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Guerrera en celo I, El espectáculo

en Autosatisfacción

Guerrera en celo I

El espectáculo

Relato ganador de la presea “Adrenalina”, en la primera edición de los “Premios Orgasmo”, celebrados durante el XXV Ejercicio de autores de TodoRelatos.

Nota: debido a la extensión del texto, he decidido dividir este relato en dos partes. La continuación será publicada dentro de algunos días.

—¿Estás decidida a probar suerte? —preguntó el general Ordóñez.

—Tengo que salvarlo, no me importa el precio.

—No te detendré, pero preferiría que no lo hicieras. Lamento no poder ofrecerte la ayuda que desearía.

Apreté los puños. Mi coraje creció hasta convertirse en furia que no intenté ocultar. Resoplé un par de veces mientras miraba directamente a los ojos de mi oficial superior, quien, pese a su rango y sus años de servicio, pareció temblar por lo que vio en mi semblante.

Ordóñez me conocía en combate y sabía del grado de crueldad que yo podía alcanzar con nuestros enemigos. Lo que quizá no tenía claro era que nunca enfocaría mi poder de destrucción contra él o contra cualquiera de nuestro bando, a no ser que esa persona en particular nos traicionara. Si la situación no hubiera sido tan grave, me habría divertido su temor.

—Dina, no arriesgaré las vidas de nuestro contingente ni la posición estratégica que tenemos por salvar a un hombre, así se trate de Gedeón Lobo. Él sería el primero en estar de acuerdo con esto. Un mensajero ha informado que tu contacto dentro de la ciudad está listo para ayudarte. Es el dueño del prostíbulo y, como sabes, se trata de un hombre que no pertenece a la Resistencia y ni siquiera está al tanto de lo que te propones. Estás sola.

Era bueno que al menos alguien me recibiera en el feudo. Ya tenía memorizados los datos de localización del sujeto.

—Si no salvamos a mi padre yo heredaré el mando de las Fuerzas Armadas y seré la líder de la Demarcación. Usted está poniendo el reino en mis manos.

Meneó la cabeza.

—A costa de tu dolor —añadió en tono sombrío—. Si eso llegara a suceder, estaré a tus órdenes y enfrentaré la Corte Marcial si así lo quieres. Podrás juzgarme por mis decisiones de hoy, pero hasta entonces, eres mi subordinada. Tómalo como una apuesta, si te parece mejor.

—¿Una apuesta?

—Sí. Si eres capaz de llegar hasta tu padre, ayudarlo a escapar y atraviesas con él las puertas de la ciudad, habrás ganado. En pago, yo ordenaré a mis tropas que se lancen a conquistar Feudo Sangre y haré que todos nuestros aliados en intramuros se levanten en armas. Hay más de quinientos miembros de la Resistencia que no dudarán en ayudarnos y coordinar a su gente.

Sin importar todo el bien que mi padre había hecho por la Demarcación, al final parecía un elemento prescindible. Lo peor era que, como estratega militar, yo comprendía la postura de Ordóñez y me veía obligada a concederle la razón. Hubiera querido serenarme para que mi voz no temblara accidentalmente, pero preferí no intentarlo.

—¿Y si no lo consigo?

—Si no puedes llegar a él, deberás volver —suspiró—. La moral en Demarcación Renacimiento ha decaído desde que los feudalistas capturaron a tu padre. Las cosas se saldrían de control si murieras intentando liberarlo.

—¿Me necesitará para dirigirlos a todos? —interrogué indignada—. ¿Me necesitará en el futuro, pero no puede ayudarme en el presente? ¡Debería enviar un grupo encubierto, yo podría dirigirlo!

—Te necesitaremos, sí, pero no te necesitamos en este momento. Si mueres en esta misión, habrá sido el intento aislado de una hija que decidió correr un riesgo. Si regresas acompañada de tu padre, habrás ganado la apuesta y esta guerra; tomaremos Feudo Sangre y nos haremos con el control de todos los territorios que son súbditos del canciller. Tu padre podrá obligarlos a firmar un tratado de paz.

Quise regresar a aquellos tiempos de infancia en que mis padres cuidaban de mí en la granja formada en el viejo Boeing 747 y los campos de lo que, en la antigüedad, fuera un populoso aeropuerto a orillas de la Costa Atlántica. Más que nunca, añoré las lecciones dominicales de cultura general que mama solía dar a los niños de la comunidad antes de que estallara la guerra y ella fuera asesinada por una cuadrilla de feudalistas. Deseaba volver a tiempos más simples y mejores, lejos de una guerra absurda entre pequeños reinos que se disputaban los trozos de lo que fuera un territorio más grande antes del Día De La Venganza Solar.

—Prepárate. Si vas a entrar en ese infierno, tendrás que hacerlo al despuntar el alba. El guardia que te vea llegar debe creer que saliste por la noche, antes del cambio de turno.

