- Joder, sí, qué bien la chupas, sigue, aahh- digo y mis manos en su nuca tratan de controlar el ritmo y la profundidad de los cabeceos.
El mundo dice que debería celebrar esta edad de otra forma, con una cena y velitas para dos tal vez, o de la misma manera pero con pareja estable y en una habitación de hotel porque los niños se han quedado en casa con la canguro, con amigos si de verdad los tuviera, pero ya ves, la vida me ha llevado por otros derroteros y hoy mi regalo es una prostituta africana que emplea todo su saber hacer para darle dureza a mi entrepierna. Me costó menos elegirla de lo que hubiera tardado en elegir un regalo para otra persona, el dinero está fresco en éste último día del mes y mis ganas de compañía apremiaban. De vuelta a casa, en este otoño vestido de invierno, con la noche adelantándose a los relojes, estoy sólo y no quiero pensar, no sé lo qué quiero, pero no quiero pensar, cualquier cosa es mejor, por ejemplo follar.
Las luces rojas y azules me llaman como nunca antes habían hecho. Entro con cautela, mirando a todas partes. No sé muy bien lo que busco pero cuando me la encuentro casi de sopetón decido que no estaría mal. Ya la había visto antes, por la calle; la escasa iluminación no le favorece o su profesión la ha hecho envejecer antes de tiempo. Sus tetas son demasiado grandes para su cuerpo delgado, sé que cuando se quite el vestido colgarán, pero qué se le va a hacer. Tiene los ojos oscuros, bien abiertos, pero son feos, no brillan. Lleva un vestido ajustado, apenas le llega a mitad de muslo, con tirantes que dejan sus hombros al descubierto. Con esa luz no acierto a adivinar el color. Me presento, apoya su mano en mi costado y siento en ese mínimo roce que aquello se empieza a parecer a lo que buscaba para no pasar sólo esta noche; el resto de las noches no importa, pero ésta no. Le dejo claro que no quiero tomarme una copa, no quiero pagar por usar unas sábanas, si quiere será en mi casa, está cerca. Acordamos un servicio, sin tiempo. La sigo con la mirada cuando me abandona para ir a buscar su abrigo. Vuelve presurosa y me digo que esos tacones que lleva no están hechos para echarse una carrera. Salimos a la noche. Sé lo que quiero hacerle, pero no sé si puedo abrazarla mientras camina, el anorak echado sobre los hombros, por esa plaza mal iluminada hasta el portal.
Nada más entrar, mientras ella se termina de ubicar, me siento en el sofá. Quiero que me la mame y no le dejo más opción que hacerlo arrodillada. Separo las piernas, bajo la bragueta, y hago salir a la luz mi pene adormilado. Sobran las palabras. Ella acerca la mano, lo coge con dos dedos, como si le diera asco. En otro momento podría entenderla, pero hoy no quiero pensar. Tira débilmente de la piel, haciendo emerger el capullo, poco a poco va sumando dedos, hasta que mi polla tiene la consistencia suficiente para agarrarla con toda la mano. Me pajea hasta que no puedo crecer más. No le he pagado por eso, si quisiera masturbarme lo haría yo sólo con ayuda del porno, como el resto de las veces, le digo que empiece a chupármela, pero ella sigue a lo suyo. Insisto y por fin se la acerca a la boca. Castigo su tardanza hundiéndosela hasta la arcada. Comprende que más vale llevarnos bien y empieza comerme la polla rítmicamente. En silencio, solo el sonido de mi rabo entrando y saliendo de su boca y las respiraciones pesadas. Le digo que pare y que se desnude; mis dedos masajean sus pechos cuando vuelve a sus quehaceres. Su vestido y la ropa interior descansan a mi lado en el sillón, y ella se ve ridícula en cuclillas subida a sus enormes plataformas. Me incorporo, aparto su pelo, trato de facilitarle la tarea. Suelta mi polla y se aferra a mis piernas sin dejar de mamar.
- Joder, sí, qué bien la chupas, sigue, aahh- digo y mis manos en su nuca tratan de controlar el ritmo y la profundidad de sus cabeceos. No quiero aguantar mucho más, decido que es el momento adecuado de culminar el primer acto. La aparto y comienzo a masturbarme con prisas. Ella cierra los ojos, abre la boca y saca la lengua, sabe de qué va esto. Vuelvo a acercarme hasta que el glande reposa en la piel de su rostro; en cada viaje mi mano golpea su mejilla. Me detengo un segundo antes, no quiero descontrolarme y acabar regando por aspersión la alfombra sobre la que apoya sus rodillas y resoplando asisto a la salida pesada y pausada del semen. El primer chorro sigue el surco de su boca abierta mientras otras gotas sueltas mojan su nariz, sus párpados, su frente. Vuelvo a sujetar su cabeza, vuelvo a su boca, hasta que definitivamente mi pene empequeñece de nuevo.
