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Métodos alternativos de pagar el alquiler (2)

en Dominación

Ya en el ascensor estaba emocionado. Por primera vez en mucho tiempo, y gracias a lo que había pasado el día anterior con Verónica, no me ensombrecía el ánimo volver a mi piso: a decir verdad, todo lo contrario.

Acababa de salir de trabajar y ya era tarde, pero llevaba todo el día pensando en lo que ocurriría cuando cruzara el umbral. ¿Se habría arrepentido ella de todo? ¿Seguiría allí? ¿Fingiría que nada había pasado? ¿… estaría viva? Eran preguntas que no me había podido quitar de la cabeza pero que afortunadamente iban a tener respuesta de inmediato.

Abrí la puerta con la llave y entré en el piso.

-Ya he llegado -anuncié.

Oí unos pasos acercándose y Verónica emergió de mi habitación.

-Bienvenido -respondió con lo que se podía discutir si era un inicio de sonrisa.

Mi sonrisa fue mucho más amplia: la noche anterior, después de ver una peli y antes de irnos a dormir, le había dicho que tenía que dejar de ir hecha un desastre por la casa todo el día. No podía seguir duchándose una o dos veces a la semana ni pasearse en pijama 24 horas, tendría que poner más cuidado (más bien ALGO de cuidado) en su aseo personal. Ella lo había aceptado sin rechistar, cosa que no me sorprendió, ya que su problema y la causa de todos sus males era que no parecía tener fuerza de voluntad para hacer cosas por sí misma... Y por tanto tampoco parecía tener fuerzas para negarme nada. Para facilitarle cumplir mi orden (aunque no fue el único motivo, lo reconozco), le dije que debía llevar un “uniforme” al día siguiente, que yo mismo decidí escoger de entre su ropa. Tras rebuscar un rato, elegí para ella un top deportivo de color azul oscuro y unas mallas cortas de color negro. Cuando se lo mostré no pareció muy conforme, pero prometió ponérselo en cuando la presioné un poco.

Y eso era precisamente lo que llevaba. El top estaba pensado para mantener bien sujetos los pechos y que no molestasen al correr, pero debía resultarle agobiante llevarlo tanto tiempo y más con el calor que estaba haciendo últimamente. Tenía la parte de las axilas un poco sudada, pero era evidente que se había duchado porque llevaba el pelo reluciente. Además, se había maquillado un poco tal como le había pedido.

-¿Qué tal tu primer día? -le pregunté mientras me tumbaba en el sofá.

Ella me miró fijamente, sin moverse. Supongo que esperaba a que yo le ordenase algo, pero me limité a esperar su respuesta.

-Bien -respondió parcamente.

Yo resoplé, contrariado. Qué chica más seca.

-¿Mejor o peor que… antes? -la tanteé.

-Mejor -afirmó al instante-. Bastante mejor.

Yo asentí, animado. La actividad la había ayudado a no pensar tanto en su depresión. A decir verdad, gran parte de su depresión era fruto de no hacer nada, así que era matar dos pájaros de un tiro.

-¿Y qué has hecho? -le pregunté.

Ella se rascó la barbilla, algo insegura. Por lo que yo sabía, la pobre llevaba más de medio año sin tener una conversación de verdad con nadie (pues no quedaba con amigos ni familiares), así que decir más de cuatro palabras seguidas parecía costarle. Bueno, ya se acostumbraría.

-Pues no sé, he hecho las camas -comentó-. Y he barrido el suelo.

No dijo más. Parecía poca cosa para toda una mañana de trabajo.

-¿Qué has comido? -le pregunté. Nunca había sido una gran cocinera, pero al principio todos nos esmerábamos por preparar platos innovadores, por lo que alguna cosa sabía hacer. Últimamente ella solo comía cosas preparadas, pero tal vez eso hubiese cambiad-

-Pizza -respondió al instante, cortando mi pensamiento.

Resoplé, contrariado.

-¿Y qué hacías en mi habitación? -inquirí.

Ella desvió la mirada. Parecía sentirse culpable.

-Hacer tu cama -respondió con un hilo de voz.

Si acababa de hacer mi cama y solo había hecho eso y barrer… Me rasqué la cabeza, algo incómodo. Le iba a tener que preguntar si lo había dejado todo para el último momento, lo que era muy probable. Y si era así, seguramente se habría pasado toda la mañana sin hacer nada, como siempre. Noté como se me revolvía el estómago, molesto.

-¿A qué hora has barrido? -pregunté.

Ella no respondió, se me quedó mirando con ojos de pena.

-Justo antes de hacer las camas, ¿verdad? -aventuré.

Ella asintió con la cabeza. Estaba irritado, Verónica no estaba cumpliendo su parte… y no solo eso, había intentado engañarme.

-Ven aquí -le pedí.

Ella se acercó a pasitos cortos, muy recta. Alargué la mano y le toqué el cabello. Seguía húmedo, hacía poco que se había duchado.

-Has estado toda la mañana en pijama -la acusé.

Ella desvió la mirada y no respondió, pero su expresión lo confirmaba.

-Pensaba que teníamos un trato -le dije con voz dolida-. Y que yo recuerde el trato no incluía que estuvieses toda la mañana sin hacer nada.

-Pero sí que he hecho cosas -se quejó con los ojos vidriosos.

Aquello me sorprendió.

-¿Qué cosas? -inquirí- Barrer el suelo y hacer las camas lo has hecho ahora, no esta mañana.

Aquello pareció avergonzarla.

-He estado… informándome -murmuró.

No me dio tiempo a preguntarle nada. Sin decir palabra, Verónica entró en su habitación y volvió con su ordenador portátil y me lo dejó sobre las piernas. Tenía el navegador abierto, con una docena de pestañas activas.

-Vaya… -murmuré al ver que contenían.

Era cierto que había estado ocupada, aunque ciertamente no haciendo cosas. “Como poner la lavadora”, “como planchar”, “ser ama de casa”, “trucos para mantener tu casa limpia”, “para que sirve cada producto de limpieza” … joder, incluso “como barrer bien el suelo”.

-Muchas de estas cosas ya las sabías -comenté, extrañado-. Llevamos años viviendo juntos y te he visto poner lavadores y barrer el suelo un montón de veces.

Ella se encogió de hombros.

-Por si acaso lo estaba haciendo mal -se excusó.

Podía ser cierto, no lo negaba, pero me daba la sensación de que estaba ocultando algo. Tal vez había abierto todas esas páginas para impresionarme, pero en realidad se había pasado todo el día sin hacer nada. Y había una forma sencilla de averiguarlo.

-No te importará que eche un vistazo a tu historial, ¿no? -pregunté.

Ella se puso un poco pálida e hizo un gesto para recuperar su portátil, pero yo alce una mano y ella se detuvo.

-Ahí quieta -gruñí, ya seguro de que ocultaba algo-. Vamos a ver qué más has estado haciendo.

Ella tragó saliva, pero permaneció en su sitio. Con un clic, abrí el historial y vi los enlaces a los que había accedido… Solté una carcajada: lo reconozco, no esperaba aquello. “Cómo complacer a un hombre en la cama”, “sexo oral sin arcadas”, “como evitar que duela el sexo anal”, “las mejores posturas para el sexo” … y un largo etcétera. La verdad, me quedé a cuadros. Al parecer, después de hacer una búsqueda bastante extensiva se había puesto a ver porno y después de eso era cuando se había puesto con los temas de limpieza y cuidado del hogar.

