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El lago violeta (Parte 7)

en Control Mental

//Sé que ha pasado casi un año desde que publiqué la parte 6, y pido disculpas a quien se quedó con las ganas de ver esta historia acabada. He decidido retomarla, así que espero que la disfrutéis. //

Si os soy sincero, me había pasado toda esa semana con un nudo en el estómago. Apenas podía comer y no me concentraba en nada. Lo único que podía hacer era esperar, era lo único que me consolaba un poco: saber que tarde o temprano sonaría el timbre o se abriría la puerta y aparecería Natalia; podía ser que no para abrazarme y anunciarme que se quedaba, pero se presentaba al fin y al cabo, y yo podía volver a verla.

En ese momento, con el móvil pegado a la oreja, tenía una sensación agridulce. Aquella presión de no saber qué iba a pasar, o siquiera cuando, había remitido y mi espíritu lo agradecía. Pero por otra parte lo único que podía ver era la pared de mi cuarto, la sábana de la cama y mis pies. Eso era todo. Seguía sintiendo esa punzada de nostalgia en el pecho (atenuada, lo admito) por no poder verla.

 -Hola –murmuró.                                                                                                                                                        

-Hola –respondí, aturdido.

Nos quedamos ambos callados, aunque yo podía oírla respirar al otro lado de la línea.

-¿Cuándo vas a volver? –le pregunté de pronto, pues era lo que me quemaba por dentro y lo único que en ese momento me importaba.

Se hizo el silencio, tal y como me temía. Estaba claro que no había ido todo según el plan, hacía seis días que tendría que haber aparecido y no lo había hecho, pero no podía evitar seguir aferrándome a la idea de que simplemente había habido un contratiempo sin importancia y se había retrasado.

-No voy a volver –confesó con voz quebrada.

Por suerte estaba tumbado, porque estoy seguro de que me habrían fallado las piernas. Algún lugar de mi subconsciente se negó a aceptar las palabras que había oído, así que simplemente respondí: “¿Qué?”. Y me quedé allí, con cara de tonto, mientras esperaba a que ella se armase de valor para responderme.

-No voy a volver a tu piso –repitió.

-¿Por qué no? –quise saber.

-Porque… -suspiró- porque ya no quiero que sigamos juntos.

 Me sorprendí de lo poco que me afectó en ese instante. Sentía la cabeza embotada y estaba como insensibilizado. Se había cumplido mi pesadilla particular, la misma que me había hecho tener un ataque de pánico, pero en aquel instante me pareció todo tan absurdo y tan poco creíble, tan ilógico, que no pude asimilarlo. Murmuré un “Oh” y me quedé callado. Ahora supongo que es un mecanismo de protección que tiene la mente. Hace que vayas aceptándolo poco a poco para que el dolor no te haga trizas. Supongo, igual es que soy imbécil y ya está.

-Aún te quiero –continuó, al notar que yo no decía nada-, pero no podemos seguir juntos.

Supongo que a consecuencia de toda la información que mi mente se negaba a procesar, interpreté aquella frase como algo positivo, algo a lo que yo me podía aferrar. Entendí que significaba que algo que ella no controlaba impedía que siguiéramos juntos y que, por tanto, había algo que YO podía hacer para arreglarlo y que volviese. Y entonces, todo volvería a ser como antes.

-Tengo que verte –le pedí- ¿Dónde estás?

Ella sollozó un poco.

-No, por favor –gimió.

-¿No? –repetí, atónito.

-Por favor, no me llames –me rogó-. Adiós.

Y colgó. Volví a llamar al instante, pero un mensaje pregrabado me informó de que el teléfono al que llamaba no estaba disponible. Lo intenté nueve o diez veces más, con idéntico resultado. Intenté llamar también a Julia, pero tampoco conseguí contactar con ella. Me desplomé sobre la cama y me quedé mirando al techo, apretando los dientes. ¿Qué habría sido normal hacer en ese momento? ¿Destrozar la casa? ¿Salir a la calle a buscarla? ¿Ponerme a llorar… a compadecerme?  No lo sabía y tampoco me apetecía hacer nada… así que no hice nada. Me quedé tumbado en la cama, mirando al techo, un buen rato. Sentía un pinchazo en la boca del estómago increíblemente desagradable que se iba intensificando conforme iba asumiendo  poco a poco el vuelco que acababa de dar mi vida. Cuando no lo pude soportar más, me levanté, me vestí y salí a la calle.

Me paré en el primer bar que encontré, le dije al barman que me pusieran algo fuerte y me senté en la barra. Me lo bebí despacio, sabía que si intentaba bebérmelo de un trago me sentaría mal y lo acabaría vomitando, y lo que pretendía era emborracharme. Nunca antes había tratado de usar alcohol para “ahogar las penas”, pero no se me ocurría que más hacer. Cuando me acabé la copa, pedí otra y seguí bebiendo a sorbitos cortos. Aún no era hora de comer y la única persona que estaba bebiendo algo que no fuese cerveza era yo. El barman me preguntó si estaba bien. Negué con la cabeza. “Las penas es mejor compartirlas con los amigos” me sugirió. Le miré. Supongo que intentaba evitar que estuviese solo cuando acabase tan mal que fuese incapaz de volver a mi casa, entiendo que para evitar tener que lidiar él con el problema, pero en aquel momento me pareció un gesto amable de un desconocido y decidí seguir su consejo. Llamé a mis amigos y les dije que mi novia (a la que le encantaba chupármela, sí) me había dejado, que estaba bebiendo en un bar (¿Cómo se llama el bar éste? La isla, se llama) y que no iba a parar hasta que me echasen (el barman me echó una mirada sombría, pero me importó más bien poco).

