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Un año de pasión con mi hijo IV, El pacto

en Amor filial

CUARTA PARTE

Desperté a las diez y media de la mañana. Los recuerdos de la noche anterior cayeron sobre mí, convertidos en una avalancha de sensaciones. Rememoré la excitación, los magreos de Manolo y el hecho de que estuve a punto de follar con él. Reviví en mi memoria la actitud heroica de Giovanna, quien me alertó del afrodisíaco y me ayudó a rescatar a Elyk.

Me senté de golpe al repasar mentalmente lo que sucedió en la habitación de Margarita. Había estado a un paso de dejarme penetrar por mi propio hijo; aún cuando no habíamos concretado el coito, yo me corrí friccionando mi coño contra sus genitales, mamé su verga, lo masturbé con mis tetas y me tragué su eyaculación.

Sentada en mi cama a horas poco habituales, desnuda y asustada por lo que había hecho, me abracé las rodillas y cerré los ojos. Algo dentro de mí me reprochaba por haber cedido a la tentación, mientras se alegraba de que no se hubiera efectuado la penetración. La parte más instintiva y emocional de mi alma me felicitaba por lo que sucedió entre nosotros y me instaba a buscar más para consumar lo que no me atreví a hacer. Me levanté llena de energía, ansiosa por ver a mi hijo.

Mi sesión masturbatoria bajo la ducha incluyó recuerdos de la noche anterior, sumó fantasías de cosas que podríamos hacer si yo terminaba por derribar todas mis barreras y me decidía a probar el incesto y se completó con las imágenes oníricas de Giovanna cumpliendo las promesas que hiciera a mi hijo.

Después del baño, me puse un vestido sencillo, me peiné y omití el uso del tanga; estaba tan excitada que mi sexo no hubiera soportado el roce del tejido. Salí al pasillo de la casa para enfrentar el nuevo día.

Me asomé a la habitación de Elyk y no lo encontré. Lo llamé y el eco me devolvió mis gritos. Revisé en la cocina, en el patio trasero, me asomé a la calle y, desesperada, llamé a Ángela para preguntarle si sabía algo de mi hijo.

La hija de mi amante lésbica me dijo que desconocía su paradero. Después de la fiesta, Giovanna nos dejó en casa, se morreó con Elyk en el portal mientras yo me preparaba para dormir y después se marchó con su madre. Se había llevado mi Phantom y prometió devolvérmelo esa misma tarde. Repasamos la lista de chicos involucrados en el intento de violación y, tristemente, casi todos los muchachos y algunos adultos de nuestro círculo de amistades estaban relacionados con la bajeza que intentaron hacerme; de no haber sido por Giovanna, todos me habrían pasado por la piedra.

Al concluir la llamada, un poderoso sentimiento de temor se apoderó de mi alma; temí que quizá mi hijo me repudiara por lo que pasó entre nosotros. No era imposible que se hubiera marchado llevándose solamente lo que llevara puesto.

Pasé a la cocina intentando despejar mis temores. Como una autómata puse a hervir café y me serví una porción de fruta picada. Las manos me temblaban y mi espíritu se debatía. Me había ido a dormir con las esperanzas puestas en un sueño impensable o al menos creyendo que mis acciones no tendrían consecuencias; la ausencia de mi hijo me daba evidencias de que ese sueño se volvía imposible.

Me asaltó el pensamiento de que quizá Elyk no deseaba tener nada conmigo. Como hombre podía disfrutar al recibir una felación o al ser agasajado con una cubana, pero había mucha distancia entre esto y el hecho de permitir que fuese su propia madre quien le diera esos placeres.

Sollocé mientras lavaba los trastos. Había consumido el desayuno mecánicamente, pero no lo disfruté. Decidí que, si Elyk volvía o si lo encontraba después, trataría de dar marcha atrás y de ser una madre adecuada para él.

En Videocentro cobraban tres pesos por rebobinar los VHS que, por negligencia o descuido, los socios del club entregaban finalizados. Hacer retroceder una película era fácil y barato, regresar el tiempo en el mundo real era imposible y, el mero hecho de desear hacerlo, ya traía un elevado costo implícito.

Encendí un “John Player Special”. Necesitaba serenarme, dejar de pensar en las acciones que mis hormonas me habían empujado a cometer. Minuto a minuto me convencía de que mi hijo había tomado la decisión de alejarse de mí. Dudaba que Elyk fuese capaz de reñirme o degradarme, pero era lo bastante fuerte como para excluirme de su vida.

