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Fusta en mano II, La suerte de Óscar

en Dominación

Óscar salió de la oficina de “Dirección” de la empresa Fertiquímica Loera. La secretaria lo miró fijamente, pero, si llegó a sospechar lo que había sucedido entre el contador y la propietaria del consorcio, no dijo nada.

 

La experiencia con Verónica le parecía demencial. Sentía que todo lo que había vivido en el despacho pertenecía a una especie de alucinación surrealista. Caminó hacia las escaleras en un estado similar al trance hipnótico; no quería pensar en el encuentro sexual hasta hallar un momento de intimidad.

 

Conforme descendía por las escaleras fue relajándose. Cuando se lamió los labios fue consciente del sabor de los néctares femeninos que conservaba en el rostro. Haciendo un esfuerzo mental consiguió detener la avalancha de pensamientos que su mente estaba a punto de desencadenar.

 

Su cubículo, junto con los de otros veinte empleados, se encontraba en la planta baja del edificio. Decidió pasar al sanitario y encerrarse para pensar en lo que había sucedido. Los compañeros de trabajo lo vieron, algunos con la pena de quien se lamenta por la suerte de un conocido que había tenido que enfrentarse a Verónica. Los más observadores notaron en Óscar las evidencias que insinuaban alguna especie de actividad íntima. Sus expresiones pasaron de ser condescendientes a convertirse en admirativas; incluso pudo notar alguna mirada de envidia.

 

Aceleró en los últimos metros que le separaban del sanitario y casi corrió a encerrarse. No pudo sentirse relativamente tranquilo hasta que corrió el pestillo. Miró su reflejo en el  espejo del lavamanos y lo que vio le impresionó bastante.

 

Estaba desaliñado, con el rostro brillante y la camisa manchada por los flujos vaginales de Verónica y su propio sudor. Bajo el pantalón, su entrepierna lucía un bulto muy superior en volumen a lo que estaba acostumbrado a tener. Cualquiera que lo hubiera visto saliendo del despacho de “Dirección” podría suponer que acababa de follar con Verónica y que aquello que se marcaba entre sus piernas era una verga de dimensiones respetables. Ambas suposiciones serían incorrectas; ella se había masturbado ante él y le había pedido hacer lo mismo, le había permitido lamer sus muslos y él había besado su coño. El bulto no era su verga, sino la vaina de un artilugio de castidad que le cubría e insensibilizaba el pene. Solo ante el espejo, habiendo robado unos minutos al horario laboral, se permitió pensar.

 

Los recuerdos lo golpearon con todo el dolor de aquello que había escocido durante toda su vida y no había tenido remedio. Rememoró sus años de crecimiento al lado de una madre alcohólica, vulgar, fanática de los pleitos barriobajeros y las brujerías caseras. Recordó sus frases hirientes, entre las que destacaban aquellas donde aseguraba —según su punto de vista— que él, Óscar, jamás conseguiría despertar ninguna clase de sentimiento en ninguna mujer.

 

Recordó los momentos de adolescencia en que, como en aquella ocasión, se encerraba en el baño de su casa para mirarse al espejo. Esas sesiones, que muchos de sus compañeros de estudios habrían aprovechado para masturbarse, eran para Óscar los momentos de autoflagelación privada.

 

Se culpaba por todo lo que su madre le decía, se odiaba por tener una verga demasiado corta y delgada, se recriminaba la torpeza con que se dirigía a las mujeres y aborrecía su precaria situación económica.

 

Se miró al espejo con una expresión de furia que jamás habría mostrado ante otros por miedo a ser considerado un ser iracundo. Apretó los puños hasta hacerse daño y sintió en su interior un deseo incontenible de llorar.

 

Su cuerpo tembló. De entre sus dientes apretados escapaba un gemido casi inaudible. Las emociones se agolpaban mientras las lágrimas empañaban su visión. Pero esta vez era distinto, no se trataba de una autoflagelación.

 

—¡Señora Verónica, gracias! —gimió mostrando al espejo una expresión de dicha retorcida.

 

La mujer que acababa de maltratarlo le había entregado el regalo más grande que persona alguna le hubiera hecho jamás. Verónica acababa de darle la certeza de que él, el “pichacorta” Óscar, era capaz de motivar y encender sentimientos poderosos en ella.

