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Frenesí sexual II

en Amor filial

            Pasé la noche en la cabaña de Abner, pero ninguno de los dos consiguió descansar bien. Dormitábamos a ratos hasta que alguno despertaba y buscaba el cuerpo ajeno para acariciar, besar o volver a tener sexo.

            Desayunamos a medio día en el restaurante. Fuimos al muelle en espera del Ferri y, como la tarde anterior, no vimos aparecer a mi madre o a la persona que esperaba el israelí.

            No había mermado la pasión que reventaba en mi cuerpo por el desconocido. Yo había visto la foto donde él aparecía abrazando a mi madre, en el año de 1993. Era incluso anterior al matrimonio de Vero con mi padre. No comenté nada, pues temía que Abner me rechazara al saber que yo era en cierto modo una especie de hijastra suya.

           

            Mis sentimientos hacia el sabra eran muy poderosos y eso me tenía asustada y fascinada. Me gustaba, me atraía físicamente, me encantaban sus gestos, sus modales, su voz, su manera de decir las cosas y el estilo que tenía para hacer gozar a mi cuerpo. Si hubiera tenido que describir mis emociones, habría dicho que eran más poderosas que la atracción momentánea que experimenta un pasajero por la azafata del avión o una alumna por su profesor. Lo único que podía asegurar era que nos unía algo inexplicable.

            Tendría que ajustar cuentas con Vero. Yo había roto nuestro “pacto de no agresión”, pero ella había omitido el nombre de Abner de su lista de romances masculinos. Quizá no lo consideró importante o tal vez supuso que, estando Abner en Israel, me sería poco probable conocerlo.

            Desde luego, esa mañana me parecía que mi encuentro con el militar había tenido probabilidades astronómicas en contra. En cuanto a él, supe que esperaba a alguien, pero poco más. No me atreví a preguntar por miedo a romper la magia que nos unía.

            El Ferri se marchó, con rumbo al continente. Contemplamos durante un rato los pequeños barcos que venían con víveres y enseres.

            —Edith, me tienes hechizado —susurró Abner en mi oído—. Vamos a mi cabaña o a la tuya. Quiero disfrutarte y hacerte gozar.

            Estaba sentado sobre una roca, con la bermuda hasta los tobillos y su erección enhiesta. Yo me encontraba encima de él, no llevaba tanga y sentía su virilidad entre mis nalgas. Mi falda larga ocultaba nuestra situación. Mi vagina estaba empapada, exigía guerra y nublaba mis pensamientos.

            —Mi cabaña —recomendé—. Es de día, pero necesito que me lleves a ver las estrellas.

            En otro momento me hubiera quedado a mirar el trabajo de los estibadores. Sus cuerpos musculazos, de pieles sudorosas y bronceadas por el sol del Caribe me excitaban, pero tenía un guerrero hebreo a disposición de mis deseos.

            Me alcé para que recompusiera sus ropas. Le era imposible disimular la erección, pero me abrazó por detrás y caminamos así en dirección a mi cabaña. Me asaltó el recuerdo de la foto de Abner y mi madre, en una postura muy parecida.

            —¿En verdad eres divorciado? —pregunté—. ¿Acaso esperas a tu esposa para un posible reencuentro?

            —Soy divorciado —suspiró besando mi cuello—. Las mujeres se ilusionan con el uniforme, el rango y toda la parafernalia militar, pero es muy duro el día a día de la esposa un soldado. Yo no lo sabía y mi ex esposa tampoco; nos separamos porque ella no soportaba mis largas ausencias y la tensión por los riesgos que corro. No le reprocho que quisiera marcharse, en realidad somos buenos amigos.

            —¿Entonces no la esperas a ella?

            —No. Esperaba a otra persona, de hecho fue ella quien me citó aquí, aprovechando que tengo dos semanas de permiso. Al parecer no vendrá, pero tú y yo nos hemos conocido y eso me compensa.

            No quise averiguar más. Temía preguntar sobre la foto de Vero, temía que la pasión que compartíamos se rompiera y tenía miedo del momento que llegara mi madre y se encontrara con Abner; era posible que él la prefiriera a ella o no quisiera a ninguna de las dos sólo por evitar fricciones entre nosotras.

            Llegamos a mi cabaña. Entramos casi corriendo y nos abrazamos para besarnos con verdadera pasión. Nuestras ropas volaron entre risas y jadeos salvajes.

            —¡Esto es una locura! —grité extasiada cuando Abner me abrazó por detrás.