Los que no estaban trabajando (o pudieron escaparse del trabajo) vinieron al bar y escucharon mi historia entre coca-colas y cervezas (pues en cuanto llegaron me quitaron lo que fuese que estaba bebiendo). No fui sincero con ellos porque no me atreví, no tenía fuerzas para explicarles todo lo que había pasado. Simplemente les dije que una amiga de ella insistía en que nuestra relación era tóxica y que, al parecer, la había convencido finalmente. Que ella me había llamado para decirme que aún me quería, pero no podía seguir conmigo.

-¿Pero tóxica por qué? –me preguntó uno- ¿Qué hacíais que le pareciese mal?

Me encogí de hombros y murmuré un “todo”.

-Menuda zorra la amiga esa, ¿no? – comentó otro-. Ni que fuese su madre para ir protegiéndola de los chicos que la rondan.

Los demás asintieron.

-¿Qué no será lesbiana la amiga y te quiere levantar la novia? – sugirió el primero, medio en broma.

Yo sonreí con tristeza y le di un sorbo a mi refresco. Por supuesto, no les había dicho lo que había hecho con ella.

Estuvimos hablando de banalidad un buen rato más. Me volví a disculpar por haberlos tenido tan abandonados y por haber llamado tan de repente. Les prometí que no volvería a pasar, que mantendríamos el contacto, aunque por supuesto al final pasó lo que pasaba siempre. Me despidieron con frases manidas como “trata de no pensar en ella” o “hay más peces en el mar”.

Pasé los siguientes tres días en modo automático: hacía mi rutina sin detenerme a pensar en qué coño estaba haciendo ni cómo. Por suerte, mi vida no es, ni ha sido nunca, demasiado complicada y no provoqué ningún desastre. Llamaba compulsivamente a Natalia a todas horas. Le enviaba SMS, mensajes de voz y todo lo que estaba a mi alcance, pero no obtuve respuesta. Me pasaba por su antiguo piso siempre que tenía ocasión y revisaba mi correo sin parar, en busca de una señal de que seguía viva y de que no había sido todo una especie de sueño.

La historia podría haber acabado aquí. Tal vez debió acabar aquí. A veces la incertidumbre, ese velo de misterio que cubre las cosas, lo único que hace es protegerte de lo que se esconde detrás.

Fue el destino el que decidió que no acababa aquí la historia, ya que fue él el que quiso que esa mañana me levantase derrotado, como si tres días de normalidad hubiesen consumido por completo mi voluntad. No tuve más remedio que llamar al trabajo para decir que no podía ir. Últimamente no estaban satisfechos conmigo. No tardarían en despedirme si seguía así, pero en ese momento no podía con mi alma.

Releí una y otra vez todo cuanto había escrito sobre ella, sobre lo que había pasado. ¿Qué más podía hacer? Aún era demasiado pronto para darlo todo por perdido, pero ya había pasado demasiado como para albergar esperanzas. Me encontraba en un limbo maldito entre el pasado y el futuro al que no se me ocurría que nombre dar.

Y digo que fue el destino el que me hizo quedarme en casa un día en el que debería haber salido, porque justo ese día, a las pocas horas, el ruido de la cerradura me sacó de mi aturdimiento. Permanecí inmóvil mientras la puerta se abría, sin entender yo que estaba pasando.

Fue Julia quien traspasó el umbral de la puerta. Ambos nos miramos, atónitos.

-¿Qué haces aquí? – me preguntó- ¿No deberías estar trabajando?

Sentí que un torrente de energía me invadía. La presencia de Julia era algo a lo que podía aferrarme, algo por lo que merecía la pena salir del sopor en el que hacía días que me encontraba. Un motivo para seguir adelante.

 -Julia, ¿dónde está Natalia? –fue mi saludo.

-Déjala en paz –respondió, reponiéndose de la impresión inicial-. Te ha dicho que no quiere seguir contigo. Punto final.

-Quiero hablar con ella en persona –exigí-, hasta que no me lo diga mirándome a los oj-

-Me importa una mierda lo que quieras – me cortó-. Vengo a buscar las cosas de Natalia. Te agradecería que te fueses a dar un paseo bien largo mientras yo lo recojo todo.

-No – respondí, desafiante-. Si Natalia quiere sus cosas que venga ella a buscarlas.

-No va a venir – sentenció Julia.

-Pues entonces no las recuperará –mascullé.

Ella soltó una carcajada seca, hiriente.

-Pues vale, ahora se lo comunico – dijo, saboreando las palabras-. “Natalia, resulta que no te quiere dar tus cosas. Sí, sí, ya sé que dice que aún te quiere, pero parece que si no te puede tener, cuanto más te pueda joder mejor”.

Apreté los dientes, furioso. Que hija de puta. Me quedé callado, tratando de montar alguna treta para conseguir ver a Natalia.

-¿Entonces le digo eso? – insistió Julia, al ver que yo no respondía.

