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Métodos alternativos de pagar el alquiler (4)

en Dominación

No paraba de pasearme por el salón, impaciente. No era porque tuviese prisa por cenar, en realidad apenas tenía hambre, pero ya llevaba (en mi opinión) demasiado rato esperando.

—¿Te queda mucho? —pregunté a voz en grito, para que Verónica me oyese desde dentro del baño.

—No, enseguida salgo —aseguró ella.

Eso mismo había dicho hacía diez minutos. ¿Cuánto podía tardar uno en cambiarse de ropa y arreglarse un poco? Yo le había dedicado un minuto a quitarme el pijama y ponerme lo primero que había encontrado. Total, no tenía intención de que fuéramos a ningún sitio elegante, me apetecía un kebab o comida china o algo igual de barato y poco saludable… Pero, al parecer, salir a la calle sin arreglarse primero era inaceptable para Verónica, fuese para el plan que fuese. Era curioso, porque durante todo aquel último año no la había visto cuidar su apariencia casi nada, aunque tampoco se podía decir que la hubiese visto salir a cenar por ahí durante ese tiempo.

—Me voy a ir sin ti —la amenacé—. Te doy cinco minutos más.

—Qué ya voy, pesado —se quejó.

Pero siguió sin salir. Sacudí la cabeza y me dejé caer en el sofá, harto de estar de pie, y me dediqué a dar golpecitos con el talón en el suelo, impaciente. Me pregunté qué pensaría mi amigo, al que le había dicho que no iba a salir esa noche, si me lo encontraba por la calle. Seguramente ataría cabos al verme acompañado, pero la situación no sería cómoda. No era probable, claro, pero el cerebro no siempre es racional para esas cosas.

De pronto se abrió la puerta del baño y mi compañera de piso emergió de dentro, lista al fin. Se había puesto un vestido negro que nunca le había visto. No tenía escote (cosa que, conociéndola, no me sorprendió), aunque sí le dejaba los brazos al descubierto hasta los hombros. La tela se ajustaba notablemente a su esbelto cuerpo, acentuando todas sus curvas, pero especialmente la de su cintura. Un vestido así de ceñido le habría quedado mejor si hubiese tenido algo más de “carne”, pero aun así la favorecía mucho. En la parte inferior, justo donde empezaba la cadera, la tela se volvía algo más fina y brillante, sin ser vaporosa, y acababa con corte recto a mitad del muslo. No se cerraba como una falda de tubo, sino que quedaba holgada, abierta, casi invitándome a imaginar que habría debajo. Complementaba esto con unas medias también oscuras y unos tacones negros como la noche, no demasiado altos. No se había hecho nada especial en el pelo, se lo había dejado suelto, pero se lo había cepillado a conciencia y se lo había planchado, por lo que, en lugar de aquella maraña encrespada y caótica de cabello castaño oscuro que solía tener, con cada mechón apuntando hacia la dirección que más le parecía, le caía ordenadamente casi hasta los hombros, como un río que se iba repartiendo por todo el campo para llenarlo de vida. Se había pintado los labios de un tono rojo bastante suave, pero aun así destacaban poderosamente, ya que, a pesar del maquillaje, tenía la piel muy pálida. La sombra de ojos, o lo que fuese que se hubiese puesto (algunos temas de estética femenina me superan), le definía mucho la mirada, dándole a su rostro y a sus ojos oscuros una vitalidad cautivadora.

Estaba, por si no os habéis percatado aún por mi descripción, guapísima. Me quedé embobado mirándola… No parecía ella misma. Durante nuestro periodo universitario jamás la había visto tan bien vestida, ni siquiera cuando salíamos de fiesta se esmeraba especialmente, por lo que aquello era toda una sorpresa. Verónica, ajena a la impresión que me había causado, se llevó una mano a la cabeza y deslizó los dedos entre el pelo, dubitativa.

—No sabía que hacerme —me confesó, indecisa—. Hacía mucho que no me lo planchaba… ¿Me queda raro?

El pelo le quedaba fenomenal. Bueno, matizo: TODO le quedaba fenomenal.

—Uh… —fue lo único que fui capaz de articular, abrumado.

Por fin Verónica se dignó a mirarme y se percató de lo informal de mi atuendo, pues iba con ropa de calle, y puso cara de sorpresa, que rápidamente se transformó en confusión.

—Pensaba que… —trató de excusarse, pero se le trabó la lengua.

Vi en su mirada como se daba cuenta poco a poco de que había habido un malentendido, y también yo lo entendí. Le había propuesto salir a cenar porque me apetecía comer algo por ahí… pero cuándo me había preguntado si era una cita, yo, inocentemente, le había dicho que sí. Y se había arreglado acorde a ello, como si fuese nuestra primera cita. Por el contrario, yo me había vestido como si fuese a salir con mi amigo del trabajo. ¿Qué cara pondría si le decía que el plan que tenía en mente era ir a devorar un kebab, tal vez de pie si el local estaba muy lleno? También a mí se me atragantaron las palabras en la boca, aún sin salir del todo de mi asombro.

Verónica se alisó el vestido un par de veces, con la mirada fija en las baldosas del suelo, abatida, tratando de decidir qué hacer. Sin mediar palabra, se dio media vuelta y se dirigió al baño. Verla huir me devolvió por fin a la realidad, y me levanté de golpe para ir tras ella.

—Espera espera espera espera espera —le pedí atropelladamente, mientras corría en su dirección.

Ella se metió en el baño e intentó cerrar la puerta antes de que llegase, pero di un salto e interpuse el pie, impidiendo que se encerrase.

—Lo siento, no…. —balbuceó, mientras forcejeaba para tratar de mantener la puerta por lo menos entornada.

Se debía sentir ridícula por haberse hecho ilusiones, y yo me sentía como un imbécil por no haberme dado cuenta antes. ¿Cómo era posible que no hubiese pensado en por qué estaba tardando tanto en cambiarse? Habría tenido tiempo de sobra a ponerme algo más acorde.

—Vete —me pidió, suplicante.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, sin dejar de empujar.

Los tacones de Verónica no estaban pensados para ayudarla a mantenerse firme tras una puerta, por lo que fue resbalando poco a poco hasta que pude meter el cuerpo por el hueco y me colé en la estancia. Ella se apartó de la puerta como si quemase y se puso a mirar al suelo, derrotada.

—Voy a quitarme esto —anunció.

Yo negué con la cabeza. Ella no me hizo caso y trató de salir del baño para ir a su habitación, pero me interpuse en su camino.

—No te lo quites —le pedí.