 

Era cierto que le había mostrado documentos falsificados para hacerle creer que lo tenía en sus manos. También lo había mantenido de rodillas ante ella y lo había humillado, para rematar el encuentro con los azotes de su fusta. Con todo, había podido ver en los gestos, las miradas y las actitudes de la mujer un fuego pasional inspirado por algo que él tenía o debía tener.

 

Una mujer como la dueña del consorcio, hermosa a la vista de la mayoría de los varones que la conocieran, sofisticada y millonaria, podía ser capaz de tener a sus pies al hombre que deseara; Óscar no negaba la posibilidad de que verónica tuviera en esos momentos uno o varios amantes, pero ella se había encendido con él, se había tocado ante él y había permitido que él lamiera sus secreciones. Incluso le concedió la posibilidad de besar su sexo y, aunque al final lo detuvo y lo azotó con la fusta por ese atrevimiento, no lo había rechazado inmediatamente.

 

Las únicas dos novias que tuvo durante sus años de estudiante y Mariela, la mujer con la que estaba casado, le habían ofrecido el Paraíso emocional para terminar relegándolo a una especie de purgatorio desabrido, sin emociones y carente de recompensas. Verónica le había entregado gratuitamente un infierno pasional que podía parecer humillante, enfermizo y malsano, pero que contenía un fuego de lujuria donde gustoso podría arrojarse y arder.

 

La deseaba. La había deseado desde un año antes, cuando ella misma le entrevistara como candidato al empleo dentro de la empresa. Miles de veces la había imaginado en actitudes eróticas, a su lado, recibiendo todo el caudal afectivo que su alma había tenido que contener por no haber encontrado a la mujer ideal con quién compartirlo.

 

En diversas ocasiones se tragó las réplicas a los comentarios de los compañeros de trabajo que se referían a Verónica como “La Dueña”, a veces en tono jocoso o despectivo. Todos la odiaban y temían, pero también la deseaban sexualmente y habrían permitido cualquier clase de vejación por tener la oportunidad de experimentar la mitad de lo que Óscar había vivido en la oficina de “Dirección”.

 

Quizá parecería masoquista ante otros, pero, superado el impacto inicial, podía sentirse orgulloso de sí mismo por haber sido capaz de despertar en “La Dueña” una fiebre sexual que, si bien fue canalizada hacia la crueldad, resultaba ser la emoción más poderosa que él hubiese despertado en otro ser humano.

 

—¡Puta borracha, te has equivocado! —susurró al recuerdo de una madre que le dijo alguna vez que nunca valdría nada para ninguna mujer.

 

—¡A ella, a tu enemiga, no le “duele la cabeza”! —murmuró a la imagen mental de Mariela, quien siempre se negaba a tener un poco de intimidad con él.

 

—¡Puedo tenerla pequeña, pero ninguno de vosotros tendrá jamás a una hembra poderosa como Verónica haciéndose una paja mientras sujeta vuestros cogotes con las botas! —rugió con los dientes apretados al recuerdo de los compañeros de estudios que se burlaron de las cortas medidas de su polla cuando lo vieron bañándose tras una clase de gimnasia.

 

—¡Putas serpientes! —ofendió escupiendo las palabras dedicadas a las dos novias que le mintieron.

 

—¿Quieres que sea tu esclavo? —preguntó al recuerdo aún fresco en su memoria del coño de Verónica, de su mirada azul oscuro que no solamente prometía, sino que decretaba placeres superiores a los que ninguna otra mujer le hubiera dado—. ¿Quieres que sea tuyo? ¡Aquí estoy! ¡Te pertenezco! ¡Haz de mí lo que quieras, porque lo que sea que hagas con mi persona será más auténtico, más mío y más duradero que todo lo que una vida de mierda me ha dado!

 

Se sujetó al lavamanos y pegó su frente contra el espejo. Por primera vez podía ver sus ojos anegados en un llanto que no conllevaba emociones autodestructivas. Por primera vez se permitía el lujo de sentirse importante para alguien. Si “La Dueña” deseaba utilizarlo como el tapete con el cual prefería limpiar la suela de sus botas, él se entregaría gustoso para servirla y ser ese tapete de excelente calidad que ella merecía.

