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Fusta en mano I, Dominando a Óscar

en Dominación

Aquella mañana se cumplía una década desde el día que, habiendo terminado la Secundaria, juré vengarme de Mariela. No escatimé en esfuerzos por ejercitar mi cuerpo y preparar mi mente para desquitar en ella todo el odio que ardía en mi alma.

Calculando la venganza, pasé por cientos de experiencias extremas. Probé diversas manifestaciones de placer y dolor, viajé en cuerpo y mente desde los pozos más profundos del infierno hasta las puertas del paraíso sexual. Evolucioné e involucioné en abismos propios y ajenos.

Cuando falleció mi padre heredé el imperio financiero que la familia había construido con el trabajo de cuatro generaciones. Para entonces, estaba perfectamente capacitada para dirigirlo; conocía todos los detalles, legales e ilegales, que lo hacían funcionar y ser productivo.

Toda mi planeación, toda la información que los detectives privados me proporcionaron, todos los movimientos, las lecciones y los placeres —sanos e insanos— que llevaba a cuestas se sumaban para crear aquel momento, simple en su aspecto, pero organizado como la interpretación de una sinfonía.

Me encontraba en la oficina de “Dirección” de la empresa Fertiquímica Loera. Había comprado aquella compañía como parte de mi venganza. Aun cuando era la legítima propietaria desde hacía casi un año, no había visitado las instalacionesen varios meses. Como propietaria había tomado la posesión del despacho; se suponía que me encontraba ahí en gira de inspección y que quería realizar una auditoría sorpresa. Tenía sobre el escritorio una montaña de documentos que carecían de importancia para mí.

Mi móvil vibró, anunciando la llegada de un mensaje. No necesité leer el texto para saber que la primera parte del plan estaba cumplida.

—Localice a Óscar Ibáñez —ordené a la secretaria del director a través del interfono—. Dígale que venga inmediatamente.

—Enseguida, señora —respondió la mujer con voz temblorosa. Tenía motivos para temerme y sonreí por ello.

La fama de mi padre como empresario de mano dura que sabía extraer el máximo rendimiento de sus empleados se había extendido hasta mí. Al heredar el imperio, procuré en todo momento no vivir bajo esa sombra y forjar mi propia leyenda para superarlo. Todos los empleados de las diversas compañías que me pertenecían temían mi presencia. Los rumores empresariales me situaban en los momentos clave de los más vergonzosos despidos y no estaban muy desencaminados.

Tomé de mi maletín el sobre que contenía los documentos que Eleazar, mi amante y cómplice en esta venganza, había preparado para la ocasión.  Alguien llamó a la puerta con un par de golpes casi inaudibles. Meneé la cabeza con fastidio; el protocolo señalaba que la secretaria debía informarme de la llegada de quien fuera que estuviese llamando. Para colmo, el recién llegado parecía creer que mi capacidad auditiva era sobrehumana.

—¡Adelante! —exclamé con irritación—. ¡Sea quien sea, detesto que la gente se mueva de puntillas o intente evitar los ruidos!

—Lo lamento, señora Verónica —respondió el hombre que entraba al despacho.

Era blanco, de unos treinta años, contador titulado y, de haber correspondido al biotipo que me encendía, no lo habría considerado un mal candidato para follar una noche.

—Óscar, pasa y cierra la puerta con seguro —enronquecí la voz para darle un matiz entre seductor y receloso—. Tengo que hablar contigo seriamente.

El empleado obedeció. Caminó tres pasos en mi dirección con la diestra extendida como queriendo estrechar mi mano. Fiel a mi costumbre, me encogí de hombros con desprecio para dejar claro que no correspondería. El hombre, viéndose en situación de hacer algo, buscó una silla.

—No te sientes en mi presencia —oculté la emoción detrás de mis palabras. Me satisfacía descolocar a los subordinados y, en el caso de Óscar, el placer se multiplicaba debido a los antecedentes.