            —¡Vivámosla! —jadeó él aferrándose a mis senos mientras acomodaba su erección entre mis muslos—. ¡Me tienes loco, hechizado, enfermo de deseo!

            El militar flexionó las rodillas para afirmar la postura. Movía la pelvis en un vaivén que provocaba la fricción de su virilidad contra mi sexo. Sus manos masajeaban mis senos. Yo meneaba las caderas en respuesta. Mis nalgas chocaban contra su abdomen y mi flujo vaginal empapaba nuestros genitales.

            —¡Así! —grité—. ¡Sigue así, que no me has penetrado y ya me tienes vuelta loca!

            Alcancé el primer orgasmo de la velada entre gritos y gemidos. Lejos de relajarme, este clímax acrecentó mis ansias. Abner entendió que necesitaba recuperar el aliento, por lo que me llevó a la mesa y dobló mi cuerpo. Quedé recostada en ángulo de noventa grados sobre la cubierta. Mis pezones erectos parecían querer rayar la formica. Estiré los brazos para aferrarme al borde y el hombre separó mis piernas.

            Creí que me penetraría en ese mismo momento, estaba lubricada y lista para recibirlo. En vez de eso, se postró de rodillas ante mi trasero para lamer mi entrada vaginal. Grité de placer cuando su lengua comenzó a estimular los contornos de mi orificio femenino.

            Sus dedos índice y medio acompañaron la estimulación lingual y pronto encontraron el camino a mi interior. Fue avanzando labios arriba por toda mi vulva mientras me daba la estimulación vestibular que me enloquecía.

            Abner hizo coincidir el momento de chupar mi clítoris con los primeros roces de sus dedos sobre mi “Punto G”. Yo sollozaba, me revolvía, sacudía la cabeza y me aferraba al borde de la mesa como si se tratara de una tabla de salvación. El guerrero seguía alternando secuencias de succiones profundas sobre mi nódulo de placer y opresiones en mi zona de deleite interno. Mis músculos vaginales obedecían mis requerimientos de más y más sensaciones. Mi vista se nubló por los estímulos y una marejada de placer pareció arrastrarme mientras me corría. Mi vagina manaba líquidos que empapaban el rostro de mi amante.

            —¡Sabes deliciosa! —exclamó mientras se esmeraba en lamerme entera.

            —¡Ya, dámelo todo! —exigí sin descabalgar del orgasmo—. ¡Entra en mí! ¡No me tortures más!

            Abner se incorporó. Aferró mis nalgas con fuerza y las separó como si se tratara de los gajos de un fruto listo para ser devorado. Acomodó su glande en la entrada de mi vagina y lo escuché expeler el aire de sus pulmones para volver a inhalar con violencia. Se estaba preparando para una secuencia respiratoria de alto rendimiento; me estremecí de satisfacción pensando en lo que se avecinaba.

            El sabra adelantó la pelvis con fuerza. Su ariete se abrió paso por mi conducto vaginal mientras ambos gritábamos, prisioneros de una pasión animal. Sin ser rudo, no cedió cuartel. La penetración fue poderosa y muy estimulante. No se detuvo hasta que su hombría se albergó entera en mi interior.

            —¡Te siento en la matriz! —grité—. ¡Dame duro, gózame y hazme gozar!

            No respondió con palabras. La réplica vino en forma de poderosas embestidas de su hombría en mi vagina. Empujaba y su glande golpeaba mi útero. Mis pies se separaban del suelo, la mesa crujía, mis manos se aferraban al borde de la cubierta, mi garganta emitía alaridos, mi espalda se arqueaba, mi rostro en el espejo se retorcía de placer y mis músculos vaginales le daban vía libre para penetrar o aprisionaban su hombría cuando se retiraba.

            Mis caderas se sincronizaban a su ritmo, nuestros jadeos lo invadían todo. Cada retroceso de Abner parecía encaminado a cobrar más y más impulso. Lo sentía estimulando mi zona vestibular, pulsando mi “Punto G” con la curvatura de su miembro, golpeando el útero y arrancándome la vida para devolvérmela multiplicada por el placer recibido.

            Las energías sexuales me rebasaron. Un orgasmo múltiple me recorrió entera cuando sentí que me destrozaba de gusto. Mis ojos se anegaron en lágrimas de dicha mientras mi sexo expelía una catarata de fluidos y mi amante se esmeraba en darme más y más placer con cada embestida.