Decidí renunciar a toda esperanza de disfrutar del sexo con mi hijo. Al pensar en ello, me di cuenta de cuán hondas habían sido las ilusiones de que se diera algo entre nosotros. Permitiría que Giovanna o cualquier chica que no fuese de su sangre lo hiciera feliz, disfrutara con él y lo enseñara a gozar.

Nada de esto me compensaba, pero, si Elyk volvía conmigo, mi deber como madre era que él se sintiera cómodo. Me debatía entre estos pensamientos cuando escuché que se abría la puerta de la calle.

—Hola, mamá —saludó Elyk.

Traía sobre el hombro el saco de boxeo. Se veía radiante dentro de su estilo sobrio; sonreía de medio lado, en esa expresión que parecía sardónica y que en realidad manifestaba su más absoluto grado de felicidad.

—Fui a entrenar —me miró a los ojos—. No me atreví a despertarte, te veías tan hermosa mientras dormías que casi fue un crimen arroparte.

Mi excitación ya habitual me golpeó en las entrañas. Imaginé a mi hijo contemplando mi cuerpo desnudo. Me aferré al borde de la mesa y suspiré.

—Elyk, pensé que estabas enfadado conmigo.

Él me respondió con una de sus carcajadas, aparentemente desprovista de emoción, pero nacida desde lo más profundo de su alma.

—Victoria, tenemos que hablar de lo que pasó anoche, pero primero debo bañarme.

Se giró para pasar a la cochera y guardar el saco de boxeo. Mi temor de que me hubiera abandonado fue reemplazado por dos variantes del pánico. Me asustaba la perspectiva de que él no quisiera nada sexual conmigo y, paradójicamente, me aterrorizaba la posibilidad de que intentara seducirme.

Fue a su habitación, eligió sus ropas y se encerró en el baño. Apreté los ojos tratando de serenarme. Durante la madrugada había trazado un plan y meditado ciertas decisiones para el caso de que se diera algo sexual entre mi hijo y yo. La parte de mi alma que aún conservaba los temores y prejuicios sociales intentaba detenerme. Pero mi hijo venía contento, esto tenía más peso que las ideas ajenas de lo que debía o no debía suceder entre nosotros.

Me sentía excitada, incluso más caliente que durante la noche anterior, cuando me dieron el afrodisíaco; tuve que aferrar con más fuerza el borde de la mesa de roble y morderme los labios para no correr a la ducha y seducir a Elyk.

Me incorporé y puse más café, serví panecillos, fruta y zumo de naranja para él. Mi sexo estaba empapado y mis pezones enhiestos; mi cuerpo joven y sano exigía las atenciones del hombre que engendrara dieciocho años antes.

Elyk salió de la ducha y pasó a su habitación para terminar de arreglarse. Lo esperé de pie, al lado de la mesa, sin saber lo que sucedería y temiendo cualquier cosa que pudiera pasar.

Mi entrenamiento militar fue riguroso y extenuante, las penurias y sufrimientos de mi primera juventud me habían endurecido, los años en que estuve lejos de mi hijo habrían acabado con una mujer más débil. Sin importar cuántas pruebas hubiera tenido que afrontar, ninguna se comparaba con lo que estaba por suceder.

Elyk entró a la cocina y me sonrió desde la puerta. Nos miramos de frente y sus ojos marrones buscaron los míos. Su mirada expresaba todos los deseos que hubieran podido pasar desapercibidos en su naturaleza Asperger. Supe que, lo que fuera que quisiera decirme, vendría desde lo más profundo de su alma. Recordé los planes que tracé por si se daba el caso de que él quisiera tener algo sexual conmigo, pero quise aferrarme al último bastión de cordura.

—Elyk, lo de ayer no debió pasar así —me aclaré la garganta, temía que mi voz sonara débil.

Él se acercó a mí y estrechó mi talle. Sentí que su mirada tocaba mi alma para reconfigurarla, tal y como yo hiciera con la suya desde que lo amamantaba siendo bebé.

—No, mamá, lo que pasó ayer no debió darse como se dio —sus manos ascendieron desde mi cintura para acariciarme la espalda—. Sé que debió haber penetración, ambos lo deseábamos y estábamos preparados.

Quise gritar. Mi hijo volvía a malinterpretar mis palabras y, al hacerlo, daba su apoyo a la parte de mí que deseaba saltar de cabeza al abismo del incesto.

—Elyk, no hice bien al… —me interrumpí. No me sentí capaz de completar la frase.

—Mamá, lo único que podría reprochar es que no me hubieras permitido penetrarte, pero eso podemos remediarlo.

Se aferró a mi espalda y me besó en la boca. No fue un beso de amante, pero sí tuvo más intensidad que un simple pico. Mi hijo seguía malinterpretándome, de haber sido un chico neurotípico, lo habría abofeteado en ese momento. Siendo como era, esa actitud contenía toda la sinceridad de su alma y el deseo de su organismo.