Asentí. Me retiré del despacho del general. El antiguo rascacielos despertaba de su letargo nocturno. Nuestra unidad se encontraba acantonada en el borde interior de las ruinas que rodeaban Feudo Sangre. Habíamos acondicionado ese inmueble que, durante las primeras batallas de después del Día De La Venganza Solar, ardió en un devastador incendio. Nos encontrábamos muy cerca de la capital de nuestros enemigos y, gracias a nuestras habilidades tácticas, nadie en Feudo Sangre intuía nuestra presencia.

Éramos alrededor de quinientos guerreros en toda la torre, pero nadie me apoyaría en esta empresa. Estaba sola, furiosa y tenía miedo por la vida de mi padre, por mi propia seguridad y por el futuro de la Demarcación Renacimiento.

Al declararse la guerra, yo contaba con ocho años de edad. Mi madre y yo fuimos capturadas por una cuadrilla de soldados feudalistas; los militares me ataron al tronco de un árbol y, durante toda una noche, me obligaron a ver cómo violaban y torturaban a la mujer que me dio la vida.

Cuando mi padre y una unidad demarcacionista me rescataron, mamá ya había muerto. Me encontraron físicamente ilesa, pues los soldados se habían contentado con destrozar a mi madre y no me tocaron de manera inadecuada.

Interiormente estaba muerta. Los abusos y vejaciones a los que sometieron a mamá fueron tan brutales que algo dentro de mi alma se desgarró para siempre. Desde entonces me llené de un odio profundo hacia la milicia feudalista. Me volví cruel, destructiva y adquirí un gusto especial por causar dolor.

El casto amor de hija que sentía por mi padre era el único resto de bondad que ardía en mi alma. Mi padre representaba para mí la única cosa en el mundo por la que valía la pena seguir viviendo. Si nuestros enemigos lo ejecutaban, matarían también la última esquirla de humanidad que quedaba en mí.

Hubiera querido disponer de unos minutos para encerrarme en algún armario del edificio y llorar de frustración, pero no podía sucumbir a tales debilidades cuando mi entrenamiento militar indicaba que una incursión en terreno enemigo debía enfrentarse con frialdad y precisión quirúrgicas. Al menos no donde pudiera ser vista por mis hermanos de armas.

—Iría contigo si estuviera permitido —dijo Elsa cuando me vio entrar a la habitación que compartíamos—. Incluso sería más creíble para la misión, de cara al acuerdo que tendrás con el proxeneta, que fuéramos dos… tú sabes.

—Dos prostitutas —completé—. Que no te de corte la palabra. Me disfrazaré de prostituta para salvar a mi padre. ¿Qué hay de vergonzoso en ello?

—Se supone que irás a agasajarlo en su última noche. No sé si los guardias de la prisión creerán que una sola mujer es suficiente para un guerrero como él.

—Las prostitutas profesionales y activas en el gremio están acostumbradas a todo. Sé de algunas que lo han hecho incluso con animales, para dar un espectáculo a sus clientes.

Apreciaba a Elsa desde el universo de frialdad y odio en que sentía afecto por todos mis hermanos de armas. No podía amarla, ni a ella ni a nadie con excepción de mi padre, pero el poco cariño que mi alma dañada podía brindar era suyo sin condiciones.

Me senté en el camastro y me quité las botas. Suspiré mientras me desnudaba ante mi amiga. Elsa me alcanzó el disfraz que usaría para la misión y sonrió al mirar mi cuerpo.

—¿Por qué te dejaste crecer el vello púbico? —preguntó sorprendida.

—No creas que me agrada. Es parte de la misión. Esta pelambrera será útil en su momento.

—No me gusta tu plan.

Me encogí de hombros, seguía furiosa y triste, el comentario de Elsa me parecía de más, pero consideré que ella no merecía una respuesta cínica o dolida.

Extendí el conjunto sobre la cama. Era lo que antiguamente denominaban “bikini”. Se trataba de un tanga diminuto por el que escaparían varios pelillos de mi pubis, y un sujetador más ornamental que práctico. Me cubriría con un vestido color azul celeste y una capa confeccionada para soportar el frío de la madrugada. Calzaría botas de montar. Los accesorios eran las clásicas pulseras de aluminio y los pendientes y el collar de capacitores que todas las prostitutas gremiales usaban como distintivo de su oficio.

La naturaleza había complementado de antemano el disfraz, pues, siendo hija de Gedeón, no me parecía mucho a él. Mi padre era mulato. Durante la reciente campaña militar en el Valle De Oax se había bronceado tanto que casi parecía negro. Yo aparentaba ser rubia por herencia de mi madre y mi abuela paterna, de quien heredé también el timbre de voz y los ojos color azul cobalto.

Me vestí rápidamente y me senté ante el espejo para maquillarme. En el ejército de la Demarcación no solíamos usar más pigmentos faciales que la pintura negra para misiones nocturnas, pero me esmeré en dar a mi rostro el aspecto coqueto que las trabajadoras sexuales debían tener.

Después estudié mi reflejo y sentí inquietud. El resultado no me parecía desfavorable, pero supuse que mi aspecto podría suscitar problemas cuando los acontecimientos se desencadenaran en Feudo Sangre. Realmente aparentaba ser una prostituta gremial, graduada con honores y activa en el trabajo.