            Me sacudía, gemía y gritaba sin poder desconectarme de la corriente del deleite. Abner aceleró sus movimientos haciendo estrellar su abdomen contra mis nalgas en innumerables impactos de placer. Sus dedos se tensaron sobre mis nalgas y me penetró a fondo mientras gritaba extasiado. Su glande golpeó mi útero y una ráfaga seminal me irrigó entera.

            —¡Abner! —gritó mi madre desde la puerta—. ¿Qué estás haciendo? ¡Edith es tu hija!

            Me encontraba aún elevada a la enésima potencia del orgasmo. Las palabras de Vero me hicieron chillar de placer. Mi amante debió experimentar una sacudida similar, pues lo sentí bombearme con más insistencia hasta que dejó de eyacular.

            El sabra abandonó mi intimidad cuando nos relajamos. Yo seguí recostada sobre la mesa, jadeando estremecida mientras una abundante cantidad de semen y flujo vaginal me resbalaba muslos abajo.

            —¡No puedo creer esto! —gritó Vero—. ¡Abner, te cité aquí para que conocieras a tu hija! ¡Edith, este hombre es tu padre biológico!

            Mi madre sostenía en una mano la tarjeta llave de la cabaña, seguramente la había solicitado en recepción. Traía un vestido de una sola pieza bastante corto y muy escotado. Tenía una maleta y nos estaba diciendo que el mejor sexo de mi vida era inmoral. Yo me había preparado mentalmente para aceptar que Abner hubiera sido un amante del pasado de mi madre, pero reconocerlo como padre era demasiado para mí.

            —¡Vero, no puedo creerlo! —replicó el sabra.

            —¡Edith es tu hija! —repitió mamá—. ¡La engendramos en Tel Aviv! ¡No te dije nada porque tu modo de vida es muy peligroso y no quería que nuestra hija sufriera por la muerte prematura de su padre!

            —¡No es justo! —sentenció él.

            Todo cuadraba. La inexplicable atracción que nos unía podía deberse al llamado de la sangre, la compatibilidad en los momentos íntimos e incluso la manera en que encajábamos al copular podían deberse a la genética. Si sentía que lo conocía de toda una vida era porque su ADN era parte de mí desde el momento de mi concepción.

            Enfurecí. Me sentí engañada, decepcionad y burlada. Verónica me había alejado de mi padre biológico y con ello había tomado decisiones que no le correspondían. Me puse en pie. Mi vagina y mis muslos estaban empapados con la mezcla de mi flujo íntimo y el semen de mi propio padre.

            —¡Me mentiste! —acusé secamente—. ¡Me ocultaste la verdad, me pusiste como padre a un hombre que no lo era y me alejaste de este hombre! ¡Lo citaste aquí, al mismo tiempo que a mí y casi me arrojaste a sus brazos! ¡Verónica, esto es culpa tuya!

            Abner se colocó a mi costado, ligeramente por delante de mi camino. Su hombría continuaba en pie de guerra, pero su entrenamiento militar tenía sus reflejos en guardia; supe que, en caso de que yo atacara a Vero, él se interpondría entre nosotras.

            —Edith, debes entenderme. Tenía miedo, no sabía qué hacer.

            —Debiste decirme —reclamó el hombre—. Me estoy enterando de la manera más dolorosa posible. Conocí a Edith y no pensé que estuviera relacionada contigo; en realidad no pensé en nada.

            Yo había visto la foto de ellos dos, pero decidí no pronunciarme.

            —¡Por eso quería que nos viéramos todos aquí! —señaló mi madre—. ¡Edith, siempre quise que conocieras y amaras el mundo de tu padre, para que al crecer pudieras elegir!

            Avancé hacia ella. Acaricié a Abner con la mirada y me restregué la entrada vaginal. Empapé mi mano con la mezcla de esencias. Vero retrocedió hasta que su espalda topó con la pared, la miré a los ojos. Quise abofetearla, quise golpearla y quizá destruirla, pero me resistí. En vez de ello le tapé la boca y la nariz con el cóctel pasional que cubría mi diestra.

            —¡Huélelo! —ordené—. ¡Pruébalo! ¡Zorra mentirosa, mira lo que has provocado! ¿Cuántos amantes más excluiste de la lista?

            Aflojé la presión de mi mano cuando sentí con sorpresa que mamá lamía los fluidos. Abner me hizo una seña, como invitándome a la calma. No quise hacerle caso, Vero merecía un castigo y yo debía aplicárselo.

