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Clases de verano con Sarita (6)

en Hetero: General

Sarita, tumbada sobre la toalla, me ofrecía el bote de protector solar esperando a que la ayudara. Su delicada figura, apenas tapada por esa breve braguita de bikini, tambaleaba haciendo que sus dos tetitas se movieran como la gelatina. No me hizo falta responder, simplemente agarré el bote de crema y vertí una poca cantidad sobre mi mano izquierda.

—¿Por dónde empiezo? —dije sin pensar; sin duda daba igual, y pronto iba a disfrutar de acariciar todo su cuerpo.

—Por donde quieras… —dijo coqueta, y cerrando los ojos se relajó echando la cabeza para atrás.

Opté por empezar por abajo, acariciando sus pies y expandiendo la crema sobre sus espinillas y hasta sus rodillas. Las levantaba ligeramente para extender también el protector por la parte de atrás. Sus pantorrillas se notaban fuertes, sin duda fruto de su buena actividad física.

Lentamente fui subiendo hasta sus muslos, y tomándome mi tiempo me dediqué a hacer un trabajo bien concienciado. Puse más crema en mis manos y esparcí el producto por toda la parte delantera hasta casi rozar el borde de su braguita. Me regalé sintiendo su tersa piel y la esponjosidad de su carne.

Seguí con su barriguita, que se veía blanca en comparación del resto de su cuerpo, denotando la marca de esos bañadores de una pieza que solía llevar con más frecuencia. Me entretuve con el hueco de su ombligo aunque mi vista se fijaba en esos pezoncitos rosa pastel que me llamaban tal y como el canto de las sirenas llama a los marineros.

Fui subiendo mis manos, sin que mi joven alumna reaccionara lo más mínimo, aún sabiendo por dónde continuaba el masaje. Me cuesta describir la electrizante sensación que me atravesó el cuerpo cuando estreché sus tiernos pechos entre mis dedos. Noté como se endurecían las tetillas bajo el tacto de mis manos, que se deslizaban con facilidad gracias a la crema solar.

Eran simplemente perfectas, y mis manos se aferraban a ellas como si me fuera la vida. Las rodeaba perfectamente, como si un ser divino las hubiera diseñado a medida para mi goce exclusivo. Hacía rato que no quedaba rastro de la crema sobre sus pechos, así que muy a mi pesar, aparté mis caricias de sus golosos pezoncillos y las dirigí a sus hombros.

Puse crema sobre sus brazos, que también masajeé a fondo mientras ella estaba cada vez más relajada. Pero yo no podía apartar la vista de sus pechos, que ahora se veían aceitosos y relucientes bajo los rayos del sol. Me planteé muy seriamente empezar a lamerlos, sentir con mi lengua cada forma y rincón, dejándome llevar por la suavidad de su piel.

Me contuve, en parte por la poca gente que empezaba a llegar e instalarse a nuestro alrededor. No era plan de dar el espectáculo, y al fin y al cabo teníamos un largo día por delante. Con una ligera caricia final a su pecho di por terminada esa primera parte del masaje y le pedí que se diera la vuelta, cosa que hizo sin rechistar.

Empezé con su espalda, que también necesitaba atención especial ya que, al igual que por delante, se notaba muy falta de color. Sin demorarme demasiado, me dispuse a masajear sus muslos, tanto la parte trasera como la interna. Con mis caricias, intensas como mi deseo por poseerla, su culito se tambaleaba como un pastelito listo para ser devorado.

Con tanto movimiento, su braguita se fue quedando atrapada entre sus glúteos abombados, que se iban tragando la fina tela dejándose expuestos. Era la excusa perfecta para mí, no podía permitir que su culito blanquito se quemara. Con otro chorro de crema en mi manos procedí a masajear sus nalgas, incluso pasando ligeramente mis manos bajo la mínima prenda.

Sin querer, con tanto manoseo en todas direcciones y con ese esmero por no dejar ni un ápice de su piel sin crema, tiré de la tela de la braguita en la dirección equivocada provocando que las tiritas que la aguantaban por uno de los lados se deshacieran.

—¡Ups! —exclamé— Joder… lo siento, ha sido sin querer.

Sarita, relajada y sin apenas inmutarse, giró su cabeza y se dió cuenta entonces de lo que había pasado.

—Ah… no te preocupes, luego lo arreglo —dijo, y sin más se volvió a echar sobre la toalla cerrando los ojos.