Pegué mi cuerpo al suyo y lo abracé. Froté mis tetas contra su torso y separé las piernas para sentir sobre mi vagina la dureza de su paquete oculto bajo los vaqueros. Comprendí que no podía escapar de lo que ambos deseábamos.

Lo besé en los labios. Primero fue un beso de tanteo que fue seguido de un repaso de lengua. Él correspondió y, abriendo la boca, me ofreció su aliento para darme un beso de amante en toda regla.

Nuestras lenguas gozaron del reencuentro mientras sus manos se deslizaban desde mi espalda hasta mis nalgas para tocarme expertamente, como si todos los VHS porno que hubiera visto bastaran para saber lo que debía hacer con mi cuerpo. Frotamos nuestros sexos, aún protegidos por las ropas de ambos, pero con intención de darnos placer.

Nos mordíamos los labios, nos lamíamos las lenguas mutuamente y compartíamos saliva en un beso que pasaba de lo casto a lo lascivo, de lo terrenal a lo sublime, de lo sorprendente a lo prohibido.

Elyk volvió a subir las manos para tocar mi espalda, pero inmediatamente pasó a los costados de mis tetas.

—¡Espera! —lo detuve con un grito y lo empujé para que me soltara.

Mi hijo retrocedió varios pasos, con las manos en alto como si lo hubiera amenazado con un arma. Pude ver el dolor en sus ojos, la seriedad pétrea en su semblante, la excitación en su entrepierna.

Fui capaz de vislumbrar dos senderos para mí. El primero era el de la madre abnegada que ha cometido un error excitando a su propio hijo, pero que desea volver al camino preestablecido por la sociedad, arrepentida de lo que ha hecho.

El segundo sendero era el de la mujer ardiente, sana, poderosa, liberada de todo tabú y de toda atadura social, que enfrentaba valientemente el desafío de convertirse en la primera amante de su propio hijo. Tenía poderosas razones para adoptar cualquiera de las dos alternativas y confiaba en que él se comportaría a la altura de la decisión que yo quisiera tomar.

El anhelo en la mirada de mi hijo parecía suplicarme que lo tomara de la mano y saltara con él al abismo incestuoso que se abría a nuestros pies.

—Vamos a hacerlo, Elyk, pero esto tendrá límites —jadeé echando mano de los planes que había meditado durante la noche—. Sí, acepto ser tu amante, acepto lo que ambos deseamos que suceda, pero solamente durará un año a partir de hoy.

—¿Un año? —se extrañó—. No entiendo porqué; el amor no puede tener fecha de caducidad.

—Un año, Elykner —traté de dar fuerza a mi voz—. Un año de pasión entre nosotros, un año en el que aprenderás de primera mano cómo dar placer a una mujer, un año durante el cual yo no tendré sexo con ningún otro hombre que no seas tú, pero en el que tú probarás todas las variantes del placer que desees experimentar. Un año, y quiero que quede claro que lo deseo, pero lo hago también en beneficio de tu desarrollo como hombre. Un año, pues no sería justo para ti que yo te retuviera más tiempo. Quizá, después de ese año, podamos volver a hacerlo en tu cumpleaños o en el mío, pero no habrá regreso.

Mientras había dicho todo aquello fui retrocediendo hasta sentir el borde de la mesa contra mis corvas. Una vez liberadas las palabras, me sonaban huecas, me parecían el pretexto de una buscona depravada para llenarse el coño con la verga juvenil de su propio hijo.

Elyk se apretó las sienes. Jamás había sufrido de jaquecas, pero en ese momento debía estar sintiendo algo similar al aura del dolor de la migraña.

—Acepto —dijo sin entonación en su voz—. Si solo puedo disfrutar contigo durante un año, prefiero eso a sentir que me rechazas después de lo que hicimos anoche. Mamá, te amo como hijo, pero también te deseo como amante; considéralo desde un punto de vista objetivo; para alguien casi inmune a las emociones, esto es un verdadero triunfo. Pero te advierto, pasado ese año de pasión, me marcharé. No podría vivir contigo después del final. No niego que me dolerá, a pesar de mi modo de ser, pero tendré que arreglármelas. Si seguimos juntos después de ese año, sería doloroso e injusto para ti.

Sus palabras eran duras, tajantes, lógicas, en apariencia frías sobre un fondo pasional que difícilmente podría ser detectado por quien no lo conociera. Sus palabras eran un producto típico de su mente.

