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Emprender en tiempos de crisis - La peluquera (1)

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Emprender en tiempos de crisis – El marido de la peluquera (1)

-          La hemos jodido – sentenció Sandra dejándose caer contra el respaldo del sillón. Sin dejar de mirarme con esa expresión angustiada con la que había llegado a la cafetería añadió.

-          ¡En qué hora se nos ocurrió montar la peluquería!

-          ¿Qué te crees, que tenías el trabajo asegurado en el salón de belleza en el que te pagaban cuatro perras? – repliqué molesto por su actitud fatalista mientras recogía los papeles del aviso de embargo.

Sandra y yo nos habíamos casado cuatro años antes y, en pleno boom de la burbuja inmobiliaria nos compramos un chaletito adosado a media hora de Madrid. Las cosas nos iban bastante bien, yo soy arquitecto técnico, o aparejador, como prefieran y llevaba tres años asociado, - más o menos -, con un arquitecto que se movía muy bien por los ambientes pijos. El banco no puso ninguna pega para financiar aquella compra que sobrepasaba con creces nuestra capacidad financiera.

Sandra trabajaba en un salón de belleza y soñaba con montar algún día su propio negocio.

¿Por qué no? Me dije un día en el que acababa de cobrar una sustanciosa cantidad en negro procedente del ultimo loft que habíamos “deconstruído” en pleno barrio de Salamanca. ¿Por qué no le iba a dar aquel capricho a mi preciosa esposa. Si quería trabajar, al menos que lo hiciera en su propio negocio.

Tres meses más tarde inauguramos en la calle Ayala un espectacular local que me había vendido un cliente del estudio y que tampoco esta vez el banco dudó en brindarme una generosa hipoteca que cubrió la compra, la reforma, el mobiliario y todos los aparatos más modernos de peluquería, rayos UVA, masajes, etc.

Vivíamos bien, demasiado bien. Los gastos superaban los ingresos medios que ambos teníamos pero los picos en negro y los pelotazos que surgían en las fiestas a las que era tan aficionado mi socio llegaban siempre en el momento justo para solucionar el agujero que se adivinaba a dos o tres meses vista. Vivíamos al día, disfrutando de caprichos y placeres sin imaginar que un día…

Lo malo es que ese funesto día no llegó de repente, más bien se fue insinuando, se dejó intuir por quien tuviera los pies en la tierra y no en el próximo crucero o el siguiente cambio de automóvil.

Cuando las cosas empezaron a ir mal en el estudio, mi socio incorporó  a un antiguo compañero de facultad que tenía, según nos dijo, muy buenos contactos en la administración. Quizás en otros tiempos aquello hubiera sido una garantía de éxito pero en aquellas fechas, octubre de 2010, la inversión pública comenzaba a escasear y los pagos se retrasaban tanto que pronto estuvimos con el agua al cuello.

Fue entonces cuando mi socio cerró filas con su amigo y, como si de un prestidigitador se tratase, el estudio desapareció del mapa, yo me encontré en la calle  y un par de meses después me enteré que mis  exsocios estaban en Brasil forrándose de nuevo, eso sí: sin mí.

Miré a Sandra. Su rostro acusaba la preocupación que apenas nos dejaba dormir. Unas oscuras ojeras enmarcaban sus preciosos ojos verdes. A pesar de todo estaba tan guapa como siempre, con su melena rubia recogida a un lado dejaba a la vista su esbelto cuello. Mis ojos siguieron la ruta que va desde su cuello al hombro desnudo tan solo cruzado por el ligero tirante de la camiseta que se pegaba al contorno de su cuerpo como una segunda piel. Debería estar pensando alguna solución para nuestra crítica situación, sin embargo mis ojos se empeñaban en seguir el contorno de sus pezones que se marcaban tenuemente en su camiseta.

Que mi mujer está buena no tiene discusión, que a mi mujer le gusta lucirse, que le encanta saberse el centro de las miradas no es una novedad para mí ni para nuestros amigos. Sabe bien cuáles son sus puntos fuertes y los luce sin ningún problema. Su culo, talla treinta y seis, suele ir enfundado en pantalones ajustados que marcan su perfecta redondez, sin un gramo de grasa que deforme su curvatura, sus muslos suelen ser el foco irresistible de atención cuando se pone esas minifaldas veraniegas que apenas cubren lo necesario, los tacones altos hasta lo imposible refuerzan la belleza de sus piernas y al caminar, crea una sinfonía de movimientos que avanzan desde sus nalgas ondulantes hasta sus pantorrillas bien torneadas.

-          ¿Me vas a contar que es lo que llevas pensando todo este rato?

Regresé a la tierra bruscamente. A pesar de que mis ojos habían estado engolfados en sus tetas mi mente no había dejado de trabajar.

-          Estoy pensando… pero no, déjame que le dé una par de vueltas más.

-          ¡De eso nada! Cuéntamelo – dijo arrimándose a la mesa y dejándome atisbar el bronceado canal entre sus pechos que se perdía bajo el escote.

Media hora después, tras frenar su indignada protesta, tras hacerla callar un par de veces pidiéndole que me dejara acabar, me vencí sobre el respaldo a la espera de su veredicto.