Ella me ignoró nuevamente y trató de esquivarme, pero yo la agarré por la cintura cuando pasaba por mi lado. Intentó entonces empujarme, pero le atrapé la muñeca con la mano que tenía libre y la retuve.

—Suéltame —gimió mientras se revolvía.

Se debatió unos segundos más sin demasiado entusiasmo, pero al final desistió.

—No te cambies —le susurré—. Estás preciosa.

Verónica me miró a los ojos, insegura. Yo le devolví la mirada y traté de transmitirle lo que sentía. No era ningún farol, ni palabrería que decía para ganármela. Era la verdad.

—Cómo has dicho que era una cita, he pensado qué… —trató de explicarse ella.

—Ya lo sé —la corté—. Ha sido culpa mía.

Se había puesto perfume, olía a vainilla… y a inseguridad. A veces lo olvidaba porque se mostraba muy resuelta durante el sexo, pero la realidad era que Verónica acababa de pasar (y seguía pasando) por una etapa de su vida muy difícil, y eso la había vuelto frágil y vulnerable. Necesitaba aferrarse a algo y había decidido que ese algo fuese yo. Debía andarme con más cuidado en como la trataba y las cosas que decía hasta que dejase atrás todo aquello, porque algo tan inocente como aquel malentendido, si venía de mí, podía herirla.

—Te va a tocar esperarte a que me cambie —anuncié, tratando de mostrarme resuelto.

La solté y fui como un rayo hasta mi habitación, sin darle tiempo a replicar. No tenía sentido centrarme en lo que podría haber hecho mejor, pero el futuro no estaba escrito y aún podía salir algo bueno de todo aquello.

—¡No muevas ni un músculo! —le grité mientras buscaba frenéticamente en mi armario algo adecuado que ponerme—. ¡Es una orden!

Encontré una americana que hacía tiempo que no había usado y la acompañé con una de las camisas menos sosas que tenía planchadas para el trabajo. Me quité los vaqueros viejos que llevaba y me puse unos pantalones algo más acordes, me cambié las deportivas y me di por satisfecho. Troté de nuevo hasta el baño, dónde encontré a Verónica exactamente donde la había dejado.

—Listo —anuncié, en tiempo record.

Ella seguía sin tenerlas todas consigo, por lo que decidí que lo mejor sería no dejarle tiempo para que se pusiese a pensar y se deprimiese más, así que la agarré de la muñeca y tiré de ella con suavidad. Por suerte Verónica no opuso resistencia y se dejó conducir hasta el salón, y de ahí al recibidor.

—Espera, no he cogido bolso… —murmuró.

Yo la ignoré y seguí adelante.

—Ni falta que hace —respondí, mostrándole mis llaves, cartera y móvil.

Ella se me quedó mirando muy seria, porque le estaba dando a entender que la invitaba, pero no replicó nada. Salimos del piso y la obligué a que bajase por las escaleras, porque no quería que tuviese un solo instante para pararse a pensar y arrepentirse mientras aún estuviésemos en el edificio. Mientras descendíamos traté de decidir a dónde podíamos ir. Evidentemente los sitios baratos a los que solía ir no servirían… Recordé entonces que hacía medio año o así habían abierto un restaurante bastante elegante en la calle paralela a la nuestra. No había ido nunca, pero pasaba por delante todos los días de camino al trabajo y, por lo menos desde fuera, no tenía mala pinta. Recé para que no fuese exorbitantemente caro y, una vez en la calle, me encaminé hacia allí.

—¿A dónde vamos? —me preguntó Verónica, sofocada, al poco.

Me di cuenta de que, de lo ensimismado que iba, avanzaba casi al trote y a mi compañera, que iba en tacones, le costaba seguirme, así que bajé el ritmo para que ella se pudiese poner a mi altura en lugar de tener que ir casi arrastrada.

—Me recomendaron el otro día un restaurante que hay aquí cerca —mentí, tratando de aparentar seguridad.

Ella asintió, muda de pronto. Vi como intentaba bajarse el vestido para que le cubriese un poco más, pero la tela no daba más de sí. Tal vez se estuviese arrepintiendo de haberse arreglado tanto, no estaba acostumbrada a aquella clase de atuendos y se notaba que se sentía fuera de lugar.

—Vas genial —le dije, tratando de que se calmase—. De verdad.

Más de un hombre que nos cruzamos se quedó mirando a Verónica, las mujeres arregladas suelen llamar la atención. Cuando se lo hice ver, se sonrojó y volvió a tratar de bajarse el vestido, pero al final desistió y lo dejó estar.

No tardamos nada en llegar al restaurante. Me di cuenta de que no había hecho ninguna reserva y que, tal vez, no tuviésemos sitio. Se me encogió el estómago de pensarlo, pero ya era tarde para hacer algo al respecto, así que, de nuevo tratando de mostrarme resuelto, entramos a probar suerte… Y afortunadamente la tuvimos. A pesar de que había bastante gente, un camarero muy amable nos consiguió una mesa casi al fondo del local, cerca de los baños. Nos trajo la carta y nos recomendó un vino de una marca de la que yo no había oído hablar. Miré a Verónica y ella parecía conforme, así que acepté la sugerencia y lo pedí.

El camarero desapareció al momento y nos quedamos los dos solos, en silencio, capaces al fin (por suerte o por desgracia) de escuchar nuestros propios pensamientos. Verónica se dedicó a dejar vagar la vista por el local con curiosidad.

—Pues ya estamos —anuncié, tratando de romper el hielo—. ¿Qué te parece el sitio?

Ella se lo pensó unos segundos y finalmente se encogió de hombros, aunque parecía satisfecha.

—No lo conocía —admitió—. ¿Es nuevo?

Yo asentí, aunque medio año era una cantidad de tiempo más que respetable para descubrir un restaurante a una calle de distancia de tu casa. Pero Verónica llevaba aún más sin salir, prisionera de sí misma y de sus circunstancias. Debía morirse de ganas por cambiar de aires, por hacer cosas distintas lejos de aquel piso que había sido escenario de tanto de su sufrimiento. Me alegré de haberla invitado a cenar, aunque aquel lugar no formase parte de mi plan original.

Llegó el camarero con la botella de vino y nos sirvió una copa a cada uno. Luego nos preguntó si ya teníamos decidido que íbamos a cenar, pero aún ni habíamos mirado la carta, así que se fue, prometiendo volver en unos minutos.

Olisqueé el vino y lo probé. Lo encontré bueno, aunque reconozco que no soy ningún experto en el tema. Levanté la copa y Verónica me imitó. Brindamos en silencio y los dos bebimos un trago. Una sensación caliente me invadió el pecho y me obligó a carraspear.