            Levanté la pierna derecha y di un golpe de talón por detrás de la rodilla izquierda de mi madre. La sujeté por las axilas en el momento que perdía el equilibrio y la miré arrodillada a mis pies. La tomé por el cabello y la obligué a alzar el rostro. Pegué mi vagina entre su boca y su nariz.

            —¡Lámelo todo, bruja mentirosa! —ordené—. ¡Intenta borrar con tu lengua las huellas de lo que has provocado! ¡Los jugos de una hija mezclados con el semen de su propio padre!

            Me sentía decepcionada. Vero me había dado una vida, un apellido, un entorno familiar y una historia que se derrumbaban bajo el peso de sus falsedades. Por mi mente pasaron varios planes: salir corriendo y montar una orgía de venganza con todos los estibadores que había contemplado esa misma mañana, pagar lo que fuera por el alquiler de un yate que me devolviera al continente, estrellar la cabeza de mi madre contra la pared o beberme medio litro de arsénico. La boca que tantas veces me mintió fue la que me dio la solución menos mala. Decidí abandonarme al placer sin reservas.

            Pegué un bote cuando la lengua de mi madre culebreó en mi entrada vaginal. Poco antes había experimentado un orgasmo muy poderoso y estaba hipersensible.

            —Edith, tienes derecho a ser dura, pero no cruel —señaló mi padre.

            Las caricias de Vero pasaron de la zona vestibular a los labios mayores. Haría y me dejaría hacer, pero tenía miedo de las reacciones de Abner.

            —¿Me odiarás, después de lo que ha pasado, ahora que sabes que soy tu hija? —pregunté al sabra.

            —¡No podría! —respondió sinceramente—. ¡No sé cómo vamos a vivir a partir de ahora, pero no podría odiarte!

            Solté el cabello de mi madre y gemí cuando su lengua ascendió a mi clítoris. Su aliento quemaba y se la notaba excitada. Rozó mi entrada vaginal con dos de sus dedos. Limpió con su cabello la mezcla de fluidos de mis muslos. Nunca antes habíamos tenido sexo entre nosotras.

            —¿Seguirás teniendo sexo conmigo? —pregunté temerosa.

            —Sólo si tú lo deseas —señaló él.

            Mi padre me abrazó por la espalda. Dudaba en tocar mi cuerpo desnudo, pero lo autoricé con un asentimiento. Acomodó su miembro en medio de mis nalgas y cruzó sus manos sobre mi busto para apresar mis senos.

            —Te deseo —me dijo al oído—. Te deseo tanto como al principio, pero no quiero que te sientas incómoda conmigo.

            Podía ser un hombre entrenado para enfrentar la muerte, pero no era insensible a los asuntos emocionales.

            —Tampoco sé cómo vamos a vivir después de esto —gemí por las caricias de mi madre—, pero no podría detener lo que está sucediendo.

            Vero penetró mi vagina con sus dedos y succionó mi clítoris mientras iniciaba un ritmo de entrada y salida.

            —¡Así, mentirosa! —exigí—. ¡Demuestra que sabes usar la boca para algo más que decir embustes!

            Mi madre era experta en lides lésbicas. Sus dedos se movían en mi interior con elegancia y maestría. Sus uñas obsequiaban caricias a mi “Punto G” y sus labios succionaban mi clítoris en los momentos precisos. Entretanto, mi padre friccionaba su erección entre mis glúteos; los seres que me habían engendrado se esmeraban por darme placer.

            Sentí que las rodillas me flaqueaban y Abner me sostuvo con fuerza. Entendí que nuestra pasión prevalecería, a pesar de los lazos de sangre.

            Volví a tomar a mi madre por los cabellos, no para exigir, sino para evitar que dejara de estimularme. Volví la cabeza y mi padre me besó en la boca para devorar mi grito cuando llegué al orgasmo.

            Abner me soltó y yo me dejé caer de rodillas junto a Vero. La abracé y besé su boca con avidez; necesitaba sentir que podía volver a confiar en ella. Tomé una mano de Abner y lo acomodé frente a mamá. Hice una señal y ella tomó el pene para llevárselo a la boca.

            Mi madre sabía hacer buenas felaciones. Se introducía el miembro hasta donde las dimensiones lo permitían, succionaba con gula y lo extraía haciendo presión con los mofletes. Estimulaba con su mano la parte de mástil que no podía guardar en la boca y se deleitaba en su labor oral.

            —¿Hay algo más que yo deba saber? —pregunté situándome detrás de mamá para besar su cuello—. ¿Acaso soy descendiente del Cid Campeador?