Da igual lo que dijera, eso estaba claro: las cosas de Natalia eran la única baza que me quedaba. Ella no volvería conmigo solo porque yo dejase que Julia las recuperase. Me levanté y avancé un poco hacia Julia. La miré a los ojos tratando de transmitirle toda la desesperación que sentía, que no era poca.

-Por favor Julia, déjame hablar con ella en persona -le pedí-. Necesito que me lo diga a la cara. Esta no es forma de acabar una relación.

Julia se removió, incómoda.

-Mira, yo no soy quien para decirle a Natalia como debe afrontar sus rupturas –dijo-. Si ella cree que es mejor cortar por teléfono, yo lo respeto.

 -¡¿Qué no eres quién?! –grité, atónito y furioso- ¡Pero si no has dejado de meterte en su vida sin parar, joder! ¡No haces otra puta cosa que meterte en sus asuntos! ¡¿Y ahora me dices que respetas sus decisiones?!

-Oye, yo –intentó decir Julia.

-¡Mucho la ayudas, pero solo cuando estás tú de acuerdo! –la corté, colérico- Eso no es respeto, eso es ser una zorra manipuladora.

-No tengo por qué pasar por esto –comentó Julia, estoica-. Le diré a Natalia que se olvide de sus cosas y de ti. Hasta nunca.

-¡No, espera!- bramé, desesperado.

La sujeté por la muñeca para evitar que se escabullera. Ella sisó con rabia y sacó rápida como una bala un espray de pimienta. No tuve tiempo a apartarme y un chorro húmedo de gas lacrimógeno me llenó los ojos. Grité de dolor y caí redondo al suelo, arrastrando tras de mí a Julia, pues aún la sujetaba de la muñeca con desesperación. Sentí un dolor seco en la cabeza cuando me golpeó con el bote de espray mientras daba tirones tratando de soltarse. La oí toser entre mis propios tosidos: no había podido alejarse y el gas irritante la había afectado: uno nunca puede fiarse de la lealtad de un arma. La agarré de la blusa que llevaba y me la restregué por los ojos frenéticamente, pero no conseguía que la quemazón remitiera. Sentí otro impacto, esta vez en el cuello, que me cortó la respiración. Intenté inspirar, pero apenas conseguí que me entrara aire a los pulmones, tenía la garganta muy hinchada. Tanteando conseguí atrapar el otro brazo de Julia antes de que me golpeara de nuevo, la inmovilicé y me desplomé sobre ella con las fuerzas que me restaban. Intentó arañarme y morderme, pero no lo consiguió.

Traté de recuperar el aliento, pero me costaba muchísimo respirar, me estaba ahogando. Escuché un gemido agónico debajo de mí: estaba aplastando a Julia. Rodé a un lado, alarmado. Ella tosió con rabia y empezó a arrastrase. Yo no podía más y repté como pude en dirección contraria, hacia el baño. Me coloqué bajo la ducha y la abrí. El agua empezó a caer sobre mí, pero no sentí más que un leve alivio. Me toqué la cara y noté que el producto era aceitoso y el agua no lo estaba arrastrando, del mismo modo que no arrastra la grasa de un plato sucio. Tanteé el baño, ciego, hasta que di con el gel. Me eché por la cara, todo el que pude, y empecé a frotar. Sentí entonces un cierto alivio y al volver a ponerme bajo el agua que brotaba de la pera de la ducha noté como esta vez sí que arrastraba el producto irritante y me calmaba la piel. Pero seguía costándome respirar. Abrí la boca y me eché un chorro de gel; dejé que me corriera por la garganta junto con el agua. Me entró una arcada y vomité una masa viscosa y rojiza. Inspiré aire con avidez y el dolor punzante de mis pulmones remitió un poco.

Seguí con los ojos cerrados y me dediqué a respirar hondo, exhausto después del esfuerzo. Oí a Julia toser violentamente, aunque sonaba apantallado. Intuí que se estaba alejando. Si conseguía encontrar a alguien, ella podría decir que había intentado agredirla y, teniendo en cuenta nuestra relación hasta ese momento, seguramente me condenarían.

Iría a la cárcel.

Perdería a Natalia para siempre.

Solo había una opción.

Abrí los ojos muy despacio; aún me escocían, pero pude mantenerlos parcialmente abiertos sin que me ardieran. Salí por mi propio pie de la ducha, algo tambaleante. Julia no estaba en el recibidor y la puerta estaba abierta. Paso a paso, salí al rellano, pero tampoco la vi. Oí de nuevo su tos: la seguí y me llevó escaleras abajo. Julia estaba bajando sosteniéndose contra la pared, muy poco a poco. Tenía los ojos hinchados y llorosos, y respiraba entrecortadamente. La alcancé, le retorcí un brazo, colocándoselo en la espalda, y le tapé la boca.

-Tú no te vas –gruñí con un hilo de voz.

La obligué a subir los pocos peldaños que había descendido y la obligué a entrar en mi piso. La llevé hasta la ducha y la dejé allí tendida, con el agua chorreando por todo su cuerpo. Fui hasta la puerta y cerré con llave. Aún me escocía la garganta y los ojos, pero empezaba a poder desenvolverme con normalidad, cosa que agradecí. Volví al baño y la registré; no estaba inconsciente, pero no parecía tener fuerzas para moverse. El gas pimienta y su bolso estaban por el salón, pero encontré en sus bolsillos su móvil y un juego de llaves de mi casa, seguramente los de Natalia. Me apoderé de ambos y escondí todas sus pertenencias en un armario.