Extraje de mi bolso el paquete de Benson y el mechero, encendí un cigarrillo y saboreé el humo. El sujeto me miró con expresión sorprendida.

—¿Te molesta que fume porque está prohibido? —sonreí cínica—. Me es igual, yo hago las leyes aquí, yo rompo las normas donde quiera.

Giré el sillón para quedar de perfil ante él, me estiré y desperecé como gata en celo y, segura de que su mirada estaba fija en la voluptuosidad de mis senos, crucé las piernas para mostrar la generosa porción de muslos que salía por debajo de la minifalda de piel.

—¡Explícame esto! —exigí tirando el sobre delante de mí.

Óscar tuvo que rodear el escritorio para recoger los documentos. Se arrodilló a mis pies y, desde el suelo, miró fijamente mis piernas cruzadas. Debió llamar su atención, amén de mis formas, el diseño de los botines que había elegido para ese día. Se trataba de un modelo exclusivo, con tacones altos decorados por tiras de cuero que simulaban pequeñas fustas. La suela de caucho tenía un dentado destinado a marcar mi huella sobre las alfombras o herir la carne de quien tuviera el infortunio de ser pisoteado por mí. Di una profunda calada al cigarrillo, descrucé las piernas y separé las rodillas en gesto provocativo, invitándole a mirar por entre mis muslos.

—¿Recuerdas lo que te dije hace un año, cuando te contraté? —pregunté mientras buscaba en mi bolso la fusta y el juguete sexual que había traído.

—Se… señora, hablamos de muchas cosas.

Era cierto, habíamos hablado de sus funciones dentro de la empresa, de su vida personal, de sus empleos anteriores y de otras cuestiones. Lo que nunca le dije fue que había comprado Fertiquímica Loera expresamente para tener un lugar dónde poder contratarlo.

—Te dije que necesitaba un empleado de confianza —le recordé—. Me has decepcionado profundamente. ¡Mira esas fichas de embarque!

Óscar seguía arrodillado ante mí. Hizo el intento de incorporarse y lo contuve con una seña. Los tests de evaluación psicológica mostraban que era un hombre sumiso por naturaleza, su desarrollo bajo el yugo de una madre posesiva, las novias que le fueron infieles y los falsos amigos que lo estafaron durante sus años de estudiante, junto con tres despidos injustificados, confirmaban que se trataba de un pelele manejable. Me estremecí de placer pensando en las posibilidades que brindaba.

El hombre dejó de admirar mi cuerpo para concentrarse en la documentación falsificada que venía dentro del sobre. Eleazar había hecho un excelente trabajo copiando la firma de Óscar.

—Señora, no entiendo —casi tartamudeó—. Yo no pude haber autorizado estos embarques. Es mi firma, pero esto se sale del protocolo. Yo no pude haberlo hecho.

«Claro que no pudiste», pensé divertida. «No tienes la capacidad mental ni los cojones para atreverte a algo así».

—He verificado con la gente de las bodegas, hay un faltante de productos que corresponde con lo que has firmado —le dejé caer con crudeza—. Ni con veinte años de tu sueldo podrías cubrir lo que has robado, creo que tendré que enviarte a la cárcel para evitar que otros empleados se sientan audaces y quieran robarme.

Palideció y tuve que morderme el interior de las mejillas para no reír. Su frente se perló de sudor y sus manos temblaron, solo sus ojos parecían vivos e intentaban fijarse en los míos, aun cuando mis muslos separados ofrecían un buen espectáculo.

—Señora Verónica, le juro que no he sido yo —su voz se quebró—. Le suplico que me crea.

Tomé la fusta para mostrársela por primera vez. Parpadeó, pero no dijo nada. Acaricié su cuello con la punta del implemento de castigo y sonreí lasciva. Aquel hombre no me atraía físicamente, pero me excitaba tener poder sobre él y su sumisión me encendía. Jadeé, mi sexo palpitó humedeciéndose y contuve las ganas de tocarme.