            —No —respondió entre succiones—. Se trata de Joab, tu hermano. Lo invité a venir, nos encontramos en D.F. y, bueno, esa fue la causa de mi retraso.

            —¡Verónica! —gritó Abner—. ¿Te tiraste a mi hijo?

            —¡Entiéndeme! —pidió mi madre—. ¡Se parece mucho a ti y al verlo recordé viejos tiempos! ¡No sabría si tú querrías algo conmigo después de tantos años!

            El cunilingus que me había dado mi madre tuvo el poder de aplacar mi ira, pero sus nuevas palabras volvieron a enfadarme. Dejé de abrazarla para tomar su vestido desde atrás, busqué las costuras y desgarré con furia. Ella gritó, pero guardó silencio cuando rompí los laterales de su tanga y le propinó una sonora nalgada.

            —¡No la lastimes! —pidió una voz masculina detrás de mí—. ¡Soy tan culpable como ella!

            Giré la cabeza y descubrí a un chico que se asomaba desde la puerta. El muchacho era la versión adolescente de Abner. Entró a la cabaña y cerró la puerta tras de sí.

            —¡Joab! —exclamó mi padre—. ¿Qué haces aquí?

            —Conocí a Vero en el Face y me citó para conocer a mi hermana. Era una sorpresa para ti y para ella, pero veo que los sorprendidos fuimos nosotros.

            —¡Y te acostaste con mi madre! —lo encaré incorporándome.

            —¡Y tú te acostaste con nuestro padre! —sonrió.

            Mi cabeza daba vueltas. En unos minutos había conseguido un nuevo padre que era mi amante, un nuevo hermano, una madre más zorra de lo que siempre fue y me mostraba desnuda ante todos como si tuviera puesto un vestido de cóctel.

            Volví a repasar los planes abandonados, “estibadores, yate, asesinato, o arsénico”, y decidí que lo mejor era dejarme llevar e integrar a mi hermano en la nueva organización familiar; si ya había gozado con mi propio padre, Vero acababa de hacerme un cunilingus y antes se había acostado con mi hermano, bien podía cerrar el círculo teniendo algo con Joab.

            —Bienvenido, hermanito —saludé mientras me acercaba a Joab con actitud seductora.

            Se estremeció cuando nos abrazamos. Entendí sus dudas, pues cuarenta y ocho horas antes yo me habría negado a lo mismo que estaba ofreciéndole. Debí romper alguna barrera, temor o tabú en su psique, porque pasó de la reticencia a la acción; buscó mi boca con la suya y nos besamos apasionadamente. Aferró mis nalgas mientras yo restregaba mi cuerpo contra el suyo. Sentí sobre mi vientre la dureza de su virilidad.

            —Todos estamos en pelotas, excepto tú —silabeé mientras aferraba su miembro sobre el pantalón —. O te quitas algo o nos dejas solos; parece que esto se va a poner bueno.

            —¡No imaginé que el encuentro con mi hermana fuera a resultar así! —exclamó—. Será un placer participar en esto, pero no quiero que riñas a tu mamá. ¿Ya viste a esos dos?

            Giré la cabeza y sonreí al ver la escena. Abner se había recostado sobre el sofá y mi madre se le trepaba a horcajadas para montarlo.

            —¡Te cepillaste a mi hijo, no puedo creerlo! —exclamó él cuando mamá acomodó el glande en la entrada de su sexo.

            —¡Y es todo un semental! —gritó mientras descendía empalándose—. ¡Tienes que estar orgulloso, es un digno representante de tu linaje! ¡Lo disfruté pensando en ti, Abner, y no sabes cuánto te he extrañado!

            Con un grito se dejó caer para sentir la totalidad de la hombría en su vagina. Yo sabía por experiencia que debía estar llenándola por completo. Tomó aire y comenzó a danzar con movimientos de cadera que nada tendrían que envidiar a los míos. A mi lado, Joab ya se había desnudado y lucía una virilidad idéntica a la de nuestro padre.

            Mi hermano me abrazó y volvimos a besarnos. Su erección se acomodó entre mis muslos mientras sus manos volvían a aferrar mis nalgas. Levanté la pierna derecha para abrazarlo por la cintura y mi vagina quedó a su disposición.

            Mamá cabalgaba sobre papá con un frenético galope, sus senos botaban al ritmo de sus movimientos mientras sacudía la cabeza en señal de gusto. Él la sostenía por la cintura y acompañaba la cópula con un estudiado ritmo pélvico.