—Vamos a ver que cenamos —propuse, mientras abría la carta.

Tras curiosear un par de páginas sin éxito, encontré un menú degustación con un montón de platos diferentes y me pareció la opción ideal para compartir con Verónica.

—¿Te apetece esto? —le pregunté, señalándole mi sugerencia—. Lo podemos pedir para los dos y vamos probando un poco de todo.

Ella lo observó y frunció el ceño, pero no dijo nada. Me extrañó su rechazo, no era una chica puntillosa con la comida. ¿Acaso no quería compartir conmigo? ¿O ya tenía claro qué quería?

—Si prefieres otra cosa, no hay problema —me apresuré a añadir, confuso.

Ella sacudió la cabeza, vacilante. Dio otro trago a su vaso de vino antes de hablar.

—Es que…. es muy caro —objetó, afectada.

Me fijé en el precio y llevaba razón, no era precisamente barato, aunque no era algo que no me pudiese permitir ocasionalmente. Me encogí de hombros y cerré mi menú, dando a entender que ya estaba decidido, me serví otro vaso de vino y se lo llené a ella también, aunque aún le quedaba para vaciar la copa.

—No te preocupes por eso —comenté, restándole importancia—. Pide lo que quieras.

Verónica se me quedó mirando: yo no le había dejado coger el bolso, por lo que no llevaba su cartera. Eso significaba que yo la invitaba y aunque ella no se había opuesto entonces, seguramente no había considerado cuánto dinero iba a suponer. Le dio otro sorbo a su copa, contrariada.

—No pensaba que sería tan caro… —se lamentó de nuevo.

Yo bufé y volví a beber. Estaba bueno el vino, la verdad.

—Un día es un día —repliqué, tratando de mostrarme desenfadado—. No mires los precios.

Verónica se mordió el labio, aún indecisa.

—¿Y si vamos a un sitio de bocatas? —sugirió, tratando de evitar el problema.

Yo negué con la cabeza, cada vez más irritado. No quería enfadarme con ella, pero me estaba empezando a poner nervioso.

—Nos quedamos —sentencié, tajante.

Ella fue a decir algo, pero apareció el camarero de nuevo, obsequioso, y nos preguntó si ya lo teníamos claro. Antes de que Verónica pudiese replicar, pedí un menú degustación para dos y le di las gracias por la recomendación del vino, justo antes de apurar la copa. El camarero tomó nota, recogió las cartas y se esfumó al instante, directo a las cocinas. Cogí la botella y volví a rellenarme la copa. Fui a servirle a Verónica también, pero apenas llevaba un cuarto de su vaso. Me di cuenta de que estaba bebiendo demasiado rápido con el estómago vacío y que no era buena idea, así que aparté un poco la copa, cerré los ojos y respiré hondo.

Yo, en general, no era así. Pero Verónica necesitaba que alguien la empujara hacia adelante constantemente y, casi de forma inconsciente, yo había adoptado ese rol, a pesar de que no me consideraba una persona especialmente autoritaria e impositiva. Imaginé a sus padres tratando de ser comprensivos y darle espacio para que tomase sus propias decisiones, solo para comprobar la ineficacia de la estrategia, y convertirse exactamente en lo que consideraban que su hija parecía necesitar. Costaba entender que una persona tan pasiva moldeara sin proponérselo de tal forma a quienes interactuaban con ella, yo mismo me sorprendía de lo decidido y resuelto que me había mostrado sencillamente porque Verónica buscaba desesperadamente eso en mí. Aunque hasta ese momento pensaba que solo ella se estaba amoldando a mis deseos y exigencia, descubrí que eso no era cierto, ambos estábamos esforzándonos por encajar… Y, por algún motivo, aquel pensamiento me reconfortó.

Con eso en mente conseguí serenarme un poco, y abrí los ojos. Verónica estaba encogida, mirando fijamente el mantel.

—¿Qué pasa? —le pregunté, extrañado—. ¿Tienes frío?

Ella negó con la cabeza y me miró.

—Es demasiado dinero —repitió, tozuda.

Volví a sentir una punzada de irritación y llevé la mano a la copa instintivamente, pero me lo pensé mejor y al final no bebí.

—¿Pero qué problema tienes? —me quejé—. Yo decido que hago con mi dinero, y ahora quiero invitarte.

Verónica volvió a negar con la cabeza enérgicamente, agarró la copa y pegó un largo trago. Cuando acabó, dudó, y pegó un segundo trago igualmente largo, apurando la copa. Luego carraspeó, superada por el fuerte sabor de la bebida.

—Verónica… —llamé su atención, preocupado—. ¿Qué hac…?

—No me lo merezco —me cortó, con voz quebrada—. Eso es lo que me pasa.

¿No se lo merecía? Bufé con desprecio. ¿Otra vez estábamos con aquel tema?

—Esto ya lo hemos hablado —le expliqué—. Tú me pagas de otro modo.

Verónica volvió a negar con la cabeza.

—No, esto no es parte del trato —replicó, obtusa—. Ya pagas el alquiler, el agua, la luz, internet, la comida… Invitarme a restaurantes es demasiado, lo que hago yo por ti no vale tanto.

Me quedé callado, sintiendo como la irritación (con ayuda del alcohol) se me acumulaba en el estómago. Reuní todo mi autocontrol para no soltarle alguna impertinencia y me la quedé mirando intensamente, pero no pude evitar volver a agarrar la copa y beber un buen trago.

—¿Cuánto crees que vales? —le pregunté con el tono más desafectado que fui capaz de darle a mi voz.

Ella se rascó el brazo, incómoda. Yo no me impacienté y mantuve mis ojos clavados en los suyos, con mirada firme. Al final ella no pudo soportarlo y se levantó.

—Voy al baño —murmuró, tratando de escabullirse.

Yo apreté el puño, frustrado.

—No —respondí, tajante—. Siéntate.

Verónica se quedó en pie junto a la mesa, sorprendida.

—Que te sientes —repetí con dureza.

Mi compañera desvió la mirada y volvió a sentarse muy lentamente, quedándose muy tiesa en la silla.

—Bebe —le ordené con frialdad.

Puso la misma cara de preocupación e indefensión que había puesto esa mañana, cuando, en medio de una discusión, le había pedido de golpe que se arrodillara… Y, de igual modo, obedeció tras una breve vacilación, dando un corto trago a la copa.

—Más —insistí.

Verónica volvió a coger la copa y acabó con la mitad del vino que le quedaba. Cada vez que se doblegaba de aquella forma crecía mi enfado, en vez de aplacarse.