—Te diré lo que pienso, Óscar —murmuré—. Creo que has robado a la empresa por un asunto personal. Quizá no lo planeaste tú, quizá tu esposa te dio la idea o te forzó a hacerlo.

Lo vi temblar. Lloraba sin gemir mientras se estremecía, vencido y de rodillas a mis pies. Mientras pasaba la fusta por su rostro, me acaricié los senos con la mano libre. El hombre tenía motivos para temer, pues su libertad, su prestigio profesional y su escasa estabilidad familiar estaban en riesgo.

—¿Mi esposa? —balbuceó—. Ella no sabe mucho sobre mi trabajo, se ha dedicado a cuidar de su madre desde que enfermó.

—¿Sabes? Conozco a Mariela —rememoré endureciendo el tono y mirándolo fijamente—, estuvimos en el mismo internado. Yo cursaba la Secundaria y ella estaba en Preparatoria. Ella me maltrató todos los días, durante tres años seguidos. No dudo que esa puta esté detrás de este desfalco.

—¿Mariela? —se sorprendió—. ¡Señora, no puede ser! ¡Mi esposa es muy buena, caritativa y desinteresada!

—¿Me acusas de embustera? —agité la fusta ante sus ojos. Tuve que esforzarme por no golpearlo.

Cerré las piernas y lo privé del panorama que le había ofrecido.

—¡Discúlpeme, señora, no quise ofenderla! —exclamó agitando las manos como en ademán de querer detener una avalancha—. ¡Haré lo que usted quiera, pero no me envíe a la cárcel, se lo suplico!

Sonreí ampliamente. Acerqué el sillón a mi empleado y quedé muy cerca de él, de frente. Me agaché para que nuestras miradas pudiesen encontrarse a la misma altura.

—¿Harás lo que yo quiera? —mi pregunta envió la calidez de mi aliento a su rostro—. ¿Hasta dónde llegarías para no ir a prisión?

—¡Haré lo que me pida! ¡Lo que sea!

Por la postura en que me encontraba tuve que arquear la espalda. Mi sexo empapado anhelaba atenciones y la entrega del hombre, la vehemencia de sus palabras y las connotaciones que mi mente encontraba en su actitud me tenían encendida. Lo que me excitaba no era él, ni su persona, ni su aspecto ni su carencia de inteligencia o valentía; me enloquecía escucharle decir, con sinceridad y fuerza, que se ponía a mi disposición para hacer de su vida lo que me apeteciera.

Recuperé el cigarrillo y di un par de caladas más. Paseé la punta de la fusta por el cuello del hombre, por sus pectorales y la posé sobre su entrepierna. Noté que su pene estaba erecto y sonreí con lascivia animal.

—Solamente hay una alternativa —declaré magnánima—. No te enviaré a prisión si te conviertes en mi esclavo a partir de ahora.

Óscar meneó la cabeza con incredulidad, después se mordió el labio inferior y agachó la cabeza apretando los puños. Se sabía vencido y me deleité viendo cómo se quebrantaba su voluntad. Finalmente asintió, mirándome a los ojos con expresión entre suplicante y resignada.

—Me obedecerás en todo —continué—. Cualquier cosa que yo desee será tu prioridad. Exijo tu obediencia absoluta e incondicional.

—¡Así será, señora, lo que usted diga! —lo escuché bastante aliviado, como si esta situación le proporcionara cierto gusto.

—No te apresures a responder y no me interrumpas cuando hablo —le di un par de golpes suaves sobre los genitales—. Me ayudarás en mi venganza. Mariela tiene una deuda de sufrimiento conmigo y debe pagar.

Óscar volvió a palidecer.

—Había pensado que solamente se trataba de mí —soltó rápidamente—. Mi esposa está pasando por un momento muy difícil, su madre está muy enferma y debe cuidar de ella, tenemos problemas económicos y no quisiera involucrarla en lo que sea que usted haga conmigo.