Con el pequeño bikini blanco ahora suelto de un lado, las cosas empeoraron un poco. O mejoraron, según se mire. El triangulito que formaba la parte trasera de la braguita se se iba apartando con cada repasada que mis manos propiciaban sobre su piel. Apenas unas pocas caricias más y toda una nalga estaba al aire. La poca tela que antes se había quedado atrapada en su raja, ahora se replegaba sobre el único lado que seguía atado, y pronto quedó completamente expuesto ante mí su divino culo.

Cambié de estrategia y me aproximé desde sus rodillas subiendo por la parte interior de sus muslos, separando al mismo tiempo sus piernas. Pude vislumbrar desde mi posición parte de su sexo, cubierto por esa sedosa capa de vellos oscuros. Puede que fuera por el sudor, o conociéndola, podía bien ser por otra cosa, pero me pareció ver un brillo justo en el centro que delataba su humedad.

Cuando uno de mis dedos rozó su ingle bajo la prenda, Sarita lanzó un breve gemido. Fue tan solo un instante, aunque mi dedo resbaló tan fácilmete por lo sudada que estaba su piel que se me fué y percibí el tacto de su vulva. Repitiendo mis movimientos muslos arriba, muslos abajo, terminé de separar completamente la telita del bikini. Como si estuviera buceando en aguas paradisíacas, separaba mis manos estirando su piel, y con cada una de mis brazadas, su rajita se abría ligeramente como una ostra dejando entrever su interior rosado. Sin duda me hubiera atrevido a tomar el preciado tesoro que guardaba.

 

Consciente de nuevo del lugar público en el que nos encontrábamos, decidí apartar mis manos cuidadosamente. Sus nalgas y muslos lucían una triple dosis de crema, acentuando aún más su blancura. Me regalé un último instante, agarrando una nalga con cada mano y amasando con cada una en una dirección diferente. Observé una vez más todos sus orificios, y fantaseé de nuevo con ese pequeño agujero que me sabía de memoria.

Así dí por finalizada la tarea, satisfecho de haber untado cada rincón de su piel. Sarita por su parte volvió a girar su cabeza y con una mirada cómplice dijo:

—Gracias profesor, se ha empleado usted a fondo… —acompañándolo con una dulce risita.

—De nada, señorita, no quisiera que se quemara. Luego su madre me echaría la culpa por irresponsable —contesté con sorna.

Forzamos unas carcajadas, que hicieron que su culito se tambaleara como gelatina. Qué delicia verla así, al natural. Si la miraba desde el lado apropiado, pareciera que estaba completamente desnuda. Y ella con su mirada inocente me miraba divertida, dejando sus tetas colgando apoyada sobre sus codos.

Con toda la tranquilidad del mundo, se fue girando hacia mí. Si lo hubiera hecho rotando en la dirección adecuada, la braguita hubiera vuelto a colocarse en su sitio prácticamente sola, cayendo por su propio peso. Pero Sarita se giró hacia el lado opuesto, creando el efecto contrario. Se apoyó sobre el lado donde el nudo aún aguantaba, y el resto de la tela se dejó caer. Ahora apenas parecía un trozo de trapo arrugado alrededor de uno de sus muslos.

—Me toca a mí, échate que te pongo crema —dijo entonces.

No supe cómo reaccionar. La erección bajo mi bañador era más que patente, y yo no podía apartar la mirada de su sexo, que dejaba entrever hinchado y algo mojado.

—Ala, pónte aquí —insistió, señalando mi toalla al lado de la suya.

Por obvias razones me eché boca abajo, no queriendo quedar en evidencia la tienda de campaña bajo mis calzones. Pero sin duda hubo un desplazamiento de arena cuando posé sobre ella, y aún más cuando un instante después mi alumna se sentó sobre mi culo dispuesta a devolverme el masaje.

No sabía en ese momento si se había vuelto a colocar la braguita del bikini correctamente; no sé si le hubiera dado tiempo a hacerlo. Pero dejé de pensar en ello tan pronto como sentí sus cálidas manos sobre mi espalda, y un escalofrío me invadió al sentir el contraste de temperaturas por el frío de la crema solar.

Era patente que no era ninguna experta en dar masajes; al fin y al cabo no sé cuánta experiencia podía tener. Está claro que yo a su edad la misma o ninguna. Pero a pesar de ello era de lo más agradable, en parte por el movimiento circular que sus caderas ejercían sobre mis nalgas. Cerré los ojos y me relajé, también esperando que mi soldadito pudiera relajarse un poco.

