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Sandra Erótica (4). La discusión y el baño.

en Dominación

4.

Pedro despertó como de un sueño, o más bien, pasó de un sueño a la pesadilla, porque puso cara de circunstancia y dijo con aire preocupado, Voy a decirle a Laura y regreso… Se encaminó a la puerta y se notaba, clarísimo, que su cerebro, recién prendido, estaba buscando todos y cada uno de los razonamientos que tendría que soltarle a Laura para convencerla.  Sandra y yo nos miramos confundidos… ¿Laura había estado afuera todo este tiempo?, eso sí estaba divertido.  Busqué el celular en mi bolsa para enviarle un mensaje a Claudia… en ese momento yo pensaba que Pedro sería capaz de convencer a Laura, lo había visto en sus ojos, en ellos había un macho cabrío lleno de (semen) seguridad que se quedaría a cualquier precio, por fin se comportaría como el hombre que era. Sandra se encaminó al baño de la sala y cuando escribía las primeras líneas del mensaje: “Oye, no le digan a Laura que…“  Sandra, desde la puerta del baño me hizo señas con la mano, su sonrisa me hizo saber que algo encantador estaba ocurriendo dentro. 

El baño tenía una pequeña ventana, a buena altura sobre nuestras cabezas que estaba permanentemente abierta, daba a la calle por donde se llegaba a la casa.  Y adivinen quién estaba teniendo una discusión – apremiante,  escandalosa, tremebunda, comiquísima – al otro lado de la ventana…

Entré al baño detrás de Sandra que se había puesto de espaldas a mí, los dos mirando a la ventana y al pequeño espejo del lavabo.  Afuera los gritos de Laura y Pedro entraban, como con megáfono al baño. Y cada grito de Laura hacía crecer un demonio dentro de Sandra. Yo veía por el espejo sus pupilas dilatadas tocadas por la locura, realmente estaba disfrutando escuchar las excusas  estúpidas (y llenas de semen) que Pedro le aventaba a Laura y el rencor con que ésta atajaba cada una de ellas.  Sandra estaba fascinada, fuera de sí, en mi vida había visto una cara tan cruel y demencial.  Jamás había estado ante un cuadro tan sombrío y excitante.  Por un lado (literalmente del otro lado del muro) una pareja se debatía entre la dignidad traicionada y el sexo traicionero; por el otro (dentro de un baño) una mujer se excitaba con el sufrimiento de un hombre al que hacía unos minutos había calentado hasta la locura y que ahora desafiaba a la mujer que había sido una suerte de su única dueña y tirana absoluta durante todo su noviazgo.

Y la excitación de Sandra despertaba en mí un demonio que tampoco sabía que existía. Sandra llenaba el ambiente del baño con una energía sexual que sólo se dirigía a mi entrepierna y muy a mi pesar (porque lo de afuera realmente me apenaba) ésta fue creciendo hasta rozar sus nalgas.

En ese momento se recargó en el lavabo y empezó a mover las caderas divertida, bailándolas de un lado a otro.  Abrió ligeramente las piernas y su mano se abrió paso bajo el vestido. Arqueaba la espalda y sacaba las nalgas (que en esa posición eran bárbaras) y las ofrecía al roce de mi verga. Miraba intermitentemente la ventana (sobre todo cuando Laura gritaba o Pedro gimoteaba) y luego al espejo para ver mi cara. Su mano ya se movía con ritmo. Su mirada reclamaba mi verga y mi maldad; una maldad que sólo estaría a su nivel cuando la penetrara. Entonces el demonio entró en mi cuerpo. Era un demonio capaz de coger incluso en la calamidad (o precisamente por ella). Levanté su falda y tomé su tanga, la jalé con fuerza hacia abajo y escuché su primer gemido.  Reaccioné mirando a la ventana (si nosotros escuchábamos cada palabra, ellos también podían escucharnos, pero la discusión de afuera no bajó de intensidad).  Mi deseo ya reclamaba alivio, la tomé de las caderas, y levantó aún más las nalgas. Quería penetrarla con fuerza pero también alargar su necesidad.  Si ella era maldita con ellos yo sería cabrón con ella. Sabía que lo que quería era satisfacer un deseo de venganza, ella no estaba excitada por mi ni pedía que yo me la cogiera; ella se cogía a Laura en un acto de desquite desmedido, y de paso se cogía a su novio, el idiota de Pedro, que cada vez más desesperado, infantilizaba sus razonamientos hasta convertirlos en lloriqueos. Así que puse la verga entre sus nalgas y dejé que la punta – apenas un poco – entrara en ella despacio. 