Trata de recoger su ropa, le digo que qué hace, que no hemos terminado, que le he pagado por una mamada y un polvo.
- Anda, vete a limpiar la cara que quiero meterla en caliente-. Pasa al baño, no le dejo cerrar la puerta. Al poco, mientras que el agua se pierde en el lavabo llevándose los restos de mi corrida de su cara, compruebo que la ausencia de calefacción se hace notar, la piel se le eriza y los pezones se le endurecen. Observándola me desnudo, me la toco un poco hasta que vuelvo a estar más o menos listo; aunque vaya cumpliendo años todavía funciono ante la visión de un cuerpo apetecible y la promesa de pasar un buen rato. Me acerco. Uno de mis dedos trepa por la parte alta de su brazo, hasta llegar al hombro, ella sonríe aunque, al igual que yo, no entienda a qué viene ese jueguecito. Trato de girar su cuello y llegar a besar sus labios. Miro su reflejo en el espejo del baño, en verdad tiene las tetas desproporcionadas respecto al resto del cuerpo. Se las abrazo, las sobo, las aprieto, las upo, tiro de los pezones y ella ni se inmuta, la misma expresión vacía, como si no sintiera nada. Sin embargo unas manos blancas y huesudas están ahí, miro un poco más arriba y descubro mi presencia fantasmagórica.
Mi polla termina de recuperarse al calor de sus muslos. El móvil sobre la mesa de la cocina chirría de vez en cuando felicitaciones que llegan cuando al día le quedan minutos. Fuerzo la postura y empiezo a restregar el pene sobre sus labios. Apenas si los separo, y su escasa implicación no sirve para calentarme, pero se la meto y comienzo a martillearla. De pronto me grita, me dice que pare, que me ponga un condón. Me disculpo y regreso al poco ya plastificado. Ahora ya está conforme, puedo volver a su coño. La soledad hace ver demasiado porno, trato de levantar su pierna hasta apoyarla en el mueble del lavabo, pero sólo consigo que su zapato caiga con estrépito sobre la baldosa. Cambiamos de postura, siempre a su espalda y ella agarrada a los laterales del lavabo. No habla, no gime, no jadea, le he pedido que no lo haga y se limita a esperar el momento en que, más temprano que tarde, termine.
- Ven, ponte aquí…así, en cuatro en el borde de la cama- le digo tomándola de la mano. Se deja manipular hasta que encuentro la postura adecuada. Me aproximo y tiro hacia atrás de sus caderas hasta que nuestros cuerpos se encuentran y vuelvo a deslizarme por su coño. Su ano contraído se me antoja irrechazable, acerco el pulgar a rondarlo y antes siquiera de que intentara presionarlo de un manotazo me hace desistir. Vuelvo a barrenar su coño, a darle frecuencia a mis golpes de riñón, ni siquiera intenta acelerar el fin apretando el coño. Si lo hiciera tal vez acabara pagando con ella mis frustraciones, pero me limito a apartar su coleta hacia un lado y a pasear mis manos blancas por su negra espalda.
No sé si era esto lo que estaba buscando, pero no me detengo. Trato de alcanzar sus hombros, acomodo las manos y empujo su cuerpo contra el mío. El chocar se hace cada vez más acelerado, como mi respiración. Podría hacer una pausa, pedirle un cambio de postura que alejara el final, pero no quiero controlarme. Mis manos se clavan en sus nalgas al tiempo que doy todo el impulso que puedo a mis viajes por su vagina. Gruño, me corro y gruño. Cuando me retiro vacío el contenido del preservativo sobre su espalda.
La invito a pasar de nuevo al baño. Ni siquiera se molesta en cerrar la puerta o correr la cortina de la bañera mientras se da un agua; desnudo y con la polla a medio bajar, la contemplo por unos segundos antes de continuar mi camino hasta la cocina. Se viste mirándome maniobrar de reojo. Cuenta una vez más el dinero antes de guardárselo a buen recaudo en el escote. Sus ojos grandes por una vez adquieren un matiz que soy capaz de identificar cuando se acerca extrañada a ese saliente de la cocina, ese brazo de madera e imitación de mármol que nos separa y sobre el que descansa una tarta con todas las velas apagadas y dos porciones desgajadas en sendos platos.
- ¿Quieres?, no te voy a pedir que me cantes el cumpleaños feliz- le digo extendiendo el brazo.