Separé los brazos sin aceptar o rechazar lo que decía. Ambos habíamos necesitado establecer unas normas, yo para sentir que conservaba el control y él para no sentir que lo perdía. Lo de marcharse pasado un año fue un golpe bajo, pero establecer una fecha límite lo había sido también, y fui yo quien golpeó primero.

Elyk debió interpretar mi postura, con los brazos abiertos y casi sentada sobre la mesa, como una invitación a reanudar lo que habíamos interrumpido.

Vino a mi encuentro y me abrazó. El beso que siguió fue impetuoso, húmedo y apasionado. Yo palpaba la musculatura de su espalda mientras él acariciaba mis nalgas, las separaba y volvía a juntarlas. Nos mordíamos, nos lamíamos y parecía que nos devoráramos en un cúmulo de sensaciones que me hacía vibrar. Nunca me sentí tan excitada en brazos de su padre, único varón en mi vida sexual, y muy pocas mujeres me habían hecho sentir tan amada, tan deseada y extasiada.

Mi hijo me tomó por las axilas y me cargó para sentarme sobre la cubierta de la mesa de roble. Pasó del beso en mi boca a lamer y succionar mi cuello mientras sus manos se deslizaban hacia mis tetas para sopesarlas, juntarlas y apretarlas. Alcé el rostro y gemí, él desabotonó la parte superior de mi vestido para desnudarme de cintura para arriba.

—Te amo, mamá —confesó con una calidez muy poco habitual en él—. Estos senos son sagrados para mí. Recuerdo cuando me alimentabas con ellos, recuerdo cuánto los amaba y valoro mucho lo que hiciste anoche para masturbarme.

Mientras hablaba, acomodó sus manos a los costados de mis tetas y deslizó las palmas en círculos simétricos para darme un firme masaje mamario. Sus manos, inexpertas en la práctica y sabias en el conocimiento instintivo y teórico, recorrían mis senos en caricias que me hacían arquear la espalda. Mi coño segregaba abundante flujo que mojaba la zona entre mis muslos y la parte trasera de mi vestido.

Elyk se agachó y restregó el rastrojo de su barba sobre la delicada piel de mis senos. Pasaba del derecho al izquierdo mientras aspiraba el aroma de mi piel. Después se acomodó para tomar uno de mis pezones enhiestos entre sus labios y chupar con fuerza. Grité y enredé mis dedos entre sus cabellos rizados cuando, a efectos de la succión, sentí una contracción de placer en el útero.

En los días en que nuestro universo se limitaba a él siendo un recién nacido y a mí siendo una madre soltera, una guerrera que luchaba contra el mundo con las manos vacías, no habría podido imaginar lo que sucedería entre nosotros. Recordé las noches de soledad y pobreza en el apartamento de Barcelona, las veces en que, después de almidonar el uniforme de enfermera, me sentaba en una incómoda silla de madera de pino para sostener a mi hijo en brazos y alimentarlo con mi leche materna. Rememoré los momentos en que tuve que agachar la cabeza y tragarme mi orgullo de sabra cuando alguien en la calle me insultaba por mi origen, la existencia de mi hijo o mi estado civil.

El placer mamario que me daba mi hijo era un homenaje a todo lo que soporté, a todo lo que luché y a todo lo que compartimos juntos al principio de su vida. Jadeando, estiré los brazos hacia atrás para apoyar mis manos sobre la cubierta de la mesa y permitirle manipular mis tetas con más libertad.

Él se llevaba un pezón a la boca, succionaba con fuerza mientras usaba ambas manos para amasar la teta correspondiente con digitaciones que me hacían estremecer enfebrecida. Repetía la secuencia en el otro seno y yo volvía a jadear deseando que aquella estimulación no terminara nunca y, al mismo tiempo, queriendo que tocara el resto de mi cuerpo con la misma maestría y dedicación.

—No imaginas cuánto deseaba hacerte esto, mamá —confesó apartándose para mirarme a los ojos—. Quise hacértelo desde que nos bañamos juntos la noche de mi cumpleaños. No sabía cómo se hacía y no creí que lo aceptaras de mí, pero tenía la fantasía.

Temblé encendida. Si él hubiera sabido cuánto lo deseaba aquella noche, habríamos iniciado nuestra historia incestuosa desde nuestro reencuentro. Las barreras de moral, buenas costumbres y prohibiciones pensadas por otras personas terminaron por derribarse. Mi cuerpo exigía las atenciones de mi hijo, mi espíritu de mujer enamorada deseaba seguir adelante. Por su parte, su mirada me transmitía el deseo que lo colmaba. Siendo Asperger, no solía pedir nada y daba por asumido que se le daría lo que mereciera sin pedirlo, pero el fuego de sus ojos marrones parecía solicitar mi beneplácito y la continuación del encuentro sexual; me deseaba, sin súplicas ni exigencias, pero con auténtica convicción.

