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Una princesa traicionada. 3. El desenlace

en Sadomaso

La princesa Arabela fue llevada hasta un aposento en una torre. No era una mazmorra, sino un sitio que, aunque pequeño, no dejaba de ser cómodo.

No supo cuánto tiempo había permanecido allí inconsciente. Cuando despertó habían cuidado de ella, de sus heridas, la habían lavado y acicalado. Poco a poco fue recobrando fuerzas. Unas doncellas aparecían de vez en cuando para arreglar su suave prisión y a servirle lo que necesitase. No hablaban mucho con ella. Permanecían distantes y temerosas, sin darle ninguna noticia de lo que ocurría en el exterior. Cuando salían, la gruesa puerta se cerraba y la dejaban sola de nuevo con sus temores.

Pasaron varios días. En la mente de la princesa se fue formando una hipótesis, que a ratos la esperanzaba y otras veces la desesperaba. “Quizás hayan decidido recluirme aquí para siempre. Quizás no vayan a hacerme nada más. Si es así, quizás cuando pase un tiempo todos se olviden de mi y pueda salir…”

Hasta que una mañana la puerta volvió a abrirse. Por ella no entraron las doncellas, sino su tío, que permaneció en pie observándola detenidamente. Ordenó a sus hombres que salieran y cerraran la puerta, y los dejaron solos.

Arabela, plantada frente a él, no pudo evitar ponerse a temblar.

El hombre alzó una mano y acarició sus cabellos. Bajó la mano hasta sus hombros, puso allí la otra también, y de un tirón hizo que el camisón cayera al suelo, dejándola desnuda.

La princesa no pudo evitar ponerse a sollozar. Sabía lo que iba a pasar, pero no se veía con fuerzas para resistirse. Lo único que quería es que aquello terminase rápido y que no le hiciera daño.

Su tío la empujó con rudeza a la cama. La joven se desplomó con un gemido. Él le dio la vuelta, de forma que la chica quedara de rodillas, con el cuerpo pegado a la cama y su trasero expuesto. Ella escuchó el sonido de unos calzones desabrochándose. Unas manos que sujetaban y abrían sus nalgas y por fin, algo duro que tocaba la entrada de su sexo.

En ese momento dio un respingo involuntario. Trató de protestar, pero el hombre agarró sus cabellos con una mano y le aplastó la cara contra el colchón.

El pene se clavó en su interior con fuerza y sin consideración. La princesa chilló y las lágrimas se escaparon y corrieron por sus mejillas. Hildebrando se tomó su tiempo para violar a su sobrina una vez más. Los sollozos de la joven no hacían más que excitarlo aún más. Disfrutó de aquel cuerpo que nadie más que él había poseído y que estaba destinado sólo a alguna verga de la mayor alcurnia.

Cuando no pudo aguantar más, se corrió en su interior y esperó allí dentro a que su órgano dejase de estar duro y enhiesto. Después se vistió y se dispuso a marcharse. Echó un último vistazo a su sobrina, que desnuda, lloraba acurrucada en el suelo, junto a la pata de la cama, donde se había dejado resbalar en cuanto él se retiró.

- Es una lástima, mi pequeña. Eres preciosa. Pero debe quedar claro que se hace justicia, y que no hay nadie más para ocupar el trono.

Dio un par de golpes a la puerta y salió en cuanto le abrieron. Enseguida entraron las doncellas. Miraron horrorizadas a la princesa, comprendiendo lo que acababa de suceder, pero no hicieron comentario alguno. Siguiendo las órdenes que tenían, lavaron a la prisionera, la peinaron y la acicalaron. Y por fin la vistieron con un traje que hacía imposible evitar pensar que, efectivamente, era una princesa de sangre real.

Una vez hecho aquello, le trajeron un frugal desayuno, que Arabela casi no probó, y enseguida las mujeres que la habían torturado aparecieron en su aposento.

- Nos vamos, princesa. Es la hora.

- ¿La hora? ¿La hora de qué?

Una mujer le ató las manos a la espalda, sin que la joven se resistiese y la sacaron del aposento y de la torre. La subieron a una carreta que inmediatamente salió de palacio. A los lados de la calle se agolpaba la gente. Curiosos y vociferantes. Algunos le arrojaban cosas, pero afortunadamente no la golpeó nada contundente.