Soltó un largo gemido y su mano tomó mis nalgas empujándolas hacia ella.  Yo me resistía con placer, un placer morboso y ofensivo. No ceder a sus caprichos era la forma de hacerla mía. En ese momento sólo pensé: eres mía perra. Ella cerraba los ojos, movía la cadera y las nalgas arriba y abajo. Yo me contuve de hacer que mi verga entrara por entero.  Giraba mi cadera y dentro de ella una lluvia de placeres y reclamos hacían difícil contenerme.  Luego se la metía hasta la mitad y ella soltaba gemidos guturales, bajos, escabrosos.  Luego la sacaba. Su mirada de odio y de locura ya era conmigo. Y eso, sabía me daba el control de todo.  Volvía otra vez a empezar, apenas la punta, apenas un amago.  Luego, soltándome, dejándome ir, se la dejaba ir hasta el fondo. Y entonces su vagina hacía todo por retenerme, juro que se cerraba y me apretaba desesperada. Esa desesperación era mi ventaja.  Los gritos y los chillidos de afuera eran la música de fondo.  Sandra dejó de contener los gemidos (si es que lo había intentado en algún momento).  Quería ser escuchada por los de afuera. Y a mí dejó de importarme. Seguimos así unos minutos.  Nos detuvimos una vez: afuera Laura le gritó a Pedro con la voz quebrada, ¡Si no vas tú cabrón voy yo a decirles! pero supimos de inmediato que Pedro la retenía, porque Laura empezó a gritar ¡Suéltame cabrón, me lastimas!, seguido de las súplicas de Pedro. Eso nos dio unos segundos más de juego.  Segundos apenas suficientes porque Sandra empezó a temblar otra vez, de esa forma que yo ya conocía, estaba cerca del orgasmo y la había penetrado a fondo apenas unas seis o siete veces.  Sabía que la desesperación la dominaba, la encendía, porque temblaba de anhelo cada vez que la ensartaba poquito, quedándome dentro apenas unos segundos para luego volver a empezar. Sandra gritaba ya con fuerza entre jadeos. Sus piernas temblaban y la penetré con potencia y ya sin frenos, nuestros movimientos ni siquiera se habían armonizado cuando un largo gemido surgió de mi garganta.  Ya no pude contenerme.  Fue entonces que, en la mitad de ese momento, oímos el grito lapidario que ponía fin a la discusión de afuera. Claramente escuchamos las pisadas de Pedro dirigiéndose a la puerta de la casa.  Sandra se enderezó al instante y mi verga y yo nos miramos como pendejos… Salimos como pedos acomodándonos la ropa entre risas cómplices y jadeos. Apenas tuve tiempo de meterme la verga. La mitad mi semen terminó en el suelo, la otra mitad, mal embarrada, entre en mi mano y las bermudas.

Pedro entró por la puerta de la casa dudando, con cara de niño regañado (¡y qué regaño!). Se dirigió a Sandra, se le veía de verdad afectado, y le dijo algo absolutamente imprevisto: Vamos por las maletas a casa de los tíos y regresamos… Lo bueno es que no me miraba, porque hubiera notado el esfuerzo sobre humano que hice para contener la carcajada. Sandra abrió los ojos como platos, pero no dijo nada... La escena pasó de la gracia excitante a la pena ajena lastimosa. Lo último que habíamos oído por la ventana antes de salir del baño fue la voz de Laura gritándole: ¡Te regresas, le dices a esa puta que te pague los boletos y que se vayan a la mierda!   Y con ese grito a Pedro se le habían acabado los huevos para enfrentar a Laura, y nunca los tuvo para decírselo a Sandra, no era el hombrecito que yo había visto unos minutos antes y no era el hombrecito al que Sandra había incitado. Debí haberle pedido que me dejara sus testículos, definitivamente no iba a utilizarlos nunca. Entonces volteó a ver los pechos de Sandra, que todavía subían y bajaban con ardor, el sudor perlaba su piel, los pezones erguidos le marcaban el vestido. Me volteó a ver por primera vez desde su regreso y se dio cuenta de todo, al fin y al cabo nos había visto salir del baño acelerados y sonriendo, yo todavía temblaba y respiraba con esfuerzo, sólo había que sumar dos más dos y hasta el imbécil de Pedro podía hacer esa operación. Cerró los puños y miró a Sandra con rencor, yo di un paso adelante para hacerle saber que su rencor tendría que guardárselo (de nuevo – con su semen y su hombría) para otra ocasión. 

Rojo de coraje me vio a los ojos y dijo entre dientes: Eres un cabrón con mucha suerte…

Retrocedió sobre sus pasos y salió para siempre de la casa.

Y un pequeño hilito de agua escurrió entre las piernas de Sandra.