-Vaya -comenté, sorprendido. A pesar de que había estado un buen rato surfeando por internet sin más, debía haber estado una considerable cantidad de tiempo con su “investigación”. Se lo había tomado razonablemente en serio.

Verónica se moría de vergüenza, pero seguía en pie junto al sofá, sin moverse.

-Así que informándote, ¿eh? -me burlé- ¿Has aprendido mucho?

Verónica se encogió de hombros. Estaba roja como un tomate y no se atrevía a mirarme. Sin poder borrar mi sonrisa, repasé de nuevo el historial. Se apreciaba un cambio brutal de temática en un momento clave: de una página de videos porno había pasado a una con “consejos para mantener limpia la casa”.

-¿Te has corrido esta mañana? -inquirí con curiosidad.

Verónica vaciló un instante, pero finalmente asintió con la cabeza. Parecía sentirse culpable.

-Me alegro -afirmé.

Ella pareció sorprenderse. ¿Se pensaba que solo se podía correr si yo se lo permitía? Era algo fácil de suponer tras lo que había pasado el día anterior. La idea de poder decidir cuándo podía ella llegar al clímax resultaba atractiva… Tal vez en el futuro me lo plantease, pero no quería agobiarla con demasiadas cosas a la vez. Por ahora, me alegraba que tuviese lívido como para decidir darse placer sin que yo se lo pidiese, cosa que hasta ese día no parecía capaz de hacer.

-Si has recuperado el apetito sexual es que todo esto te está sentando bien, ¿no? -comenté- Me alegro un montón por ti, de verdad.

Verónica sonrió y pareció ganar algo de confianza. Me incorporé y le hice hueco.

-Siéntate -le pedí-. Vamos a ver qué has estado aprendiendo.

Abrí uno de los enlaces del historial y el navegador me dirigió a una página porno. Los dos vimos juntos como, tras unas excusas bastante pobres, una chica con unas tetas increíbles se la mamaba a un afortunado con bastante destreza. Verónica a mi lado tragó saliva, pero no dijo nada mientras el vídeo continuaba. Reconozco que aquello me excitó. La miré de reojo, pero estaba muy atenta y no se dio cuenta. Lo cierto era que Verónica no era fea y aquel “uniforme” tan ceñido resaltaba las curvas de su cuerpo y la favorecía mucho.

-Vas a estar más cómoda encima de mí -comenté, no sin falta de intención-. Ven.

La atraje hacia mí y, con su colaboración, me la coloqué encima, con sus piernas bien abiertas reposando sobre las mías.

-No apartes los ojos del vídeo -le ordené-. Quiero que estés bien atenta.

Deslicé mi mano entre sus muslos lentamente, bajo las mallas. Noté como su cuerpo se tensaba, pero no dijo una palabra ni se resistió. Al rozar su coño, estaba húmedo.

-¿Te ponen las mamadas? -pregunté mientras empezaba a acariciarla.

Ella se encogió de hombros y acomodó mejor su culo sobre mi polla, mientras se dejaba tocar. Mis dedos la exploraban por primera vez y fui tanteando sin prisa. A ella parecía gustarle lo que le hacía, porque se humedeció aún más.

-No me has respondido -insistí-. ¿Te ponen las mamadas?

-Me ponen -respondió tras un instante, con un hilo de voz. Su respiración se aceleraba poco a poco.

Yo no me creía que le pusieran, la verdad. Suponía que era algo que decía para complacerme, pero que lo dijese porque yo se lo hubiese pedido me gustaba.

-Fuera el top y las mallas -le dije.

Ella se giró y me miró a los ojos y yo le devolví la mirada con decisión. Se sacó el top por la cabeza, luego se levantó y se quitó las mallas. No llevaba sujetador, pero si bragas.

-¿Me las quito también? -preguntó, indecisa.

Negué con la cabeza.

-No, quiero que las empapes bien -respondí mientras volvía a atraerla hacia mí.

El video continuó y también lo hice yo, sin prisa. Con la mano que tenía libre empecé a amasarle los pechos. Eran una gozada, la verdad: no eran muy grandes, apenas me abarcaban la mano, pero eran… pesados. Tenían un tacto increíble y cuando los estrujaba podía sentir la resistencia de su carne. Eran unas tetas con las que daba ganas jugar, aunque no creía que pudiese hacerme una cubana con ellas. Tanto daba, había muchas otras partes de su cuerpo que podía disfrutar con mi polla, reservaría sus tetas para mi boca y mis manos.

-Estate muy atenta a lo que hacen en el vídeo -indiqué-. En cuanto acaben, te toca a ti.

Verónica jadeaba y no dio muestras de haberse enterado.

-¿Me has oído? -pregunté.

Ella asintió. Su pelvis se movía al compás de la mano que tenía en su entrepierna.

-¿Qué vas a hacer en cuanto termine el vídeo? -inquirí.

-Darte sexo oral -dijo con un suspiro.

Joder, que fina era. ¿Cómo podía darle vergüenza decir aquello cuando estaba DESNUDA, viendo porno mientras la masturbaba?

-Comerme la polla -apunté-. Dilo.

-Comerte la polla -repitió.

-Te encanta -comenté.

Ella asintió mecánicamente con la cabeza.

-Dilo -insistí.

-Me encanta -repitió sin convicción.

Yo le pellizqué un pezón y ella soltó un grito de sorpresa.

-Dilo todo -le ordené.

-Me encanta… comerte la polla -murmuró.

En parte me hacía gracia, pero también me frustraba. ¿Cómo podía ser tan cortada? A aquellas alturas, lo normal habría sido que hubiese estado chillando guarrerías.

-Repítelo -la presioné.

Ella tragó saliva y me miró a los ojos. Decir aquello la incomodaba y me pedía sin palabras que lo dejase correr… pero no iba a permitirlo. Le metí dos dedos dentro del coño y empecé a masturbarla con fuera. Ella gimió y se arqueó.

-Repítelo -insistí.

-Me encanta comerte la polla -dijo entre jadeos.

Sonreí, pero no era suficiente.

-Más alto -inquirí.

-Me encanta comerte la polla -repitió, por fin en un tono de voz normal.

Habría seguido insistiendo hasta que lo gritase, pero justo entonces el hombre del vídeo se corrió en la cara de ella.

-Me parece que te toca -comenté mientras sacaba mi mano de su entrepierna. La ayudé a levantarse, me sequé los dedos en la parte trasera de sus bragas y paré el vídeo, que continuaba con otra escena.

Se giró y se arrodilló frente a mí, pero yo negué con la cabeza.

-Túmbate aquí a mi lado, boca abajo -le pedí.

Ella asintió y se tumbó en el sofá. Su cabeza quedaba a la altura de mi polla, claro está. Se apoyó con los codos para ganar algo de altura y empezó a lamérmela. Deslicé una mano bajo su pecho y seguí amasándoselo, mientras que la otra la dejé reposando sobre su nuca, con los dedos enredados en su pelo.

-Así, muy bien -murmuré-. Lámela a fondo.

Ella obedeció, haciendo ahora círculos con su lengua alrededor de mi miembro, luego desde la base hasta la punta, luego solo la punta y vuelta a empezar. Cuando la tuve lo bastante dura, la presioné con la mano que tenía en su pelo y Verónica, solícita, empezó a chupármela.