Apagué el cigarrillo en el cenicero y solté una carcajada. Di un golpe en sus testículos con la punta de la fusta, no fui violenta, simplemente le mostré un ejemplo de lo que era capaz de hacer.

—No estás en posición de negociar. He adquirido la hipoteca de vuestra casa y no volveréis a preocuparos por tener que pagarla. Puedo dejar pasar el desfalco e incluso pagar una atención médica de calidad para la puta que parió a tu esposa. Solo quiero obediencia absoluta; deseo que cumplas con tu palabra de servirme incondicionalmente. A cambio, tú y yo podemos divertirnos mucho.

Mis palabras fueron acompañadas por una nueva separación de piernas. Esta vez me alcé un poco para subirme la falda hasta la cintura y mostrar mi intimidad por completo.

—Bájate los pantalones, quiero ver tu verga —ordené con el mismo tono que habría usado con un camarero al pedirle el menú de un restaurante.

Óscar se apresuró a quitarse el cinturón, enseguida retiró las prendas que cubrían sus partes privadas. Pantalones y slip quedaron enrollados a la altura de sus rodillas.

Su miembro me decepcionó. Según mi escala de placeres, ninguna verga que pudiera caber completa en mi boca merecía entrar en mi coño o mi ano. En el caso de la herramienta del empleado, aún erecta me parecía poca cosa. Lo compadecí, quedaba descartado como posible amante, pero todavía podía divertirme a su costa. Con la mano libre me acaricié el coño impúdicamente.

—Aquí tengo algo con lo que quizá algún día pueda premiarte , si aceptas ayudarme en mi venganza. ¿Habías visto un coño como el mío?

El hombre jadeaba. No pudo contener el impulso de tomar su pequeña verga con una mano y tironearla. Le di un ligero golpe con la fusta para que desistiera.

—¡Perfectamente depilada, como las vaginas de las actrices porno! —gimió.

—Depilación láser —sonreí—. Me apetece tocarme, pajéate junto conmigo.

No necesitó más incentivos. Su diestra se apoderó del miembro y comenzó un vaivén desenfrenado. Me acomodé en el sillón para quedar con las nalgas al filo del asiento y elevé la pierna derecha. Posé el tobillo sobre su hombro izquierdo. Ensalivé los dedos de mi mano libre para acariciarme el clítoris mientras la mirada de deseo del nuevo esclavo no perdía detalle de mis acciones. Gemí complacida.

Me metí dos dedos por la vagina, ejerciendo movimientos de entrada y salida para estimular la zona vestibular. El hombre se masturbaba en mi honor mientras me mostraba ante él como su dueña, como su diosa sexual inalcanzable que le regalaba un instante de intimidad.

Óscar se corrió rápidamente, comprobando el hecho de que, como amante, no podría satisfacer mis exigencias. Sentí rabia, todos los gastos, todos los planes y toda la logística que Eleazar y yo habíamos orquestado me colocaban despatarrada en un sillón, mostrando mi coño a un eyaculador precoz de verga diminuta.

Levanté la otra pierna y coloqué el tobillo sobre el hombro libre de Óscar. Separé las rodillas y puse los pies de lado para atrapar su cuello entre las suelas de mis botines. Lo atraje hacia mí mientras los dedos entraban y salían de mi coño.

—Puedes ver, pero, si te atreves a tocarme sin mi permiso, tendré que castigarte —dije entre jadeos.

La expresión de Óscar era una oda al deseo. Su orgasmo había llegado demasiado pronto y su verga no era digna de mis atenciones, pero parecía hipnotizado con el espectáculo. Por mi parte, me fascinaba saber que contaba con un esclavo para hacer de él lo que se me viniera en gana. Su entrega disipó mi ira.

Mis caricias eran demasiado fuertes. Los dedos empapados se introducían en mi cavidad amatoria, se separaban dentro y jugueteaban con las zonas erógenas para volver a salir y repetir la maniobra. Pulsé sobre mi “Punto G” cuando sentí que el orgasmo estaba cerca y friccioné esa región hasta que la descarga de energía me recorrió por completo. Apreté los dientes y cerré los ojos, abandonándome al placer que me hacía gemir mientras mi coño convulsionaba y expulsaba líquidos que salpicaban el rostro de Óscar.