 

Decidió cumplir los designios de aquella mujer. Verónica podía ser un demonio, pero tenía la capacidad de ser la primera en llevarlo a la gloria de la lujuria.

 

Tras las reflexiones y el arranque emocional, se lavó el rostro y se peinó con los dedos. Pasó a un cubículo, bajó la tapa del sanitario y desabrochó sus pantalones. Al sentarse sobre la fría superficie plástica, sintió el ardor que le producían los azotes administrados por  Verónica. Escocían, pero representaban la prueba física de que la mujer que más le había gustado en toda su vida lo tomaba en cuenta para dejarle señales en la carne. Los fustazos recibidos eran para él el equivalente a unas caricias incendiarias de larga duración. Por otra parte, consideraba impagable la expresión de éxtasis que notó en el rostro de “La Dueña” durante su castigo. Finalmente, se decidió a examinar el cinturón de castidad.

 

El implemento consistía en una tira de cuero ceñida a su cintura, cerrada al nivel de la espalda mediante un mecanismo de cerrajería cuya llave él mismo había colocado en la pulsera de tobillo de “La Dueña”. Necesidad y sexualidad de Óscar quedaban así a los pies de ella.

 

Por delante, el cinturón contaba con una vaina traslúcida que cubría su pene por completo. Tenía en el extremo un relieve que imitaba la forma de un glande y le daba un tacto realista. Intuyó que el juguete sexual podía introducirse sin problemas en el coño de Verónica y darle placer como cualquier verga de respetable calibre.

 

La funda o vaina medía casi el doble del largo de la erección de Óscar y era bastante más gruesa; impedía que él pudiera tocarse o sentir alguna clase de placer en el pene, pero no lo lastimaba de ningún modo. Si cerraba los ojos y acariciaba aquella cubierta, podía imaginar que su verga había crecido hasta adquirir medidas más respetables o incluso sentir que era el miembro de otro hombre mejor dotado.

 

Sonrió al notar que, desde el momento en que Verónica lo masturbó, su erección no había cedido. Le sorprendía, pues hacía años que no conservaba la dureza de su verga por tanto tiempo. Recordó las expertas caricias de “La Dueña” en su zona genital y se palpó los testículos endurecidos. Se sintió fuerte, vital y, por primera vez en su vida, realmente importante.

 

Estuvo explorando su aspecto y fantaseando con las posibilidades de su nueva situación hasta que decidió volver a su lugar. Verónica le había dicho que le acompañaría a su casa, pues tenía viejas cuentas pendientes por saldar con Mariela.

 

Ya en el cubículo preparó sus cosas para salir. Nadie osó preguntarle nada, pero todos los compañeros de trabajo lo miraban con curiosidad. La situación de su esposa le preocupaba un poco.

 

Mariela había sido condiscípula de Verónica durante la adolescencia y se había dedicado a maltratarla. “La Dueña” le guardaba rencor y tenía deseos de venganza que, merced a su poder económico, podría satisfacer a su gusto. Se sintió un poco más defraudado; su esposa jamás le había dicho nada respecto a “La Dueña”. Durante unos minutos sintió la tentación de llamarla, pero se contuvo; quizá Mariela necesitara el apoyo moral que él debía brindarle, pero no se sentía capaz de cumplir con esta función.

 

Mediante el ordenador verificó la cuenta hipotecaria de su casa. Tal como Verónica asegurara, la deuda estaba cubierta en su totalidad; era un alivio pues, para bien o para mal, no volvería a tener problemas con el banco.

 

—Ya nos vamos. ¿Estás listo? —preguntó Verónica al lado del cubículo.

 

Óscar dio un respingo. Había estado tan absorto en sus pensamientos que no se enteró del momento en que las voces de sus compañeros de trabajo se apagaron por la presencia de “La Dueña”.