El escote del vestido luchaba por contener mis senos. Mi cintura estrecha y mis caderas y piernas, configuradas según el molde africano de una parte de mi ascendencia, llamarían la atención de los hombres. Tendría que mantenerme alerta para evitar disgustos.

—No me parece justo —dijo Elsa—. Quizá habríamos ganado la batalla de Oax. Tu padre no debió entregarse. Fue un acto heroico, pero estúpido.

Cerré los ojos y contuve mis emociones. Necesitaba mantener la mente fría. Elsa no debía notar que estaba furiosa y que, bajo la tormenta de ira justiciera que estallaba en mi interior, se agitaba un océano de miedo y dolor. No habría sido justo compartirle mi estado emocional.

Rememoré los detalles de la batalla en el valle de Oax, con cientos de soldados feudalistas armados con rifles Kaláshnikov y granadas de pólvora negra, mientras nuestro ejército luchaba con arcos y flechas.

—Elsa, tú no estabas ahí. Los feudalistas tenían la ventaja táctica. Querían masacrar a los aldeanos que habían capturado y casi nos aniquilaron a nosotros. Si mi padre no hubiera buscado el diálogo y no hubiera ofrecido su vida a cambio del cese al fuego, la tierra se habría vuelto a cubrir de sangre. ¡Nos salvó a todos y no está recibiendo la ayuda que merece!

Nuestros adversarios habían respetado el acuerdo. Se retiraron con mi padre como su prisionero y liberaron a los aldeanos que habían capturado. Yo no confiaba en una tregua, pero las hostilidades habían cesado, al menos de momento.

—Has quedado muy… guapa —desvió el tema—. ¿Llevas todo lo necesario en la mochila?

—He quedado muy puta. No le temas a esa palabra, pues yo tendré que lidiar con ella si no quiero que mañana asesinen a mi padre.

—Respecto a eso —titubeó—. ¿Qué harás si te piden…? ¡Tú sabes a qué me refiero!

—Si me piden follar con alguien. En el prostíbulo no me pedirán eso. Dudo que en la cárcel suceda algo así; creo que los guardias sabrán respetar la privacidad de su recluso y mi supuesto prestigio gremial.

No me sentía muy segura de esta afirmación, pero estaba decidida a afrontar lo que fuera necesario. Parte de la operación exigía que, en determinado momento, me mostrara desnuda ante desconocidos, quizá incluso ante mi propio padre, pero era un precio pequeño a cambio de la salvación de su vida.

Me despedí de Elsa con un fuerte abrazo y salí al corredor. Recibí expresiones de ánimo conforme caminaba entre mis compañeros de andanzas, más de uno me dedicó un silbido. Había compartido batallas, fiestas y sexo con muchos de ellos, pues todos entendíamos que siempre existía la posibilidad de que uno de nosotros muriera durante alguna escaramuza. Procuraba disfrutar de todos los placeres físicos y anímicos que algunos hombres y algunas mujeres de nuestro ejército podían brindarme, pero no comprometía los escasos sentimientos nobles que mi alma pudiera tener. Ya había padecido la muerte de mi madre y deseado perecer en su lugar. Durante nuestras batallas no era raro que algún amigo o amante se encontrara entre las bajas definitivas. Cada una de estas muertes me mataba un poco por dentro, carcomía mi espíritu y, paradójicamente, me hacía más fría e intensificaba mi placer por dañar a nuestros enemigos.

En el exterior, la tímida luminosidad del horizonte de ruinas anunciaba el amanecer. Caminé por los alrededores del rascacielos, entre construcciones derruidas y vestigios de un pasado glorioso.

Encontré las trampas que había colocado la noche anterior. Me esperaban los cuerpos de cuatro ratas. Desarmé los dispositivos y recogí los cadáveres para guardarlos en un zurrón, aparte de la mochila donde llevaba mis pertenencias. Ninguno de mis compatriotas dudaría en comer carne de rata en medio de un cruel invierno, pero yo detestaba tal posibilidad. Si todo iba bien, podría trocar la carne de roedor por alimentos más aceptables.

La hierba crecía donde le era posible abrirse camino, entre las grietas del pavimento de lo que debió ser una importante avenida en tiempos de esplendor. Según las crónicas y la evidencia que representaban las ruinas y dispositivos antiguos, la humanidad había alcanzado un estado de civilización sin precedentes. Había vehículos, como el Boeing 747 donde nací y crecí, que surcaban los aires. Los coches, nuestra fuente casi inagotable de cristal, metal y plástico, eran capaces de moverse sin caballos y ser guiados por los caminos. Se suponía (yo dudaba de esta leyenda) que los cajones que utilizábamos para ensamblar gallineros habían sido máquinas capaces de comunicar en segundos a las personas desde todos los rincones del mundo.

Algo sucedió con El Sol y esto provocó que se averiaran permanentemente todas las maravillas desarrolladas por la humanidad. En la Demarcación Renacimiento contábamos con máquinas capaces de generar electricidad en pequeñas cantidades, pero nadie había conseguido revivir ninguno de los dispositivos que prácticamente alfombraban el mundo.