-Así, muy bien -repetí.

Le solté el pecho y puse la mano también en su cabeza, pero sin empujar, sencillamente dejándolas reposar, sabiendo que en cualquier momento podía tomar las riendas. Su técnica no había cambiado nada, aunque tampoco se podían esperar milagros después de ver un par de vídeos. No lo hacía del todo mal, pero podía mejorar mucho. Cada vez que intentaba comérmela hasta el fondo su cuerpo se arqueaba y parecía que iba a vomitar, lo que me incomodaba un poco.

-Vas a tener que practicar mucho para dejar de tener arcadas -comenté.

Ella no hizo comentarios y siguió a lo suyo. ¿Me estaba ignorando porque le incomodaba los comentarios que hacía? No podía esperar que saliese de ella corregir su actitud, se había hundido ella sola precisamente porque no sabía resolver ni afrontar sus problemas. Tendría que ser yo quien tomase la iniciativa.

-Respóndeme cuando te hablo -la reprendí mientras le daba un golpecito en la nuca.

Verónica alzó la cabeza, desconcertada. Le surcaban las mejillas unas finas lágrimas, fruto de las arcadas, que le habían corrido parte de la sombra de ojos. Tenía un aspecto desvalido.

-Lo siento -murmuró en tono neutro.

Resoplé, divertido: me estaba siguiendo la corriente. En parte me gustaba porque le hacía lo que le pedía, pero en parte me irritaba porque era falso. Traté de no pensar en ello.

-No pasa nada -respondí mientras le limpiaba la mejilla-. Sigue.

Volví a enredar mis dedos en su pelo y la guié de nuevo hasta mi polla, pero tampoco entonces la dirigí, dejé que llevase ella las riendas. No quería que fuese una espectadora en todo aquello, ni que “se dejase hacer”. Quería que se esforzase por complacerme y lo cierto era que lo estaba haciendo. Volvió a intentar comérmela hasta el fondo y de nuevo todo su cuerpo se arqueó. Aquello me ponía nervioso.

-Estás demasiado tensa -comenté-. Tienes que relajar la garganta.

Ella paró de moverse y me miró a los ojos, sin saber muy bien cómo reaccionar. Parecía un poco desorientada por mis constantes interrupciones.

-¿No me das las gracias por el consejo? -bromeé.

Verónica se sacó mi polla de la boca y me dio las gracias con sequedad. Yo volví a resoplar, aun con aquellos sentimientos encontrados: era increíble lo rápido que me estaba dejando tomar el control sobre ella, aun a pesar del trato: no parecía costarle nada cumplir todo lo que le pedía… Pero el hecho de que no pudiese evitar hacerme ver que lo que me decía era falso me impedía disfrutar totalmente de la situación. El problema no parecía ser que no quería seguir mis instrucciones, pero algo le pasaba y me propuse averiguarlo.

-Te has adaptado muy rápido a esta situación -observé, dispuesto a llevar aquello cada vez más lejos-. Nunca te ha gustado tomar decisiones o tener que tomar la iniciativa... En realidad, te gusta que te digan que tienes que hacer, ¿verdad?

Verónica carraspeó, incómoda, pero no dijo nada. Era normal que encontrase el comentario ofensivo, pero el hecho de que no respondiese al instante no hacía otra cosa que reforzar mi observación. Tendría que presionarla aun un poco.

-Dilo -insistí, impetuoso-. Di que no te gusta tomar decisiones.

Ella se incorporó para poder mirarme sin estar en una posición rara. Sus ojos me pedían de nuevo que lo dejase estar, pero yo no quería que se escabullera. Tenía la intención de que la “relación” que habíamos empezado se consolidase, así que no debía flaquear: las reglas debían quedar claras desde el principio. Arqueé las cejas y le mantuve la mirada, para que entendiese que no iba a ceder.

-No te gusta tomar decisiones -repetí con firmeza-. Es un hecho. ¿Lo niegas?

Verónica empezó a hacer un movimiento de cabeza, casi imperceptible, pero se detuvo, vacilante. Intentó desviar la mirada, pero yo la sujeté por la barbilla y la obligué a mirarme.

-No te gusta tomar decisiones -dije de nuevo, tajante-. Sabes que es verdad, así que dilo en voz alta. Sé sincera contigo misma.

Ella tragó saliva, amedrentada, pero siguió sin decir nada. Lo estaba pasando mal, parecía asustada. ¿Me estaría pasando? ¿Estaba pidiendo demasiado de ella? Tal vez me estaba equivocando al suponer que ella también quería esto: al fin y al cabo, no hacía ni 24 horas que toda esta historia había empezado, Verónica debía estar tan confusa como yo, seguramente más. Me rasqué la cabeza, sintiéndome culpable. Estaba muy excitado y eso no me dejaba pensar con claridad.

-No debería presionarte tanto -me disculpé, intentando levantarme-. Perdona.

Verónica me retuvo y negó con la cabeza.

-No te disculpes -murmuró, haciendo de tripas corazón-. Tienes razón.

Se limpió como pudo las lágrimas, aunque solo consiguió mancharse las manos y extender el maquillaje. Cerró los ojos y durante unos segundos se quedó inmóvil, haciendo acopio de valor.

-No me gusta tomar decisiones -admitió al fin, con voz neutra.

Aquello me levantó el ánimo. Estaba claro que, por lo menos un poco y a pesar lo tensa que se ponía cuando tenía que decir algo en voz alta, ella también quería esto. Tal vez solo lo quisiese para evitar la situación en la que estaba antes, pero evidentemente estaba haciendo un esfuerzo para que funcionase, o no estaría casi desnuda comiéndome la polla cuando, en teoría, solo éramos compañeros de piso. ¿Entonces cuál era el problema?

-Hay mucha gente a la que no saber lo que tiene que hacer la hace sentirse perdida -comenté, tratando de ser suave para que no se agobiara más-. Es normal que, si tú misma no sabes que debes hacer, busques a alguien o a algo que te lo diga.

Ella asintió, pensativa. Este acercamiento parecía más efectivo… pero yo no quería tener que ser delicado con ella para que hiciese lo que yo le ordenase. Quería que ella me obedeciese sin rechistar, por muy brusca que fuese la orden. Aún quedaba un largo camino para eso y ni siquiera sabía si saldría bien, pero si no lo intentaba, con toda seguridad nunca lo conseguiría.

-Pues si eso es verdad, dilo -insistí-. Di que te gusta que te digan que es lo que tienes que hacer.

Permaneció callada, vacilante. Apreté los dientes, frustrado. ¿Tal vez era que todo aquello tenía connotaciones negativas para ella? ¿Se estaría preguntando qué pensarían los demás si se enteraban de las cosas que le hacía hacer y decir? Su reputación se desplomaría seguro. Era razonable suponer que eso era lo que la preocupaba, que alguien pudiese enterarse y juzgarla. Y eso explicaba porque le costaba tanto DECIR guarradas: una cosa era hacer todo lo que yo le pidiese para tener un techo donde vivir y otra muy distinta era disfrutar haciéndolo.

-Mira, Verónica, esto no va a funcionar si no eres sincera contigo misma -le expliqué-. Nadie tiene por qué enterarse de nuestro “trato”, y mucho menos cómo te sientes respecto a él: cada cual tiene su vida privada y hace con ella lo que quiera. Yo no voy a pensar menos de ti porque digas en voz alta lo que has admitido que piensas, y tampoco voy a decírselo a nadie, porque no tengo derecho a hacerlo si tú no quieres. Así que esto es entre tú y yo.