Cuando entré de nuevo en el baño, recibí un fuerte golpe en la cabeza. Me aparté todo lo rápido que pude y me choqué contra el marco de la puerta. Trastabillé al retroceder y caí al suelo, en el pasillo. Julia respiraba con fuerza, acalorada. Me miraba con los ojos enrojecidos y sujetaba la pera de la ducha a modo de porra. Se había recuperado mucho más rápido de lo que había previsto, al parecer se había visto mucho menos afectada que yo. Coño, no le habían dado de lleno en la cara con el gas, claro que había tardado menos en recuperarse. Soltó la pera, avanzó hacía mí y me dio una patada con todas sus fuerzas. Intenté detenerla, pero me impactó de lleno en un lateral de las costillas y me hizo un daño increíble. Me encogí y me dejé caer hacia un lado, protegiendo el costado que había recibido el golpe. Intentó patearme la cara, pero me la protegí con los brazos. Sentía la fuerza de sus golpes en mis antebrazos, mis espinillas, mis rodillas y mis pies, pero me consolaba saber que la mayoría de mis partes blandas estaban a salvo. Los brazos me impedían ver, así que no pude defenderme cuando me dio un pisotón en el abdomen. El dolor me hizo ver las estrellas, pero instintivamente reaccioné y le aprisioné el pie. Ella trató de soltarse, pero sabía que si la soltaba volvería a golpearme y la agarré con todas mis fuerzas, más por instinto de supervivencia que otra cosa.

-¡Suéltame! – intentó chillarme, pero tenía la garganta muy inflamada y apenas pudo levantar la voz.

Esa muestra de debilidad me dio fuerzas. Solo me estaba defendiendo, pero la mejor defensa es un buen ataque, razoné. Le cogí el pie con la otra mano y se lo retorcí con saña. Automáticamente su pierna siguió al pie y el resto del cuerpo siguió a la pierna. Julia se desplomó violentamente, con un chillido agudo. Le solté la pierna y me arrastré hasta que la agarré de las muñecas. Me presioné contra ella, aplasté mi cuerpo contra el suyo, con la última reserva de fuerza que me quedaba.

-Te tengo –le dije, tratando de sonreír.

Ella se resistió todo lo que pudo, pero en esa posición poco podía hacer, más que tirones de brazos, rodillazos y cabezazos sin apenas fuerzas y tratar de morderme.

-Te voy a hipnotizar –le aseguré-. Vas a caer bajo mi control.

Ella abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.

-Tengo poder suficiente para someterte –continué-. No puedes resistirte.

A pesar del dolor que sentía por todo el cuerpo, no fui más violento que otras veces. La conduje como lo había hecho en el resto de ocasiones hasta el trance, siendo autoritario y con la pizca justa de brutalidad. Y, a pesar de todo, me sentí mal conmigo mismo cuando ya estaba rendida al trance. Y eso que estaba vez me había zurrado de lo lindo.

-Oh, Dios, eres un hijo de la gran puta –dijo Julia desde el trance-. ¿Cómo no me he dado cuenta de que me habías hipnotizado otras veces?

-No te tortures por eso –comenté-. El cerebro es muy bueno en encajar las piezas aunque en realidad no encajen. Al final, todo resulta coherente.

Pasaron unos segundos de calma. La cabeza me daba vueltas y me dolía todo.

-¿Me vas a violar? –me preguntó Julia con frialdad, aún desde donde la había dejado.

-No –respondí-. Solo quiero hablar contigo.

Ella soltó una carcajada, incrédula, y tosió con violencia.

 Me levanté, dolorido y me metí en el baño. Me refresqué los moratones y me puse alcohol y una tirita en una herida que me había abierto en el antebrazo con una de las patadas. El golpe con el bote de espray en la cabeza se me había empezado a hinchar. La garganta aún me escocía un poco. Fui a la nevera y probé a beber un poco de leche, que sabía que era más aceitosa que el agua y tal vez acabase con los restos de aerosol que aún tenía en la garganta. Sentí un alivio inmediato al tomarla, así que también le di un poco a Julia. Luego le lavé la cara con gel de ducha. Estaba empapada, así que la desnudé y la sequé con una toalla. La visión de su cuerpo desnudo e indefenso, completamente en mis manos me provocó una erección inmediata. Cerré los ojos y respiré hondo. Todo mi mundo se había venido abajo por culpa de querer tenerlo todo. Eso había sido mi debilidad, y no podía volver a caer en el mismo error. Fui a la habitación y traje ropa de Natalia, con la que vestí a Julia. Luego la arrastré hasta el salón y la tumbé en el sofá.

-¿Julia? –tanteé.

 -Estaba pensando que… –respondió al instante- tendría que haber venido con un par de amigos cachas por si aparecías y te ponías tonto. Aunque ya es un poco tarde para eso. Ya no voy a salir de aquí nunca.

-Yo solo quería hablar contigo –me defendí-. Has sido tú la que me ha tirado gas anti-violadores y me ha dado una paliza.

-¿Y las anteriores veces? –me recriminó- ¿Ahí también lo hiciste para defenderte?