 

Se incorporó y recogió sus pertenencias con evidente torpeza. La mujer lo miró despectivamente y meneó la cabeza con cierto aire enfadado. El contador estuvo a punto de tirar su móvil cuando notó que ella lucía una minifalda más corta que la de un rato antes y un top que revelaba sin pudor los pezones enhiestos. Aquella mujer lo tenía hechizado, conocía sus desplantes y no le importaban, conocía su  ira y esta le excitaba, conocía sus orgasmos sin haberla penetrado y conocía su coño, pero no había tenido la oportunidad de contemplar sus tetas voluminosas al desnudo; en aquellos momentos se habría dejado flagelar nuevamente por tener la oportunidad de mirarlas, tocarlas y besarlas.

 

Caminó tras ella en la misma actitud de un perro faldero. Los demás empleados le miraron con odio o envidia.

 

Abordaron el Audi de Verónica. Mientras ella conducía, él no sabía dónde fijar la mirada. Incómodo en el asiento del copiloto, Óscar veía de reojo las piernas de “La Dueña”. La minifalda se había subido demasiado y el borde de la prenda llegaba al nivel de su sexo. Ella se dio cuenta de la actitud del contador y sonrió con gesto maligno.

 

—¿Te apetece tocarme, “Mascota”? —preguntó cruelmente.

 

—Señora, no quiero incomodarla —respondió él con turbación—. Es usted muy hermosa y lo que pasó hace un rato…

 

—Entiendo —suspiró ella y, al voltear a verlo, mostró en su mirada cobalto el mismo brillo de excitación del encuentro anterior—. Está bien, puedes tocarme. Te autorizo acariciar mi muslo derecho, solamente desde la rodilla hasta la ingle. Si me tocas el coño o cualquier otra cosa, te bajarás del auto y no volveré a permitirte nada.

 

Salieron del estacionamiento y la mujer dirigió el auto hacia una populosa avenida. Óscar sintió que todo había valido la pena. Humillaciones, palabras duras, burlas y desengaños de toda una vida se difuminaron ante la sensación que brindaba a sus manos la suavidad de la piel que Verónica le dejaba tocar. Su verga, encapsulada dentro de la vaina, se erectó aún más, produciéndole una dolorosa sensación de urgencia.

 

Verónica gimió como fiera en ceo y se mordió el labio inferior. Óscar se acomodó de lado sobre su asiento para poder manipular mejor la única porción de cuerpo femenino que tenía permitido tocar.

 

Durante un alto ante una luz roja, “La Dueña” estiró su diestra y desabrochó los pantalones de Óscar para sacarle el miembro y acariciar la vaina del cinturón de castidad.

 

—Si tu verdadera verga fuera de este tamaño, quizá consideraría permitir que me penetraras, aunque físicamente no me gustes —sonrió cruelmente—. Pero no podrás quejarte, “Mascota”. Te he dado más de lo que cualquier subalterno haya recibido de mí. ¡Y apenas es el principio!

 

El hombre no supo qué decir. Sacudió la cabeza para despejarse mientras sus dedos se tensaban sobre el muslo de Verónica.

 

El semáforo pasó del “rojo” al “verde” y la mujer volvió a poner atención al camino. Él se deleitaba sintiendo entre sus palmas la textura suave de la piel femenina, contrastándola con la firmeza de una musculatura ganada a base de duro entrenamiento. Todas aquellas satisfacciones las obtenía disfrutando de la única región que ella le había permitido tocar. Su verga cabeceaba cuando la imaginación le hacía soñar con poder acariciar, besar y lamer todo el cuerpo de “La Dueña”.

 

Los minutos pasaban, Óscar no dejaba de tocar el muslo de Verónica y esta correspondía con gemidos de sincero placer. Cuando le era posible, se pellizcaba los pezones enhiestos o se lamía dos dedos para tocarse el coño mientras seguía conduciendo. El contador se sentía afiebrado, desesperado por el deseo y con ganas de arrancarse la ropa para follar con su jefa.

Verónica detuvo el auto y se inclinó para acercar su rostro a la entrepierna de Óscar. Tomó con una mano la vaina que cubría la verga del empleado e hizo los movimientos propios de una masturbación. Escupió sobre los testículos y, con las uñas de la otra mano acarició la piel del escroto. Él gimió, abrió y cerró las manos sin decidirse a tocarla. En relatos eróticos había leído sobre hombres que vivían situaciones parecidas —salvando las distancias sobre quién controlaba los acontecimientos— y hubiera tomado la cabeza de la mujer para introducirle la verga por la boca, pero sabía que ella no lo habría permitido.