Ni con esas cambió Verónica de parecer. Siguió mirándome con ojos inquietos, procesando todo lo que yo le había dicho.

-No te estoy pidiendo que te pongas un traje de látex y salgas a desfilar por la calle anunciándolo -insistí-. Te pido que aquí, entre tú y yo, admitas que te gusta que te digan lo que tienes que hacer, que el no tener que decidir te alivia. Y eso no es negociable.

Por fin, mis palabras parecieron hacer algo de mella en ella.

-Me gusta saber qué es lo que tengo que hacer… -admitió con un hilo de voz.

Ella misma pareció darse cuenta de lo comedido e insuficiente que resultaba su confesión y, una vez superado el primer obstáculo, pareció ganar un poco de empuje.

-Me gusta saber qué es lo que tengo que hacer -dijo un poco más alto, pero aún en voz baja.

Yo sonreí satisfecho, casi orgulloso. Aquello era un paso enorme o eso me parecía. Me hinché de euforia.

-Repítelo -insistí-. Di que te encanta hacer lo que te pido.

Ella resopló, frustrada. En seguida me di cuenta de que lo había llevado demasiado lejos: la poca determinación que había conseguido reunir, de nuevo hecha pedazos.

- ¿Qué más te da que lo diga o no? -se quejó- Ya lo sabes, no necesitas oírmelo decir todo el rato.

Yo negué con la cabeza, obtuso. Casi lo había conseguido, pero al parecer de nuevo se me escapaba. No iba a lograr nada si no era yo el que insistía, así que cuanto antes, mejor. Aunque, la verdad, sentí que toda aquella situación podía no salir bien.

-No es cuestión de si lo necesito o no -objeté-. Quiero que lo digas porque me encanta oírlo, igual que me gusta que me la comas. Así que dilo.

Ella se mordió el labio, pero no duró mucho su indecisión.

-Me encanta hacer lo que me pides -dijo secamente.

Yo alcé las cejas, insatisfecho. Verónica puso una mueca, incómoda, consciente de lo poco convincente que había sonado.

-Lo siento, no puedo -se disculpó, irritada-. Todo esto me resulta raro, no me sale natural.

-Es que no es cuestión de que finjas -le expliqué-. Lo que has dicho antes me ha encantado porque sabía que lo decías de verdad, esto se nota que no. Hay un montón de cosas que se nota que no dices con sinceridad.

Ella se rascó la mejilla, algo menos animada.

-No puedo hacer que me guste porque sí… -se defendió-. Igual que darte sexo oral. No es que me disguste, pero tampoco me encanta, como me has hecho decir.

Yo sacudí la cabeza, consciente de que ella estaba siendo razonable. Yo no podía decidir sus gustos, eso estaba claro. Pero sí que podía intentar hacérselo ver desde otro punto de vista.

-No es cuestión de que esas cosas físicamente te den placer -argumenté-. Piensa en cómo te sentías antes de empezar esto, cuando todo dependía de ti.

Verónica puso una mueca, como si le hubiese golpeado en una herida abierta. Aún era pronto para tratar ese tema, pero era necesario tocarlo para lo que le quería hacer ver.

-Hay gente que lleva mejor la toma de decisiones y hay gente que lo lleva peor, y tú eres de ese segundo grupo y por eso acabaste como acabaste -continué-. Pero ahora eso ya no tiene por qué ser así, porque da la casualidad de que, a cambio de seguir viviendo aquí, tú me has cedido ese control, ¿no es cierto?

Ella dudó un instante, pero al final asintió. Tuve la tentación de pedirle que lo dijese en voz alta, pero al final decidí que no era el momento adecuado, con su asentimiento de cabeza sería suficiente.

-Cualquier decisión que yo tome por ti es una menos que tienes que tomar por ti misma -razoné-. Adaptarte a esta nueva situación te ha costado tan poco precisamente por eso, porque en realidad no te gusta tomar decisiones de ningún tipo. Para otra persona el trato que has hecho sería imposible, pero a ti, en el fondo, te alivia poder dejarte llevar.

Ella parecía seguir mi línea de razonamiento, pero no asintió esta vez. Se me quedó mirando, como petrificada. Como si, en el caso de admitirlo, perdiese.

-Se sincera conmigo -le pedí-. Cuando te mando algo y lo cumples… ¿no te sientes mejor?

Verónica suspiró.

-Un poco -admitió a regañadientes-. Pero eso no hace que me guste especialmente lo que me pidas y no hace que me encante que me des órdenes.

Se quedó pensativa, como si algo la turbase. Tenía la mirada triste.

-Es solo que… -murmuró, abatida-. Yo sola me siento perdida. No me siento capaz de hacer nada útil por mí misma, es como si estuviese rota.

Aquello me partió el alma. Era perfectamente consciente de que si su situación no hubiese llegado a un extremo tan preocupante no habría aceptado… lo que fuese esto. Muy a mi pesar y para disgusto de mi polla, mi conciencia no me permitía dejarla hecha un trapo solo para conservarla.

-Incluso cuando sigues unas instrucciones estás DECIDIENDO seguirlas -argumenté, tratando de animarla-. Lo haces por un motivo.

Por desgracia, aquello no pareció ayudarla. Ambos nos quedamos callados. Supongo que ella no lo pensaba así, aunque así fuera.

-¿Por qué haces esto? -pregunté para romper el silencio- Podrías haber seguido sin hacer nada.

Ella sorbió los mocos.

-Porque no sé qué más hacer -respondió amargamente.

Yo negué con la cabeza, estaba esquivando la pregunta. Tendría que sacar la artillería pesada.

-¿Y por qué esto es mejor que la situación anterior? -insistí- No lo digo para molestarte, pero fíjate en los hechos: sigues sin trabajar, ni estudiar. Sigues viviendo aquí sin pagar alquiler. Sigues sin salir a la calle más que para lo imprescindible. Ya no tienes amigos ni te hablas con tu familia. Así que dime, ¿Qué ha cambiado?

 Aquello realmente le hizo daño. Verónica se tapó la cara con las manos y sollozó. Estaba temblando… parecía a punto de romperse en mil pedazos. Aunque me había dado la impresión de que ya llevaba mejor su situación, en realidad parecía que seguía al borde del abismo.

-Yo… yo… -balbuceó-. No quiero ser una carga para nadie. No sé qué más hacer.

Me había pasado. La agarré de los hombros con suavidad y ella levantó la cabeza, hecha un mar de lágrimas.

-No eres una carga -le aseguré-. Ya no. Pagas tu estancia aquí con el pacto.

-Pero me pides cosas que no sé cómo cumplir -se lamentó ella con lágrimas en los ojos-. No sé cómo hacer que me encante que me des órdenes, ni darte sexo oral, ni muchas otras cosas que me acabarás pidiendo. Y por mucha palabrería o psicología barata que uses, eso no va a cambiar.

Yo le acaricié el brazo, tratando de reconfortarla. ¿Psicología barata? Auch.

-Si yo te ordenase que siguieses como antes, sin hacer nada, ¿cómo te sentirías? -pregunté- ¿Te haría sentir bien?

Verónica negó con la cabeza.

-Sentiría que te estoy estafando -respondió.