Arabela hizo todo el camino sin atreverse a moverse. Estaba pasmada, presa del miedo y la sorpresa. Aquellas personas habían sido los súbditos de su padre, quienes hacía pocos días la habían vitoreado y arrojado flores a su paso. Ahora la insultaban y pedían su muerte.

La careta entró en la plaza mayor de la ciudad, donde había una gran multitud aglomerada. En el centro habían construido una plataforma elevada de madera. El carro paró a su lado, y mientras los soldados apartaban a la muchedumbre, las mujeres encapuchadas bajaron a la princesa y la llevaron, firmemente sujeta de los brazos, hacia la escalera de la estructura.

Subieron por ella hasta lo alto, y a Arabela se le aflojaron las rodillas cuando llegó y vio lo que había allí. La habían subido hasta un patíbulo. A su lado, una especie de X fabricada con basta y gruesa madera, y frente a ella, tres sogas terminadas en nudos corredizos, colgaban de una viga.

Una de las horcas se balanceaba vacía. Las otras dos rodeaban los cuellos de dos muchachas. Ambas estaban desnudas, con las manos atadas a la espalda y en pie sobre una tabla que se apoyaba en ambos extremos en dos caballetes. Las reconoció al instante.

Una era su doncella. Tenía su edad y un cuerpo voluptuoso, con grandes y firmes pechos, que subían y bajaba con su respiración agitada y entrecortada. La chica estaba aterrada. Sollozaba y suplicaba clemencia. La otra joven era la elfa que le habían mostrado durante su tortura. Allí, bajo la luz del sol, era si cabe aún más hermosa y radiante de lo que le había parecido anteriormente. Un cuerpo perfecto y un rostro imposible de olvidar. Permanecía callada y tranquila, con la cabeza gacha y la expresión de quien ha aceptado su inevitable destino.

En ese momento tuvo la horrible certeza de que la otra soga era para ella. Sintió un escalofría y temió desmayarse. Comenzó a temblar ante la idea de que iban a matarla. Sin embargo la sujetaban firmemente en la parte de atrás y no la acercaban a la horca.

Su doncella se percató de que estaban allí, y sin atreverse a mover su cuerpo demasiado, para no hacer caer la tabla en la que se apoyaban, que se sujetaba en un equilibrio inestable, volvió su rostro hacia ella con expresión desesperada.

- ¡Princesa! ¡Por favor! ¡No quiero morir! ¡No dejéis que me maten! ¡No he hecho nada malo!

Arabela sintió las lágrimas correr por sus mejillas. Se sentía impotente, aterrada, pero lo peor era la culpabilidad de saberse pensando que era ella la que no quería ser ejecutada allí.

- ¡Aún soy joven para morir!- Continuaba la doncella- ¡No merezco esto! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Decidle que soy inocente! ¡No quiero morir!

Una de las mujeres se acercó al borde del entarimado, sacó un papel y leyó la sentencia. La princesa ni la escuchó, tan anonadada como estaba. Aquello empezó a parecerle nebuloso, como si estuviese viviendo una pesadilla. Al momento, otra de las mujeres se acercó a las dos condenadas y sin más miramientos dio una patada a uno de los caballetes que sostenían la tabla. Ésta cayó y del mismo modo lo hicieron las dos muchachas, pero éstas frenaron en seco cuando las sogas que tenían alrededor del cuello se apretaron a éste.

Ambas gargantas emitieron un ruido ominoso cuando el incipiente grito de sorpresa y miedo quedó ahogado por la soga. Alguien había contado a la princesa que los ahorcados suelen morir rápido, que sus cuellos se parten y no sufren más. Eso le había provocado pesadillas esa noche, pero lo que sucedía allí era peor. La caída no había sido suficientemente grande y ambas chicas seguían con vida. Todas sabían que su final no iba a ser fácil. Iban a sufrir hasta el instante de su muerte.

Las dos muchachas permanecieron un instante balanceándose, con la sorpresa y el dolor reflejado en sus rostros. Al cabo de un momento ambas empezaron a moverse. Las dos ejecutadas se pusieron a dar patadas y estirar sus piernas, como si de esa forma pudiesen alcanzar un lugar donde apoyar los pies. Sus dedos se retorcieron, sin duda por el dolor, y los brazos forcejearon para liberarse. Los movimientos de la doncella eran más frenéticos y desesperados, mientras que la elfa trataba de contenerse.