—Échatelo por encima —continué.

Ella se quedó paralizada mirándome, con una súplica muda en los ojos. Pero en aquel momento no podía sentir empatía por ella.

—No sé a qué esperas —le reproché, sin piedad.

Lentamente deslizó la mano hasta la copa, la sujetó por el fino cuello de cristal y se la acercó al cuerpo. Se detuvo y me miró de nuevo, en un último intento de detener aquello.

—Esto es lo que quieres, ¿no? —la reprendí con rabia—. Crees que si no te trato como una mierda nuestro acuerdo no es justo. Crees que si no te hago sufrir no estás cumpliendo, crees que si intento hacer cosas por ti, para que te sientas bien, me estás timando.

Alargué la mano y le arrebaté el vino. Cogí también mi copa y la vacié en la suya, llenándola casi hasta el borde. Le di un corto trago y se la devolví.

—Pues si eso es lo que quieres, eso tendrás —sentencié, resentido—. Tírate la puta copa.

A Verónica le temblaba el labio y tenía los ojos vidriosos. Una pareja mayor, a un par de mesas de distancia, nos observaba con disimulo. ¿Qué harían cuándo se tirara el vino? ¿Intervendrían? ¿Avisarían al responsable y nos echarían? Me importaba una mierda lo que hicieran, pero me imaginé la escena: Verónica volcando la copa, arruinando el vestido. Luego seguramente se echaría a llorar, pero sin proferir ninguna queja. Comeríamos rodeados de un cruel silencio, su silla goteando, el olor del vino y de la tristeza envolviéndolo todo. Algún camarero se daría cuenta del charco que se formaba bajo su silla y vendría a preguntar si estaba todo bien. Verónica asentiría y seguiría sufriendo aquella pesadilla sin proferir lamento alguno, porque así era como actuaba ella, hundiéndose cada vez más en una espiral de miseria y autocompasión hacia abajo, siempre hacia abajo. Dios, era tan… vulnerable. Pensar en todo aquello me revolvió el estómago y fui a agarrar mi copa para que el alcohol me ayudase a soportarlo, pero estaba vacía.

Justo entonces llegó el camarero con dos pequeños platos idénticos, que colocó en la mesa. Nos dedicó una sonrisa obsequiosa, pero no tardó en captar la tensión que nos envolvía y, consciente de que algo iba mal, se esfumó.

—Contéstame a una pregunta —le pedí a Verónica, algo menos exaltado—. ¿Crees que te mereces esto?

Ella tragó saliva y miró la copa.

—No lo sé —murmuró.

Oh, por el amor de Dios.

—Claro que lo sabes —insistí, enfadado—. Contesta a la pregunta.

Se mordió el labio, tratando de contener las lágrimas.

—Sí —respondió con un hilo de voz—. Me lo merezco.

Yo me levanté de golpe y le arrebaté la copa. ¿Lo decía porque era lo que pensaba que yo quería oír? ¿O realmente lo sentía?

—Pues eres gilipollas si crees eso —gruñí—. ¿Qué crees que consigues haciéndote daño? ¿Te crees que esto es lo que yo quiero?

Vertí la mitad del vino en mi copa y le devolví la suya.

—Mi felicidad y la tuya no están enfrentadas —le expliqué, exasperado—. A ver si te entra en la cabeza.

No tenía apetito, pero me forcé a probar el plato que nos habían servido. Estaba muy bueno. Mientras masticaba, recordé el cardenal que le había hecho a Verónica, y ya no me costó entender su reacción y por qué lo había disfrutado. Era exactamente lo mismo que aquello, ella sentía que cuanto más le impusiera, cuanto más brusco fuese o cuanto menos tuviese en cuenta sus deseos y su bienestar, más ganaba yo con el acuerdo. Y ella necesitaba desesperadamente sentir que yo me beneficiaba suficiente con aquello… Tenía aquella forma de pensar tan interiorizada que afectaba incluso a algo tan básico y primario como eran sus fantasías sexuales…

Me pasé la mano por el pelo, abrumado por la situación. Verónica no había probado la comida ni había seguido bebiendo, estaba petrificada, encogida, tratando de mantener la compostura. Mi enfado se fue esfumando poco a poco, y lo sustituyó una horrible sensación de culpa.

—Sé que no controlas lo que sientes —comenté con voz ronca—. No debería ser tan duro contigo.

Ella no dijo nada, y yo sentí la necesidad imperiosa de seguir hablando para tratar de arreglar todo aquello.

—Lo siento mucho, Verónica —le aseguré—. Si quieres que nos vayamos, lo entenderé.

Ella se limpió una lágrima que le caía por la mejilla y se puso a juguetear con la servilleta.

—Eres demasiado bueno conmigo —murmuró.

Yo me encogí de hombros.

—Tampoco yo puedo controlar como me siento ni lo que me gusta —mascullé—. Y no puedo comportarme como un cabrón egoísta contigo todo el día, aunque me lo pidas.

Me centré entonces en la comida, me acabé el plato y bebí otro trago de vino. Si nos íbamos a ir, tenía que aprovechar el tiempo que me quedaba, porque pagarlo iba a tener que pagarlo igual.

—Está bueno —comenté Verónica, de pronto.

Levanté la vista, sorprendido, y vi que ella estaba comiendo. No pude contener una mirada de asombro.

—¿Nos quedamos? —pregunté.

Ella asintió con la cabeza y bebió de su copa.

—Entonces… ¿te parece bien? —la tanteé.

Verónica dejó la copa y se encogió de hombros.

—Si es lo que tú quieres, sí —razonó.

Me dedicó una sonrisa compungida.

—Puedes hacer conmigo lo que quieras —me aseguró—, hasta invitarme a cenar.

Solté una carcajada y le devolví la sonrisa.

—Supongo que es una forma de verlo —admití, animado al ver que la tensión entre nosotros se relajaba un poco.

Ella dio otro bocado a su plato, visiblemente más relajada.

—Y tranquila, que tampoco me vuelve loco hacerte regalos e invitarte a restaurantes caros —bromeé, aprovechando el momento—. Sigo prefiriendo follarte la boca.

El hombre mayor de dos mesas más allá soltó una carcajada de sorpresa y a Verónica casi se le salió el vino por la nariz, mientras se ponía roja como un tomate.

—Eres un cerdo —me reprendió, aunque ya no parecía enfadada ni triste.

Se acabó por fin el plato, y el camarero no tardó en aparecer con dos nuevos. Pedí otra botella de vino, porque la primera estaba ya seca, y los dos devoramos con avidez la comida.