Qué chica más honrada… ¿Cómo había acabado una persona así en una situación tan fea?

-Y cuando te digo que me comas la polla, ¿te hace sentir mal? -continué.

Ella lo pensó un poco, pero volvió a negar.

-No. Sabía dónde me metía, no soy estúpida -aseguró-. Pero eso no significa que me guste hacerlo ni decirlo en voz alta.

 Ya había recuperado algo de su compostura, aunque todavía estaba afectada.

-Si lo único que te importase fuese cumplir el trato, te alegrarías de que te pidiese que no hicieses nada -le hice ver-. Eres una persona honrada, Verónica, y por eso te sientes mal cuando haces daño a alguien o te aprovechas de los demás. Por eso te cuesta tanto fingir lo que te pido, porque sientes que no es justo para mí.

Por supuesto era una conjetura, pero encajaba con lo que había ido aprendiendo de ella, sobretodo en cómo estaba encarando este tema. Por fin parecía estar empezando a entender el problema de mi compañera de piso.

-No quiero sentir que te estoy engañando, bastantes problemas te he causado ya -me confirmó-. Pídeme que friegue el suelo, o dime que ropa debo ponerme, o hazme comerte la polla, y lo haré. Pero no me pidas que te diga cuanto me gusta hacer esas cosas, porque no puedo.

Ella no tenía un problema con el trato, eso estaba claro. Al parecer, lo que la preocupaba era no ser capaz de cumplirlo y eso la bloqueaba. Era una persona realmente insegura y el simple hecho de poder fracasar la paralizaba.

-No te gustan esas cosas en sí, lo admito -dije-. Pero lo que sí que te gusta es poder agradecerme vivir aquí, poder compensármelo. Del mismo modo que no te gusta perder dinero, pero con gusto pagas por comida en vez de robarla o compras una entrada para ir al cine en vez de colarte.

Verónica permaneció en silencio. Abrió un poco la boca y entrecerró los ojos, tratando de procesar lo que le había dicho. Yo seguí hablando.

-Por eso, no es mentira que te encante hacer lo que te pido -le hice ver-. Porque lo importante no es que te guste la acción en sí, lo importante es que te sientas bien por cumplir tu parte. Y sé que te gusta cumplir, porque, como ya he dicho, eres honrada.

Solo era cuestión de perspectiva, de verlo desde otro punto de vista. Y, por la forma en que Verónica me estaba mirando, por fin había encontrado una forma de que lo entendiese. Una forma de que esa ansia tan grande de agradar y de no importunar a nadie que la tenía encadenada fuese su motor para seguir adelante.

-¿Entonces…? -tanteó ella, pidiéndome que le diese algún tipo de conclusión.

Busqué un resumen claro de la idea, tanto para aclarárselo a ella como a mí mismo.

-Tu parte no es hacer lo que yo te diga porque sí -le expliqué-. Tu parte es hacer las cosas que a mí me gusten. Y precisamente serán esas cosas las que te pediré, esa la moneda con la que me pagas, no me estás estafando.

Verónica se rascó la nariz mientras trataba de digerir mis palabras.

-Supongo que se puede ver así… -murmuró, algo aturdida.

Se pasó unos segundos mirando al vacío, cavilando.

-¿Eso es lo que quieres de mí, entonces? -me preguntó, dubitativa- ¿Qué disfrute complaciéndote?

Yo negué con la cabeza.

-No, tu parte del trato solo es complacerme -le expliqué-. Pero fuera de nuestro pacto, y aunque no puedo obligarte, me encantaría que disfrutases sabiendo que estás cumpliendo tu parte y que haciendo eso ya no eres una carga.

Yo sabía que ella quería complacerme, porque quería complacer a todo el mundo… excepto a sí misma. Y eso era lo que tenía que entender, que ella también merecía estar bien.

-Yo… -murmuró ella.

-¿Podrás hacerlo? -la interrumpí- ¿Podrás dejar de fustigarte, ahora que ya no hay absolutamente ningún motivo?

Y eso fue lo que necesitaba: dejó escapar todo el aire de sus pulmones muy despacio, aliviada, como si le hubiesen quitado una pesada losa de la espalda después de mucho tiempo.

-Podré -me aseguró, con voz afectada-. Lo intentaré.

Me miró con resolución.

-Es precisamente lo que quiero -confesó-. Hacer las cosas como tocan y dejar de sentirme mal.

Sonreí de oreja a oreja y asentí. Verónica me respondió con una sonrisa algo más tímida. Solo quedaba la prueba de fuego.

-Si ya está claro, demuéstramelo -le pedí-. Di que te gusta que te diga lo que tienes que hacer.

No dudó ni un instante.

-Me gusta que me digas lo que tengo que hacer -repitió-. Porque así sé que es lo que quieres que haga.

Aquellas eran las palabras mágicas. Mi pene volvió a la vida

-Me encanta que digas eso -comenté, eufórico-. Repítelo.

Verónica respiró hondo y me miró con fuerza a los ojos. Iba recuperando mi erección.

-Me gusta que me digas lo que tengo que hacer -repitió con calma.

Ya la volvía a tener dura. ¿Por qué coño me excitaba tanto toda aquella sensación? ¿Tendrían todos los hombres ese deseo oscuro de dominar a las mujeres, de que se entregasen por completo? Desgraciadamente no podía hablar por todos ellos, pero mi cuerpo me confirmaba que en mi caso era cierto.

-Di que te encanta -le pedí.

-Me encanta que me digas lo que tengo que hacer -dijo ella, sin vacilar-. Me encanta complacerte. Lo repetiré las veces que quieras y de la forma que quieras.

Me cago en la puta, ni en mis más húmedos sueños habría imaginado algo así… ¡Y estaba pasando!

-No sabes lo que me pone todo esto -me sinceré-. Es lo más sexy que he oído nunca.

Ella compuso una sonrisa cansada, como si fuese un chiste que ya no quería oír.

-¿Qué quieres que haga? -preguntó con voz suave-. Haré todo lo que me pidas, ya lo sabes. Haré lo que sea para complacerte. Es la única moneda que puedo ofrecerte, por desgracia.

De nuevo, aquella inseguridad. El enemigo número uno de Verónica era ella misma.

-Pues no cambiaría esa moneda por dinero -le aseguré, y era verdad.

Ella soltó una carcajada amarga, como si dudase de mi sinceridad. La magia rota de nuevo.

-Eso dices ahora, porque toda esta situación es una novedad -objetó-. Pero te cansarás de mí.

Yo negué con la cabeza y ella resopló.

-“En tiempos de guerra, cualquier agujero es trinchera” -musitó antes de darme tiempo a decir nada.

Me molestó que diese a entender que solo estaba interesado en ella porque hacía mucho que no follaba. Seguramente pensaría que no era atractiva, cuando en realidad no estaba nada mal. Tampoco parecía apreciar lo irresistible que me resultaba que fuese a aceptar hacer todo lo que le pidiese. Irónicamente, justo esa incertidumbre que a ella la paralizaba, ese no saber si algo te va a explotar en la cara, era lo que ella había quitado del medio cuando había aceptado hacer cualquier cosa. Adiós al temor a ser rechazado, adiós a quedarse con las ganas o a tener que conquistarla para cada encuentro sexual. Era como un sueño.

-Me das el paraíso y aún te parece poco -me lamenté.

Verónica no dijo nada, pero le brillaron un poco los ojos. Aquello le había gustado.