 

—Estoy muy caliente, “Mascota” —gimió “La Dueña” con el rostro a un palmo de los cojones de su esclavo—. Tengo muchas ganas de follar… ¿Te molestará que lo haga?

 

—¡Señora, nada de lo que usted haga podría molestarme! —exclamó el contador con total convicción.

 

—Me alegra saberlo.

 

Verónica estimuló con sus manos los testículos de Óscar. A veces era ruda y casi lo lastimaba. En otros momentos se mostraba tierna, y repasaba los pliegues de la piel con las puntas de sus uñas. Hubo ocasiones en que tiró del vello púbico casi hasta hacerlo gritar.

 

—¡La deseo, señora! —gimió sin poder reprimirse—. ¡La necesito, haga de mí lo que quiera!

 

Ella se tensó y levantó el rostro. Él creyó ver en su mirada un fuego pasional incontenible y salvaje, una luz que revelaba el poderío del sexo femenino en toda su plenitud. Si alguna vez existió Afrodita, debió tener en los ojos una expresión similar.

 

«¡Mi diosa!», exclamó para sí. «¡Verónica es mi diosa y tengo que ser su devoto más fiel, así me arrastre a la perdición!»

 

“La Dueña” abrió los labios de Óscar con los dedos húmedos de saliva. Acercó su boca a la de él y le mostró la lengua imitando lentamente los movimientos que haría si estuviese lamiendo un glande. Un sudor frío recorrió la espalda del empleado y un par de lágrimas de dicha escaparon de sus ojos. Ansiaba el contacto. Su alma parecía gritar, exigiendo el beso que se insinuaba. Entrecerró los ojos mientras aspiraba con deleite el aliento de “La Dueña”.

 

Repentinamente, ella le propinó un pellizco en la piel del escroto y escupió en el interior de su boca. Él dio un respingo como reflejo, pero procuró retener con su lengua la saliva que “su diosa” acababa de obsequiarle. Ella, con expresión lasciva, volvió a acomodarse en su asiento para seguir conduciendo. En el lapso de tiempo en que el semáforo cambiaba del “rojo” al “verde”, “La Dueña” le proporcionó más atenciones a sus testículos de las que le hubiera brindado Mariela durante todo su tiempo de casados. Y, lo supo con regocijo mientras tragaba la saliva que ella le escupiera, apenas era el principio.

 

Óscar, ebrio de excitación, dejó escapar un suspiro cuando Verónica aparcó el Audi afuera de la casa. Legalmente, aquella propiedad había pasado a manos de “La Dueña”, pues ella pagó la hipoteca para poder disponer de las vidas del empleado y de Mariela.

 

Sin haberlo pretendido, ya se sentía dominado por ella, dispuesto a permitir que hiciera con él lo que deseara y deseoso de disfrutar cualquier cosa que Verónica quisiera darle.

 

“La Dueña” apagó el motor y recogió sus piernas para quedar sentada de costado, mirando al contador. Estiró una mano y volvió a acariciarle los testículos. La verga del empleado corveteó dentro de la vaina del cinturón de castidad. Podía tener un pene demasiado corto, pero las situaciones que él vivía con su nueva ama parecían haberle insuflado una vitalidad que le había sido desconocida hasta ese día.

 

—Pase lo que pase, recuerda que eres mío —dijo ella con tono seductor—. Me perteneces, así como todo en tu pequeño mundo. Tu casa es mía, la mierda de ropa que te pones es mía y, sobre todo, la puta con la que te casaste es mía, así como la madre que la parió.

 

—Señora, tengo miedo —susurró Óscar tratando de aferrarse a un último resquicio de cordura.

 

Ella sonrió lascivamente. Sujetó la vaina que cubría el miembro del hombre y ejecutó movimientos masturbatorios. Podía tocar la rígida cubierta sin que él sintiera el menor placer, aun así, Óscar torció el gesto por el deseo de recibir las caricias que se le prometían.