El rostro de ambas era ahora de color rojo fuerte. La soga se apretaba a sus gargantas, y la princesa no pudo dejar de pensar en lo doloroso que debía ser, y que pronto ella lo iba a estar probando en sus propias carnes.

La multitud estaba enardecida. La visión de dos jóvenes hermosas, completamente desnudas, retorciéndose ante ellos de aquella forma hacía que gritasen y vitoreasen.

La elfa apretaba los dientes tratando de soportar el dolor. La doncella tenía la boca completamente abierta, y por ella asomaba la lengua. Sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas. Y poco a poco, su rostro se fue tornando de color cianótico. Al cabo de unos pocos minutos, la prisionera élfica continuaba debatiéndose de la misma forma, pero la doncella comenzó a hacerlo con menos fuerza, hasta que sus esfínteres se relajaron y vació el escaso contenido de sus intestinos. Tras unos repentinos y violentos espasmos, la joven quedó inmóvil, balanceándose sin vida del final de la soga.

Pero la elfa aún continuaba viva. Sin duda su raza tenía más fuerza y resistencia. Se retorcía como un pez recién pescado. Sus generosos y firmes pechos se alzaban, tratando inútilmente de coger aire. Las piernas danzaban sin aparente control, y sus brazos se retorcían con desesperación. A la princesa le admiró el coraje y la vitalidad que demostraba la desgraciada.

Al cabo de unos minutos, pareció perder el dominio que tenía de sí misma. Sus movimientos fueron haciéndose más frenéticos, las piernas daban tirones y se agitaban como si tratase de nadar con ellas en el aire. Su rostro cianótico reflejaba la agonía de la asfixia, con su lengua asomando de sus sensuales labios abiertos, y las lágrimas fluyendo  por su rostro.

Un chorro de orina escapó de entre sus piernas. La expresión de dolor y miedo se fue dulcificando apenas, y los movimientos fueron paulatinamente decreciendo en violencia. En poco rato, la ejecutada quedó inmóvil. Fue algo engañoso, porque al cabo de un instante sus piernas lanzaron un par de fuertes patadas. Pero no fueron sino espasmos involuntarios. La muchacha también había muerto.

La princesa sintió en ese momento un frío atenazador. Era el  momento. Era su turno.

La sujetaron de los hombros y la empujaron hacia delante, hacia la soga vacía. Ella opuso resistencia. No se debatió, pero aunque hubiese querido, le habría sido imposible moverse. La empujaron con más fuerza hasta hacerla llegar al lado de las ejecutadas, a pocos centímetros de una ominosa soga que la aguardaba.

Una mujer leyó su sentencia. La acusaban de haber asesinado a su padre, de haber usado artes brujeriles, y afirmaban que lo había confesado todo. Y así era, pero bajo tortura. La condenaban a muerte.

Ella no quería morir. Había visto el destino de las dos muchachas y ella no quería pasar por lo mismo. Quería vivir. Era joven, tenía toda la vida por delante. No podían arrebatársela así. No tenían derecho.

De repente y para su sorpresa, una mujer le pasó el nudo por la cabeza. Con habilidad le apretó la soga al cuello, tras apartarle la larga y espesa melena. A la princesa se le aceleró el corazón de pánico.

- ¿No tengo derecho a… unas últimas palabras?- Fue capaz de susurrar con la garganta seca y la respiración acelerada.

- Niña, las asesinas como tú no tienen derecho a nada.

- Pero yo soy inocente.- Sollozó.- Por favor, por favor… no me hagáis esto. Decidle a mi tío que haré lo que él desee.

- Lista.- Dijo la mujer sin responder a la princesa.

La joven observó a la muchedumbre que gritaba y se reía. Comprendió que no había esperanzas, y decidió que debía terminar sus días con al menos algo de dignidad. Trató de recomponer su postura y de ofrecer una mirada altiva, pero supo que no podría. Su cuerpo no dejaba de temblar, sus rodillas parecían a punto de dejar de sostenerla, y las lágrimas continuaban cayendo por su rostro sin poder evitarlo.

