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Una princesa traicionada. 2. El interrogatorio.

en Sadomaso

La princesa Arabela permaneció colgada en su celda, desnuda, sintiendo que el mundo se desmoronaba. Los grilletes le causaban un punzante dolor en las muñecas, y comenzaba a tener calambres en los brazos. Pero lo peor era el dolor en su sexo, que además la humillaba como no había hecho nada anteriormente. No supo cuanto tiempo permaneció así. De vez en cuando sucumbía al sopor y caía en un sueño, aunque no estaba segura de cuándo estaba despierta y cuando no. Del otro lado de las paredes le parecía escuchar gritos. Voces femeninas que chillaban desesperadas. Quizás fuera en sus sueños.

Y en un momento dado, la puerta volvió a abrirse, y por ella entraron unas figuras envueltas en capas grises que ocultaban sus rostros bajo la capucha. Las conocía. Era la orden de hermanas que luchaban contra las brujas y los demonios. Ellas mantenían a salvo los reinos de las asechanzas del mal.

- Gracias a la Providencia.- Fue apenas capaz de exclamar.- Buenas hermanas. Mi tío ha asesinado a mi padre, el rey, y pretende usurpar el trono. Me ha… me ha… me ha violado…- sollozó.

- Princesa Arabela,- dijo una de ellas que se situó frente a ella, mientras las otras se afanaban en otros quehaceres,- tus mentiras no van a ayudarte. Lo sabemos todo, así que será mejor que confieses.

- ¿Qué?- Fue más un sollozo que una queja- Soy inocente. Por favor, tenéis que creerme.- Mientras hablaba, otras mujeres la sujetaron por las piernas y le pusieron grilletes en los tobillos.- No, por favor, ¿qué hacéis?- Y entonces la princesa fue por primera vez consciente de lo que le iba a suceder.- ¡No! ¡No me hagáis daño! ¡Por piedad!

- Comienza, hermana.- Dijo la mujer.- Pero recuerda que no has de dejar demasiadas marcas.

Otra mujer, tras la infortunada princesa, la golpeó con lo que parecía una fusta. La joven gritó tras el primer latigazo. Le pareció que la habían cortado o quemado, pero en la piel no quedó más que una fina marca rojiza. La habilidad de la torturadora y el material del látigo conseguían el efecto deseado. Al cabo de un instante otro la alcanzó con igual resultado. Y luego otro, y otro. Los golpes eran espaciados, para que el dolor de uno se disipara lo suficiente y pudiese sentir el del siguiente con toda la intensidad.

Arabela gritó y se retorció de dolor. Los azotes fueron sistemáticos y recorrieron su cuerpo desde su culo y sus piernas, pasando por su espalda y el abdomen, hasta terminar atormentando sus sensibles pechos.

La joven pensó que iba a desmayarse por el dolor, cuando de repente la paliza cesó.

- ¿Vas a confesar ahora, hija mía?

- Por favor… Por favor… Tened compasión… Yo no asesiné a mi padre…

Unas cadenas se tensaron elevando los grilletes que ceñían sus tobillos. Colgada como estaba de las manos, su cuerpo quedó en principio horizontal, con el abdomen hacia abajo, pero pronto no pudo resistir, sus brazos y piernas se doblaron y la espalda comenzó a curvarse hacia abajo. La postura era dolorosa y su peso hacía que sus brazos estirados de forma antinatural y su espalda, también combada, fuera aumentando su tensión lentamente, aumentando el dolor.

- Podemos dejarte así indefinidamente.- Le dijo la que parecía jefa de las torturadoras. -Tus brazos se terminarán descoyuntando, y lo mismo ocurrirá con tu columna. O puedes confesar ya y te garantizaremos una ejecución rápida.

- ¡No!- Consiguió decir la princesa entre gritos y llanto- Soy inocente. Por favor, ¡parad esto! ¡Piedad!

Las mujeres salieron de la celda, dejándola en aquella postura. El roce de los grilletes no era casi perceptible comparado con el dolor en los brazos, pero eso era preferible al de la espalda, que poco a poco aumentaba. Arabela gritó, pero incluso ese movimiento no hizo más que aumentar el suplicio. Sus lágrimas corrían por su rostro, por su cabeza que colgaba hacia abajo. Su cuerpo indefenso se balanceaba con cada respiración, que además provocaba punzadas de dolor.

Las mujeres volvieron a entrar cuando pensaron que ella ya estaba lista para continuar. Al abrir la puerta, esta vez sí que estuvo segura de que escuchaba gritos de al menos otra chica.

- ¿Tienes algo que decirme?- Preguntó la mujer.

- Por favor… Por favor… Me duele mucho…

- Como quieras.

Otra de las hermanas se acercó, y con habilidad apretó unas pinzas a los pezones de la princesa. Ésta soltó un alarido de dolor intenso en cada uno de ellos. Pero la cosa no acababa ahí. Las pinzas estaban unidas a un cordón con un gancho en su extremo., que quedó colgando.

- Puedes poner fin a esto cuando quieras.- Dijo la jefa de las torturadoras.