Pero nada más lejos de la realidad. Pronto Sarita terminó con mi espalda y mis brazos, y sin perder un segundo atacó mis piernas. Sin cortarse un pelo, sobó cada uno de mis músculos subiendo por las perneras de mi bañador hasta casi rozar mis ingles. No sé qué clase de sol se pensaba que podría quemarme a través del tejido, pero por si acaso no omitió ninguna zona.

—¿Te gusta el masajito? —preguntó.

—Pues sí… la verdad —murmuré.

—Igual que tú a mí… no voy a dejarte ni un rincón sin crema —dijo con un tono que quizá quiso ser sarcástico—. ¡Venga, date la vuelta!

Sarita se levantó un poco para dejarme el espacio necesario para girarme, aunque sin poder evitarlo mi cuerpo la rozaba al hacerlo. Cuando me posé sobre mi espalda eché un ojo hacia abajo para verla.

Para mi mayor asombro, su pequeña braguita seguía aguantándose nada más que por el nudito de un lado. Pero para más inri, después de tantos roces y movimiento, ésta se encontraba como a medio palmo muslo abajo. Sarita estaba desnuda sobre mí; ese pedazo de tela apenas servía de adorno en su pierna, como lo podría haber sido un pequeño liguero.

Incrédulo miré a nuestro alrededor, por si estuviéramos dando un espectáculo inapropiado por el que nos podríamos meter en algún lío. Pero me tranquilicé al ver que la poca gente que podría darse cuenta de lo que pasaba, estaba suficientemente alejada y sin prestarnos demasiada atención.

El bulto bajo mis bermudas había disminuido algo durante la primera parte del masaje, pero ante tal revelación, se puso a reaccionar rápidamente. No ayudó para nada que Sarita se sentara directamente sobre él. Con su gran sonrisa en el rostro, se acomodó sobre mí ayudándose con un ligero vaivén que me hizo sentir en la gloria.

—¿Qué está pasando por aquí? —dijo sin dejar de moverse—. ¿Te sientes bién? —insistió con un tono entre inocente y burlón.

—Sarita… qué me haces… —balbuceé sin poder ocultar mi excitación.

—Pues poniéndote la cremita, profesor… —dijo con toda su picardía—. ¿No te molesta si me siento aquí? ¿No te va a doler?

Apoyándose un momento sobre mi pecho volvió a colocarse una y otra vez, como intentando encontrar la posición adecuada para sentarse. Sus nalguitas chocaban una y otra vez contra el mástil que se adivinaba ahora ya perfectamente bajo mi bañador. Luego se sentaba apoyando su peso sobre él, aplastándolo directamente con su coño, que, desnudo, transfería su humedad a la fina tela que separaba nuestros sexos.

—Oye, no se si puedo sentarme así, no acabo de encontrar la posición —insistió sin dejar de torturarme con sus ajetreos—. Déjame ver qué está pasando aquí abajo…

—¡No! —exclamé—. Sarita, no ves que…

De nada me sirvió. Antes de poder reaccionar, Sarita se había levantado un poco y con una mano levantaba el elástico de mis bermudas para mirar hacia dentro.

—Jo… —murmuró—, si es que claro, con eso ahí en medio…

Llevó la otra mano al interior y agarró mi miembro hasta envolverlo completamente. No sé muy bien cuál era su intención pero lo manipuló durante un minuto, girando y apuntando de un lado al otro. Se me escaparon varios gemidos que reprimí lo mejor que pude, más que nada para no llamar más la atención de la gente que nos rodeaba.

—Pues me tendré que sentar aquí igualmente, qué remedio —dijo al fin—, pero déjame que lo coloque para que no moleste…

Con la mano que aguantaba el elástico tiró hacia abajo y con la otra aplastó mi polla contra mi vientre. Al mismo tiempo se dejó caer de nuevo sobre mí, dejando que mi miembro se acomodara entre sus nalguitas hasta su vulva. Sentí el ligero roce de los vellos que cubrían ese tierno manjar, acariciando mi glande suavemente. Cuando se hubo sentado completamente, otro ligero vaivén provocó que la piel de mi verga se tirara unas pocas veces arriba y abajo, dejando que mi glande se paseara por desde su perineo hasta el valle entre sus labios mayores. Éstos me dieron la bienvenida dejándome sentir el río cálido y viscoso que brotaba de entre ellos.

