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Cazadora de brujas 1

en Sadomaso

Andra permaneció en pie entre la multitud. Cubierta con su capa y su capucha, nadie parecía reconocerla, ni parecían notar las armas que colgaba de su cinturón. No era habitual una mujer portando una espada, y eso la convertía en alguien reconocible. De quien en mayor o menor medida, todos en el ducado habían escuchado historias.

 

Podría haber estado disfrutando del espectáculo en un lugar más cómodo. Al fin y al cabo, era por ella por lo que estaban allí. Sin embargo, no le apetecía en absoluto acompañar a los señores. Gente que si bien la trataban con una distante educación, ésta era debida más al miedo que al respeto. En el fondo la despreciaban, y esperaban que su momento de triunfo acabase, cayese en desgracia ante los duques, y poder cebarse en ella.

 

Además, quería ver aquello entre la plebe. Observar lo que sentían, sus reacciones. Escuchar sus comentarios ante el resultado final de su trabajo. Quizás debiera sentirse orgullosa de su éxito, pero no era así del todo. Había conseguido, si no el respeto, al menos el miedo de todos los presentes, tenía fama de implacable y de no fallar nunca en su objetivo, e incluso había ganado una apreciable cantidad de dinero. Aún así, había algo que no terminaba de hacerla feliz.

 

Sobre la muralla, en la zona en la que todo el mundo miraba expectante, convirtiendo convenientemente su alta y esbelta figura en una forma anónima, en otro espectador más, un portón destartalado se abrió al fin. Desde la penumbra del interior, apareció el verdugo, con su cara oculta tras la máscara de cuero. Un hombre pesado y corpulento.

 

Sin prisas, deliberadamente, se acercó a una viga que sobresalía del muro, con una polea para subir cargas a lo alto. Allí se afanó en atar el extremo de una gruesa soga, y luego se puso a elaborar un nudo corredizo al otro extremo.

 

Mientras tanto, nuevos personajes aparecieron por el portón para completar la escena de aquel drama. El heraldo, con cara circunspecta, portando un documento en las manos, se hizo a un lado, esperando su momento. Tras él, dos guardias arrastraban a otra figura menuda.

 

Por supuesto, Andra conocía a la prisionera. Había sido ella quien la había apresado, tras encontrar suficientes evidencias de brujería. No había sido fácil. La muchacha pertenecía a una importante familia, y ofrecieron una fuerte resistencia a la captura. El duque, en cambio, había quedado muy satisfecho. Gente molesta y levantisca había quedado desacreditada tanto por su desobediencia como por albergar a una bruja en su casa. El juicio había sido rápido y la sentencia no fue una sorpresa.

 

Los soldados agarraban a la condenada, uno por cada brazo, quizás para obligarla a caminar hasta el borde del muro, quizás para evitar que se desplomara en el suelo. La pobre muchacha temblaba visiblemente a pesar de la distancia, y la expresión de su rostro era una mezcla entre desconcierto y terror.

 

Para regocijo de la chusma, el ligero camisón que un día fue blanco y que constituía su única ropa, se había abierto y resbalaba por su hombro, dejando al descubierto un seno redondo, pálido y bien formado. Con eficiencia uno de los guardias le sujetó los brazos a la espalda y le ató las muñecas con un cordel. Al tiempo, el verdugo colocó la tosca soga alrededor de su cuello y la apretó con brusquedad, arrancando un quejido de la condenada.

 

Andra tragó saliva y resistió el impulso de llevar su mano a su propio cuello. La condenada dejó de forcejear, quizás consciente de que si caía ahora, moriría. Aunque eso ya no podía evitarlo nadie. El heraldo alzó el documento, aguardó un instante a que se hiciera el silencio y leyó la sentencia de muerte por el delito de brujería.

 

A su lado, la pobre chica no pareció escucharlo. Sollozaba y miraba suplicante al palco de autoridades. Su cuerpo temblaba como un cachorrillo en invierno. A Andra le pareció muy pequeña y frágil, llorando al borde del muro, con uno de sus senos expuestos a la lujuria de la multitud. La soga caía desde su cuello hasta la viga de madera. Todos sabían lo que ocurriría a continuación.

 

El silencio continuó en la plaza mientras el verdugo se acercaba a la espalda de la muchacha y alzó las manos hacia sus hombros. Tan solo se rompió un instante cuando el miedo hizo que la chica se orinase allí mismo. Casi pudo escuchar una súplica. Un empujón, y con un grito de desesperación, la condenada fue arrojada desde lo alto de la muralla.

