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Black Friday

en Interracial

Por un instante creí entender a mi ex; las aglomeraciones, el calor en las tiendas, la megafonía demasiada alta, las dudas ante dos modelos que me gustan o el cargar con las bolsas, le hacían aborrecer ir de tiendas conmigo. Luego, mientras me tomaba un capuccino caliente, wasapeaba con mis amigas y sacaba de las bolsas y volvía a remirar entusiasmada todo lo que acababa de comprar ese día de consumismo desaforado, ya no. ¿Cómo iba a entender a semejante gilipollas que se creía demasiado para mí?

En cierta forma podía tener razón, ir de tiendas podía ser agotador, pero no lo iba a admitir. Además, no es nada que no se solucione tomándose un tentempié como el que yo había entrado a tomar en aquella cafetería. Mientras aspiraba el aroma del café recién hecho que poblaba el local, las conversaciones con mis amigas me arrancaban una sonrisa que se aliaba a la satisfacción por el día de compras y la perspectiva de un fin de semana por delante. Me sentía bien, feliz. Aunque me hubiera dejado buena parte del sueldo en todas las prendas que llenaban las bolsas a mis pies, aunque sintiera las piernas cansadas, estaba contenta. Mi móvil era un frenesí de sonidos de mensajes entrantes, la taza con el café templándose permanecía unos centímetros delante de mí. Los minutos pasaron así hasta que el icono de la batería en mi teléfono se puso en rojo, indicando que quedaba poca; todavía me quedaba un largo rato hasta llegar a casa y poder poner a cargarlo, y era mejor conservar algo para el viaje en metro, así que fui despidiéndome, cerrando todas las conversaciones y me centré en el café.

Me acerqué a la barra a por algo de comer que acompañara el capuccino. Tras pedir un sándwich vegetal con pan de semillas, un diario sobre la barra llamó mi atención; sin posibilidad de seguir consumiendo la batería del teléfono debía llenar el tiempo, así que cogí ese periódico manoseado y volví a mi mesa. Lo abrí al azar, por una página cualquiera, pues no tenía demasiado interés en leer malas noticias. Cual fue mi sorpresa cuando ante mis ojos encontré la sección de anuncios de contactos. Entre muñequitas orientales, teléfonos eróticos para todos los gustos, una imagen llamó mi atención. Dayron, se anunciaba, un mulato con un cuerpo escultural y la promesa de veintitrés centímetros de polla. Inmediatamente algo en mi cuerpo se puso más caliente que la taza que humeaba frente a mí. No recuerdo qué decía exactamente su anuncio, pero seguro que las palabras atlético, placer, dominicano, fantasía, figuraban en él. Nunca, ni siquiera en ese instante, me había planteado recurrir a un hombre de pago; ni siquiera sabía la palabra adecuada para definirlo. Además, esos anuncios los creía destinados a otros hombres, tampoco sabía si trabajaba con mujeres. Sin embargo, mi mente comenzaba a funcionar imaginando mi cuerpo y el de ese pedazo mulato.

Imaginaba unas manos decididas al final de unos brazos fuertes abrazando mi cuerpo, yo girando ante su mirada, con sus dedos de chocolate fundiéndose en mi cintura. Imaginaba la sensación de acercarme a su cuerpo y sentir, bajo unos pantalones vaqueros, la largura y la dureza de una polla más que a medio despertar. Inmóvil, mis dedos apenas rozaban la hoja del periódico que se extendía ante mí, y aunque mis ojos quisieran seguir leyendo, mi mente volaba libremente inspirada en la imagen en miniatura que ilustraba su anuncio. Me veía junto a él en un lugar indeterminado, neutro, tal vez una habitación de hotel. Sentía la necesidad de levantar su camiseta, de recorrer con los labios los contornos duros de sus abdominales. Cuando sus manos trataban de guiarme, me revolvía, debía ser yo quien marcara los ritmos. El continuo pasar de mi lengua por su vientre, los juegos alrededor de su ombligo hacían algo más que ponerlo alerta, lo calentaban, lo hacían entrar en ebullición. Después me incorporaba, deseaba sentir sus labios gruesos devorándome la boca; entonces le dejaba que sus manos grandes abrazaran mi trasero y lo sacudieran a su antojo.