Desvié la mirada, aunque ella tenía los ojos cerrados. Tenía razón, claro. Someter a Julia había sido un sinsentido, un acto de locura.

-Me dejé llevar y lo siento –me disculpé-. No tendría que haberte hipnotizado, fue un error.

-Pues libérame y en paz –propuso Julia, con mucha calma-. Estoy dispuesta a que me borres los recuerdos de lo que ha pasado. Me das las cosas de Natalia, yo me voy y todos tan contentos.

Vacilé ante tanto pragmatismo. No podía ser un farol, porque no podía fingir que perdía los recuerdos. ¿De verdad le proponía olvidarse de todo el incidente?

-No quiero seguir teniendo nada que ver contigo –insistió-. Si de verdad estás arrepentido de lo que has hecho, me conformo con las patadas que te he dado en compensación por lo que me has hecho.

Me rasqué la cabeza, indeciso.

-Vale –acepté finalmente.

-¿Ves cómo hablando se entiende la gente? –apuntó Julia, con voz amarga.

No me acababa de creer tanto consenso, pero tenté un poco más a la suerte. Llegados a este punto, poco tenía que perder.

-Pero antes quiero que me cuentes que ha pasado desde que os fuisteis –le pedí.

Julia soltó un bufido exasperado.

-Joder, qué duro de mollera eres –se quejó.

-Tengo derecho a saber que ha pasado –me defendí.

-Bueno, mira, me da igual –admitió, cansada-. Salimos de aquí y fuimos a mi piso. Estuvimos toda la noche hablando y me dijo que se sentía confusa. Le dije que si no tenía las cosas claras, lo mejor era que no volviese aún y se quedó conmigo. Cuando por fin se aclaró, porque la pobre chica tenía un lío increíble por todos los cambios que TÚ le habías hecho, se dio cuenta de que tenía miedo de que la hipnotizaras más. Le dije que no se tenía que sentir culpable ni nada por dejarte y menos por sopesar los pros y contras de cortar, porque era una persona libre y todo eso; así que al final, después de mucho meditar, decidió que no podía volver a confiar en ti y que, aunque aún sentía cosas que en mi opinión no te mereces, no tenía suficiente confianza en ti como para seguir manteniendo una relación íntima. Fin de la historia. Ahora libérame.

-Las has influenciado para que me dejase –la acusé.

-Apenas tuve que hacer nada, la verdad. Pero sí, claro –reconoció, continuando con su arranque de sinceridad-. Pero no le dije ni una mentira. Si te parece mal, pues te aguantas.              

Rechiné los dientes y empecé a dar vueltas por la habitación.

-¿Y cómo es que nunca estáis por vuestro piso y nunca tenéis el teléfono conectado? –inquirí.

-Bloqueo de llamadas –me respondió, tajante-. Y ella no vive en mi piso, porque tú sabes donde vivo y podrías localizarla. Y ni te molestes, no te voy a decir dónde está, da igual lo que me hagas.

Suspiré. Me acerqué a la ventana y miré la calle, consternado.

-Bueno, si ya está todo aclarado, ¿me liberas ya? –preguntó Julia. Estaba llevando increíblemente bien su trance y eso me hacía sentir incómodo.

Vi como un coche de policía se acercaba por la carretera y paraba justo en la acera del portal de mi edificio. Salieron del coche dos agentes y dejaron el coche allí, con las luces dando vueltas. Me entró un escalofrío: ¿habría oído algún vecino los gritos? ¿Habrían llamado a la policía por si acaso? Me giré bruscamente. Tal vez no fuera nada, pero si tocaban a mi puerta y ella estaba en trance, podría contarles todo y eso sí que sería el fin.

-Te liberaré cuando olvides la pelea –contesté, tratando de ocultar mi nerviosismo.

-Sí, sí –resopló Julia-. Tú ves haciendo.

La guié hasta la biblioteca de su mente, aunque se desenvolvía perfectamente bien en su castillo.

-¿Qué hago ahora? –me preguntó.

-Busca el libro de los recuerdos de hoy y arranca las páginas de la pelea y todo lo que ha pasado después –le pedí.

-No voy a arrancarlas –contestó-. Puedo hacer que permanezcan dentro del castillo, pero no voy a arrancarlas.

No tenía tiempo para discutir con ella ese tema, ni ningún otro.

-Vale, pues déjalas dentro –accedí. De todos modos, no tenía intención de volver a la mente de Julia, así que tanto daba.

Al cabo de unos segundos, sonrió.

-Hecho.

-Pues a la salida –dije al instante, apenas capaz de contener mi apuro-. Ya sabes que el Guardián solo te dejará salir si dejas los recuerdos del castillo atrás.

-Lo sé, lo sé –respondió.

Sonreí yo también, aliviado. En un minuto ella estaría consciente y todo se habría arreglado. Aunque llegase la policía, no vería más que a un hombre y una mujer sin ningún recuerdo de ninguna pelea. Solo había que tener cuidado de que no viesen lo magullado que estaba ni los leves signos de pelea que había por la casa… Entonces un escalofrío me azotó como ninguno antes. Julia llevaba la ropa de Natalia. Me levanté como una bala y fui al baño. Cogí la ropa: estaba completamente empapada.

-Joder –mascullé.