-Te lo digo en serio -insistí, al ver que surtía efecto-. Hasta que no se me caiga el pene a trozos no te voy a dar tregua.

Ella desvió la mirada, ruborizada… pero ya no tenía los ojos tristes. Incluso parecía estar sonriendo un poquito.

Suspiré teatralmente, como si me rindiese.

-Está bien, tú ganas -bromeé-. Si no te lo puedo demostrar con palabras, tendré que pasar a la acción.

Sin esperar respuesta, me puse en pie delante de ella, con la polla al aire apuntando a ella. Verónica me miró a los ojos y enarcó una ceja, entre divertida y avergonzada.

-¿Y qué vas a hacer? -preguntó.

La magia fluía de nuevo.

-¿Yo? -dije, fingiendo que me extrañaba- Yo nada.

Moví el pene de lado a lado para captar su atención y sus ojos resbalaron hasta mi entrepierna. No había que ser muy listo para entender lo que quería de ella.

-¿… y yo qué tengo que hacer? -preguntó ella, algo más cómoda.

-¿No lo sabes? -bromeé.

Verónica se encogió de hombros.

-Tengo mis teorías -comentó.

-¿Implican esas teorías comerme la polla? -le pregunte de golpe, con una sonrisa.

Verónica soltó una risotada… y asintió lentamente. Parecía que nuestra conversación había dado sus frutos. No sabía si aquella actitud duraría, pero no pensaba desaprovechar la oportunidad.

-Di que quieres -insistí-. No asientas sin más, dímelo.

Ella se mordió el labio, pero su indecisión no duró mucho.

-Me encantaría comerte la polla -anunció-. No hay nada que desee más en este momento.

Yo bufé, sorprendido, y Verónica sonrió complacida. ¿Podría ir un poco más lejos…?

-No sé, no me convences -la piqué-. Tendrás que esforzarte más.

Ella se levantó del sofá y se puso de rodillas frente a mí. Tardó un poco en encontrar las palabras, pero valió la pena la espera.

-Por favor, déjame comerte la polla -me pidió-. Déjame practicar con ella… tengo mucho que mejorar.

La verdad, me quedé con la boca abierta. No esperaba un cambio tan brusco en su comportamiento y menos tan rápido. No se podía decir que me desagradara, pero no supe cómo reaccionar.

-Te lo ruego -siguió, mientras reducía la distancia que nos separaba a apenas unos centímetros-. Déjame comértela.

Empezó a lamérmela lentamente y yo no me resistí. Esperaba que continuase al poco, pero siguió lamiéndomela, sin dejar de mirarme a los ojos.

-¿A qué esperas? -pregunté, confuso.

Ella sonrió, con la polla pegada a la mejilla.

-No puedo hacerlo sin tu permiso -explicó con una sonrisa pícara.

Solté una carcajada, sorprendido. Se había desinhibido mucho. Sin esperar un segundo más, la agarré de la cabeza y le metí la polla en la boca de una sola embestida. Ella tuvo un espasmo cuando mi miembro chocó contra su garganta y se apartó por puro instinto, sacándosela de la boca. Jadeó y me miró a los ojos, sorprendida.

-No me lo esperaba -se defendió-. Has sido muy bruto.

Yo sonreí al ver que en el fondo no se lo había tomado mal y al ver el esfuerzo que estaba haciendo por agradarme. Aquello me ponía de buen humor, así que decidí tomar yo el control.

-Las manos a la espalda -le solté, ignorando su comentario.

Verónica me estudió un instante, pero cumplió sin rechistar y cruzó los brazos en la espalda. Cogí su top deportivo, que estaba por el suelo, y le até las muñecas como pude con un nudo doble. Ella tragó saliva, pero no hizo ningún comentario.

-¿Preocupada? -pregunté al ver su expresión.

-Preferiría no vomitar, la verdad -se sinceró, sabiendo lo que venía-. Pero aguantaré todo lo que pueda.

Yo dirigí su cabeza hasta mi polla y se la restregué por la cara. De verdad que aquello era el cielo.

-Empezaré lento -le concedí.

Ella asintió y abrió la boca, dispuesta. Como había prometido, le metí la polla despacio, dejando que deslizase por su lengua… Seguí entrando hasta que la punta chocó con la entrada a su garganta y solo entonces paré. Ella se tensó, tratando de contener las arcadas. Esperé unos instantes y la saqué también muy despacio. Cuando estuvo fuera del todo, Verónica respiró hondo. Le caía una solitaria lágrima por el lacrimal, nacida del acto reflejo.

-Esa es la peor parte, la entrada a la garganta -me explicó con voz pastosa-. Si pasa ese punto, ya es tan difícil.

-Ayer pasaste ese punto -observé-. Te la metí entera.

Ella asintió mientras carraspeaba.

-Para mí es más fácil si pasas rápido, la arcada es corta -me dijo-. El problema es si pasas lento o pasas muchas veces seguidas, al final no me puedo aguantar las náuseas…

 Carraspeó de nuevo y escupió una flema.

-Qué guarra -bromeé.

-Luego lo limpio -comentó sin darle importancia, ya con la respiración más calmada-. Métemela otra vez. Tengo que mejorar.

Yo sonreí, gratamente sorprendido ante la proposición.

-¿Cómo se pide? -canturreé.

Ella resopló contrariada, pero me miró a los ojos y compuso su mejor cara de súplica.

-Por favor, déjame comerte la polla -me pidió-. Métemela hasta la garganta…

Yo me reí y, a la misma velocidad que antes, deslicé mi miembro en su boca, dejando que lo saborease, dejando que tuviese tiempo para notar como se iba adentrando centímetro a centímetro, invadiendo toda la cavidad. Cuando me topé con la resistencia de su garganta dejé de hacer fuerza para seguir, pero mantuve cierta presión para que Verónica lo notase. Y lo notó: su cuerpo se tensó y se quedó como petrificada. Notaba su mandíbula dura como una piedra y poco a poco empezó a ponerse roja, pero aguantó sin dar muestras de náuseas. Al cabo de unos segundos interminables intenté echarme atrás porque me preocupaba que se quedase sin aire, pero ella acompañó el movimiento, haciéndome ver que quería seguir, así que se volví a presionarla.

-No te vayas a ahogar, ¿vale? -comenté, nervioso.

Ella siguió inmóvil hasta que yo no pude aguantar más y saqué la polla de golpe. Verónica inhaló una rabiosa bocanada de aire y después otra. Dejó caer la cabeza hacia atrás y abrió la boca, su cuerpo aún tenso, ya con perlas de sudor en su frente. Le lloraban los ojos.

-Aún… podía… más -me aseguró entre jadeos.

Seguía con las manos atadas a la espalda, de rodillas, desnuda excepto por unas bragas empapadas de sus propios fluidos…

-Otra vez -insistió, aun casi sin aliento.

…pero aun así no parecía ni la mitad de desvalida que ayer, cuando se vino abajo y me confesó lo miserable que se sentía…

-Por favor, métemela otra vez -me rogó-. Por favor, ahora hasta el fondo.

…y era porque sonreía. Tal vez yo me estuviese aprovechando de ella o tal vez ella me estuviese utilizando para evadir sus problemas, no estaba claro… Pero ambos estábamos sonriendo y ayer ninguno de los dos lo hacía.