—¿Me obedecerás en todo lo que te ordene? —pregunté cuando pude recuperar el aliento.

—Sí, señora —respondió él con su cuello aún atrapado entre las suelas de mis botines.

—¿Me permitirás hacer contigo lo que yo quiera?

—Sí, señora. Soy suyo… soy su esclavo —su tono vehemente y suplicante me pareció sincero, su entrega casi me enterneció.

—¿Me permitirás hacer con tu esposa lo que se me antoje y obedecerás en lo que sea que te ordene que le hagas?

—¡Sí, señora, le regalo a mi esposa. Es suya también! —fue contundente al expresar su aceptación, pero no me fiaba de que cumpliera. Lo dejé estar.

—¿Qué debo hacer contigo si me desobedeces o te muestras débil ante Mariela?

—Lo que usted quiera, señora.

Todo lo que le faltaba en lo físico le sobraba en la actitud de siervo gratuito.

—Por tu obediencia, te daré un premio que pocos han gozado —anuncié con sonrisa traviesa mientras liberaba su cuello—. Puedes probar mis secreciones. Límpiame con tu lengua, pero no toques mi coño.

Con las nalgas al filo del asiento, separé mis piernas y acomodé los muslos sobre los apoyabrazos. El sumiso tuvo una visión completa de mi intimidad. Lo vi estremecerse de deseo mientras gruesas gotas de sudor caían desde su frente y le mojaban la camisa. Quizá temía no poder controlar sus manos, pues se las puso a la espalda y se agachó para  acercarse a mi entrepierna.

Con torpeza besó y lamió, primero mi muslo derecho y después el izquierdo. Aferré los tacones de mis botines con las manos, en parte para controlar mis estremecimientos y en parte para evitar tomar al hombre por el pelo y acomodar su cabeza sobre mi coño.

Durante mis años de adiestramiento en prácticas sexuales extremas, uno de mis mentores me habló de los peligros que representaba un sumiso; contrariamente a lo que pudiera pensarse, era posible que, en una relación entre ama y esclavo, fuese este quien terminara tomando el control. Hasta aquella mañana yo no lo había creído posible, pero un chispazo de lucidez me hizo ver que la docilidad de Óscar podía cautivarme. No debía permitir que aquello sucediera.

La respiración del esposo de mi enemiga era cálida y entrecortada; llegaba a mi intimidad en breves e intensas ráfagas. Tuve que morderme los labios por dentro para no gemir.

—¿Alguna vez te han hecho una mamada? —pregunté dominando los estertores que me producía la situación.

—No, señora —respondió él con un suspiro esperanzado.

—¿Has enculado a alguna mujer?

Los besos y caricias en mi muslo izquierdo se detuvieron unos momentos. El hombre parecía meditar las posibles implicaciones de mi pregunta.

—No, señora, nunca lo he hecho así —su voz sonó enronquecida y extasiada.  Su tono me transmitió la intensidad de los pensamientos que seguramente había concebido.

—¿Quién te ha dicho que dejaras de lamer? —pregunté fingiendo indignación—. Tengo grandes planes para ti y tú me decepcionas. Debería buscarme otro esclavo.

Óscar volvió de su ensoñación y giró la cabeza para mirar directamente mi coño empapado. Lo dejé actuar, sin saber bien lo que se proponía; podía no ser un garañón al estilo de los hombres que me gustaban, pero este juego me excitaba.

Aspirando profundamente, se atrevió a lamer la porción de mis nalgas que quedaba fuera del borde del asiento. Su respiración se agitó cuando, quizá en un acceso de valentía, acomodó su lengua entre mis glúteos y lamió de forma ascendente. Apreté los dientes para no gritar de placer por el húmedo contacto. Óscar estaba muy lejos de entender la mecánica del sexo oral, pero parecía deseoso de experimentarlo. Permití que jugueteara con su lengua sobre mi perineo y esto pudo haber arruinado todos mis planes.