 

Sin decir nada, y viendo cómo las mejillas de mi alumna estaban cada vez más coloradas, Sarita tomó de nuevo el bote de crema entre sus manos y se sirvió una porción sobre la palma. Empezó a aplicarla sobre mi pecho, y moviendo sus caderas una y otra vez acompañando sus maniobras, me estaba haciendo gozar de una forma indescriptible.

Ahora su silencio era completo, pero sus movimientos eran cada vez más intensos. Con la excusa del masaje, variaba velocidades y fuerzas; a veces lenta y suave, a veces vigorosa.

El contacto era total. Mi polla se paseaba sobre la entrada de su coñito con ganas de hacerse paso al interior. Los pliegues de sus labios menores y la dureza de su clítoris aportaban un masaje muy diferente sobre mi miembro al que sus manos me daban en el pecho. Dejándome llevar, y sin importarme ya en absoluto si estábamos siendo vigilados o no, llevé mis manos a sus nalgas que estrujé entre mis dedos como dos bollos de pan tierno.

Sarita también se entregó completamente al placer, y dejando de lado el masaje me abrazó y me besó. Sus carnosos labios se mezclaron con los míos, así como nuestra saliva, que con el trajineo de nuestras lenguas empezó a formar una mousse que desbordaba de nuestras bocas.

Su coño se sentía tan bien sobre mi polla, no me podía creer que estuviéramos haciendo tal cosa en una playa. Si su madre hubiera sabido lo que estaba pasando entre nosotros me habría cortado los huevos, sin duda. Pero lejos de amedrentarme me atreví a dar un paso más, y alcancé con un dedo su entrada trasera.

Exploré toda la zona alrededor hasta alcanzar su sexo, llegando a sentir mi propia polla frotándose contra él. Con el propio movimiento, dejé que mi dedo se empapara de los jugos que lubricaba nuestra masturbación genital, y cuando me pareció suficiente, volví para atrás.

Sarita entendió mis intenciones, y como respuesta nada más que me mordió un labio con un gemido apagado que resonó en mi calavera.

Si dificultad alguna, mi falange recorrió el camino que ya había caminado varias veces, solo que ésta vez no había supositorio de por medio. Con desahogo, me dejé llevar por mi instinto y por fín saboreé ese momento sin miramientos. Penetré ese culito una y otra vez, sintiendo cómo la presión que su esfínter ejercía sobre mi dedo índice se iba relajando.

Sin parar de comernos la boca, Sarita gemía rítmicamente acompañando mis movimientos. Pronto empezó a convulsionarse y con fuerza presionaba su coño contra mi polla, aplastándolo de manera que casi me dolía. Bendito dolor.

Yo no dejé de jugar con mi dedo en su culo, y después de un momento de bajón, Sarita reanudó el vaivén. Pero ahora acompañaba las penetraciones de mi dedo con sus caderas, como intentando facilitar para que consiguiera llegar lo más al fondo posible. Eso hizo que el ángulo de sus movimientos variara un poco con respecto a nuestros roces hasta el momento.

El glande de mi polla empezó a chocar directamente sobre su piel, embistiendo ciegamente contra su perineo, a veces, o contra su clítoris, otras. Estábamos fuera de control, y más lejos llegaba invadir su culo, más fuerte Sarita respondía. Nada más era una cuestión de tiempo, era inevitable. Los dos sabíamos que tenía que pasar, nada más decidimos dejarlo en manos del destino, cuando las leyes de la física y las artes astrológicas decidieran que todos los elementos se alinearan perfectamente.

Ví pasar esos últimos días con Sarita delante de mis ojos mientras ese túnel de placer me engullía. Me sentí en la cúspide de mi existencia cuando mi glande chocó contra su cérvix. Tardé un momento en darme cuenta de que nos habíamos parado. Miré a Sarita y me la encontré clavándome su mirada, entre lujuriosa y aterrorizada.

Mi alumna había dejado de ser virgen en esa playa, y no sabía si se alegraba o se arrepentía de ello. Pasaron posiblemente unos segundos, aunque me parecieron ser una eternidad, durante la cual mi mundo empezó a desmoronarse sopesando las consecuencias de ese acto.