De repente la soga se apretó a su garganta. Alguien estaba tirando lentamente del otro extremo. La presión se convirtió en una opresión dolorosa que la forzó a ponerse de puntillas. Pero enseguida ni siquiera eso fue bastante. Tan sólo la punta de los dedos de los pies tocaban la madera, y luego ya ni eso.

La cuerda se apretó a su garganta a medida que la fueron elevando del suelo. Lo hicieron con cuidado para evitar dañar su cuello más de lo imprescindible. Todo el peso de su cuerpo descansó sobre la piel de su fina y suave garganta. La basta soga le quemaba y le apretaba. El dolor comenzó a ser intolerable. Se percató de que la habían elevado a la misma altura que a las otras dos pobres infortunadas.

Recordó las anteriores ejecuciones. Ella al menos estaba vestida. Decidió que no daría a aquella turba la satisfacción de un espectáculo. Se obligó a no moverse. Su cuerpo le pedía retorcerse, tratar de escapar, patalear… pero su mente sabía que era inútil, y de momento vencía.

A pesar de la soga y el dolor, haciendo un esfuerzo aún podía tomar algo de aire. El nudo se iba cerrando muy poco a poco alrededor de su cuello, y con cada movimiento la presión aumentaba algo más. Quizás si no se movía podría seguir así, respirando. Quizás diera tiempo a que alguien llegara y la rescatara.

Sí. Sin duda eso iba a ocurrir. En todas las historias que había leído, el caballero llegaba en el último momento a rescatar a la dama en apuros. Y ella estaba en un gran apuro. Algún príncipe llegaría y la salvaría. Tenía que hacerlo.

Cada respiración era dolorosa. Abría la boca completamente tratando de ayudarse. Sus manos estaban crispadas, y se dio cuenta que con cada sorbo de aire, su espalda se curvaba y sus pechos se alzaban automáticamente, como lo habían hecho los de las anteriores condenadas. Intentó no hacerlo pero fue imposible.

La presión en su cuello era cada vez mayor. Escuchaba cada respiración, que no conseguía tomar todo el aire que necesitaba. Sentía sus latidos en la cabeza. Descubrió que sus piernas se estaban moviendo. No, debía impedirlo. Debía mostrar aplomo y dignidad. Pero le fue imposible. Y tras las piernas, fueron los brazos los que se retorcieron, y luego el resto del cuerpo.

Ahora su garganta estaba cerrada. No podía tomar ni el poco aire que había conseguido hasta el momento. Su visión dejó de abarcar la plaza para darle el aspecto de estar pasando por un túnel en el que todo tuviera un color rojizo, y donde aparecieran chispitas de forma aleatoria. Escuchaba sus latidos como si el corazón funcionase alocadamente en sus oídos.

Si el príncipe de sus sueños iba a llegar a salvarla, aquel era el momento indicado.

Su cuerpo ya se revolvía sin control, debatiéndose por respirar contra toda esperanza. Su pecho le dolía enormemente. Más incluso que su cuello y su garganta. El mundo empezó a oscurecerse. Sintió un líquido cálido correr por sus piernas. Todo empezó a desvanecerse. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el conocimiento. Se estaba muriendo.

No supo como ocurrió, pero de repente se encontró tirada en el entarimado, tomando aire a bocanadas y tosiendo con cada inspiración. La soga ya no estaba alrededor de su cuello. Estaba viva ¡Viva! ¿Habría llegado realmente alguien a salvarla? Alguien incluso estaba cortando las cuerdas que la maniataban.

Cuando se hubo recuperado apenas un poco y pudo mirar alrededor, vio que nadie la había salvado. Las mujeres que actuaban como verdugos la rodeaban igual que antes. Le permitieron recobrarse un instante y agarrándola de los brazos la alzaron de nuevo.

No tenía fuerzas para resistirse, y no tenía idea de por qué habían impedido que muriese. Se estaba preguntando aquello cuando llegaron hacia la estructura de madera con forma de cruz. Realmente era una gran y pesada X, a la que le ataron los brazos y las piernas. Era incómodo. A intervalos a lo largo de los brazos y las piernas, había unas cuñas que separaban su cuerpo de los maderos.

Cuando estuvo bien sujeta, las mujeres se apartaron dejando ver al público. La jefa se acercó con una pesada maza que no auguraba nada bueno.