 

“La Dueña” dejó de jugar con la vaina y, sin importarle las hipotéticas miradas de cualquiera que pudiese pasar cerca del vehículo, se quitó el top para mostrarle al empleado las tetas en todo su generoso esplendor. Los senos de Verónica le parecieron perfectos; cada uno de ellos debía ser tan grande que él no habría podido cubrirlo entero con sus manos. Se notaba que tamaño y forma eran naturales y la firmeza  que presentaban correspondía a la imagen mental que él se había creado en fantasías sexuales. Los pezones enhiestos, de amplias areolas marrones, contrastaban en color con la palidez del resto de su piel. La expresión del hombre fue de fascinación, sus emociones parecieron colapsar mientras el corazón se le aceleraba hasta hacerle sentir el martilleo del pulso en sus sienes.

 

—¿Tienes miedo de tu ama? —preguntó ella mientras se agachaba para rozarle los muslos con sus pezones—. ¿Tienes miedo de las cosas que puedo hacer contigo y por ti?

 

—Señora, tengo miedo de… —sollozó, se interrumpió y suspiró—. ¡Tengo miedo de todo, tengo miedo de usted, de lo que puede hacer conmigo, de lo que puede obligarme a hacer!

 

Se había sincerado y temía la reacción que ella pudiese tener. No deseaba contradecirla, no quería decepcionarla, le repelía la idea de perder aquella tensión sexual que acababa de descubrir bajo su yugo y hubiera dado la vida entera por sentirse digno de ella. Se sabía en desventaja física a comparación con otros hombres y temía que, si se negaba a cumplir con los designios de “La Dueña”, ella le rechazara. Con todo, también temía por la integridad de Mariela. Conocía parte de la naturaleza más oscura de Verónica y no deseaba que su ama causara un daño irreversible a su esposa.

 

—Haces bien en temerme, “Mascota” —sonrió Verónica mientras se acomodaba para golpetearse las tetas con la vaina que resguardaba la verga de Óscar—. Parece que eres un poco más listo de lo que yo pensaba. Debes estar asustado; si fueras más inteligente, estarías chillando de terror.

 

Con mano temblorosa, el hombre acarició el cabello de la mujer. Ella permitió el gesto por breves momentos, después se incorporó.

 

“La Dueña” se subió la minifalda hasta la cintura para mostrar su intimidad húmeda, depilada permanentemente, deseosa de marcha y prometedora de los más grandes placeres que él hubiese imaginado.

 

—Mira lo que tengo aquí —invitó metiéndose el índice de la zurda por el coño para sacarlo empapado de flujo vaginal—. Mira lo que tengo para ti.

 

Untó sus fluidos sobre los labios del empleado, él abrió la boca y ella le introdujo el dedo para dejarlo succionar. «¡Le pertenezco, señora!», gritó en su interior. «¡Estoy a su disposición, usted es capaz de hacer conmigo lo que disponga y yo lo permitiré!»

 

—¿Quieres follar? —preguntó ella mientras recolectaba más flujo de su sexo para untarlo sobre los testículos de él.

 

—¡Señora, me encantaría!

 

Verónica acercó la boca nuevamente al rostro de Óscar. Esta vez él hizo amago de besarla y se contuvo al sentir que ella le apretaba los cojones con fuerza.

 

—Se hace lo que yo diga —sentenció “La Dueña”—. Solamente me besa, me toca o me folla quien merezca esos privilegios. Tú todavía no has demostrado que eres digno de un regalo como ese.

 

—Señora, yo necesito…

 

—Necesitas correrte, necesitas follar, necesitas recibir una mamada y sentir que tu verga penetra un coño o un culo —enumeró Verónica con lascivia—. ¿Te había pasado antes? ¿Alguna vez habías tenido tantas ganas de sexo?

 

—No —reconoció él con tono dolido—. Nunca había tenido dos erecciones en un mismo día. Nunca me he corrido dos veces seguidas y siento que a su lado podría hacerlo; lo que hicimos esta tarde parece que despertó algo en mí.

 

—¿Te excita ser mi “Mascota”? —preguntó ella cruelmente.