Sarita, mordiéndose antes el labio inferior, volvió al ataque una vez más, y se pegó a mi boca como si quisiera dejarme seco. Antes de dejarme reaccionar reanudó sus movimientos de cadera, y antes de que pudiera hacerme la idea, se me estaba follando con todas las de la ley. Casi sin poder evitarlo también el dedo que mantenía en su culo volvió a la acción, y no uno, sino dos de los sagrados agujeritos de mi alumna estaban siendo profanados.

Me dejé llevar por su ímpetu y me sentí como un becerro en un rodeo de barrio, siendo montado por esa niña que me tenía completamente vencido y derrotado. El gozo de penetrar su coñito casi virgen me elevaba hasta las nubes, y me habría instalado en ese momento para siempre si no fuera por una triste y muy cruel realidad.

No iba a poder aguantar ya más, iba a explotar de forma inevitable. Hubiera intentado avisar pero Sarita se pegaba a mí con tanta fuerza que apenas me dejaba espacio para respirar. Con los pezones de sus puntiagudas tetas rayándome el pecho, terminé por contraer mis abdominales con un pequeño salto que hizo la penetración aún más profunda. Sentí un hormigueo en mi entrepierna que creció de tal manera que invadió todo mi cuerpo en una fracción de segundo.

Estaba pasando; estaba llenando su coño con todo lo que había estado acumulando por ella, hasta la última gota. Volvimos a quedarnos petrificados, dejando que ese mar de sensaciones se derramara por nuestras pieles. Consciente de nuevo de nuestros alrededores, me percaté de nuevo del sonido de las olas chocar contra la arena a pocos metros de nuestros pies.

Entonces nos abrazamos. Llevé mis dos manos a su espalda mientras ella, con una cara de felicidad que llenó mi corazón, posó su cabeza sobre mi pecho, dejándome sentir el aroma de sus cabellos. Pasaron quizá cinco minutos, y no dijimos nada.

Mi pene se contrajo poco a poco, como una criatura saliendo una madriguera que era nueva, la que a partir de ese momento sería su único hogar. Sabía que habría ciertas complicaciones de las que me tendría que ocupar cuando sentí en mi piel el semen que brotaba de su sexo. Pero eso podía espera, nada iba a estropearme el momento.

 

Sarita se incorporó y me regaló un piquito antes de dejarse caer de lado sobre su toalla. Acaricié su espalda y observé ese culito que tanto había deseado. Su bikini seguía siendo un amasijo de tela en uno de sus muslos. Yo por mi parte me recompuse el bañador y me levanté.

La pareja que estaba más cerca y que tenía más números de haberlo visto todo, tomaba el sol boca arriba. El hombre me lanzó una mirada inquisitiva bajo sus gafas de sol, y asintiendo con gesto de aprobación volvió a echarse mirando al cielo.

Tenía que mear, pero me daba cosa dejar a Sarita sola después de ese momento. Con toda la delicadeza posible le dije lo que me pasaba, y volteándose hacia mí me dijo:

—No seas tonto, si tienes que ir, tienes que ir… —con una sonrisa y su inocencia de siempre—. No te preocupes que me quedo aquí tomando el sol.

Conocía el lugar, así que me adentré en una zona de arbustos que quedaba en el lado más apartado del agua y que sabía me proporcionarían la privacidad necesaria. Saqué mi miembro y lo sentí húmedo y viscoso, aún impregnado por los jugos de Sarita. Me acerqué la mano a la nariz y pude sentir el olor de su vagina. Lo disfruté mientras descargaba mi vejiga sobre la arena.

Con la presión liberada, mis testículos vacíos y fuerzas renovadas, me ví dispuesto a seguir pasando el rato con Sarita, disfrutando de su compañía y algo más. Nada podría arruinarme el día perfecto, y siendo aún nada más que media mañana se prometía de leyenda.

Terminé y me puse a andar en dirección a nuestras toallas. Dejé atrás los arbustos y fijé la mirada hacia donde estaba Sarita. No creo que tardara más de cinco minutos, pero a pesar de eso cuando la ví me quedé algo descompuesto.

Tres chavales estaban hablando con ella, puede que compañeros de instituto o algo parecido, aunque sus caras no me sonaban para nada. Dichosa mi suerte, que incluso tan lejos del pueblo, esos malditos críos seguían detrás de Sarita, como moscas atraídas por la miel más dulce de toda la jodida la colmena. ¿Acaso tenían algún puto radar que les decía en todo momento dónde se encontraba la chica?