- Lo siento, niña. No es algo que me guste, pero hay que cumplir la sentencia.

La princesa se dio cuenta en ese momento para qué servía todo aquello. Cuando la mujer alzó la maza, Arabela lanzó un alarido de terror.

El primer golpe fue en el antebrazo, en la parte que quedaba entre dos cuñas. Los huesos crujieron y el dolor recorrió todo el cuerpo de la joven. Otro alarido, esta vez de agonía, salió de su garganta. Sin prisas, la mujer descargó un nuevo golpe sobre el brazo. El hueso se quebró como una ramita y la princesa se desmayó.

Un cubo de agua helada la sacó de su desmayo. El dolor en el brazo la atenazaba. Alzó la mirada para mirara a su atormentadora, pero ya no estaba donde recordaba. Se encontraba al otro lado, dispuesta a repetir todo lo anterior en el otro brazo. Esta vez fue el codo el que se partió, doblándose de forma antinatural.

Arabela lloraba y gritaba, presa de un dolor insoportable. Pero su suplicio no acababa ahí. Ni siquiera lo vio venir, pero un nuevo y certero golpe hizo crujir su espinilla. Y tras la tibia, fue el fémur el que fue quebrado. Y lo mismo ocurrió en la otra pierna.

La princesa se desmayó en varias ocasiones y fue despertada de nuevo. Partirle los huesos de las extremidades llevó su tiempo. La verdugo no tenía prisa y con cada golpe la multitud aclamaba. Arabela colgaba de sus ataduras como una muñeca de trapo. Estaba exhausta y el dolor era insoportable. No podía pensar en nada que no fuese el dolor. Gemía y sollozaba. Pasaba de la inconsciencia a la vigilia sin saber como.

Un nuevo golpe y una clavícula quedó destrozada. Y luego alguna costilla. Al poco tiempo se le hizo difícil respirar. La cabeza caía hacia delante sin fuerzas para ser sostenida y un hilillo de saliva escapaba de la comisura de sus labios.

La mujer la agarró de los cabellos y le levantó la cabeza para poder verle la cara.

- Por favor…- Susurró la princesa.- Acaba ya… mátame ya… Por piedad…

- Aún estás viva.- Constató la mujer.- Mala suerte, niña.

Hizo una seña y desataron a la princesa de la cruz. La arrastraron de nuevo donde había estado la horca, junto a las otras dos ejecutadas. Ahora lo que había era una cadena terminada en un garfio de metal.

La princesa era una muñeca de trapo que hubiera sido olvidada en un basurero. Su radiante vestido estaba desgarrado y salpicado de sangre y fluidos. Sus hermosos cabellos estaban despeinados y no podía siquiera moverse. Tan sólo unos leves gemidos y una sonora y dificultosa respiración daban a entender que seguía con vida.

Una vez en su lugar, le apartaron los cabellos de la cara y mostraron su rostro al público, que estalló en vítores. Otra mujer agarró el garfio y sin más miramientos lo colocó junto a la cabeza de la joven. La punta se clavó bajo su mandíbula, a un lado, y una vez hecho aquello, la elevaron de nuevo junto a las dos ahorcadas.

Subieron a la princesa como si se tratase de un pez recién pescado. El garfio se clavó en la suave piel de su garganta y se agarró a su mandíbula. No salió tanta sangre como podría esperarse. Las mujeres eran expertas en el arte de la tortura y la ejecución. El caro vestido se manchó aún más con la sangre de Arabela.

La desdichada joven se retorció un poco, tanto por el dolor como por la dificultad para respirar. Per era difícil saber cuáles eran movimientos voluntarios, cuáles espasmos de agonía y cuáles simples empujones de la brisa, que la balanceaba apenas.

Pasado un rato, las mujeres abandonaron el patíbulo y paulatinamente la plaza se fue vaciando de espectadores. Nadie supo bien cuánto duró la agonía de la princesa. Tampoco le importaba a nadie. Lo importante era que al día siguiente su cadáver seguía en la plaza, junto con el de las otras dos desdichadas.

Ese día Hildebrando se coronó nuevo rey, con pompa y boato. Y los cuerpos de las tres jóvenes permanecieron colgados allí, para escarmiento, durante semanas.