Las ruinas que me rodeaban eran prueba de las luchas que sucedieron a la Venganza Solar. Las ciudades habían quedado físicamente intactas, pero los millones de habitantes que contenían lucharon entre ellos por agua, comida y codicia. Aún podían verse los restos de automóviles incendiados que, lanzados mediante catapultas, habían contribuido al derribo de miles de edificios cuando se fundó Feudo Sangre y su primer regente mandó evacuar los alrededores mediante el uso de la fuerza.

Antes de iniciar la incursión, entré a uno de los edificios abandonados. El lugar olía a muerte y podredumbre, pero no me detuve en los detalles de entorno. Permití que mis emociones me desbordaran, como un lujo privado que solía darme antes de cada batalla.

Mi padre estaba en manos de nuestros enemigos, sobre él pesaba una sentencia de muerte y yo era la única que haría algo por liberarlo. Apreté los puños con rabia y dolor. Me sentía frustrada, triste y sola; únicamente el temor de arruinar el maquillaje de prostituta me impedía llorar.

Caí de rodillas y golpeé el suelo polvoriento. Invoqué la imagen mental de mi padre, en cientos de batallas que habíamos compartido.

Como guerrero, Gedeón Lobo era frío y calculador, como estratega militar siempre actuaba con lucidez y precisión, como hombre sensible había sido el mejor padre que yo hubiera podido elegir. Necesitaba llenarme de la fortaleza de espíritu que para él era sencillo alcanzar.

Era de dominio público que, en ocasiones, se entregaba a los placeres sexuales con mujeres de nuestro ejército, pero no las amaba ni compartía nada emocional con ellas. Reservaba su escaso tiempo y todo su caudal afectivo para mí, destinándome en exclusiva cuantos momentos de paz pudiera gozar.

Yo era un volcán emocional y necesitaba su presencia y orientación. Necesitaba de la lógica matemática con que deducía la manera en que debería encauzar mis emociones. Solo conmigo se mostraba tal como era, en momentos privados y a sabiendas de que yo lo comprendía. Únicamente yo había escuchado sus palabras de amor casto y sincero. Solo yo conocía sus expresiones de duda o de preocupación.

Y solamente él podía resistir la fuerza de mi carácter belicoso y sabía entenderme cuando estallaba en cólera. Nos necesitábamos mutuamente, en una simbiosis cuya ruptura no resistiría ninguno de los dos.

Juré que lo salvaría, sin importar el precio. Ganaría la apuesta que había cruzado con Ordóñez aunque hiciera arder Feudo Sangre por los cuatro costados. Repuesta del lapso de debilidad, tomé aire y me incorporé. El tiempo corría y necesitaba iniciar mi incursión. Salí a la calle con paso enérgico.

Llegué al límite de los edificios, al punto donde todas las construcciones mayores a la altura de un hombre habían sido dinamitadas. Esta franja constituía un cinturón de dos kilómetros de ancho que circundaba toda la ciudad de Feudo Sangre. Las murallas me esperaban con sus guardias armados, ese era el primer hito peligroso de mi misión.

Me quité la capa y solté mi cabello, platino y largo, para que los centinelas que estuvieran de guardia vieran que era una mujer solitaria y desarmada. Caminé con el paso cansino que había visto en las moradoras del Feudo. Las suelas de mis botas crujían sobre los fragmentos irregulares que fueron parte de hogares y comercios; prefería no pensar que, bajo mis pies, podía haber huesos de personas que se aferraron a sus viviendas desobedeciendo al edicto de desalojo.

Vibré eufórica, aún con el infierno emocional que ardía dentro de mi alma. Mi padre estaba vivo y, presumiblemente, bien. Algo muy parecido al sentimiento de esperanza se encendió dentro de mi psique.

—¿De dónde vienes, puta? —preguntó el centinela desde dentro de la garita, a un costado del rastrillo de entrada.

En circunstancias más adecuadas lo habría obligado a tragarse la palabra “puta”, junto con todos sus dientes y su actitud despótica. Si ya estaba furiosa por la situación en que se encontraba mi padre, los modales del centinela acababan de ofrecerme un blanco perfecto para toda la ira que venía conteniendo. Me prometí una venganza; esta parte de la incursión contemplaba el hecho de que posiblemente tendría que hacerlo.

—Salí a ver mis trampas, señor.

Contra todo protocolo, me hizo pasar a la garita para revisar mis pertenencias e intentar magrearme. Lo normal, según las políticas de acceso, hubiera sido que me dejara pasar sin más demoras; al menos mi disfraz era convincente.

—Tienes cuatro ratas, y estás muy sabrosa. Seguramente te va muy bien en los prostíbulos.

—Debo alimentar a mi madre enferma y a mis dos hijos —improvisé—. Sin las ratas, no tendría nada qué poner en la olla.

—Pues yo también tengo que comer, tus hijos y la puta que te parió deberán conformarse con una rata, porque aquí se te han perdido tres.