 

El grito se apagó en seco cuando la soga frenó de golpe la caída de la pobre muchacha. La soga crujió. La madera crujió. Andra casi pudo asegurar que escuchó el crujido del cuello al partirse. De lo que sí estuvo segura era de que la muerte se había llevado a la infortunada de forma casi inmediata.

 

El cuerpo se balanceó colgado de la cuerda. Durante unos instantes, las extremidades se movieron con los postreros espasmos.

 

Andra se marchó de allí, abriéndose paso entre una multitud vociferante. No estaba segura de dónde quería dirigirse, así que caminó sin más, camino de donde se alojaba. No había llegado aún cuando un soldado se le acercó para darle un mensaje. El duque quería verla. El soldado la miraba con esa mezcla de lujuria y extrañeza que le provocaba estar ante una mujer hermosa pero armada como uno de ellos. Ella lo ignoró, como siempre hacía, aunque hoy le había costado más hacerlo.

 

Obedeció y se dirigió al palacio, aunque sin prisas. Allí la recibieron sin mucho entusiasmo. A los cortesanos no les gustaban los mercenarios, y menos si por alguna extraña razón, contaban con la simpatía de los duques, como era su caso. Tendría que protegerse de la envidia de los conjuradores.

 

Se dirigió a los aposentos del duque, donde le habían dicho que la esperaba. Llamó a la puerta y la abrió, tras escuchar la voz de su patrón ordenándole hacerlo. Entró en la estancia, un dormitorio amplio, y ventilado. El duque la esperaba sentado en un sillón. A sus pies, una doncella muy joven se encontraba de rodillas.

 

No era la primera vez que se encontraba ante una situación similar. El duque no era hombre a quien avergonzaran sus apetitos. En cambio, no se podría decir lo mismo de la muchacha. Su ropa estaba desabrochada de modo que de cintura para arriba, exponía toda su desnudez. El duque apoyaba una de sus manos sobre su cabeza, para impedir que la muchacha se sacara el miembro del hombre de la boca.

 

Andra pudo ver una lágrima corriendo por el rostro de la doncella. Tenía que reconocer que era bastante guapa, y sus pechos generosos. Mala suerte para la desgraciada. O buena, dependiendo de cómo jugara sus cartas.

 

- Me has hecho un gran servicio, Andra.- Dijo el duque.- Espero que el pago haya sido satisfactorio.

 

- Lo ha sido, mi señor.

 

- Bien. Me alegro.

 

El hombre apartó la mano y permitió que la doncella levantara la cabeza. Ésta lo hizo con miedo, temiendo hacer algo que contrariase a su señor, pero respirando visiblemente aliviada, sin el miembro que la asfixiaba. Éste la agarró del brazo, sin violencia pero con firmeza y la llevó hasta una gruesa mesa de madera. Allí la hizo ponerse de bruces, con el abdomen pegado a la mesa y los pies en el suelo. Se colocó tras ella y le levantó la falda, exponiendo su trasero desnudo.

 

La muchacha lanzó una mirada suplicante a Andra, quien justo en frente de ella, permaneció impasible. El duque sujetó las nalgas de la doncella y de un empujón, clavó su verga en el sexo de la chica. Ésta abrió los ojos de par en par y lanzó un quejido, luego se desplomó sobre la mesa y se dispuso a soportar los embites del hombre, que la follaba sin contemplaciones.

 

- Tengo otro trabajo para ti.- Dijo el hombre mientras introducía y sacaba, rítmicamente, su miembro del interior de la doncella, que gemía al compás.- Sé que puede parecer algo trivial para alguien de tu talento, pero debe hacerse bien.

 

- Estoy a vuestras órdenes, mi señor.

 

El ritmo de la fornicación aumentó. La doncella gemía, sin que Andra supiese si era por el placer, el dolor o la humillación.

 

- El mayordomo te dará los detalles. Hay una villa en las montañas donde hacen falta tus habilidades como cazadora de brujas. La zona está en conflicto y quiero que los siervos vean que me preocupo por ellos, y que les envío lo mejor. Tu fama hará el resto.

 

El duque se detuvo un instante y sólo una leve mueca de su rostro y un quedo suspiro delataron que había llegado al orgasmo. En cambio, la muchacha dejó escapar unos quejidos al notar el semen derramándose en su interior.

 

- Sé que no me decepcionarás.- Siguió el hombre mientras sacaba su verga de la muchacha y se abrochaba los calzones.- Tiene que haber un castigo. Los villanos deben ver que los protejo. No vuelvas sin que al menos una bruja cuelgue del patíbulo. O sea quemada. O lo que quiera que hagan allí esos montañeses.

 

- No os fallaré, mi señor.

 

- Bien. Puedes retirarte.

 

Hizo una reverencia y salió al pasillo.