Elyk me recostó y quedé tendida, con las nalgas al borde de la mesa. Levantó el faldón de mi vestido, lo plegó al nivel de mi cintura y admiró la desnudez de la parte inferior de mi cuerpo.

—Estás empapada —Tanteó entre mis muslos.

—¡Te deseo! —grité con la fuerza de una tensión sexual que se había acumulado en mi cuerpo durante meses—. ¡Sigue adelante, hazme lo que quieras, pero no me dejes así!

Asintió esbozando su sonrisa de medio lado e inhaló profundamente antes de agacharse para explorar mi intimidad.

Mi hijo besó y lamió la cara interna de mis muslos, alternando estas caricias con fricciones de sus mejillas sobre mi piel sensible para excitarme al contacto con el rastrojo de su barba. Después orientó el rostro directamente sobre mi coño e inhaló la fragancia femenina que lo invitaba al placer. Nos miramos a los ojos y le lancé un beso cargado de lascivia.

Elyk lamió mi intimidad, desde la entrada vaginal hasta el clítoris, en un recorrido lento, exploratorio y húmedo. Era el primer hombre que tocaba mi coño con su lengua y la sensación que me proporcionó resultaba distinta a lo que había experimentado con mis amantes femeninas.

Tras el primer tanteo, volvió a mi entrada vaginal para lamer ruidosamente mi flujo mientras me daba intensas caricias linguales. El calor de su respiración, la aspereza de su barba en contraste con la delicadeza de sus acciones me tenían extasiada. Apreté los puños y golpeé la cubierta de la mesa cuando mi hijo colocó su boca directamente sobre mi clítoris y lo succionó con gula mientras introducía dos dedos por el orificio por donde salió al mundo.

La noche anterior Giovanna había tenido razón, mi hijo era capaz de localizar el “Punto G” al primer intento. Con las yemas de sus dedos pulsando mi núcleo interno de placer y los labios y lengua estimulando mi clítoris, Elyk establecía pautas de deleite que me hacían sentir febril.

Succionaba mi clítoris intensamente para después darle varios repasos mientras hurgaba en mi interior para pulsar mi “Punto G” en los momentos en que disminuía la presión sobre el nódulo de placer. La secuencia se aceleró entre chapoteos de sus dedos, el calor de su respiración y los gritos que yo no podía acallar. Me estaba llevando al éxtasis y yo, a la vez que lo deseaba, ansiaba que siguiera manipulando mi cuerpo más allá del primer orgasmo.

Él aprendía rápido a reconocer las reacciones que indicaban mi excitación. Mi respiración entrecortada, mis jadeos, alaridos y movimientos involuntarios de pelvis le indicaban que me estaba llevando al borde del abismo.

No pude ni quise detener el clímax que me invadió. Arqueé la espalda y grité a gusto mientras buscaba desesperadamente el cabello de mi hijo para tirar de él y mantener su boca pegada a mi coño. Él aceleró los movimientos de sus dedos en mi interior mientras el primer torrente de humedad surgía de mi intimidad para empaparle el rostro.

—¡Mamá, te amo! —gritó con la cara en mi entrepierna cuando las oleadas de dicha remitieron en mi cuerpo.

Se levantó y me ofreció sus manos como apoyo para incorporarme. Me senté sobre la mesa. Enseguida, él me tomó por la cintura y me cargó para ponerme sobre su hombro, tal y como hacía con el saco de boxeo.

Conmigo a cuestas fue al salón, me depositó sobre un sofá y se sentó a mi lado. En su rostro brillaba la humedad de mi reciente orgasmo y la sonrisa de medio lado más expresiva que jamás le conociera.

Me serené, sonreí y me dije a mí misma que no habría retorno. En mi mente se disolvieron todos mis miedos y todo mi dolor. Derribé todas las objeciones que tuve que erigir para no disfrutar del placer sexual con mi propio hijo. lo amaba, lo deseaba y quería seguir adelante, él estaba en la misma situación que yo y eso era lo único que importaba.

Me puse en pie delante de él. Su hombría abultaba debajo de los vaqueros. Su mirada, directa como la mía, me analizaba de pies a cabeza como queriendo devorar la imagen de su propia madre en actitud de mujer ardiente, dispuesta a gozar con él.