-          De verdad esperas que me vista como una puta y que me comporte como… como… como una… ¡como una puta, joder!

-          ¿Acaso he dicho yo eso?

-          Más o menos, si – refunfuñó de un modo que me dio a entender que, pasado el primer brote de pudor, se lo estaba pensando.

-          Pues no, Sandra, yo no he dicho eso, lo que te digo es que, estamos a punto de perder nuestra casa y no tenemos alternativa. O perdemos la peluquería también o le pegamos un giro que la convierta en un lugar al que la gente le apetezca volver.

-          A los hombres, querrás decir, porque la que tiene que exhibirse un poquito, la que tiene que enseñar escote y muslo, la que tiene que ser amable con los clientes soy yo.

La idea que me había surgido mientras le miraba las tetas a mi mujer aquella tarde era una locura, lo sé, pero la situación era tan crítica que requería de medidas radicales. El salón de belleza languidecía. A medida que Sandra fue despidiendo peluqueras el servicio se resintió y dejó de atender como antes. Las clientas pijas comenzaron a abandonarla. La deuda era ya insostenible. Mi proyecto partía de reconvertir el salón de belleza en una peluquería mixta en la que la atención fuera muy “exclusiva”, con detalles sugerentes, un refresco para la espera, quizás una copa, música ambiental de calidad, y, sobre todo una atención personal tan… atractiva que ningún cliente dudaría en volver, incluso antes de lo necesario.

-          Suena a puticlub Fernando, podrás contarlo como quieras pero suena a puticlub.

Acabábamos de cenar y Sandra retomó el asunto mientras recogíamos la mesa. Su protesta se había matizado en pocas horas, la dura realidad a la que nos enfrentábamos y la crudeza con la que le exponía nuestro futuro a corto plazo estaban derrotando las defensas de mi mujer. No me equivocaba al pensar que estaba a punto de rendirse.

-          De eso nada, será un local que mantendrá la distinción que siempre ha tenido, solo que ahora atenderemos también a… ejecutivos, abogados… no sé… personas acostumbradas a pagar por un trato selecto y que apreciarán algunos ligeros detalles de sensualidad, eso sí, sin perder el buen gusto.

-          Ya, pero la que tiene que exhibirse y coquetear soy yo, ¡no te jode!

-          Nadie ha hablado de coquetear cielo ¡Cómo puedes pensar que yo te iba a proponer algo así! Es cuestión de insinuar más que nada. Siempre te ha gustado lucirte y no digamos cuando estamos en la playa. Reconocerás que te gusta que te miren, ¿a qué si?

-          Sí, pero eso es diferente – protestó débilmente.

-          Solo tendrás que cambiar un poco la vestimenta, algo más corto, con más escote, quizás un poco más ligero… y luego, ser agradable con los clientes, darles conversación, seguirles las bromas…

-          Ofrecerles carne mientras les corto el pelo, ¿es eso?

-          Mujer, dicho así resulta repugnante. ¿Te acuerdas de  este verano, en el restaurante de la playa, aquel tío que no dejaba de mirarte el escote y las piernas?

Sandra asintió con la cabeza. Ambos habíamos jugado con el tipo dejándole ver más de lo prudente y volvimos a casa con un calentón salvaje que nos llevó a follar en la tumbona de la terraza.

-          ¿Te pareció denigrante o sucio? No, claro que no, te pusiste como una burra, acuérdate de lo que fantaseabas mientras me la chupabas aquella noche.

Sandra sonrió al recordarlo, supe en ese momento que tenía la partida ganada y fui al remate.

-          Pues esto es lo mismo, yo estaré a tu lado, fingiré ser un peluquero, no dejaremos que nadie se propase, aunque siendo el barrio que es no creo que tengamos problemas. Lo que tenemos que hacer es jugar como otras veces, solo que esta vez nos va nuestro futuro en ello.

Un mes más tarde habíamos invertido el poco efectivo que teníamos en la reconversión del salón de belleza, creamos dos ambientes diferenciados, uno para señoras y otro para caballeros. Instalamos una pequeña barra donde, además de café, disponíamos de refrescos y las mejores marcas de gin, ron, vodka y otros licores.

La vestimenta de Sandra se transformó de manera que sin caer en lo chabacano mostraba una figura mucho más sensual, más sugerente y que, en las distancias cortas como las que se establecen en la peluquería, ofrecía una amplia vista de sus encantos de una manera muy natural, casi inocente.

Me costó derrotar las últimas defensas de mi mujer, no conseguía hacer saltar el “chip” que la volviese tan descarada y exhibicionista como lo era en la playa. Tuve que ingeniármelas para que me hiciera un pase del modelito elegido.

-          Estás estupenda, ¿Ves como no es nada vulgar? – le dije mientras caminaba por el salón de nuestra casa luciendo la ropa que habíamos elegido para el salón de belleza.

Se había probado una camisa de seda marrón con un pantalón beige que le quedaba como un guante y realzaba su culo. Yo estaba sentado en el sofá y le dije que se acercase.