El resto de la cena discurrió de forma cada vez más placentera, estaba todo delicioso y, a pesar de que apenas hablamos, la compañía de Verónica me resultaba agradable: me reía las bromas que hice y, casi al final de la noche, ya me dedicaba leves sonrisas cuando nuestras miradas se cruzaban. En ningún momento perdió terreno con la comida ni con la bebida, a pesar de que pesaba menos que yo y debería haberse saciado antes. Se le colorearon las mejillas y en los últimos platos ya tenía la mirada iluminada.

Finalmente acabamos con todo y, tras unos minutos de reposo, pedí la cuenta.

—¿A dónde quieres que vayamos ahora? —le pregunté mientras esperábamos.

Como era usual en ella, se encogió de hombros.

—Dónde quieras —respondió, pasiva.

Yo negué con la cabeza, demasiado nublado por el alcohol como para dar mi brazo a torcer.

—Dime que te apetecería hacer —insistí—. Y no me digas que lo que yo quiera.

Ella vaciló y yo levanté una ceja, inquisitivo.

—Mira que pido más vino y te lo tiro por encima —la amenacé, en broma.

Me arrepentí al instante de haberlo dicho, pero ella se rio y se puso a pensar. Ya no quedaba ni rastro de tensión entre nosotros, cosa que agradecí.

—Pues… me gustaría ir a bailar —me confesó—. Si te parece bien.

No recordaba a Verónica como una gran bailarina y nunca había demostrado especial entusiasmo en ello, por lo menos en mi presencia. Pero era el plan más usual para un sábado por la noche, así que lo vi lógico.

Apareció el camarero por última vez, factura en mano, y la colocó en el centro de la mesa. Yo me apresuré a cogerla y, tras comprobar que el importe era correcto, saqué mi tarjeta de crédito y se la entregué. El hombre no tenía el aparato necesario, así que nos tuvimos que levantar para ir hasta la caja registradora, donde finalmente me cobró y nos deseó una buena noche.

Verónica y yo salimos del restaurante. Hacía una noche cálida y me apetecía disfrutarla.

—¿Discoteca o pub? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros (qué novedad) y me dejó a mí la decisión.

—Si es para bailar, mejor discoteca —razoné.

Verónica asintió, conforme, y nos dirigimos al local más cercano, al que solíamos ir en la época universitaria. Últimamente ya no iba a discotecas, porque prefería ir a bares con mis compañeros de trabajo, aunque ocasionalmente, para cumpleaños y cosas así, cambiábamos el plan. No lo echaba especialmente de menos, porque para mí lo importante era la compañía y no bailar, pero de vez en cuando se me antojaba aquella desinhibición que ofrecían los locales asfixiantemente llenos con la música a todo volumen.

—Hace mucho que no voy a una discoteca —comentó Verónica, nostálgica.

Dudé sobre si debía o no responder, ya que en el fondo ella estaba hablando sobre su depresión y era un tema que indudablemente no había superado.

—Espero que no se te haya olvidado como bailar —bromeé para salir del paso.

—Ya veremos —respondió con una sonrisa.

No tardamos demasiado en llegar. Pagamos la entrada, que era cara, pero por lo menos incluía una copa gratis. Entramos de la mano para no separarnos y culebreamos hasta la barra, donde pedimos dos combinados. Ya con la bebida en la mano, tratamos de alejarnos lo más posible de donde estábamos, pues era donde se concentraba la mayoría de la gente. Yo no era buen bailarín, pero a mi favor tenía que tampoco lo era la mayoría de la gente, así que me limitaba a moverme al ritmo de la música sin preocuparme por lo que los demás pudiesen pensar y en general solía funcionar. Verónica tampoco hizo gala de grandes movimientos: tenía más gracia que yo, pero se mantenía demasiado estática y daba la impresión de que le daba vergüenza que alguien pudiese fijarse en ella. Allí no destacaba especialmente, pues todas las chicas iban muy guapas, así que su temor era infundado. Me extrañó que hubiese querido venir a bailar si después iba a estar demasiado preocupada como para dejarse llevar, pero el alcohol me fue nublando el juicio sorbo a sorbo, y pronto dejó de importarme cualquier cosa que no fuese la música. Cuando me acabé la copa, a ella aún le quedaban un par de tragos, pero no tenía ganas de esperar allí plantado a que acabase. Me acerqué a ella y señalé su bebida.

—¡De un trago! —le grité, para hacerme oír.

Verónica levantó una ceja, sorprendida. Yo le sonreí y empecé a jalearla, hasta que finalmente cedió y se acabó lo que le restaba de una sentada. Se le colorearon las mejillas e hizo un mohín, pero no estaba realmente disgustada. Le quité la copa y llevé los dos vasos a la barra para que no nos molestasen ni acabasen en el suelo hechos pedazos. La zona estaba abarrotada, por lo que tardé más de un minuto en recorrer los pocos pasos que separaban el lugar donde había dejado a Verónica del ajetreado barman y vuelta atrás. Vi a mi compañera antes de que ella me reconociese a mí. Estaba completamente quieta y parecía incómoda. No había nadie molestándola, pero parecía sentirse completamente fuera de lugar. Al acercarme más me vio, se le iluminó el rostro y avanzó hacia mí.

Tal vez fuese por el alcohol, pero descubrir que genuinamente se alegraba de verme, incluso cuando solo habían pasado unos instantes, me emocionó. Me sentí estúpido al notar que el corazón me latía con más intensidad solo por la forma en que me miraba, pero no estaba como para darle vueltas a las cosas, así que llegué hasta ella y la agarré por la cintura.

—Vamos a ver si te acuerdas de bailar o no —le dije, aunque no sé si me oyó.

Empecé a marcar el ritmo y ella se dejó llevar. Al principio tenía casi que arrastrarla, pero poco a poco fue soltándose y no pasó mucho rato hasta que fui yo quien tuvo que seguirla a ella. Su estilo de baile fue volviéndose más y más dinámico, empezó a moverse con una fluidez y una naturalidad que nunca había mostrado y de la que no la creía capaz. Me quedé con la boca abierta, pero ella no se percató, demasiado enfrascada en seguir la música. Me separé un paso de ella para dejarle espacio y finalmente me miró. Yo estaba absorto en su baile y ya ni me movía. Ella se sonrojó y desvió la mirada, aunque se le dibujó una amplia sonrisa en el rostro, consciente de la impresión que me había causado. Empezó entonces una canción de reggaetón y Verónica hizo algo de lo que no la creía capaz.