Envalentonado por mi falta de quejas, levantó la cabeza y acomodó la boca directamente sobre mi entrada vaginal. Besó mi sexo un par de veces e introdujo su lengua para sorber mis fluidos. Temblé extasiada, pero decidí recuperar el control de lo que estábamos haciendo. No debía dejarme llevar.

—¡Basta! —grité con crueldad desproporcionada—. ¡Te he dicho que no debías tocarme el coño, has desobedecido y tendré que castigarte!

El hombre retrocedió con semblante compungido. Trató de incorporarse, pero le estorbaban los pantalones enrollados a la altura de las rodillas. Sentí pena por Óscar, no por su condición de sumiso ni por su falta de rebeldía, sino porque su miembro seguía flácido a pesar del tratamiento oral que me había proporcionado.

Me levanté del sillón y tomé la fusta con mi zurda. Hice zumbar el aire un par de veces en actitud amenazante.

—Levántate, quiero que pongas los codos sobre el escritorio —mi tono no aceptaba réplicas.

Di un fustazo sobre el respaldo del sillón, a manera de muestra de lo que podría pasar. Mi sumiso se levantó y terminó de quitarse los pantalones y el slip. Besé la punta de la fusta y después acaricié con esta los genitales del hombre; en un lenguaje subconsciente le daba a entender con este gesto que me parecía importante disciplinarlo. Nuestras miradas se cruzaron, su expresión me hizo saber que estaba angustiado y expectante.

Caminó al costado del escritorio y se agachó para colocar los codos sobre la cubierta.  Lo miré por detrás. Sus cojones y su polla me decepcionaban, pero no me privaría de la diversión. Sin avisarle, lancé un fustazo que trazó una línea carmesí sobre sus nalgas. El tipo corveteó y gimió sorprendido, pero supo guardase el grito de dolor. Sonreí, el calentón que tenía me impulsaba a ser un poco cruel y quería aprovechar este estado de ánimo.

Pateé entre sus piernas para indicarle que debía separar aún más los tobillos y tuve acceso a sus genitales. Acaricié sus cojones con la diestra y los friccioné ligeramente; no pretendía darle placer, pero necesitaba estimularlo un poco para continuar con el juego.

—¡Sí, por favor, señora! —exclamó en un susurro.

Por toda respuesta descargué otro fustazo sobre su nalga mientras le apretaba los cojones un poco. Su verga despertó y cabeceó, implorando caricias.

Solté las pelotas de Óscar y le lancé algunos fustazos no muy fuertes, pero sí lo bastante como para marcarle la piel de las nalgas. Su cuerpo reaccionaba a los golpes, pero reprimía los gemidos. Un par de lágrimas se deslizaron por sus ojos y decidí que era tiempo de usar el juguete que había comprado para él.

Dejé la fusta sobre el escritorio y me acomodé tras mi siervo. Friccioné mi coño empapado sobre los cardenales que acababa de marcar en su trasero. Lo abracé por detrás y acaricié su torso delgado. Me incliné para recostarme sobre su espalda.

—Si cierras los ojos, te masturbaré, si prometes aguantar la corrida, podrás meter tu verga donde nunca creíste posible —susurré a su oído en tono seductor.

Obedeció al instante y recorrí su cuerpo con mis manos en busca de su erección. Estaba pringosa por el semen de su paja anterior; aproveché esta lubricación para deslizar mi diestra sobre su pene. Meneé la cabeza con frustración, aquella polla era tan delgada que mis dedos no solo se tocaban al abrazarla, sino que podía montar la primera falange del pulgar sobre las primeras falanges de los otros dedos. En cuanto a longitud, el glande apenas sobresalía de mi puño.