Y, de pronto, sonó el timbre de mi casa. El corazón casi se me salió por la boca y tuve que apoyarme en la pared para no caerme.

-¡Policía, abran! –anunció, en tono autoritario, mientras aporreaba la puerta.

Me miré al espejo: el chichón de la frente era un problema. Traté de disimularlo con el pelo, pero no dio gran resultado. Me cubrí la herida del brazo con la manga y le pedí al universo que me diese un poco de tregua.

Volví al salón y vi a Julia sentada en el sofá, desorientada. Se rascó los ojos y me miró, confusa.

-¿Qué pasa? –me preguntó.

Iba a responder, pero aporrearon la puerta de nuevo. Me mordí el labio, fui al recibidor e intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. “Joder, no das una”. Saqué la llave del bolsillo y la introduje con bastante esfuerzo en la cerradura. Me temblaban las manos.

-¿Sí? –les pregunté a los dos enormes policías, mientras abría- ¿Qué pasa?

Ambos me miraron con cara de pocos amigos.

-Se han denunciado gritos provenientes de este piso –explicó- ¿Está todo en orden?

-Sí, ningún problema –respondí al instante, ansioso.

Se miraron uno al otro.

-¿Qué te ha pasado en la frente? –dijo uno señalando mi mal disimulado chichón.

-Me he caído –mentí, tal vez demasiado rápido.

El otro me examinó con detenimiento. Yo trataba de mirarlo a los ojos con todo mi aplomo, que reconozco que no era mucho.

-Tienes los ojos muy rojos –comentó.

-¿Ah, sí? –respondí- Ahora me echaré gotas o algo.

Estaba representando bastante mal mi papel y ellos algo se olían.

-¿Le importa que pasemos a echar un vistazo? –me preguntó uno.

Se me heló la sangre. Si entraban, se acababa todo.

 -Yo… eh… -balbuceé.

Los agentes se tensaron. Yo tragué saliva, incapaz de inventar una excusa para no dejarles pasar ni aunque mi vida dependiese de ello.

-¿Qué pasa? –preguntó Julia, asomándose al recibidor.

Yo me giré a toda velocidad y los agentes se relajaron un poco.

-Se han denunciado gritos en este domicilio –informó uno de los agentes-. ¿Se encuentra usted bien?

Julia se rascó la cabeza, confusa.

-Estábamos discutiendo –admití a toda prisa, antes de que ella dijese algo-. Es amiga de mi novia, bueno, ex novia y ha venido a llevarse sus cosas. Nos hemos puesto a discutir y la cosa se ha calentado un poco.

Los agentes la miraron, buscando confirmación.

-¿Es eso cierto? –preguntó uno de los agente.

 Julia asintió. Parecía cada vez un poco menos confusa. El corazón me latía a mil por hora.

-¿Y la estaba molestando este hombre? –continuó el agente.

Ella se encogió de hombros.

-No más de lo normal –respondió.

Yo tragué saliva y miré a los agentes, expectante. “No pasa nada de nada, ¿os vaís?” decía mi cara. Pero los policías olían mi miedo y no acababan de estar satisfechos.

-¿Está completamente segura? –insistió el policía- ¿No nos necesita para nada?

Julia sonrió.

-Hombre, si me ayudan a bajar cajas con las cosas de mi amiga… -bromeó.

Los agentes se relajaron y uno incluso compuso el inicio de una sonrisa.

-Buenos días –dijeron a modo de saludo.

Y se fueron.

Cerré la puerta con suavidad y me dejé caer allí mismo, tratando de tranquilizarme. Qué cerca había estado. Nunca había tenido problemas con la justicia y no quería empezar entonces. De todos modos, ¿existe alguna ley que prohíba la hipnosis? ¿Podrían realmente condenarme por mantener relaciones sexuales con una persona bajo hipnosis? Parecía un terreno bastante fangoso desde el punto de vista legal.

-Esta no es mi ropa –murmuró de pronto Julia, sorprendida, sacándome de mis cavilaciones.

Me recorrió otro escalofrío. Me levanté a trompicones y la arrollé. La empujé contra la pared, le tapé la boca con la mano y la miré a los ojos. Hipnotizarla me vino bien para liberar la tensión acumulada, la verdad. Cuando cayó en el trance, la tumbé de nuevo en el sofá y pude volver al suelo, pues aún no me sostenían del todo las piernas.

-Hostia, ahora entiendo por qué estabas tan nervioso con la policía –comentó Julia desde el trance-. Si hubiese tardado un minuto más en salir del castillo te cogen. Una pena.

-No te he tocado –me defendí -. No me podrían haber acusado de nada.

-Ahora no, pero tuviste contacto sexual conmigo cuando yo no podía defenderme y en contra de mi voluntad–replicó-. Y eso es una agresión sexual.

Me encogí de hombros, aunque ella no podía verlo.

-No te la metí –repliqué.

-Lo sé, pero sigue siendo agresión sexual –sentenció.