            Joab metió su diestra desde atrás por entre mis nalgas y acarició mi entrada vaginal. Gemí de gusto cuando deslizó un dedo y jugó con mi región vestibular.

            —Si quieres probar mi vagina, acompáñame a asearme —sugerí a mi hermano—. Tengo semen de nuestro padre hasta la matriz y quisiera estar fresca para ti.

            —¿Estás segura de que quieres hacerlo conmigo? —jadeó—. No es demasiado tarde, aún podemos detenernos.

            —Tengo dos alternativas —informé—. O lo paso bien y “aquí te pillo, aquí te fornico”, o decapito a mi madre por sus mentiras.

            —¡Mejor lo primero! —gritó tomándome de la mano.

            Entramos al baño y me senté en el retrete. Oriné delante de mi hermano sin pudor alguno, no era la primera vez que un hombre me veía hacerlo. El semen de nuestro padre seguía escurriendo de mi sexo.

            —Orina tú también —solicité—. Odiaría que lo hicieras encima de mí, pero me fascina ver cómo orinan los hombres.

            Me incorporé. Mi hermano se puso en posición y apuntó. Se concentró para invocar al Manneken Pis o lo que sea que imaginan los chicos cuando “riegan el maizal”. Escuchamos los gritos del orgasmo de mamá y sonreímos como niños a punto de cometer una travesura.

            Abrí las llaves de la ducha y entré. Tomé la regadera manual, apoyé un pie en la pared y dirigí el chorro de agua fresca al centro de mi intimidad. Con la mano libre abrí mi entrada vaginal para asearme lo mejor posible.

            —¿Quieres mirar? —invité a Joab—. ¿Habías visto antes una como esta?

            —Tu mamá me mostró la suya desde antier —respondió entrando al cubo de la ducha conmigo—. Es tan bella como la tuya.

            Lo besé en los labios. Me sentía muy excitada y no experimentaba remordimientos. Las emociones habían sido muy fuertes desde las últimas veinticuatro horas. Joab tocó mi vagina y le pasé el jabón en gel para optimizar la caricia.

            —Me encantas y vamos a hacer de todo —informé con un gemido al sentir sus dedos en mi sexo—. Pero una cosa te voy a pedir; por nada del mundo nos compares a mi madre y a mí. Si empiezas a considerar que una es mejor que la otra, nos perderás a las dos.

            —¡A la orden! —se cuadró militarmente.

            Ambos reímos mientras mi hermano me acariciaba. Yo también lavaba sus genitales. Nuestros cuerpos estaban empapados por el agua de la ducha y los chorros de la regadera manual eran muy estimulantes para ambos.

            Cuando mi sexo quedó limpio cerré las llaves de la ducha. Empujé a Joab para ponerlo contra la pared y me acomodé de rodillas frente a su miembro.

            —Voy a chupártelo, pero no quiero que te corras en mi boca —indiqué meneando su herramienta—. Deseo que tu primera eyaculación conmigo sea dentro de mi vagina.

            —¡Gracias, Edith! —gimió cuando succioné su glande—. ¡Y yo tenía miedo de que no me aceptaras!

            Apreté el primer tercio de su herramienta entre mis labios y presioné con fuerza mientras jugaba con la lengua alrededor del glande. Gritó y se sacudió desesperadamente. Después sostuve sus testículos con una mano mientras introducía su miembro hasta mi campanilla y comenzaba un bombeo con movimientos de cabeza. Él enredó sus dedos en mis cabellos y suspiró profundo.

            Mis senos se movían al ritmo de la felación mientras todo mi cuerpo avanzaba y retrocedía para brindar placer a mi hermano. Joab gemía, se debatía y buscaba mi mirada.

            Me saqué de la boca el miembro ensalivado y lo lamí desde el glande hasta el inicio. Chupé sus testículos con cuidado, pero succionando sin darle tregua. Mi vagina volvía a segregar flujo, pero decidí no tocarme pues deseaba que él me diera placer.

            Me metí uno de sus testículos entre los labios y lo oprimí emitiendo gruñidos como de leona que devora a su presa. Repetí la operación con el otro mientras mi hermano no dejaba de gemir.

            —¡Es mi turno! —exclamé—. ¡Quiero que me muestres lo que sabes hacer!

            Con estas palabras me incorporé. Doblé el cuerpo hacia adelante con las piernas separadas y quedé en ángulo de noventa grados, con las manos aferradas a las llaves de la ducha. Deseaba sentirlo en la misma postura que antes usara nuestro padre para hacerme gozar. Joab se posicionó detrás de mí y palmeó mis nalgas.