-Esta ya es prueba de examen -bromeé-. Espero que esté lista.

Le metí la polla hasta la entrada a la garganta. Ella se tensó, pero aguantó. Seguí presionando… y mi polla entró un poco más. Verónica no pudo controlarlo y se arqueó, pero no intentó apartarse. Seguí entrando despacio, disfrutando de la fricción de su garganta. El ruido que hacía ella al tragarse mi polla más allá de la cavidad de la boca era muy característico, como si se estuviese atragantando, pero no hacía nada para tratar de apartarse. Se lo estaba tomando realmente en serio. Mi polla siguió entrando hasta que su nariz chocó contra mi pelvis y ahí me quedé. La notaba muy caliente, completamente rodeada por la tierna carne de la boca de Verónica, era una sensación muy agradable, aun sin movimiento alguno.

-Estoy en la gloria -le informé-. Por mi te la dejaba ahí dentro todo el día, así que ya saldrás tú a por aire cuando te haga falta.

Cerré los ojos y dejé la mente en blanco, disfrutando sencillamente del calor y la suavidad de Verónica. Al cabo de más tiempo del que yo creí que nadie fuese capaz de aguantar sin respirar, ella se tiró bruscamente hacia atrás y cayó de culo contra el suelo, boqueando frenéticamente y tosiendo.

-Ah… ah…. Joder… -jadeaba.

Estaba empapada de sudor y ya no le quedaba ni rastro de la sombra de ojos en su sitio, tenía un aspecto realmente desastrado.

-¿Qué pretendías? -le pregunté con curiosidad-. La sensación es agradable, pero no merece casi ahogarse por eso.

Ella seguía respirando ruidosamente mientras parpadeaba sin parar para tratar de quitarse las lágrimas de los ojos.

-Quiero… saber… cuánto… -empezó a decir, pero se paró a respirar hondo-. Quiero saber… cuanto puedo… aguantar… sin respirar.

Se dio impulso como pudo y volvió a arrodillarse frente a mí. El pecho le subía y le bajaba a toda velocidad.

-Otra más -me dijo-. Por favor, otra más.

Yo negué con la cabeza, me estaba poniendo nervioso tanto ahogarse.

-No -le dije-. Vamos a probar otra cosa.

Verónica asintió varias veces, aún algo desorientada.

-Tú mandas -me aseguró.

Chasqueé la lengua y la cogí de un hombro. La guié hasta el sofá e hice que apoyase el cuerpo en el asiento, con las rodillas aún en el suelo, quedando yo a su espalda.

-Levanta el culo -le dije mientras le daba un suave cachete.

Verónica se incorporó a duras penas y levantó el trasero todo lo que pudo, hasta que quedó a mi altura. Le quité finalmente las bragas y se las dejé en los tobillos, revelando lo único de ella que aún no había visto. Tenía el coño rodeado de una buena cantidad de pelo oscuro y encrespado, estaba claro que no se había molestado siquiera en arreglárselo. Paseé mi mano derecha por sus nalgas y bajé sin prisa hasta sus labios.

-¿Hace cuánto que no follas? -le pregunté por curiosidad.

Ella resopló, resignada. Dos dedos de mi mano derecha ya acariciaban su vagina y se empapaban de fluidos.

-Mucho -me aseguró-. Pero aún me acuerdo de cómo se hace.

Con mi mano libre, la izquierda, le abrí las nalgas, revelando un pequeño círculo oscuro encima de su vagina, su ano. Tenía un poco de vello, pero apenas se notaba. Le puse le yema del dedo en el agujero y apreté un poco. Verónica se tensó y contrajo el culo, pero no se apartó. Incluso su vagina se contrajo, pero no dejé de tocarla.

-¿… y por aquí? -inquirí.

Ella giró la cabeza para poder mirarme a la cara.

-Por ahí… no lo he hecho nunca -me confesó, inquieta.

Volví a hacer presión con el dedo y ella se tensó aún más.

-¿Ni siquiera un dedo? -insistí.

Ella negó con la cabeza, cada vez más tensa.

-Nunca le he dejado a nadie -me aseguró con cautela.

Dejé de hacer fuerza y empecé a hacer círculos alrededor de su pequeño agujero. Le metí los dedos de la mano derecha dentro del coño muy despacio.

-¿A mí me lo vas a impedir? -la piqué, mientras empezaba a masturbarla.

Verónica empezó a jadear y negó con la cabeza.

-Hazme lo que quieras -respondió, aunque se notaba que estaba preocupada.

Yo sonreí, sin parar de tocarla.

-Buena chica -la felicité.

Saqué los dedos empapados de sus fluidos vaginales y empecé a lubricarle la entrada al ano. Con la otra mano le mantuve el culo bien abierto.

-Mastúrbate tú, pero no te corras -le ordené.

  Verónica obedeció y empezó a tocarse con calma. Poco a poco, fui haciendo círculos cada vez más pequeños alrededor de su ano, cada vez haciendo más y más fuerza… Tenía el dedo empapado y eso ayudó a que deslizara poco a poco dentro de ella, a pesar de lo rígida que se puso y como trataba de apartarse ligeramente. Pero mi persistencia dio sus frutos y el dedo entró hasta el fondo, donde lo dejé quieto. Verónica no paraba de tocarse y de jadear.

-¿Te ha dolido? -le pregunté.

Ella negó con la cabeza mientras respiraba pesadamente. Entonces giré el dedo dentro de su culo mientras lo sacaba ligeramente. Verónica se quedó sin aliento y se arqueó. Soltó un gruñido ahogado y vi que estaba mordiendo el sofá para no hacer ruido. Cada vez se tocaba con más ansia. Empecé a meter y sacar el dedo lentamente, sintiendo como cada vez mi compañera de piso ponía menos resistencia al empuje.

-¿Te está gustando, verdad? -observé.

Ella giró la cabeza para mirarme de nuevo. Estaba colorada y tenía la comisura del labio brillante por la saliva.

-Es… raro -respondió-. Pensaba que dolería más.

Yo me reí, acelerando cada vez más.

-Esto es solo un dedo -le hice ver-. Ya veremos qué opinas cuando te meta la polla.

Verónica jadeó y se arqueó. Se estaba masturbando con saña y parecía al borde del éxtasis.

-Pues venga -me rogó-. Métemela por el culo.

Yo negué con la cabeza.

-Sin lubricante y siendo la primera vez, no sería agradable para ninguno -comenté-. Ya tendremos ocasión.

Verónica asintió con la cabeza y volvió a arquearse. Estaba a punto de correrse. Con la mano que tenía libre, la sujeté por la muñeca y la obligué a detenerse.

-No te he dado permiso para que te corras -la reprendí.

Ella tragó saliva, aún con la respiración a mil por hora.

-Deja que lo haga -me suplicó-. No aguanto más.

El poder que tenía sobre ella me la ponía muy dura y temí que, si la follaba, no tuviese suficiente control como para no correrme dentro. No quería arriesgarme a embarazarla y no me apetecía ponerme un condón, así que la agarré de las piernas y la tumbé en el sofá. Verónica parecía algo desorientada, pero no se resistió cuando le di la vuelta para dejarla boca arriba y tiré de ella por los hombros hasta dejarla con la cabeza suspendida en el aire y con las piernas donde debería ir la cabeza.

-Abre la boca -le insté.

Ella obedeció, solícita.