-          Haz como que me estás cortando el pelo

Sandra sonrió con picardía y se agachó para tocarme simulando usar unas tijeras. Sucedió lo que yo imaginaba. La amplia camisa se ahuecó y dejó ante mis ojos sus pechos apenas cubiertos por un sujetador de media copa. Ella siguió el rumbo de mi mirada y volvió a sonreír.

-          ¿Qué, te gusta como corto el pelo?

-          Tanto que voy a tener que volver en dos semanas, sino antes – dije fingiendo ser un cliente satisfecho. Metí dos dedos en su escote y rocé sus pechos – Señorita, siga cortándome el pelo, no se distraiga.

Ese era el objetivo, conseguir enganchar a los clientes masculinos para que volvieran en cuanto tuvieran la excusa para hacerlo. ¿Bastaría con obsequiar unas bebidas y mostrar un poco del cuerpo de mi mujer?

 No tardamos en tener la prueba. Inauguramos un jueves tras una cuidada propaganda que buzoneamos por todas las casas y oficinas de los alrededores. Quemamos nuestras naves en aquel proyecto, no había punto de retorno. Sandra y yo lo sabíamos y, cada uno en silencio, no concienciamos para hacer todo lo que fuera necesario, todo, con tal de  salir del agujero. Estábamos dispuestos a aceptar cualquier cosa que hiciera un éxito de aquel proyecto.

A las diez de la mañana encendimos las luces, pusimos la música ambiental y, mirándonos a los ojos, abrimos la puerta. Sandra ocultó los nervios colocando lo que ya estaba colocado, alineando frascos, revisándolo todo. Yo, más nervioso de lo que quería que se me notase, intentaba decidir qué podía hacer allí sin que fuera evidente que no era un profesional.

La primera clienta llego media hora más tarde. Una habitual del salón que se reenganchaba después de varios meses de ausencia movida sin duda por la curiosidad. Al poco rato entró otra señora. Sandra estuvo muy hábil cuando inventó una lesión muscular en mi muñeca que me impedía atenderla, - “¡que contrariedad, justo el día de la inauguración” – se lamentó. Yo me dediqué a servir las bebidas que eligieron.

Tres clientas  satisfechas, dos reservas para la tarde y una mas para el sábado por la mañana era nuestro balance a las doce y media. Mucho más relajados, ambos bromeábamos al quedarnos solos cuando se abrió la puerta y apareció nuestro primer cliente varón. Enseguida Sandra se acercó a saludarle. Tendría unos cincuenta años, pelo cano y abundante, elegante y bien vestido, no dejó de recorrer con los ojos el cuerpo de mi mujer. Sandra me reclamó, muy profesional, para que me hiciera cargo “de la chaqueta del caballero” y le dirigió al espacio para lavar la cabeza. Yo me quedé en la zona de caja intentando parecer enfrascado en unos papeles cuando en realidad no dejaba de mirar por el rabillo del ojo.

Me sorprendió lo tranquila que parecía estar mi mujer. Todos estos días estuve temiendo que, cuando llegara el momento, se acobardase. Nada de eso, ahí estaba ella, enjabonando el cabello del cliente, aplicando un masaje con los dedos suave, lento, tal y como habíamos planeado, respondiendo con una sonrisa a la conversación, mostrándose encantadora, en una palabra. Tras aclarar el cabello escuché como le anunciaba que le iba a dar un masaje relajante. “Mmm… eso suena demasiado bien” – dijo seductor a lo que Sandra respondió con una coqueta risa.

Sandra me miró brevemente mientras hundía sus dedos en el cabello. Sabía muy bien el efecto de ese masaje tan sensual, lo habíamos ensayado un par de veces y en ambas ocasiones tuve una incipiente erección, quizás también influida porque pensé que esas mismas caricias se las haría a unos extraños.

“¿Ya, tan pronto?” – se quejó el cliente cuando le invitó a pasar al sillón de peluquero. Sandra volvió a reír seductoramente al escucharle.

Entró un nuevo cliente al que reservé cita una hora más tarde y que se llevó un repaso visual completo del culo de mi mujer. Yo volví a mi lugar y fingí estar ocupado.

En realidad, forzaba mis ojos para mirar sin ser visto, para observar como mi mujer se inclinaba delante del rostro de aquel hombre que buceaba con la mirada en el interior de su escote. Sandra le pilló en varias ocasiones y cruzaron sus miradas sin que desapareciera su sonrisa del rostro.

Al terminar le pasé el cepillo por la espalda tal y como me había enseñado y le ayudé con la chaqueta, aquello me valió un par de euros de propina. Sandra recibió un billete de cinco euros en la mano que él le sujetó un instante mientras la miraba a los ojos, - “Gracias por todo Sandra, volveré, no lo dudes.”

Cuando salió por la puerta Sandra me miró con el entusiasmo desbordando en sus ojos.

-          ¿Has visto? ¿Te has fijado? ¡Estaba encantado! ¡Este vuelve fijo!

No había rastro de ninguna de las dudas que durante los días anteriores la habían dominado, el éxito que parecía anunciarse nos tenía eufóricos.

Diez minutos más tarde apareció el cliente que había pedido cita.