Sentí que la sangre me hervía, no por el insulto o por los cadáveres de los roedores, más bien por la acción. Aquel hombre era capaz de quitar el sustento a una familia. Mi padre me había enseñado a enfocar la ira inteligentemente, lo menos que podía hacer era seguir sus consejos. Decidí esperar unos momentos antes de desahogarme e intenté que mis emociones no modificaran mi semblante.

—Quizá podamos resolverlo de otra manera —sugerí con fingida lascivia.

—Tus hijos y tu madre pueden arreglarse con tres ratas, siempre que tú quieras desayunar de mi leche.

Sus últimas palabras las pronunció mientras se sobaba los genitales sobre los pantalones. Asentí y me lamí los labios como incitándolo. Nos miramos a los ojos y el hombre se apresuró a abrazarme. Estrujó mis nalgas con fuerza, como no sabiendo realmente qué hacer con ellas.

Una ráfaga de ira incandescente recorrió mi columna vertebral durante el tiempo que me magreó. Se lo permití por unos segundos mientras gozaba del éxtasis destructivo que me invadía en combate. No lo haría mi prisionero, por lo que me daba igual su nombre, rango y número de serie.

—Una mamada —aclaré escabulléndome del abrazo—, es todo lo que te haré, ¿vale?

Hubiera podido quitarle la pistola y la granada de pólvora negra que llevaba en la canana en medio segundo y matarlo con su propia arma en la misma cantidad de tiempo, pero preferí actuar de modo que no quedaran evidencias. Me arrodillé delante de él y sobé su erección sobre los pantalones. Él suspiró e intentó desabrocharse el cinturón; no se lo permití.

Lo miré a los ojos desde abajo y lo golpeé por detrás de la rodilla derecha para hacerlo caer. Quedó acostado de cara al piso. Antes de que el guardia pudiera gritar, monté sobre su espalda y le apliqué una llave en el cuello para interrumpir su respiración y su riego sanguíneo.

Me sentí viva y exultante. Mientras el hombre pataleaba experimenté la misma sensación que me colmaba en todos los momentos en que mostraba mi supremacía; era un placer similar a la excitación sexual, con guiños de poderío y euforia adrenalínica por saberme vencedora. Jadeé encendida. Gocé con la agonía de mi enemigo hasta que falleció silenciosamente.

Rodé el cadáver hasta un escritorio ubicado en un rincón de la garita. Lo levanté con esfuerzo para sentarlo sobre la silla y sonreí irónica al pensar que había resultado más difícil acomodarlo que asesinarlo y más placentero matarlo que regalarle un orgasmo.

Me cubrí con la capa para ocultar el collar y los pendientes que me identificaban como prostituta y salí de la garita. Había cinco guardias más vigilando el rastrillo, pero ninguno de ellos me dedicó más de una mirada. Yo dudaba que sucediera, pero en caso de que un médico practicara una autopsia al cadáver, el dictamen sería "muerte por derrame cerebral".

El primer paso de mi desafío estaba concretado, había entrado en la ciudad sin demasiados sobresaltos. Faltaba salir acompañada de mi padre, ganar la apuesta con Ordóñez y tomar la ciudad. Procuré que mi rostro no mostrara la sensación de bienestar que me había producido la muerte del centinela.

Caminé entre las calles. Feudo Sangre olía como un vertedero incendiado cuyo fuego hubiera sido apagado con agua de cloaca. Los moradores mostraban distintos grados de desnutrición. Había mucha gente, todos caminaban de un lado para otro, enfrascados en sus asuntos. Muchos vendedores mostraban y pregonaban las mercaderías de sus tenderetes y varios herreros callejeros se esmeraban en construir armas o utensilios a partir de fragmentos de metal procedentes de la antigua tecnología.

Localicé una cadena de hombres y mujeres que acarreaban cántaros de agua para las viviendas de sus señores. Este era mi primer punto de referencia.

Caminé en dirección contraria a la de los porteadores hasta encontrar la fuente que proveía de agua a casi toda la población. Los soldados que vigilaban la correcta entrega del líquido no repararon en mi presencia. Dos manzanas a la izquierda de la fuente se encontraba el prostíbulo "Fragancias", mi primer objetivo de intramuros.

Traspuse el umbral y el aire viciado me golpeó el rostro. El antro olía a alcohol, sudor rancio y humo de alguna hierba parecida al tabaco.

—¿Qué quieres? —preguntó un hombre regordete saliendo de detrás del mostrador.

—Soy Dafne, busco al señor Tano —me presenté con mi nuevo “nombre de guerra”—. Me han dicho que él podría ayudarme.

—¿Buscas trabajo? ¿Qué sabes hacer?

Por respuesta me abrí la capa para mostrarle mis pendientes y el collar de capacitores e hice tintinear las pulseras de aluminio.

—Sí, ya veo que eres una puta. Estaba de más preguntarte por lo que sabes hacer —sonrió con desgana—. Yo soy Tano. Conmigo estarás a salvo; no suelo tocar a las mujeres, mis gustos van en otra dirección.

—Tano, no he venido a buscar trabajo. No exactamente. Me dijeron que podría ayudarlo con el tema de sus impuestos.