No respondí. No tenía ganas de hablar con ella. Quería encontrar a Natalia y… Bueno, y conseguir que volviera conmigo. No se me planteaba como tarea fácil, pero no me iba a rendir. Fui al baño, cogió la ropa húmeda de Julia y la sequé con el secador lo mejor que pude. Cuando quedó seca la tendí para que se enfriara. Fui entonces al armario donde había dejado las cosas de Julia y las saqué todas. Metí en el bolso el gas de pimienta y lo dejé en el salón. Sustituí la llave de la puerta de mi casa que ella tenía por una antigua de otra puerta que había por ahí, para asegurarme de que no volvía a entrar a escondidas. Luego las volví a meter en el pantalón de ella. Por último, cogí el móvil de Julia. Tenía un patrón de desbloqueo, pero mirando la pantalla de forma que reflejase la luz vi el trazo que solía hacer el dedo sobre la pantalla. Tras un par de intentos, conseguí acceder al móvil. Entré a su aplicación de mensajería instantánea y fui directamente a su conversación con Natalia. Podría haberme remontado hasta el inicio de los tiempos, pero no vi que podía sacar positivo de ello. Me concentré en lo que habían hablado desde que Natalia se fue del piso.  Y, esta vez, la suerte me sonrió. Natalia informaba a Julia de que ya había encontrado piso de alquiler, Julia le preguntaba dónde y Natalia le daba la dirección. Me lo apunté, bloqueé el móvil y lo dejé en el pantalón de Julia. Comprobé que la ropa ya no estaba caliente, la retiré del tendedero y la llevé junto a ella. La desnudé completamente y volví a dejar la ropa de Natalia en su sitio. De nuevo, tuve una erección: hacía casi dos semanas que no tenía sexo y me parecía que en cualquier momento me iba a estallar la polla. Me rasqué la cabeza, mientras notaba como la suave respiración de Julia hacía subir y bajar su pecho. Se notaba que tenía un poco de frío, porque tenía los pezones duros y la suave piel de todo su cuerpo erizada. La acaricié suavemente, empezando por el cuello, subiendo por la pendiente de su pecho y describiendo la suave curva de su vientre, evitando deliberadamente su vagina, hasta llegar a su muslo, donde me detuve. Hice el camino inverso, pero esta vez me detuve en sus tetas. Me arrodillé frente a ella y acerqué mis labios a uno de sus pezones. Saqué mi lengua y lo humedecí un poco. Cerré la boca y apreté los dientes. No. No debía hacerlo. Me incorporé con mucho esfuerzo y vi que Julia tenía los ojos abiertos. Abrí la boca, atónito.

 -La habitación del ojo tallado –me recordó-. No contestabas y me preguntaba que estabas haciendo. Ahora ya lo veo.

-No te he tocado –le aseguré.

Ella puso una mueca de suficiencia.

-Díselo a mi pezón –comentó.

-Vamos, eso no ha sido nada –me defendí.

-Házselo a la novia de un amigo tuyo, a ver qué opina –sugirió-. Sin contar que estoy desnuda y yo no me he desnudado.

-Tenías la ropa mojada y te la he secado –protesté-. No te he desnudado por gusto, ha sido para eso. Aquí tengo la ropa seca para ponértela.

-Pues no sé a qué esperas –me desafió-. Aunque claro, si me violaras un poquito, ¿quién se iba a enterar? Solo un poquito, claro, que tienes que serle fiel a Natalia y violarla solo a ella.

Sentí como me invadía la rabia. Estaba cansado de Julia y de su actitud. ¿De qué servía esforzarme por comportarme como debía si de todos modos ella me iba a despreciar? Para ella no había diferencia entre una parte oscura del 50% o una parte oscura del 100%.

-No estás siendo justa conmigo –me quejé-. Me estoy esforzando.

Ella se rió.

-Robar un millón en vez de dos no te hace menos ladrón –respondió-. Ojalá te hubiesen pillados los policías. Te lo mereces.

No pude resistirlo y le puse la mano en la boca. Ella no podía hacer fuerza para abrirla y hablar, y eso era justo lo que necesitaba en ese momento: que se callase.

-Con lo bien que nos estábamos llevando en el anterior trance –murmuré con tristeza.

La miré a los ojos y vi que la frustraba no poder replicar. Ver esa irritación en sus ojos me hizo sentir mejor y, por algún motivo, su impotencia me excitó. Si esta iba a ser la última vez que inducía un trance en Julia, una fiesta de despedida era lo propio… ¿no?

-Ya han salido bastantes cosas de tu boca por hoy –le dije-. Ahora toca que entre algo.

Ella me miró horrorizada. Con la mano que tenía libre, con la que no le estaba tapando la boca, empecé a desabrocharme los pantalones.

-Y me da igual lo que opines porque no lo voy a escuchar, ¿sabes? –le expliqué.

Me saqué la polla, dura como una roca después de dos semanas acumulando semen cuando estaba acostumbrada a descargar varias veces al día y, sin dificultad, se la metí en la boca a Julia. Gemí, encantado. La miré a los ojos y vi lo impotente que se sentía.

-Cuando acabe con esto que tenemos entre manos te dejaré salir –le dije-. Pero no te dejaré hablar. Y cuando salgas no lo recordarás, así que guárdate tus comentarios para ti, porque serás la única que los escuche.