 

Por toda respuesta, el hombre asintió. La mujer pareció perder el control y montó a horcajadas sobre los muslos de él. Óscar desplazó el respaldo del asiento para hacer más cómoda la postura. Verónica le desabrochó la camisa y acarició su torso delgado y lampiño, de piel casi tan clara como la de ella. Se sintió avergonzado, pues era seguro que aquella mujer conocía cuerpos masculinos bastante más acordes con sus gustos. «No soy un Adonis, pero definitivamente hay algo en mí que calienta a “La Dueña”», se dijo orgulloso. «Sea lo que sea, debo descubrirlo y aprovecharlo. Creo que parte de lo que busca en mí es lo que sea que siente al saberme bajo su control. Tengo que ser muy listo y ver en qué momentos la excito más, posiblemente pueda obtener mejores beneficios si doy con las claves de lo que Verónica quiere de mí. ¡Me entrego a ella! ¡Soy su esclavo, dispuesto a dejarme manipular como ella considere! ¡Le temo, me fascina, me vuelve loco y daría mi alma por dar placer a “La Dueña”! ¡A la mierda Mariela, mi suegra y el mundo entero!»

 

La mujer se recostó sobre él para hacerle sentir la dureza de sus pezones sobre la piel del torso. Friccionó sus tetas transmitiéndole el calor femenino que irradiaba de ella. Óscar chilló de gozo cuando sintió que Verónica localizaba su cuello con la boca y lo mordía, tal como haría una vampiro sedienta de sangre.

 

—¡Soy suyo! —gritó extasiado—. ¡Señora, déjeme tocarla, por favor!

 

—Aún no lo mereces, “Mascota” —respondió mientras acomodaba entre sus muslos la vaina que cubría la verga del empleado—. ¡No te has ganado el privilegio, pero te prometo que hoy gozarás como nunca!

 

La verga de Óscar estaba rígida dentro de la funda plástica, cerca y a la vez muy lejos de sentir placer por el íntimo contacto. La vaina, empapada con los flujos vaginales de Verónica, quedó colocada en horizontal, a lo largo del sexo de “La Dueña”, con la punta pulsando sobre su clítoris.

 

Ella resopló sobre el cuello de él mientras movía las caderas en una danza que provocaba la fricción del exterior de su coño contra la funda del pene. Él sentía el cuerpo de ella sobre el suyo, el calor de la piel femenina, la voluptuosidad de sus senos acariciándolo, pero sus genitales no estaban siendo estimulados mientras que los de ella recibían estímulos placenteros. Con todo, Óscar adelantaba la pelvis casi como si de verdad estuvieran follando, dando a entender a su ama cuánto deseaba hacer méritos y ser digno de sus atenciones.

 

—¿Te gusta ser mi juguete?

 

—¡Sí! —respondió con la convicción de un fanático religioso.

 

—¿Te gusta que te domine?

 

—¡Sí! —chilló abriendo y cerrando las manos para reprimir las ganas de tocarla.

 

—¿Hasta dónde serás capaz de llegar por mí?

 

—¡Pídame lo que quiera, señora, soy suyo!

 

Los movimientos de Verónica la llevaron al orgasmo. ‘oscar se estremeció de temor y excitación; aún no se producía el encuentro entre “La Dueña” y Mariela, pero la vida sexual del empleado ya había experimentado cambios trascendentales.

 

La mujer gritó mientras se corría, con el rostro pegado al cuello del hombre. Su cabellera platino cubría el rostro de Óscar, su sudor, su saliva y sus flujos vaginales le mojaban la piel. El aroma de ella se volvió la atmósfera que él respiraba y esto le hizo perder la cordura.

 

Sin medir las consecuencias de sus actos, no resistió la tentación de apoderarse de las nalgas de Verónica y levantarla mientras aún se agitaba en medio del orgasmo. La vaina que cubría su verga se elevó gracias a la dureza de su pequeña erección. La mujer lo miró fijamente y se cerraron en el instante en que el glande de la vaina tocó su entrada vaginal.

 

Ella introdujo una mano entre ambos cuerpos y tomó la cubierta plástica. Óscar pensó que la dirigiría a su intimidad para empalarse, pero, en lugar de ello, la hizo a un lado con rudeza mientras se incorporaba y se separaba de él.

 

—¡Estúpido! —chilló “La Dueña” enfurecida—. ¿Por qué tenías que arruinarlo?