Por una vez era mi mano la que se posaba en su hombro, la que lo hacía agacharse siguiendo el itinerario de mi mirada. Bastaba un pestañeo para que yo me viera cada vez con cada una de las ropas que acababa de comprar; lo único que no cambiaba era la delicadeza con la que Dayron me comenzaba a desvestir. Faldas, pantalones, desaparecían por obra y gracia de sus manos. Luego me besaba el pubis por encima de la ropa interior. Ésta siempre era la misma, sexy, color burdeos, mi favorito, y nunca resistía demasiado cuando sus dedos comenzaban a moverla. Cuando imaginaba sus manos rondando mi coño mi mente me obligaba a cerrar los ojos, como si de verdad estuviera con él en una habitación cualquiera y no rodeada de gente en aquella céntrica cafetería. Debía reprimir un gemido cuando fantaseaba con su lengua traspasando la humedad y el calor de su boca a mi sexo. Aunque quisiera no podía frenar a mi mente, y me veía, la pierna derecha por encima de su hombro, la espalda apoyada en la pared y aquel perfecto mulato jugando con su lengua en los pliegues de mis labios vaginales. Cada uno de sus aleteos era una tortura que me comenzaba a derretir por dentro. Mis manos se aferraban a su cabeza, la hundían entre mis piernas. Mi voz, tuve que comprobar que sólo en mi fantasía, le exigía más, siempre más. Él se esforzaba, ponía todos sus ímpetus en hacerme levitar. Yo me corría y mis manos, siempre fuertes, guiaban su cara contra mi piel, para que su lengua sintiera en primera persona el orgasmo que acababa de provocarme; cuando las sacudidas de mi cuerpo cesaban, lo empujaba y aquel mulato caía, patas arriba, sobre el suelo.

Regresé por un instante a la realidad, el tiempo justo de cambiar de página en el diario que ocupaba la mesa, para que cualquiera al pasar no me viera siempre detenida en la sección de contactos. Daba igual, mi mente ya no necesitaba la referencia de su anuncio para volar libre. Caminaba poderosa, hasta enmarcar entre mis piernas su cuerpo fuerte pero desvalido al mismo tiempo. Terminaba de desvestirme, hacía volar el sujetador por la habitación sin un destino claro. Luego comenzaba a flexionar las piernas, a descender sobre Dayron, a percibir en su mirada matices que iban desde la indefensión al placer. Me detenía para tirar de sus ceñidos jeans, que salían extrañamente fácil; en el viaje habían desaparecido también sus calzoncillos. Él ya ni se atrevía a estirar los brazos para tratar de tocarme, había comprendido que era yo la que mandaba y debía dejarse llevar. Su cuerpo, forjado en el gimnasio, se veía inerte. Sólo, como un mástil, emergía una polla enorme y rica. Me arrodillaba, y sin asirla siquiera, mi lengua la recorría entera, desde la base hasta la punta. Él dejaba caer pesadamente la cabeza contra la moqueta y sólo ella, solo esa magnífica polla, parecía tener vida bajando y subiendo, como a cámara lenta, tras el pasar de mi boca. Lo torturé, siempre mi lengua fuera de la boca partía de sus huevos, recorría lentamente toda la longitud de su miembro y remataba con un chupetón a su capullo. Cuando me apiadé de él comencé a masturbarlo rítmicamente, con el glande preso entre mis labios. Resistía mis acelerones, las pausas, el filo de mis dientes mortificándole, obedecía mis órdenes silenciosas, como cuando agarraba sus manos y las llevaba a mis tetas y él entendía que debía estimular mis pezones.