Con expresión lasciva y contoneo de caderas me despojé del vestido y las sandalias para exhibirme desnuda. Me senté sobre su entrepierna y ejecuté un vaivén de caderas sintiendo su verga que, debajo de los vaqueros, pugnaba por penetrarme. Elyk se aferró a mi cintura para dirigir mi improvisada danza, después deslizó las manos por mis costados para amasar nuevamente mis tetas. Me fascinaba la manera que tenía de tocarme. Amaba la textura de sus manos al acariciarme, me excitaba el contraste entre nuestras tonalidades de piel y me inspiraba profundos sentimientos la devoción que mostraba en cada una de sus acciones.

No resistí más la tentación. Me puse en pie e, inclinándome, desabotoné sus pantalones mientras él se despojaba de la camisa. Tiré de sus vaqueros junto con el bóxer y contemplé el cuerpo desnudo y excitado de mi propio hijo.

Me arrodillé entre sus muslos y acomodé su verga en medio de mis tetas. Presioné los costados de mis ubres y me moví entera para darle placer; me parecía alucinante ver el modo en que su hombría oscura cabía entre mis voluminosos pechos. Elyk acarició mi cabello, sin presionarme, más bien como en gesto de agradecimiento por el placer que le estaba proporcionando.

Momentos después hizo que me detuviera y me indicó que me sentara en el sofá. Me tomó por los muslos y tiró de mi cuerpo para acomodarme con las nalgas fuera del asiento, la espalda recostada y la nuca apoyada contra el respaldo. Mis pies, muy separados, quedaron apoyados sobre la alfombra. Él tomó un par de cojines y los puso en el suelo, se arrodilló en medio de mis piernas abiertas y posó su glande a la entrada de mi vagina.

Nos miramos a los ojos una vez más. Asentí mordiéndome el labio inferior mientras él aspiraba aire. Estábamos a tiempo de detenerlo todo, de retroceder y volver a erigir las barreras que antes nos separaron. Yo hubiera podido negarme y él habría intentado entender mi negativa, pero no quise. Ninguno de los dos fue capaz de parar lo que habíamos iniciado.

Mi hijo sostuvo su verga con una mano y la movió para describir círculos que hacían que su glande rotara en la entrada de mi coño. Le sonreí y asentí en silencio, transmitiéndole lo que deseaba de él. Asintió y, tomando impulso, me penetró despacio.

El glande cruzó la zona vestibular y mi hijo sonrió. Yo ronroneé deseando tener todo su mástil dentro. Avanzó despacio, con el cuidado del amante enamorado y la pericia del observador que conoce la teoría y experimenta por vez primera los placeres del objeto de sus estudios.

Gemimos juntos cuando su glande cruzó el umbral y se deslizó, coño adentro, para detenerse debajo de mi “Punto G”. La pausa fue breve, pues siguió avanzando mientras las paredes internas de mi sexo se abrían para refugiar el ariete prohibido. Era la primera vez que mi hijo penetraba a una mujer y me sentí contenta de ser quien recibiera ese honor.

Un chispazo de gusto me recorrió entera cuando la curvatura de su hombría pulsó sobre mi “Punto G”. Elyk parecía haber calculado las distancias de penetración vaginal en relación con la estructura de su verga, pues supo sacar partido a la curvatura ejerciendo presión hacia arriba para estimularme por dentro. De no haberlo conocido y de no saber que se le daba muy mal mentir, hubiera jurado que tenía experiencias sexuales previas.

Mi flujo vaginal proporcionaba una excelente lubricación a nuestro primer acoplamiento, pero jamás me había introducido en el coño nada tan grueso como la verga de mi hijo. Elyk buscó mi mirada y sonreí excitada. Avanzó más y traspuso el límite que su padre había impuesto cuando me follaba; un poco más adelante alcanzó el límite donde llegaban los distintos consoladores que solía usar. Palpé mi intimidad y estudié al tacto la unión de nuestros genitales, sentía el canal vaginal distendido al máximo a lo ancho y aún faltaba por guardar un tercio de la verga de mi hijo. Procuré no contraer involuntariamente los músculos internos de mi sexo, pues temía que, al no haber penetrado nunca a ninguna mujer, pensara que me estaba haciendo daño.

Finalmente, después de lo que me parecieron eones de dicha, mi hijo completó la penetración. El glande de su verga presionaba contra mi útero, el grosor del mástil ensanchaba mi conducto vaginal. Nunca antes me sentí el coño tan lleno de carne viril. Era como si la naturaleza hubiera diseñado su verga considerando la posibilidad de que tuviera que metérmela para hacerme gozar. Me encontraba ansiosa por continuar, física y emocionalmente plena y renovada. Experimenté el paradójico estado de paz que antecede a una batalla cuando esta ha sido planificada con tiempo.