            Acarició mi trasero de forma lasciva. Después se arrodilló entre mis piernas y sopló aire tibio sobre mi sexo; me estremecí.

            Lamió mi entrada vaginal haciendo círculos con la lengua para después penetrarme con esta como si se tratara de un pequeño pene.

            —¡Vas muy bien! —gemí—. ¡Acuérdate del clítoris!

            Lamió con gula mis labios vaginales saboreando el néctar amatorio que escurría de mi sexo. Llegó a mi nódulo de placer y succionó con fuerza. Grité electrizada. Miré hacia abajo y vi su erección en plena forma; por un momento quise ser más flexible y estirarme para chuparla, pero me era imposible.

            Mi hermano succionaba mi clítoris, momento que aprovechaba para inspirar aire. Después ejecutaba un movimiento de cabeza que provocaba que su nariz penetrara en mi entrada vaginal para expeler aire caliente en mi intimidad. Volvía al clítoris y repetía la operación. Yo gritaba con cada respiración suya y él recibía en su rostro los abundantes líquidos que mi vagina segregaba.

            Me aferraba a las llaves de la ducha. Mis caderas se movían instintivamente en busca de más y más estímulos íntimos. La tensión en mi sistema nervioso aumentaba a cada caricia oral.

            —¡Joab, hermano, me vas a hacer correr! —grité sin importar que nuestros padres me escucharan—. ¡Levántate y penétrame! ¡Quiero venirme contigo dentro!

            Mi hermano obedeció. Se puso en pie de un salto y me atrapó por la cintura. Me penetró por la vagina con un largo y lento movimiento.

            Vibré con cada pulgada de su avance. Contuve la respiración concentrándome para no perder las sensaciones previas al orgasmo. Su hombría era tan parecida a la de nuestro padre que me proporcionaba idéntico placer. El glande, presionado hacia abajo por la curvatura del tronco, pulsó mi “Punto G” con demasiada fuerza. Siguió su camino hasta topar con mi matriz, entonces grité como una fiera en celo mientras movilizaba mis caderas en busca de la fricción coital.

            Joab entendió las señales. Mi hermano me penetraba llevando su hombría hasta el fondo de mi sexo y retrocedía para presionar mis zonas erógenas internas con su curvatura y el glande. Mi intimidad lo recibía bien, las sesiones con nuestro padre me habían acostumbrado al nivel de sexo que estaba compartiendo con él.

            Las energías acumuladas se multiplicaron y estallé en un orgasmo húmedo y poderoso mientras gritaba agitando la cabeza. En una de estas sacudidas noté que nuestros padres nos observaban afuera de la ducha.

            Joab se esmeraba en su tarea mientras yo buscaba el encuentro de nuestros cuerpos. Su abdomen chocaba sonoramente contra mis nalgas. Abner se coló en medio de mis brazos, en el espacio que había entre mi cabeza y la pared. Su erección quedaba a la altura de mi rostro y no dudé en abrir la boca.

            —Con cuidado, Tesoro, no quiero que te lastimes —señaló mi padre colocando su glande entre mis labios.

            Los empujones que me daba Joab provocaron que la erección de nuestro padre corriera de la entrada de mi boca hasta mi campanilla. Abner me sujetó por los hombros para evitar que me la tragara entera. Mis senos colgaban y se balanceaban de adelante hacia atrás sin control. Saboreé la mezcla del semen de mi padre y el flujo vaginal de mi madre y esa combinación me electrizó aún más.

            Mis amantes filiales me daban mucho placer. Mi hermano empujaba detrás de mí mandando a guardar la totalidad de su miembro en mi interior. Yo respondía con opresiones vaginales y humedades que lo lubricaban todo. Mi padre ejecutaba movimientos copulatorios mientras fornicaba mi boca.

            Vero se sentó debajo de mi cuerpo, no podía verla debido a la postura, pero pronto sentí sus acciones. Atrapó mis senos entre sus manos y me proporcionó una estimulación mamaria muy intensa. Combinó sus movimientos manuales con las profundas penetraciones que me daba Joab. Cuando mi hermano empujaba para llevar su glande a mi útero, la erección de mi padre llegaba a mi garganta y mi madre tiraba de mi seno derecho desde el nacimiento hasta el pezón. Cuando Joab retrocedía, Abner también se movía hacia atrás y Vero cambiaba a mi seno izquierdo para repetir la estimulación.