Se puso a bailar para mí. No digo que bailase conmigo o cerca de mí. Digo que indudablemente lo hacía para mí, con el único propósito de que yo la mirase. Cada giro, cada movimiento de cadera, cada vez que se acariciaba el cuerpo o que cambiaba el peso de pie, era para seducirme. Y funcionó: su danza me hechizaba y me obligaba a beber cada uno de sus gestos, maravillado por lo que estaba viendo. Quiero matizar aquí que el baile de Verónica era deliberadamente sexual, casi como una llamada de apareamiento. No sabía si todas las mujeres podían moverse así a voluntad y no lo hacían porque no querían parecer unas “guarras”, o era un talento que Verónica tenía, pero lo cierto era que funcionaba jodidamente bien. No solo me cautivó a mí, otros hombres de la discoteca se la quedaron mirando, también embobados. Ella parecía ajena a todo excepto a mí y eso me llenó de una sensación de triunfo, al ver que todos aquellos desconocidos la deseaban, pero Verónica me dedicaba a mí toda su atención.

Incapaz de controlarme ni un segundo más, sucumbí a su llamada, la agarré de nuevo por la cintura y presioné mi cuerpo contra el suyo. Ella me empujó un poco para hacerse sitio y se dio la vuelta. Yo la sujeté por las caderas mientras ella seguía moviéndose, restregando su culo contra mi polla de una forma muy poco inocente, por lo que no tardé ni un segundo en tenerla dura como una roca. Mis manos empezaron a recorrer su cuerpo de arriba a abajo, sin dedicarle un solo pensamiento a quienes nos rodeaban. Tampoco a Verónica parecía importarle, porque sus movimientos se volvieron más deliberados si cabía, casi masturbándome con su cuerpo, prácticamente suplicándome que la tomara allí mismo. De forma casi instintiva llevé una de mis manos hasta sus pechos y la otra hasta la parte alta de su muslo y empecé a sobarla sin reparo. Ella giró la cabeza hacía mí y me dejó escuchar como jadeaba, excitada también. No podía pensar en nada más, tenía la cabeza embotada y todo me importaba una puta mierda… excepto su respiración y su cuerpo, apenas protegido por aquel ajustado vestido negro. Ya ni escuchaba la música, aunque Verónica seguía moviéndose a su son, masajeando mi cuerpo con el suyo. No podía más. Descendí la mano hasta el borde de su falda y colé la mano bajo la tela. Verónica no se resistió, es más, abrió un poco las piernas para facilitarme el paso. Llegué a sus bragas y deslicé la mano dentro de ellas, para hallar por fin su coño. Estaba húmeda, pero cuando empecé a recorrerle los labios se empapó mucho más. No se resistió tampoco a eso, siguió bailando y restregando su cuerpo contra el mío. La posición me impedía meterle los dedos dentro del coño con comodidad, por lo que me centré el estimular su clítoris. Acabó la canción y empezó otra, pero eso ya no nos importaba. Yo tenía los ojos cerrados y supuse que Verónica también. En aquel momento no podía razonar, me dejaba llevar por mis impulsos: lo único que quería era sentir que ella era mía, que podía tenerla entre mis brazos y acariciar su cuerpo, cada vez más rápido, cada vez de forma más intensa. Sus jadeos se fueron volviendo más seguidos y más húmedos.

—Me voy a correr —gimió ella al poco, tratando de no hacer demasiado ruido.

Yo estaba desatado y no quería que estuviese callada.

—Chilla —le dije—. Déjame escuchar cuanto te gusta.

Y Verónica dejó de controlarse. A pesar de que la música estaba muy alta, la escuché gemir claramente, dejó incluso de bailar y se centró en acompañar mis dedos con movimientos de cadera cada vez más rápidos. A los pocos segundos todo su cuerpo tembló y se tensó. Soltó un gemido largo y grave, que evidenció el orgasmo. Su coño se relajó y todo su cuerpo se volvió blando y suave. Tuve que sujetarla, porque se iba al suelo.

No pude disfrutar demasiado del momento, porque el sonido de una bofetada retumbó en el aire. Abrí los ojos, sobresaltado… y vi como una docena de personas nos miraban, con más o menos disimulo. Un hombre se frotaba la mejilla mientras la mujer que tenía al lado le chillaba algo que no pude escuchar. Luego se giró hacia nosotros, furiosa. Verónica tenía la nuca apoyada en mi pecho y trataba de recuperar el aliento, aún con los ojos cerrados. La mujer me fulminó con la mirada y apuntó en una dirección que no era la salida.

—¡Iros al puto baño a follar, joder! —nos reprendió.

Supuse que el hombre era su novio y que no le había hecho ninguna gracia pillarle mirando el espectáculo que estábamos dando. Yo mascullé una disculpa y, sin pensármelo dos veces, conduje a Verónica hacia los baños. Ella se dejó llevar sin oponer resistencia, aún sin abrir los ojos. Cualquier que nos hubiese visto habría pensado que iba drogada, por lo desorientada que iba… Esquivé a un montón de gente y llegamos a los baños. En el de mujeres había cola, así que me metí en el de caballeros, aun empujando a Verónica. Había dentro un par de chicos lavándose las manos y tratando de arreglarse el pelo, que se nos quedaron mirando, extrañados. Yo los ignoré, metí a Verónica en uno de los cubículos, entré con ella y cerré tras de mí. Me zumbaban los oídos del ruido prolongado y la polla me latía desbocada. Verónica se sentó en el wáter, me dedicó una sonrisa ebria y se pasó la mano por el pelo. Estaba toda sudada y se notaba que se acababa de correr.

Tenía preguntas que hacerle, pero había otra cosa que llevaba dentro que me apremiaban mucho más. La agarré por los hombros y la obligué a incorporarse. Ella no se resistió a eso, ni a que la hiciese ponerse de rodillas y la arrastrase hasta la puerta del cubículo. Me saqué la polla del pantalón apresuradamente y me coloqué frente a Verónica. A pesar de lo borracha que iba entendió qué estaba pasando, sonrió y empezó a lamérmela, sin prisa. En cualquier otra ocasión habría dejado que empezase lentamente para prolongar al máximo la experiencia, pero tenía los huevos hinchados y en lo único que podía pensar era en correrme.

—Venga —la apuré, ansioso.

Ella la lamió de arriba abajo y me sonrió, burlona.

—No me has dicho qué tengo que hacer —me recordó, juguetona—. Dame una orden.

Yo suspiré, exasperado.

—Cómeme la polla —gruñí.

Ella empezó a masturbarme lentamente con la mano y fingió pensárselo.

—Nah —dijo de pronto.