El hombre asintió y sonrió.

—Mira, muchacha, la persona que me habló de lo que quieres hacer no fue muy clara conmigo. Pareces una excelente puta y estás en buena forma, pero no me consta que hayas ejercido el oficio. No puedo llevarte adonde quieres sin pedirte algo a cambio, necesito una prueba de que podrás con el trabajo y, al mismo tiempo, quiero ganar algo de cobre en el proceso.

No me molestó su actitud, se trataba de un oportunista, pero no parecía mal tipo. Después de todo, me haría un favor; aunque mi presencia en la prisión le ayudaría a cumplir con sus obligaciones fiscales, la vida de mi padre era más importante que cualquier remilgo.

—No debo agotar mis energías antes de esta noche. Puedo dar un espectáculo exhibicionista y usted puede quedarse con todo lo que reciba por las entradas. A cambio, usted me proporcionará alojamiento de aquí a mañana y me conducirá a la cárcel para agasajar a Gedeón Lobo.

—¿De qué va tu espectáculo?

—Me depilaré el coño y jugaré con un consolador delante de su público, creo que será suficiente con eso.

—Suena bien. Pero no pienso darte de comer, los alimentos los pagarás aparte.

—Tengo cuatro ratas recién capturadas. Son suyas, solo quiero una comida después del espectáculo.

Le entregué el zurrón con los roedores muertos.

—Me parece justo. Avisaré a los pregoneros para que esparzan la noticia de que tendremos el espectáculo de una puta depilándose el coño y pajeándose con un dildo.

Todo marchaba bien. Con un poco de suerte, mi único momento de peligro sexual lo representaría el espectáculo.

Estaba mentalmente preparada para dar este paso. De hecho, durante los dos meses que mi padre llevaba recluido me había dejado crecer el vello púbico para tener un motivo para hacerme pasar por prostituta. No me indignaba mostrarme desnuda o en actitud impúdica, consideraba el tema como una parte más de la operación.

Tano me condujo a una chabola en el fondo de lo que antiguamente debió ser una zona de aparcamiento. Los únicos enseres eran una silla, un quinqué manufacturado con latas de conservas y un camastro cubierto con mantas malolientes.

Agradecí al hombre, quien se despidió para prepararlo todo. Extendí mi capa sobre el camastro y me recosté para mirar en mi mochila.

Tomé la botella de jabón líquido, elaborado a base de grasa vegetal y extractos herbales. Era todo un lujo, tanto para una guerrera como para una prostituta. Las cuchillas de afeitar estaban recién afiladas y no me darían problemas. El consolador era la pieza clave de toda la operación.

El dispositivo de satisfacción femenina era un auténtico sobreviviente de la antigua tecnología. Estaba fabricado con goma de látex y, aunque no se trataba de los descomunales dildos que yo había visto en viejas fotografías, sí era lo suficientemente grande como para satisfacer a una mujer ardiente. Mi objetivo no era exactamente el orgasmo, aunque este pudiera ser un beneficio adicional. En la base del aparato había un pequeño compartimiento destinado a alojar la batería para hacerlo funcionar. Nunca conocí la naturaleza o beneficios del consolador en su modalidad vibratoria, pero entendía que la electricidad lo haría temblar de alguna manera. Dentro del compartimiento, camuflada tras un manojo de cables, yo había ocultado una diminuta ganzúa. Todo este trabajo, toda esta operación y todos los riesgos que debía afrontar estaban encaminados a que mi padre recibiera la ganzúa y la utilizara como mejor considerara. Con sus habilidades, no le sería difícil abrir unas esposas.

El otro elemento que necesitaba para mi espectáculo era un tarro de crema lubricante, elaborada a base de aceites vegetales. Ya había jugado antes con el consolador, pero nunca me había masturbado en público. Me aferré a la idea de que mi cuerpo era un arma de combate. Deseché todo rastro de pudor pues estaba dispuesta a pagar cualquier precio por salvar la vida de mi padre.

Con todo preparado, me recosté sobre la capa. Rato después llamaron a la puerta; Tano me avisó que había enviado pregoneros para anunciar mi espectáculo y que el salón, a pesar de ser temprano, se encontraba lleno. Tragué saliva. Experimenté cierto nerviosismo que deseché inmediatamente; hubiera preferido entrar a la ciudad acompañada de dos millares de soldados.

Cuando el hombre se fue me desnudé por completo. Envolví mi cuerpo con la capa y acomodé todo en la mochila. Me dirigí al salón respirando hondo, como preparándome para entrar en combate. Casi me sentía desprotegida al no contar con el poder de mi viejo Colt en la funda muslera o mi arco y un carcaj de flechas, pero me hubiera sido imposible entrar a Feudo Sangre con armas.

Dentro del local había un ambiente distendido. Un pianista aporreaba las teclas de su instrumento, los empleados encendían quinqués. Algunas camareras semidesnudas atendían a los parroquianos mientras otras preparaban bebidas detrás del mostrador. Entre la clientela pude distinguir a un corro de oficiales el ejército. Los maldije interiormente, pero sonreí con fingida lascivia.