El calor me podía, ni siquiera el café que seguía delante de mí y se había quedado frío me servía para relajarme. Ya no sabía si el incendio se había declarado en mi mente y se había propagado por todo mi cuerpo o había tenido su punto de partida en lo más profundo de mi vientre. Sólo sabía que ya no necesitaba cerrar los ojos, bastaba que mi mirada se perdiera en un punto indeterminado de la cristalera del local para que yo me viese moviendo mi cuerpo, hasta sentarme a horcajadas abrazando con mi coño la polla de Dayron. Me agitaba, mis caderas se movían solas, mi cintura dibujaba órbitas alrededor de su eje. Luego comenzaba a botar, suavemente, calculando mentalmente hasta dónde podía subir sin dejar escapar su pene. Más tarde, irremediablemente, comenzaría a cabalgarlo salvajemente, aplastándome los pechos, retorciendo mi cuello y su rabo hasta el esguince. Sus piernas flexionadas me servían de respaldo en mis movimientos impetuosos, su cuerpo brillaba bajo el sudor, pero apenas mostraba síntomas de cansancio. Dayron era apenas poco más que un trozo de carne adherido a su polla, un consolador, y así lo trataba, buscando únicamente mi placer. El suyo llegaría, no lo dudo, pero priorizaba el mío. Mientras tanto, un camarero, si hubiera sido más joven y algo más apuesto quizás yo no hubiera abierto el periódico por la página de contactos, había traído a la mesa el sándwich. Musité un gracias como podía haber dejado escapar uno de los suspiros que aquella fantasía en mi mente me provocaba. Lo follaba rítmicamente, las manos apoyadas en sus hombros redondos. 

Bebía el café a pequeños sorbos, mordisqueaba el sándwich, parecía que permanecía allí, pero estaba muy lejos, presa entre los brazos de Dayron, que, como si mis movimientos sobre su polla lo hubieran resucitado, se había sentado conmigo en su regazo. Le pido que me eleve, que me empuje contra la pared, que siga follándome. Con el dorso de la mano limpio un hilillo de salsa que se escapa de mi boca mientras en el sueño son los flujos los que escapan en cada embestida de su polla. Me corro, imaginándome follada por aquel hombre siento la necesidad física de correrme, pero me cuido muy mucho de terminar como en aquella película y que la gente pida lo mismo que está tomando aquella chica ensimismada de la mesa del fondo. Mi mente se disocia, soy capaz de terminarme el sándwich y el café, paso rápidamente las hojas del diario, sin querer detenerme en ninguna, mientras en un algún rincón de mi cerebro todavía se proyecta mediante flashes la fantasía. Me veo a cuatro patas, con Dayron encima, con Dayron debajo. Quiero que me folle, que no deje de hacerlo, ya no me importa mandar, sólo quiero que me provoque otro orgasmo. Veo su mirada suplicando permiso para terminar, pero le exijo un poco más. Luego, cuando la piel nos brille por el sudor y mis piernas tiemblen después de una nueva descarga, le dejo. Agarro su pene grueso con las dos manos y lo froto como si fuera una lámpara mágica, con todas mis fuerzas. A él se le tensan los músculos, se le marcan las venas en el cuello, aparta mis manos y me toma el relevo, se acerca tanto a mí que en cada movimiento su mano roza mi vientre. Finalmente se corre abundantemente, me riega de semen caliente que el respirar agitado de mi cuerpo hace caer formando riachuelos por mi piel.

Saco el móvil del bolso, pongo la cámara para comprobar que aquella fantasía ha ruborizado mi rostro. Me dispongo a levantarme, a llevar el periódico, los platos y la taza a la barra, pero una idea me detiene en seco. Apresuradamente, tal vez para no dejarme vencer, abro el diario y busco la imagen de ese negro de polla enorme una vez más.

- Hola, buenas tardes, ¿eres Dayron? - pregunto. Antes de que conteste, sé cómo terminará aquel Black Friday.