Yo me quedé a cuadros y Verónica me dedicó una sonrisa pícara.

—Tendrás que obligarme —me retó mientras me guiñaba un ojo.

Yo no sabía de dónde coño salía toda aquella confianza, pero no me lo pensé dos veces. Me lancé hacia ella y la agarré de las muñecas. La obligué a subir los brazos, se los junté y se los inmovilicé con una mano. Usé la otra para sujetarla de la frente y mantenerla pegada a la pared. Empujé mi polla contra sus labios, pero ella mantuvo la boca cerrada y no me dejó metérsela.

—Ufff —gruñí, frenético—. Desgraciada.

Ella aprovechó un descuido por mi parte para pegarme un lametón en la punta, desafiante.

—Te vas a enterar —mascullé.

Bajé la mano que tenía en su frente y le tapé la nariz. Empecé a presionar todo lo que pude contra sus dientes con mi polla, casi haciéndome daño, buscando un resquicio. Verónica aguantó la respiración todo lo que pudo, pero al tratar de abrir la boca para coger aire, mi miembro se abrió camino. Intentó echarse a un lado, pero rápidamente volví a sujetarla de la cabeza y la mantuve en su sitio.

—Ya eres mía —anuncié, triunfante.

Fui vagamente consciente de que, si hubiese querido, me la podría haber mordido o podría haberse zafado de mi ebria tenaza con un firme tirón, pero la sensación de que me había impuesto a su voluntad y lo excitado que estaba me hicieron desechar el pensamiento rápidamente. Se la metí hasta el fondo de un empellón y ella se tensó involuntariamente.

—Eres mía —repetí mientras empezaba a sacarla y meterla—. Eres mía.

Verónica siguió tratando de liberarse sin demasiada convicción y yo la mantuve atrapada sin inconvenientes, clavándole mi polla en la garganta con todas mis fuerzas. Lo hizo peor que las otras veces, se contorsionó más y las arcadas fueron más evidentes, pero también estaba teniendo menos cuidado: en ese momento lo único que me importaba era correrme.

—Mira tío, hay una de rodillas ahí —comentó alguien desde fuera—. Se le ven los tacones.

Dos voces de hombres se rieron y se quedaron a observar las piernas de Verónica, informando a todo el que entraba de su descubrimiento. Lo cierto era que me molestaba escuchar sus comentarios y, en vista de que no parecían tener intención de callarse, decidí soltarle la cabeza a mi compañera, desbloquear la puerta y abrirla para encararlos. Había ya más de dos hombres allí plantados, y todos se quedaron con la boca abierta al verme con los pantalones bajados y con una chica entre las piernas.

—¿Os importaría dejarnos tranquilos? —les reprendí—. Así no hay quien se ponga en situación.

Uno de ellos soltó una carcajada y sacudió la cabeza, incapaz de creer lo que veía.

—Perdona, tío —se disculpó, con una sonrisa de oreja a oreja—. Ya nos callamos.

Les di las gracias y cerré la puerta otra vez. Todos estallaron en carcajadas, pero después de eso cumplieron su palabra y se quedaron moderadamente en silencio, aunque aún pude escuchar algún cuchicheo. Volví a sujetar a Verónica y la seguí embistiendo con todas mis fuerzas. No debía ser una situación fácil para ella, porque con cada envite empezó a tensarse más, a tener peores arcadas y a resistirse más intensamente. Al final mi tenaza no fue lo bastante fuerte y ella consiguió soltarse las manos. Me empujó hacia atrás y empezó a toser, mientras trataba de recuperar el aliento.

—No… puedo… más… —me aseguró entre jadeos, con los ojos vidriosos.

Yo ya notaba el semen a punto de escaparse de mi polla, y no tenía tiempo que perder.

—Levántate el vestido —le ordené mientras empezaba a masturbarme—. Rápido.

Ella vaciló un instante, pero obedeció: se agarró el vestido por la parte inferior y lo subió todo lo rápido que pudo, hasta que le llegó a la barbilla, aunque se le quedó atascado en la espalda por la parte de atrás. Me acerqué todo lo que pude a ella mientras notaba como llegaba al clímax. Flexioné un poco las rodillas y me incliné hacia ella, empleando la mano que tenía libre para apoyarme en la puerta del cubículo y no perder el equilibrio. Empecé a descargar mi semen, que salió disparado y le dio a Verónica de lleno en las tetas. Conforme las descargas iban perdiendo intensidad fui acercándome más y más a su cuerpo, hasta que le dejé la polla pegada al canalillo entre sus pechos. Ella no dijo nada, se quedó observando como la iba bañando poco a poco. Cuando hubo salido todo, empleé un dedo para limpiar los restos que se me habían quedado adheridos a la polla y se lo llevé a ella a la boca. Verónica lamió mi dedo y lo dejó limpio, por lo que finalmente me quedé satisfecho. Me dejé caer en la silla del wáter tal como ella había hecho cuando habíamos entrado, y respiré hondo, extasiado.

—¿Y ahora qué hago? —me preguntó Verónica, confusa.

Yo me rasqué la cabeza, embotado. Necesité unos segundos para recuperar mi raciocinio.

—Vámonos al piso —propuse. Ya no me apetecía bailar ni nada, me estaba entrando sueño.

Ella me miró a los ojos, aún sin tenerlas todas consigo.

—Digo que qué hago con esto —recalcó, señalándose el pecho, lleno de mi leche.

El semen le había llegado al sujetador y se lo estaba humedeciendo. A mí su apuro me parecía gracioso, seguramente por el alcohol.

—Ponte el vestido por encima y no se notará —sugerí.

Ella enarcó una ceja, incrédula.

—¿Lo dices en serio? —inquirió.

Yo asentí y me levanté del wáter. Ella carraspeó, se limpió las lágrimas y los restos de saliva que tenía en la barbilla… y se bajó el vestido.

—Lo noto pegajoso —se quejó—. Y me está manchando todo.

Yo traté de contener una carcajada, pero no lo conseguí del todo y me entró un ataque de tos.

Abrí la puerta y fui recibido con una ovación por una decena de borrachos que se habían quedado hasta el final. Verónica se puso roja como un tomate y se tapó la cara con las manos, pero a mí la situación se me antojaba tronchante y correspondí sus saludos e incluso estreché un par de manos, divertido e incluso orgulloso de una forma que solo un borracho conoce.

Salimos por fin del baño y, tras serpentear entre la gente, también de la discoteca, hasta la calle. Comparado con el calor y el ruido del interior del local, la calle parecía un desierto. Empezamos a caminar en silencio en dirección al piso y estuvimos un rato sin decir nada, pero ahora que ya no tenía aquel fuego dentro, algunos sucesos de la noche me llamaban la atención y necesitaban respuesta.