            Mi placer era enorme. Las secuencias y acciones de mis familiares me estaban encendiendo por todos sitios. No podía gemir a gusto, pues dos tercios del miembro que me engendró estaban resguardados en mi boca. Mis caderas acudían al encuentro con el cuerpo de mi hermano y mi madre me destrozaba con el placer mamario.

            Gemí y me sacudí cuando una serie de orgasmos múltiples me arrasó completa. Me corría incesantemente mientras mis amantes gozaban y hacían gozar a mi cuerpo.

            —¿Quién dice que no se puede ordeñar a una zorra? —preguntó mi madre con voz enronquecida—. ¡O te saco la leche de las ubres, o tú sacas la leche de tu padre y de tu hermano, lo que suceda primero!

            Sabía que Vero se estaba desquitando por el modo en que la traté minutos antes, pero no importaba. Su comentario me encendió aún más y chillé de placer cuando Joab aprovechó una de mis convulsiones orgásmicas para penetrarme a fondo y eyacular abundantemente en mi interior. Abner tensó los dedos sobre mis hombros y sentí las palpitaciones de su miembro al descargar varios disparos de su semen directamente en mi garganta.

            Caí sobre el cuerpo de mi madre cuando los hombres desocuparon mis orificios. Vero me abrazó con pasión de amante lésbica y ambas nos entregamos a un beso abrasador.

            La sesión de sexo en familia había sido brutal, pero apenas empezaba.

            Continuará

    Nota de la autora

            Chic@s, en esta segunda entrega asistimos a la caída de los mitos. Las situaciones que se insinuaban en el primer capítulo se han consolidado en este y los secretos de Vero quedan revelados.

            Por cuestiones técnicas he dividido esta parte en dos, esperaré unos días para presentar el desenlace.

            Las inhibiciones y reservas quedan atrás. La protagonista se enfrenta al reto de dar y recibir placer a mansalva y todos “fueron felices y follaron con actrices”.

            Ninguno de ustedes me ha dicho qué modalidad de lenguaje les gusta más. Sé escribir sin palabrotas, pero también entiendo que a algunos les “pone jumentos”  que las chicas digamos “mi coño”, “tu verga” o “nuestras tetas”.

            ¿Quién será el valiente que me cuente lo que le gusta más?

            Palabra que no muerdo. Si muerdo, no arranco el pedazo. Si arranco el pedazo no saco sangre. Si sacara sangre no me la bebería. Si la bebiera, no me pongo frenética. Si me pusiera frenética, ya veríamos qué otros relatos podemos crear.

            En otro tema, estoy muy contenta.

            ¡Ayer presenté el examen!

            Me hicieron sudar y me preguntaron de todo. Los sinodales se ensañaron conmigo y poco les faltó para que me auscultaran o me hicieran el papanicolau.

            ¡Pero todo salió muy bien!

            ¡Obtuve los cien puntos en el examen escrito y cien más en el examen oral (no dije sexo oral, aunque ese también me lo sé de memoria)!

            Me entregaron una constancia, la certificación oficial sale en enero de 2015. pero con este documento he podido ir al Sindicato y… ¡Ya tengo mi credencial de prensa!

            ¡Chic@s, oficialmente ya soy periodista!

            Sé que el camino no será sencillo. Muchas se conforman con llegar hasta aquí y trabajar, pero no pienso abandonar la carrera de Ciencias De La Comunicación.

            Mi editora me ha dicho que las prácticas se convierten en empleo fijo, remunerado al cien por ciento y con valor curricular. Ahora sí puedo decir que “ya alcanzo el timbre”.

            Solicité permiso en la Facu para faltar a clases esta semana y en la revista me lo concedieron también; necesito descansar de todas las tensiones que he acumulado en estos días.

            Hoy me daré una encerrona con Naty en el hotelito de la Colonia Del Valle (ya les conté de ese lugar). Mañana me escapo con Elykner a su casa de Puebla y nos vamos a hacer esa clase de cosas que luego se vuelven coreografías sexuales de TR. A mis padres les dije que me voy a Cancún, no han caído en la cuenta de que no me gústale ambiente nocturno de por allá. Lo lamento, hay verdades que no están preparados para conocer.

           

            Vale, la última entrega de esta saga la subiré la próxima semana, mientras podemos acumular comentarios. En casa de Elyk creo poder estar un pelín más tranquila. En serio, necesito descansar la mente y el espíritu, que no el cuerpo.

            Cuídense mucho, estamos en contacto

            ¡Besos y evolución!

            Edith