Óscar suspiraba con los ojos cerrados. Sonreí en un gesto salvaje al verlo dominado, plenamente sujeto a mis designios. Con la mano libre busqué en mi bolso el juguete sexual y lo acomodé enfrente de él.

Detuve la masturbación antes de que volviera a correrse. Acomodé su glande en la entrada de la vaina del juguete y deslicé su verga adentro.  Antes de que pudiese reaccionar, tiré de las correas y cerré el mecanismo a sus espaldas. El hombre se estremeció y abrió los ojos.

—¿Qué me ha hecho?

—Nada, mascota —reí cruelmente—. Te he puesto un cinturón de castidad. He dicho que meterías tu verga en donde nunca imaginaste poder hacerlo y, ya ves, ahora está dentro de una vaina plástica que te insensibiliza. Bien mirado, ahora tienes algo aceptable colgando entre las piernas.

Óscar se incorporó y miró el artilugio. Sopesó la verga plástica, de unos dieciocho centímetros, que  cubría su miembro.

—No te preocupes, tengo la llave de eso y te lo quitaré después.

—Pero yo no… —intentó decir.

—Pero tú no tienes alternativa. Si te comportas como yo quiero lo pasarás muy bien, si te quejas o intentas desobedecerme lo lamentarás.

Di media vuelta y él siguió mis movimientos con expresión ansiosa. Doblé la cintura para mostrarle mis nalgas y ofrecerle la visión de mi ano y coño; quería antojarlo, deseaba que conociera mis encantos femeninos para que los deseara.

—Has aceptado tu castigo de buen grado —reconocí con tono pícaro—. Es justo que recibas una compensación.

Me di un azote en la nalga izquierda y le hice una seña para que se aproximara. La vaina del cinturón de castidad hacía que la verga de Óscar pareciera tener un tamaño respetable.

—Ponte de rodillas detrás de mí —exigí—. Ve  recorriendo y besando mi pierna izquierda, te diré lo que harás cuando llegues al tobillo.

Mi esclavo obedeció. Se postró y puso sus manos tras su espalda. Besó la piel de mi nalga izquierda, su cálido aliento me hizo estremecer. Yo me sentía excitada; deseaba follar, pero con un hombre distinto. Su rostro lampiño brindaba un contacto casi femenino, me resultaba agradable la suavidad de sus mejillas y mentón sobre la piel de mi pierna, pero no encendía mis alertas amatorias como lo hubiera hecho la aspereza de la barba de Eleazar.

Recorrió la parte trasera de mi muslo con sus besos. Gimió desesperado al tener mi  feminidad tan cerca de su rostro y la consigna de no pasar del área que le había asignado. Suspiró y se agachó para cubrir de besos la parte trasera de mi rodilla; incluso se atrevió a lamer con timidez esa zona. Tras cubrir de besos mi pantorrilla, su boca llegó al filo del botín. Tiré al suelo la llave del cinturón de castidad.

—¿Ya viste mi pulsera de tobillo? —pregunté sardónica—. Quiero que ajustes la  llave ahí. Desde ahora, tu necesidad y tu sexualidad quedan a mis pies.

El hombre tomó la llave y obedeció sin rechistar. Una cosa me quedaba clara, Óscar me deseaba y parecía dispuesto a dejarse manipular por mí, en la esperanza de poder tocarme o gozar de mi cuerpo. Sacudí la cabeza, aquello podía ser peligroso pues, si me descuidaba, mi nuevo siervo podría tomar el control de nuestras actividades.

—Ahora tengo que asearme —dije en tono cortante—, sal del despacho y vuelve a tu lugar. En unos minutos nos vamos a ver a tu esposa.

Me enderecé para romper el encanto del momento. Caminé hacia la puerta del baño privado del despacho, Óscar se puso la ropa e intentó acomodar dentro del slip la vaina que cubría su verga; no parecía familiarizado con la manipulación de un pene de ese tamaño. Después salió del despacho con el pelo revuelto, el rostro empapado por mis secreciones y una condena de sumisión bajo mi yugo.

Continuará