—¿Desde cuándo bailas tan bien? —le pregunté de golpe.

Ella se llevó una mano al pecho con cuidado, para ver si ya se notaba húmedo el vestido. No respondió al instante, pero lo hizo.

—Me gusta mucho bailar —me explicó—. Cuando estoy sola, casi siempre estoy bailando. Incluso cuando estoy leyendo algo o estudiando.

Me sorprendió mucho, porque no tenía absolutamente ni idea.

—Pero antes no bailabas tan bien —apunté—. Cuando salíamos todos juntos no bailabas… como hoy.

Verónica se encogió de hombros, resignada.

—Me daba vergüenza —confesó—. No quería que me entrara ningún tío, ni que me grabaran bailando o algo así.

Yo bufé. Menudo motivo más tonto para no hacer exactamente lo que te gusta en el lugar pensado para ello.

—¿Y qué ha cambiado? —insistí—. Mañana más de una persona va a contar a todo el mundo como bailabas y todo lo que hemos hecho.

Ella se sonrojó de nuevo, abochornada.

—No sé —murmuró.

Yo solté una carcajada, incrédulo.

—Ya claro —me burlé—. Pura casualidad.

Verónica se rascó el cuello, tratando de superar su timidez.

—Es que las otras veces… no estabas tú —confesó.

—Sí que estaba —me apresuré a apuntar, porque solíamos salir juntos en el grupo de amigos de clase.

Ella negó con la cabeza.

—No así —me aseguró—. No como hoy.

No supe que responder a eso, así que me quedé en silencio, esperando a ver si decía algo más. Ella también permaneció callada un poco, pero al final volvió a hablar.

—Hoy me he sentido… protegida —explicó—. No sé explicarlo, pero cuando estoy contigo no me da vergüenza dejarme llevar… no tanta, al menos.

Yo asentí y permanecí en silencio. Ahora que mi furor había remitido, al revisar algunos de los momentos de la noche se me caía la cara de vergüenza.

—Perdona por mancharte el vestido —me disculpé—. Espero que tenga arreglo.

Verónica volvió a llevarse la mano al pecho, donde ya se veía una zona de tela ligeramente más oscura que el resto.

—No pasa nada —me aseguró—. Solo es ropa.

Yo sacudí la cabeza, poco convencido.

—Es una pena—le aseguré—, es un vestido muy bonito.

Ella me dedicó una sonrisa halaga, pero no dijo nada.

—¿De dónde lo has sacado? —insistí—. No te lo había visto nunca.

Verónica se puso a mirar al suelo, triste de pronto. Me alarmé, pero no me dio tiempo a formular ninguna excusa.

—Me lo compraron mis padres cuando vosotros os graduasteis —respondió, muy seria.

Estábamos ya delante del portal, pero yo me detuve y ella no tuvo más remedio que hacerlo también. Me parecía que la prenda era demasiado “sexy” para ser un regalo sincero de sus padres, algo no me encajaba.

—¿Por qué? —pregunté, confundido.

Ella se mordió el labio y trató de alisarse los bajos del vestido.

—Para hacerme ver que yo también tendría que haber acabado —murmuró—. Era un vestido precioso y yo no iba a poder llevarlo porque no era lo bastante buena.

Conforme fue hablando, se le fueron humedeciendo los ojos y se le quebró la voz.

—Lo tenía en el armario y lo veía todos los días —continuó, ya con lágrimas en los ojos—. Y cada día era más viejo y seguía sin estrenar, porque ya no tenía amigos, ni me iba a graduar, ni iba a tener trabajo, ni me iban a invitar a una cita.

El alcohol potenciaba toda aquella tristeza y también lo hizo con la mía. Avancé hacia Verónica y la abracé con todas mis fuerzas. Verla sufrir me partía el alma y no podía soportarlo más.

—Ya pasó —le aseguré—. Todo eso ya pasó.

Ella me correspondió el abrazo aún con más fuerza y enterró su rostro en mi hombro, incapaz de parar de llorar. Nos quedamos allí, en silencio, yo susurrándole palabras de ánimo y acariciándole el pelo, hasta que ella consiguió serenarse.

Por fin alzó el rostro y nos miramos a los ojos. Se le había corrido un poco la sombra de ojos y tenía el pelo revuelto… Parecía más ella de lo que lo había parecido en toda la noche. Entreabrió los labios y suspiró. Estábamos cerca, y centímetro a centímetro, recortamos esa distancia y nos besamos.

No fue un beso apasionado, lujurioso. No fue un beso seco, por costumbre. Fue un beso tierno, blando, salado por el sabor de sus lágrimas, con un regusto a vómito por todo lo que había aguantado ella en el baño de la discoteca. Era el primer beso que nos dábamos. Duró unos cinco segundos, después nuestras bocas se separaron y no volvieron a juntarse.

Verónica se relamió los labios y me sonrió con timidez, como si aquello fuese el paso más grande que hubiésemos dado hasta la fecha, como si masturbarla delante de toda la discoteca no fuese nada, como si follarle la boca hasta casi hacerla vomitar no importara…

—Te quiero —me confesó, y lo decía de verdad.

Sentí que la cabeza me iba a estallar. Me quedé mirándola de hito en hito, congelado.

—Ah —fue lo único que murmuré.

Cayó sobre nosotros un denso e incómodo silencio. Verónica bajó la mirada lentamente, mientras interiorizaba que su declaración no iba a ser correspondida. Yo traté de buscar una excusa convincente para no decir nada, pero era demasiado estúpido y estaba demasiado borracho como para soltarle palabrería. Así que no dije nada. Y, por una vez, fue ella la que tomó la iniciativa.

—¿Entramos? —sugirió—. Tengo frío.

Yo asentí, saqué las llaves y abrí el portal. Subimos juntos en el ascensor sin decirnos nada. Abrí la puerta de la casa como había hecho hacía dos días cuando todo había cambiado. Caminé dando tumbos hasta mi habitación, pero me detuve ante la puerta y me giré. Verónica estaba plantada en el salón, mirándome. ¿Qué querría? ¿Qué le dijese que la quería? ¿Qué fuese sincero? ¿Qué la invitase a mi habitación? ¿Qué fuese yo a la suya? En aquel momento, sus pensamientos me eran por completo ajenos.

—Buenas noches —mascullé.

—Buenas noches —respondió ella, con tono neutro.

Lentamente me giré, me metí en la habitación y cerré la puerta tras de mí.

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