 

Se sentó en el asiento del conductor  y golpeó varias veces el volante del auto con las palmas abiertas. Sus tetas se bambolearon con cada golpe y Óscar sintió verdadero arrepentimiento.

 

—Señora, discúlpeme —balbuceó—. No pensé, fue un arrebato.

 

—¡Ese es el problema, imbécil! —gritó mientras echaba mano de su bolso—. ¡No pensaste y ahora tendré que castigarte para que aprendas la lección! ¡Claramente te dije que nadie me folla si no lo merece!

 

Sacó la fusta de su bolso y el empleado se encogió. Ella sabía usar el implemento de castigo para causar el máximo grado de dolor.

 

—Pon las rodillas en el asiento y los codos en el respaldo —ordenó “La Dueña” en tono siniestro—. Ruega porque no salga ninguno de tus vecinos y no te vea recibiendo lo que mereces.

 

Pudo haberse negado. Pudo haber quitado la fusta de entre las manos de Verónica. Quizá habría encontrado una solución, de haberla buscado fríamente. No obstante, se sintió incapaz de oponerse al castigo. Verónica se había convertido en pocas horas en una droga sexual adictiva. Los encuentros con ella, sus maneras despóticas, la forma que tenía de tocarlo y todo lo que sabía sobre su persona lo tenían atrapado. Era “su diosa”, “su dueña”.

 

—Haga conmigo lo que quiera, señora —murmuró mientras adoptaba la posición que su ama le había exigido—. Lo que usted desee, pero le suplico que no me deje.

 

Sus propias palabras lo sorprendieron. Pese a una vida de privaciones, nunca hasta entonces había rogado.

 

La mujer parpadeó, al parecer estaba confundida. El lapso duró pocos segundos, pero fue evidente para él.

 

—¿Te gustaría que te despellejara el culo a fustazos? —preguntó ella acariciando con la fusta las señales de los golpes que le propinara en la oficina.

 

—Si usted lo desea, hágalo —respondió acongojado—. Soy suyo. Solamente le suplico que no deje de darme lo que me da.

 

Verónica sonrió mientras se estremecía de placer. Se pellizcó con la mano libre los pezones enhiestos y resopló. Óscar se preparó para la segunda flagelación. Se preguntaba si los nuevos golpes arderían sobre los anteriores cuando recibió el primer impacto del cuero sobre su muslo izquierdo. Al menos su dueña había tenido el cuidado de golpearlo en una zona distinta a la que castigara rato antes.

 

—¡Agradece, “Mascota” de mierda! —gritó enfurecida.

 

—¡No entiendo! —mintió para escuchar la ratificación de que “La Dueña” exigía de él la expresión verbal de una gratitud que ya sentía en su corazón.

 

—¡Debes darme las gracias porque me preocupa corregirte y hacerte más aceptable! ¡Nada que yo pueda darte será gratuito, debes agradecerme todo castigo y todo premio!

 

El segundo trallazo cayó sobre la cara interior de su muslo derecho. Le excitaba verla así, sentirla como la hembra poderosa y dominante que se deleitaba sometiéndolo.

 

—¡Gracias, señora! —gritó el siervo con verdadera esperanza de satisfacer a su ama.

 

—¡Más fuerte! —exigió ella—. ¡Vamos, que se note que de verdad agradeces con entusiasmo!

 

El tercer trallazo cayó nuevamente sobre el muslo izquierdo. Fue acompañado por un “Gracias, señora” rotundo, emocional y sincero.

 

Uno a uno, los azotes cayeron sobre sus muslos. Uno a uno, fueron agradecidos. La carne se laceraba, la voluntad se debilitaba, el orgullo y el amor propio se convertían en quimeras utópicas, pero se reafirmaba la certeza de que, al menos para Verónica, él era importante, no un individuo más. Si tenía la capacidad de despertar en aquella mujer emociones tan poderosas como para instarla a golpearle, debía ser lo suficientemente valioso a sus ojos para ser tomado en cuenta por ella.

 

Sintió que la suerte estaba de su parte. No sabía si era “buena suerte” por haberse ganado las atenciones sexuales de su ama o “mala suerte” por recibir en su carne el  castigo por haber despertado la ira de Verónica.