevo el cordón a la pata. Me volví a sentar en la cama a contemplar el final de aquella tragedia.

Mi prima volvió a retorcerse desesperada, aunque sus fuerzas ya estaban bastante menguadas. No tardé en ver aparecer su bonita y hábil lengua de entre sus pecadores labios. Las lágrimas escapaban de sus ojos abiertos y vueltos hacia arriba, y resbalaban por unas mejillas que se tornaban de un color cianótico.

No calculé el tiempo que tardó en morir estrangulada. Lo que sí hice fue disfrutar de aquella visión, mejor que cualquier obra de arte que hubiese podido disfrutar con anterioridad.

Cuando lo consideré oportuno, me acerqué y limpié mis fluidos con cuidado. Al menos los que aparecían en el exterior de su cuerpo. Comprobé que no dejaba nada mío en la alcoba y salí de ella, cerrando la puerta tras de mí.

A la mañana siguiente una doncella encontró el cadáver colgado de la bella Grazia. La opinión unánime fue que la delicada y sensible joven no había soportado tantas desdichas y había puesto fin a su propia existencia. Incluso había dejado una escueta nota de suicidio.

Al día siguiente falleció el Duque. Me pareció adecuado quedarme hasta los funerales de ambos, que se celebraron a un tiempo, y me dispuse a marchar a Roma al día siguiente. Sin embargo, esa mañana me detuvo el secretario de la familia. Me pidió que lo acompañase hasta el despacho del Duque, donde nos esperaban un notario y distintas personalidades del lugar. Me temí lo peor, hasta que me percaté de que no había ningún alguacil.

Allí me dieron la noticia: debido al triste fin de las dos hijas del señor, yo era el familiar más cercano, y con ello el heredero de su título y sus tierras. Resulta evidente que acepté la herencia, que no por inesperada era cosa de despreciar.

Resulta extraño que mis malas acciones hayan dado un resultado tan deseable.