Nos miramos a los ojos. Elyk mostraba una sonrisa plena, distendida y confiada; mi hijo era feliz penetrando a su propia madre. Asentí sin decir palabra, dándole a entender que estaba preparada, mi gesto dio paso a la contienda sexual.

Mi hijo aferró mis tetas con ambas manos e hizo retroceder la pelvis para tomar impulso. Grité y lo sujeté por los antebrazos cuando avanzó para volver a guardar su hombría en mi interior. No pude soltarlo mientras establecía la cadencia de la follada, que consistía en un ritmo de penetraciones profundas, constantes y de buen nivel.

El glande llegaba a mi matriz con cada penetración. En cada retroceso, mi hijo se alzaba un poco para friccionar mi “Punto G” con la curvatura de su mástil. Me felicité por haberle comprado los VHS porno, pues era indudable que había aprendido las técnicas amatorias tomando nota de cuantas películas había visto. El nivel del encuentro superaba todas mis expectativas.

Por mi parte, me estremecía de placer. Procuraba oprimir los músculos de mi interior cuando él retiraba su herramienta y distendía mi intimidad para permitirle el acceso en los momentos en que volvía a guardármela. Yo gemía o dejaba escapar frases inconexas, él estableció una de las pautas respiratorias que yo le enseñara para practicar deportes extremos o entrenar.

Fue imposible que me resistiera. Los estímulos que estaba recibiendo mi cuerpo superaban cualquier nivel de placer que hubiera creído posible. Temblé cuando el orgasmo se insinuó en mi interior y perdí toda noción de cordura, tiempo o espacio en el momento en que el clímax me atravesó entera. El estallido de éxtasis fue salvaje, liberador y violento. Profundas contracciones interiores me sacudieron mientras mi coño aprisionaba la hombría de mi propio hijo, como queriendo dejar constancia en todo el mástil del impacto pasional que despertaba en mí.

Él no se detuvo. Continuó penetrándome, incrementando el ritmo para estimularme aún más. Nuestros genitales chapoteaban entre fluidos amatorios mientras los sonidos de carne contra carne rivalizaban con los gemidos y gritos que me era imposible silenciar. Mi actitud lasciva parecía incentivar a mi hijo, quien, esmerándose en la faena copulatoria, prolongaba mi placer como queriendo eliminar todos mis años de soledad.

Cuando pensaba que el clímax remitía, todo mi cuerpo volvió a convulsionarse, enlazando el origen de una cadena de orgasmos múltiples intermitentes, cuya fuerza fue prolongándose hasta volverse casi insoportable.

Con un grito de placer que se unió a mis alaridos, mi hijo me penetró a fondo y eyaculó abundantemente dentro del coño que lo había parido. Me encontraba en un estado de excitación y delirio tan intensos que no pude contar las ráfagas de simiente filial que Elyk depositó dentro de mí. Nuestros fluidos combinados desbordaron mi coño para deslizarse entre mis nalgas para terminar escurriendo hacia la alfombra y el borde del asiento.

Cuando el orgasmo simultáneo remitió, mi hijo retiró su verga de mi vagina y subió al sofá. Se paró sobre el asiento, con mi cuerpo entre sus pies. Lo miré desde abajo y me sentí orgullosa del semental que había engendrado. Él flexionó las rodillas para dirigir su erección a mi boca, yo recibí gustosa la hombría que venía empapada con su semen y mis flujos. Chupé su glande, lamí y trague del cóctel incestuoso, acaricié sus testículos y abrí la boca al máximo para recibir la mayor cantidad posible de verga.

No necesitaba reanimarse, pues su erección se mantenía en pie de guerra, no obstante, me esmeré en la felación queriendo darle la mayor cantidad de placer. Para su padre, ese habría sido el final de un encuentro sexual; con cualquier amante lésbica, quizá habría practicado un par de juegos eróticos como cierre. Pero mi hijo era distinto, pronto me demostraría que la sesión de placer apenas comenzaba.

Me esmeré en darle una felación intensa mientras masajeaba sus cojones, pero él tenía otros planes. Retiró su virilidad de mi boca y bajó del sofá para recuperar su lugar entre mis piernas. Temblé de gusto sabiendo que mi hijo deseaba seguir follándome. Sentí orgullo por su potencia sexual y gusto por saberme capaz de seguir incentivándolo. Pasara lo que pasara en el futuro, aquel momento quedaría atesorado como la más satisfactoria sesión de placer que hasta entonces había tenido.

Elyk me tomó por los tobillos y separó mis piernas para levantarlas hasta dejar mi cuerpo encogido, con el coño abierto, expuesto y anhelante. Se aferró a la parte trasera de mis muslos y acomodó su glande entre mis labios vaginales.