Ni en mi momento más dulce con Sarita pude escapar de la realidad de que mi alumna tenía pretendientes en todas las esquinas. Apenas la dejaba sola un momento y ya tenía a una banda de buitres con las hormonas desbocadas rodeándola.

Sarita se había levantado y hablaba con ellos de forma bastante animada. Al menos pude comprobar que se había vuelto a colocar el bikini debidamente. Como ya la había visto hacer un millón de veces con sus amigos, repartió sendos abrazos, aunque esta vez, estando topless, sus tetas entraban en contacto directo con los torsos desnudos de los afortunados jóvenes. Además, es que no sabía dar un abrazo que durara menos de lo que parecía ser una eternidad, lo que dejaba tiempo de sobras a quien recibía el abrazo para acariciarla sobradamente.

Me paré a cierta distancia, observando, celoso. Me enfadé conmigo mismo por dejar que esos sentimientos me invadieran. Conocía a Sarita desde siempre, y sabía muy bien cómo era, cuán cariñosa se mostraba con todos. Pero es que apenas me apartaba cinco minutos de la chica y ya se dejaba cortejar por el mequetrefe de turno, además sin que a ella pareciera importarle lo más mínimo.

No sé de qué estaban hablando, pero Sarita no dejaba de reír, haciendo que sus perfectos pechos botaran respingones. Supuse que se conocían bien porque ella no dejaba de tocarles los brazos en medio de su conversación y ellos correspondían pasando sus manos por sus hombros o su espalda.

Entonces uno de los chicos, el que era más alto en comparación y bastante musculado, dijo algo a lo que Sarita respondió de forma bastante peculiar. Se agarró una de sus tetas e hizo un gesto con la otra mano, como señalando algo y tocándose el pezón. Los tres chavales se la comían con la mirada mientras ella seguía explicando con total naturalidad algo que claramente tenía que ver con sus pechos, ya que iba alternando, estrujándolos entre sus manos y apuntando hacia ellos.

Cuando terminó, el que había iniciado la pregunta, hizo un gesto alzando la mano, como pidiendo permiso. Sarita asintió, y acto seguido observé petrificado cómo el mozo alargaba la mano y alcanzaba una de sus pechos, acariciándolo.

¿De qué cojones debían estar hablando que requería tal inspección? Y es que pronto el chaval sumó una segunda mano y palpó las juveniles tetas tanto como quiso. No quedó ahí la cosa, ya que los otros dos chicos se sumaron al primero, magreando los pechos de Sarita a seis manos mientras ella, impertérrita, los dejaba hacer, sonriente.

Eso ya me cabreó bastante, así que retomé mi paso firmemente, preparado para partirle la cara a alguien. No tardé en llegar, y los chavales al verme retiraron las manos algo sobresaltados.

—¡Ah! ¡Aquí está! —exclamó Sarita antes de dejarme decir nada—. Justo les comentaba que había venido con mi profe de mates… y aquí estás.

—¡Qué tal tío…! ¡Qué pasa…! —dijeron los chicos, tendiendo sus sucias manos para saludarme antes de dejarme hacer nada más.

A regañadientes, observando a Sarita tan feliz y contenta como siempre, les devolví el saludo, apretando con toda la fuerza que me fue posible esas manazas que segundos antes habían puesto sobre mi adorada alumna.

—¿Qué se os ha perdido por aquí, tan lejos del pueblo? —pregunté con cierta ironía, intentando esconder mi enfado.

—Ah… ¿qué? No… si nosotros vivimos aquí al lado, venimos todos los días… —contestó uno de ellos, el más bajito y regordete.

—¿Y de qué conocéis a Sarita entonces? —pregunté sorprendido, ya que había pensado hasta ese momento que la playa era poco conocida, y que yo supiera era la primera vez que Sarita ponía sus pies en ella.

—Pues… no sé tío… —dijo uno, flacucho, sin acabar de entender mi pregunta.

Los miré esperando una respuesta, pero ellos se miraban desconcertados. Dirijí la mirada a Sarita, que se rascaba la cabeza con inocencia.

—¡Acabamos de conocernos! —contestó mi alumna, riéndose—. Nada más pasaban por aquí y nos hemos saludado… jijiji.

Me quedé sin palabras. Tenía muchas ganas de partirles la cara a esos idiotas, pero la situación me dejó inmóvil.

¿Qué narices iba a hacer?