Sentía su saliva bañando mi polla, que crecía aún más dentro de su boca. La poca resistencia que presentaba me maravilló. Muy lentamente, empecé a moverme. Primero un vaivén suave, adelante atrás, con poco recorrido, para acomodarme. Luego fui ganando confianza y fui haciendo el vaivén más y más profundo, hasta que choqué con su garganta. No hubo arcada. Su cuerpo estaba completamente relajado y que mi polla tocase su campanilla no le producía ninguna angustia. Después de tantas y tantas mamadas, les había cogido un gusto especial que ya no sentía con ninguna otra clase de sexo. Era un adicto. Aun así no me impacienté y seguí con un vaivén lento pero profundo. Ese movimiento no requería ambas manos para dirigirlo, por lo que pasé a emplear una de mis manos en amasar sus tetas, también con calma. No sé cuánto tiempo estuve así, disfrutando de una mamada que era solo mía, en la que no estaba Natalia apremiándome para que fuese más rápido. La diferencia entre esa mamada y el resto era que en esta no me importaba en absoluto ella y no me preocupé más que de mi propio placer. Adelante, atrás, adelante, atrás. Cuando sentí que ya no la podía tener más dura y que si seguía me estallaría, solté el pecho de Julia y la agarré con ambas manos de la nuca. La miré a los ojos. Podría haberse alejado de la habitación con el ojo tallado y habría dejado de sentir lo que le estaba haciendo a su boca y su garganta, pero había decidido quedarse. Por curiosidad, deslicé mi mano entre sus piernas y vi que estaba mojada. No mucho, no la había estimulado, pero era innegable que estaba mojada.

-Vaya, vaya –comenté, arrogante-. La bollera se moja cuando le meten una polla en la boca, ¿eh?

Vi un destello de ira en sus ojos. Sonreí y le acerqué mi dedo mojado por sus fluidos.

-Compruébalo tú misma –le dije, mientras se lo enseñaba.

Ella miró el dedo y luego a mí. Si las miradas matasen…

-¿No tienes nada que decir? –la piqué- ¿No? ¿Prefieres seguir mamando polla? Pues claro, mujer. Por mi encantado.

La volví a sujetar de la cabeza, con las dos manos. La miré de nuevo.

-Esta vez la cosa no será tranquila –le informé-. Esta va a ser sin contemplaciones. Allá vamos.

Ni subir el ritmo poco a poco ni hostias. Embestí su garganta con todas mis fuerzas desde el principio. Sentí su resistencia y como se escurría más allá, como su garganta se iba dilatando con cada embestida y llegaba un poco más hondo. Al final, sencillamente, ya no quedaba polla que meter, se la podía comer toda, hasta el fondo. Toda la carga acumulada pesaba en mi contra y me corrí al poco. La introduje con brusquedad hasta el fondo y dejé que mi semen inundara su garganta. No paraba de brotar y, lo reconozco, me preocupó que se ahogase, así que la saqué parcialmente y dejé que el resto llenase su boca. Cuando me hube calmado, la saqué del todo y el semen empezó a salir de su boca, pues no lo estaba tragando. Pero antes de que pudiese decir nada, le cerré la boca con la mano. Ella aún me miraba con desafío, aunque abochornada y humillada.

-Sé que en este estado tienes cierto control sobre tu garganta, porque eres capaz de hablar. Así que te lo vas a tragar todo –le ordené-. Y cuando hagas eso, el Guardián te dejará salir. No antes.

Ella no reaccionó. Me siguió mirando con el mismo desafío y odio.

-Ya lo he perdido todo, te recuerdo –le dije-. Si crees que hay algo con lo que me puedas chantajear estás muy equivocada. Y aunque fuese así, no vas a poder decírmelo, por lo menos hasta que no tragues.

Ella dudó, pero siguió sin ceder.

-No tengo ninguna prisa –continué-. Y si aquí mi compañera se recupera antes de que te hayas decidido a tragar, tendremos otra ronda.

Su garganta se movió un poco y vi como tragaba un poco. Ahora sus ojos mostraban derrota, cansancio y desprecio, tanto por mí como por sí misma.

-Aún queda mucho por tragar –le recordé-. Con esos traguitos tan cortos te va a llevar un buen rato.

Y estuvo tragando un rato, la verdad. Por fin, no quedó nada y al momento cerró los ojos. Sonreí… hasta que me di cuenta de que seguía desnuda. Por tercera vez, había cometido un error.

Todo lo rápido que pude la levanté, le puse el sujetador y luego la blusa (que olía un poco a gas lacrimógeno, la verdad). Noté que empezaba a recuperar el sentido y que no me iba a dar tiempo. Le puse las bragas por los tobillos, cogí los pantalones y las zapatillas y los calcetines y la llevé todo lo rápido que pude hasta el baño. La senté en la taza, dejé el resto de ropa lo más ordenada posible y cerré la puerta justo cuando parecía empezar a ser consciente de donde estaba. Oí como gemía, confusa. Cogí un post-it de la cocina y escribí “He salido a dar un paseo. Por favor, reconsidera hablar conmigo sobre Natalia. PD: No cierres con llave”. Dejé la nota en la mesa del salón y salí de la casa haciendo el menor ruido posible. Bajé por las escaleras todo lo rápido que pude y salí del edificio en tiempo record.

Todo parecía en orden. Sentí como haberme corrido, haber resuelto todo el problema de la policía y tener la nueva dirección de Natalia me daba nuevas fuerzas. Las tripas me rugieron: miré la hora y ya tocaba comer. Sonreí, animado como hacía ya tiempo que no estaba y me puse a pasear, buscando un bar cualquiera donde comer.

La suerte parecía volver a estar de mi lado.