Tano había mandado colocar una bañera, un tonel con agua, una jarra y un pequeño banco sobre el escenario. Me pareció bien. El pianista interpretó alguna melodía antigua mientras Tano me anunciaba como "Dafne, La Ninfa Que Se Depila El Coño". De este modo inició el primer espectáculo erótico de mi vida.

Dejé la mochila al lado de la bañera y mecí el cuerpo al ritmo de la música mientras cubría parte de mi anatomía con la capa y dejaba ver otro tanto, casi como por accidente. Lanzaba besos al fondo del local y, al hacerlo, estiraba mucho los brazos para que los espectadores vieran que no llevaba nada bajo la capa. Jugué con el banco subiendo una pierna, doblando las rodillas o arrodillándome sobre el asiento para mostrarme de perfil. Cuando la música fue más intensa, me puse en pie y, con un veloz movimiento, tiré de la capa hacia arriba para mostrarme totalmente desnuda ante una cincuentena de hombres.

Los espectadores silbaron, aplaudieron y gritaron con lujurioso placer. La música aceleró su ritmo y envié un sincero beso de agradecimiento al pianista.

Repetí el juego del banco, esta vez totalmente desnuda, haciendo tintinear las pulseras y temblar las carnes de mis nalgas. No deseaba pensar en lo vergonzoso que resultaba ser el blanco de las miradas lascivas de quienes estallarían de júbilo cuando, al día siguiente, mi padre fuese ahorcado. El combate se presentaba sobre el escenario de un prostíbulo y yo debía encararlo como siempre lo había hecho.

Me senté en el banco y separé las piernas al máximo, mostrando mi sexo a todos los presentes. Cincuenta gargantas masculinas se hicieron escuchar en un grito de gusto bien coordinado. Puse la mano derecha sobre mi vagina y me sorprendí por sentirla muy húmeda. Hice la mímica de enviar un beso desde el coño, como lo haría desde la boca, a la vez que chasqueaba la lengua para enfatizar el gesto. Hubo risas y exclamaciones de deseo.

Di la espalda a los presentes y me arrodillé sobre el asiento del banco. Flexioné el cuerpo hacia adelante y, cuidando el equilibrio, me separé las nalgas con ambas manos en actitud grosera mientras ladraba como una perra en celo. Los espectadores aplaudieron gustosos; Tano debía estar muy feliz.

Tras varios juegos lúdicos donde enseñé el movimiento de mis tetas al botar o colgar, donde exhibí mi intimidad por completo o imité las actitudes de diferentes hembras animales en celo, me senté al borde de la bañera y tomé el jabón líquido y las cuchillas de entre mis pertenencias.

Mostré mi coño peludo al personal e hice nuevamente la mímica del beso vaginal. Después separé las piernas al máximo, apoyando un pie en el banco y otro en el suelo. Con agua de la jarra empapé mis manos, tomé jabón de la botella y lo restregué sobre la pelambrera para hacer abundante espuma. Mientras lo hacía, me tocaba y mi mirada pasaba de un rostro masculino a otro. Les estaba dedicando mi primera depilación en público. Habiendo dejado de lado cualquier pudor, experimenté una sensación de plenitud parecida a la euforia; estaba disfrutando con la situación, pues me sentía deseada y admirada. Mis pezones erectos y mi coño empapado de néctares manifestaban al personal el placer que me producía dar el espectáculo.

No fingí el gemido que se me escapó de la garganta cuando toqué mi clítoris con los dedos enjabonados, pero necesitaba serenarme y guardar energías para más adelante. Con una de las cuchillas fui recorriendo mi piel desde abajo hasta arriba, eliminando la vellosidad al paso de la hoja.

Solo me había dejado crecer el vello púbico, el resto de mi cuerpo estaba tan depilado como siempre. La música bajó su intensidad y sonó sugestiva conforme seguí rasurando mi intimidad.

Poco a poco, la espesura cedió para dar paso a la piel limpia. Me puse en pie y volví a dar la espalda al público. Doblé el cuerpo para mostrarles mi culo completo, pasé mis manos enjabonadas por la raja de separación entre mis glúteos y friccioné para generar una abundante espuma. Con una mano me separé las nalgas mientras con la otra hacía recorridos de cuchilla para eliminar hasta el último pelillo que hubiera podido sobrevivir al tratamiento anterior. Los hombres prorrumpieron en vítores, aplausos y silbidos cuando, al verter abundante agua sobre mi intimidad, comprobaron que carecía de vello púbico.

Pero nada podía compararse con el estruendo que se armó cuando tomé el consolador y lo mostré al personal. El pianista dejó de tocar unos momentos, quizá buscó en su memoria la melodía que pudiera adecuarse más a lo que todos estaban a punto de presenciar.

Jugué con la verga artificial acariciándome el cuello, las tetas y lamiendo su capullo. Los hombres me jaleaban e instaban para que me la metiera de un empellón, como si aquello fuese tan sencillo.