-Si lo haces bien y aguantas, te dejaré correrte -le advertí-. Si no, te quedarás con las ganas. ¿Lo has entendido?

Verónica tragó saliva, pero asintió. Con cuidado alineé mi polla con su garganta y la introduje un poco. Ella seguía teniendo las manos atadas a la espalda y le costó un poco adoptar una postura con la que mi pene entrara bien.

-Allá vamos -le informé-. A ver si tu práctica ha dado sus frutos.

Y, sin más, le metí la polla hasta el fondo de una sola embestida. La postura que habíamos adoptado alineaba perfectamente su garganta, por lo que aquella extraña sensación que tenía cuando llegaba a la garganta en otras posturas, la de que la polla se estaba curvando, no existía. Era, en mi opinión, la postura que mejor simulaba el sexo vaginal. Verónica se retorció y tuvo una arcada y yo la saqué de golpe.

-Joder, como entra -comentó ella entre toses.

Yo le masajeé la garganta y ella me miró a los ojos.

-Esto tampoco lo había hecho nunca -me confesó.

Me encogí de hombros, con la mano aún alrededor de su cuello.

-¿Y te vez capaz de aguantar? -le pregunté.

Ella también se encogió de hombros. Aun jadeaba, mezcla de lo caliente que estaba y de la sorpresa que le había dado.

-Solo hay una forma de averiguarlo -canturreó.

Yo guié mi polla de nuevo hasta su boca y la mantuve agarrada de la garganta.

-No va a haber más descansos -le advertí-. Pararé cuando me corra o cuando tú no puedas más. Si aguantas te podrás correr, así que coge aire.

Inspiró profundamente, llenó sus pulmones de oxígeno fresco… y volvió a ponerse en posición con la boca bien abierta. De nuevo se la metí de una embestida, pero esta vez no me detuve ahí y sin esperar un segundo, empecé a follarme su garganta con fuerza. Ella se tensó y se arqueó, pero no trató de apartarse, aunque maniatada y con mi mano sujetándola por el cuello, tampoco habría servido de nada. Con la mano que tenía libre le agarré un pecho y se lo estrujé, sintiendo como se amoldaba a la presión de mis dedos y mi palma. Ella gimió, dolorida, pero no paré. Seguí embistiendo su boca, haciendo que se la tragase hasta que mis huevos chocaban con su nariz. Con la mano que tenía en su garganta le masajeaba el cuello y notaba cuando pasaba mi pene por esa zona por cómo se dilataban sus músculos.

-Qué gozada -gruñí-. Ni se te ocurra apartarte.

Y Verónica no se apartó. Vi cómo se libraba del nudo que le mantenía las manos atadas, deslizaba una de ella hasta su coño y empezaba a masturbarse. Le clavé los dedos en la suave carne de su teta y apreté. Ella soltó un grito, ahogado por tener mi polla en la garganta.

-No te he dicho que te puedas masturbar -la reprendí-. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

Mi compañera de piso apartó la mano lentamente y volvió a colocarla en su espalda. Tendría que comprar algo más sólido que unas bragas para atarla.

Verónica cada vez se retorcía con más fuerza y se ponía más colorada, estaba llegando a su límite. También yo estaba a punto de correrme, así que aceleré el ritmo al máximo.

-Aguanta, aguanta, aguanta, aguanta… -empecé a repetir sin parar mientras sentía como alcanzaba la cúspide del placer.

Y me corrí. La primera descarga fue dentro de su garganta, pero la saqué de un solo movimiento. Le solté el pecho y me agarré la polla para poder apuntarle a la cara. Las sucesivas descargas le bañaron la cara de leche. Ella mantuvo la boca abierta y los ojos cerrados mientras respiraba con desesperación, tratando de recuperar el aliento.

Finalmente, no quedó ni una gota de semen dentro de mí, y solo entonces me abandonaron las fuerzas. Solté todo el aire de mis pulmones, exhausto y me dejé caer sobre el sofá, junto a ella.

Verónica seguía en la misma posición, boca arriba, jadeando, con los ojos cerrados y la boca abierta y con la cara cubierta de semen que le corría por las mejillas y le llegaba al nacimiento del pelo. Tenía el pecho magullado donde yo la había agarrado y toda ella parecía sin fuerzas. Yo no dije nada y ella tampoco, ambos tratando de recuperar el aliento. Había sido increíble.

Poco a poco, la respiración de ella se fue ralentizando y, ayudándose con los brazos, se incorporó y quedó sentada sobre el sofá. Abrió lentamente el ojo que no tenía bañado en semen y me miró.

-Guau -consiguió articular con voz ahogada-. Me escuece la garganta.

Yo solté una carcajada.

-No me extraña -comenté. Has aguantado mucho.

Verónica se llevó una mano a la cara y se apartó el semen que tenía en el párpado, y pudo abrir ambos ojos.

-¿Puedo ir a limpiarme? -me preguntó.

Yo me rasqué la barbilla, pensativo.

-No sé, la verdad -respondí-. Has intentado tocarte cuando te había dicho que no tenías permiso…

Verónica sorbió los mocos con la nariz y me miró con gesto desvalido. Yo sonreí.

-Vamos a hacer una cosa -sugerí-. Si te quieres correr, tendrás que hacerlo antes de quitarte eso.

Ella puso cara de estar analizando sus opciones… De nuevo, temí que tal vez me estuviese pasando: todo estaba yendo muy rápido y, como toda aquella situación era nueva para ambos, no sabía cuándo le pedía más de lo que estaba dispuesta a aceptar. Pero al final Verónica lamió el semen que tenía en los dedos, se recostó, abrió las piernas de par en par y empezó a masturbarse. No tardó en empezar a gemir.

-¿No me das las gracias por permitir que te corras? -pregunté, al ver cuánto estaba disfrutando y que bastaba una palabra mía para que aquello terminase.

-Muchas gracias -suspiró ella entre jadeos-. Eres muy bueno conmigo.

No la molesté más y dejé que llegase al orgasmo sin más interrupciones. La observé mientras lo hacía, pero mi instinto animal se había esfumado y no podía parar de pensar en el cardenal que le había dejado en el pecho. Cuando acabó, fue al baño y se lavó la cara.

-Mierda, me ha caído en el pelo -se lamentó al mirarse al espejo.

Yo me levanté también y fui junto a ella. A Verónica no parecía importarle el cardenal que le había dejado, pero a mí me atormentaba.

-Oye Verónica… Siento haberte hecho daño -me disculpé mientras le señalaba el pecho.

Ella se lo examinó unos segundos y volvió a mirarme. Parecía algo avergonzada.

-La verdad es que… me ha gustado -confesó, colorada.

Aquello me dejó con la boca abierta.

-¿No te ha hecho daño? -inquirí.

Ella se encogió de hombros.

-Bueno, sí -admitió-. Pero… no sé. No sé explicarlo.

Ambos nos quedamos callados. Era una conversación que tendríamos que tener, pero en ese momento los dos estábamos exhaustos y, sin palabras, decidimos dejarlo para otra ocasión.

El resto de la tarde cada uno hizo su vida. Verónica me preguntó si quería algo más de ella, pero yo le dije que no. Pareció extrañarle, pero no rechistó. Cenamos juntos y luego me fui temprano a la cama, estaba agotado, tanto de trabajar como de todo lo que habíamos hecho.

No había necesidad de apresurarse, al día siguiente era sábado y habría tiempo… para todo.