Pero la pobre princesa sólo sabía sollozar y gritar. Sin prisas, de cada uno de los ganchos fueron colgando pequeños pesos, que estiraban el pezón. Uno tras otro, uno tras otro, hasta que por fin, una de las pinzas resbaló y se soltó del pezón. El grito de Arabela fue desgarrador. Aunque no mayor que cuando se soltó la otra pinza.

- Volvamos a empezar. A menos que quieras decir algo.

- Tened compasión…

Las pinzas fueron recolocadas en los doloridos pezones. Los pesos fueron siendo añadidos lentamente, pero esta vez, justos los necesarios para que las pinzas no se soltasen, al menos de momento, aunque sin duda lo harían tarde o temprano.

Otra mujer rodeó la arqueada espalda de la desdichada joven con un cinto, y de él también colgaron peso. Arabela pensó que su espalda se quebraría, sin remedio, pero sólo había dolor. Mucho dolor.

Y en ese momento, otra pinza fue colocada en su clítoris. La princesa pensó que moriría en ese momento. Que su corazón se pararía por el sufrimiento. Al igual que en las otras, fueron colocando pesos. La joven dejó de sentir nada que no fuera todo aquel dolor, hasta que una de las mujeres dio un tirón de una pinza, que se soltó de un pecho. Luego la otra, y por fin, alguien tiró de la sujeta entre sus piernas.

Arabela se desmayó.

Cuando despertó, seguía en la misma postura, aunque habían retirado las pinzas y la correa de su espalda. El dolor persistía e impedía que pudiese pensar con claridad. Tan sólo quería que todo aquello acabase.

- ¿Vas a confesar?

- Pero yo soy inocente…

La mujer suspiró. Había visto aquello muchas veces.

- Te he dicho que lo sabemos todo. Sabemos que querías hacerte con el poder, pero no sabías  cómo. Una noche, una bruja elfa de las que viven en los bosques, yació contigo y te ofreció sus servicios, y con ayuda de su magia negra y de la vil doncella a tu servicio, asesinasteis al rey.

- No… no podéis creer que tal cantidad de embustes y disparates sean ciertos.

- No lo creemos. Lo sabemos. Tus dos cómplices, la elfa y la doncella, ya han confesado.

- No es posible.- La princesa, en ese momento, supo que la voz que gritaba en sus ensueños era la de su doncella. La reconoció al fin.

La puerta de la celda se abrió y ante ella, entre dos mujeres arrastraron a una más joven que estaba encadenada de una forma aparentemente exagerada. Estaba desfallecida, y a pesar de que su rostro denotaba haber soportado terribles torturas, la princesa no pudo evitar sorprenderse de lo hermosa que era.

- Esta es la hechicera demoníaca que te ayudó en tu crimen, ¿no es así?

- No, no… No la había visto nunca… ¿Quién..?

El mundo alrededor de la joven parecía cada vez más irreal. No podía pensar con claridad. El dolor no la abandonaba. Un dolor insoportable y continuo.

Se llevaron a la prisionera y trajeron a otra chica a la puerta. También estaba desnuda, y también daba muestras de haber sido torturada, si bien ésta sí que podía andar por su propio pie.

- ¡Princesa! ¡Lo lamento! Por favor, perdonadme. No pude soportar más torturas. No podía soportarlo más… Perdonadme…

- Ya ves.- Dijo la jefa de las torturadoras.- Tu doncella, tu cómplice, ya ha confesado. Es todo lo que necesitamos. Pero es mejor que confieses tú también y limpies tu conciencia.

- Yo… No…

La puerta de la celda se cerró y la torturadora negó con tristeza con la cabeza. Hizo una señal a otra mujer, que acercó lo que parecía un largo y grueso bastón, rematado en lo que aparentaba ser un monstruoso pene. En él se podían ver orificios, sin duda para que pudiera salir lo que se introdujese desde el otro extremo. Además, la mujer manipuló algún mecanismo y Arabela descubrió para su terror que el pene podía modificar su tamaño y que contenía púas.

- Mi pequeña, princesa, me cuenta tu tío que no eres virgen.- Dijo la torturadora.- Me dice que solías tener encuentros con jóvenes apuestos a espaldas de tu padre. Aún así, no creo que estés preparada para esta herramienta. Ahora comprobaremos cuánto dolor es capaz de soportar tu dulce orificio femenino…

Arabela vio con horror como se aproximaba la mujer con el instrumento, la rodeaba y se dirigía hacia su sexo. Y no pudo más. Lo único que deseaba es que acabasen el miedo, el dolor y la humillación. Ya le daba igual que la culpasen de lo que fuera. Deseaba morir, pero que fuese rápido, que pusiesen fin al sufrimiento.

- No… Por favor…- A duras penas pudo susurrar.- Diré lo que queráis. Haré lo que queráis, pero no me hagáis más daño.

- ¿Asesinaste al rey, princesa Arabela?

- S… Sí…

- ¿Usaste para ello de las artes demoníacas de las brujas élficas?

- Sí, sí…

- Está bien. Bajadla.- Ordenó a las otras mujeres.- ¿Ves, niña? Se acabó el sufrimiento.

Descolgaron a la joven, que exhausta, no tardó en perder el conocimiento.