Me sentía muy excitada. Todo mi cuerpo, desde detrás de mis orejas hasta las puntas de los dedos de mis pies, desde mi clítoris hasta mi cerebro, clamaba por el sexo. En combate, me inundaba un ansia y una furia que me hacían ir más y más adelante. En el caso de esta "batalla particular", El instinto primario de matar antes de morir se había suplantado por otro instinto, igual de básico, el de gozar y vivir.

Lubriqué el dildo con la crema y lo restregué entre mis muslos. Mi sexo ardía en deseos y de su interior escurría flujo vaginal. Introduje dos dedos en mi coño y no necesité fingir el grito de gusto que escapó de mi garganta. Algún hombre de entre el público se ofreció a ayudarme y varios rieron la ocurrencia. Le mostré la lengua en actitud vulgar.

Ubiqué la base del consolador en el piso y todo el mástil apuntando hacia arriba. Me acomodé en cuclillas, de frente al público que vitoreaba. Puse el glande artificial en la entrada de mi vagina y me mordí el labio inferior para mostrar el deleite que me causaba la penetración.

Sin prisas, hice descender mis caderas mientras la verga de látex se adentraba por mi canal vaginal. Yo había tenido varias experiencias sexuales con hermanos de armas, pero nunca hasta ese día había mostrado a nadie cómo me daba placer a mí misma. Me excitaba sentirme observada y, aún cuando muchos de los presentes eran mis enemigos, me satisfacía saber que los estaba calentando.

Cuando tuve en mi interior la mitad del falo, agité el cuerpo de un lado al otro mientras alzaba las manos para aplaudir al ritmo de la música. Mis tetas se movieron por inercia y todos los hombres aplaudieron según el compás que yo les marcaba. Consideré buena señal el que los militares presentes se unieran al jolgorio, pronto me internaría en sus terrenos y quizá ellos pudieran serme de utilidad.

Flexioné las rodillas un poco para permitir que el dildo siguiera avanzando. Su longitud y grosor eran solo ligeramente superiores a los de las vergas que había probado, por lo que no suponía grandes problemas. Finalmente terminé sentada en el suelo, cerré las piernas en actitud que intentaba ser cándida y sonreí a los espectadores con todo el consolador, excepto la base, dentro de mí. El ambiente estaba encendido. Menudeaban las risas, los aplausos y los vítores no exentos de comentarios soeces. Incluso llegué a escuchar dos propuestas matrimoniales. Ya tendría tiempo de pensar en el pudor, por lo pronto debía sacar mi espectáculo de la forma más profesional que fuera posible.

Al planificar la incursión había supuesto que me sería desagradable presentar el espectáculo, mi estado de excitación y la respuesta de mis espectadores me demostraban lo contrario; mi ego se nutría de la aceptación del público mientras que mi feminidad reclamaba atenciones y placeres.

Cambié de posición para mostrar mi cuerpo en ángulo de tres cuartos de perfil, apoyada sobre las rodillas y la mano izquierda, con el culo casi orientado a los espectadores. Con la mano derecha tomé la base del consolador y ejecuté un rítmico movimiento de entrada y salida. Gemí, pues el placer me recorría desde el centro de mi intimidad hasta la nuca. Cada movimiento del consolador dentro de mí producía chispazos placenteros mientras, instintivamente, los músculos del interior de mi vagina apretaban y se distendían como queriendo dar placer al dildo. Apoyé la frente sobre el suelo de madera y pude ver parte del público por entre mis piernas. Aceleré los movimientos del falo y jadeé profundamente.

Sabía que se trataba de una misión, que la vida de mi padre dependía de mi desempeño, pero eso no restaba poder a las estimulaciones que estaba dándome. Con una mano metía y sacaba el consolador de mi coño, con la otra masajeaba mi clítoris como yo sabía que podría darme más placer.

El orgasmo llegó como una oleada que atravesó todo mi cuerpo. Me clavé el falo entero y temblé entre gritos y jadeos de éxtasis. Varios chorros de néctar surgieron de mi coño para empapar mis manos y escurrirme muslos abajo mientras yo gritaba ante los espectadores. Todos los hombres del salón aplaudieron, me ovacionaron, silbaron y rieron.

Después del orgasmo me incorporé. Entré en la bañera y, sin ninguna intención de parecer sensual o incitante, me bañé como siempre lo hacía. Esta interrupción en las insinuaciones sexuales podía considerarse como el final del espectáculo.

Me aseé a consciencia. No quería pensar en la posibilidad, pero era probable que durante la visita a la cárcel los oficiales me obligaran a presentarme desnuda ante mi padre; quería que al menos él me viera limpia.

Abandoné el escenario dejando al público tan animado que fue necesario que Tano organizara a algunas camareras para que improvisaran un baile erótico. Me retiré a la chabola. Al entrar encontré una bandeja con comida. Había pan duro, un trozo de queso que descarté de inmediato, col fermentada y algo de carne, nunca supe si de gato o de perro. Comí cuanto aceptó mi estómago. Me tendí sobre la capa colocada a modo de colcha y dormité desnuda, tratando de hacer acopio de todas mis fuerzas para el siguiente movimiento.

Continuará