La penetración fue cuidadosa, pero mi hijo no concedió tregua. Introdujo su verga dentro de mi coño en un largo y lento movimiento, aprovechando la lubricación de nuestros fluidos para deslizarla sin pausas. Grité cuando sentí que nuevamente llenaba mi feminidad. La postura era ligeramente distinta y la curvatura de su miembro ejercíamos presión sobre mi “Punto G”, a la vez que el glande topaba con mi matriz.

La pauta de la nueva follada fue muy intensa. Mi hijo me penetraba con toda su herramienta, alzando la pelvis para pulsar mis zonas internas más sensitivas y retrocedía haciendo girar su verga para darme más placer.

Pronto gemí y grité, alcanzando una nueva escalada multiorgásmica. Él siguió percutiendo con brío, su sonrisa de medio lado revelaba que se sentía feliz haciéndome gozar. Cuando mi clímax llegó al punto más alto, Elyk soltó mis muslos y, con un rápido movimiento, me penetró completamente. Pasó sus manos por debajo de mi cuerpo. Enseguida dio un poderoso tirón hacia arriba, ayudándose del apoyo que brindaba su mástil dentro de mi coño. De este modo consiguió cargarme mientras me corría incesantemente.

Unió sus manos a la altura de mi espalda baja, yo apoyé las mías en sus hombros y lo abracé por la cintura con las piernas. Mi cuerpo se sacudía en oleadas de placer renovado por el imprevisto cambio de postura.

El nuevo ángulo de penetración me permitía cabalgarlo mientras su verga se convertía en el ariete que derribaba las barreras de prejuicios, dolor o soledad. Mis nalgas temblaban cada vez que me dejaba caer para empalarme, nuestros gemidos, el chapoteo de nuestros genitales acoplados entre humedades íntimas y los impactos de carne contra carne llenaban todo el ambiente del salón.

Mi orgasmo decreció para intensificarse de nuevo, en una descarga de placer tan extremo que, involuntariamente, arqueé la espalda y mis manos perdieron el apoyo de los hombros de Elyk.

Quizá cualquier otro hombre me habría dejado caer, pero la velocidad de reflejos y capacidad de reacción de mi hijo le permitieron atrapar mis manos y usar su verga en mi interior como un punto de apoyo más que evitó mi caída.

Sollocé por el cúmulo de emociones que me desbordaba. En ese momento experimentaba uno de los más intensos orgasmos que jamás hubiera tenido, había corrido el riesgo de desnucarme y mi hijo me había salvado. Supe que contaría con él, más allá del año que nos fijamos como límite para nuestra relación incestuosa. Entendí que tendría su amor, tan lógico y analítico como la velocidad de sus reacciones, contaría con su apoyo, tan sólido como la verga que me brindaba los más elevados placeres sexuales que nunca conocí y tendría siempre a mi disposición todo de él, con la misma energía, dedicación, pericia y entrega con que sabía manejar mi cuerpo.

Descendí de la cadena multiorgásmica después de un lapso que me pareció infinito. Mi hijo seguía sosteniéndome, con su hombría en mi interior, sus manos firmemente aferradas a las mías y mis piernas rodeando su cintura. Parte de nuestros fluidos combinados salía de mi coño para empapar sus cojones y escurrir por sus muslos. Nos miramos a los ojos y reímos, su expresión cambió cuando apreté los músculos vaginales nuevamente. Yo había perdido la cuenta de mis orgasmos, pero él solamente se había corrido una vez, se encontraba dispuesto a seguir follando y, habiendo saltado al abismo, no podíamos quedarnos así.

Me enderecé para abrazarlo y él unió sus manos por debajo de mis nalgas, ofreciéndome un estribo a modo de asiento.

—Gracias, mamá —jadeó en mi oído—. Esto que me has dado es maravilloso. Nunca creí que se pudiera disfrutar tanto. Te amo.

También lo amaba. Más aún, sin haber modificado mis sentimientos de madre, estaba enamorada de mi propio hijo. La nueva situación no reemplazaba lo que hubiera sentido antes por Elyk, más bien lo complementaba e intensificaba. Me sentía bien, entonces todo debía ser para bien. No nos estábamos haciendo daño y no perjudicábamos a nadie con nuestra relación incestuosa. Nadie podría reprocharnos nada.

Elyk hurgó entre mis nalgas con una mano para verificar que la unión de nuestros genitales era total. Después me abrazó con fuerza. Caminó, conmigo a cuestas, hacia mi habitación.

Lo que con cualquier otra persona habría representado el final de un encuentro sexual, al lado de mi hijo se convertía en el inicio de un día de sexo apoteósico y desenfrenado.