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Los Vulpeja de Perchavieja (1) Una cena

en Amor filial

Los Vulpeja se sientan a cenar alrededor de la mesa. Ésta ocupa gran parte del salón de su modesta casa adosada en Perchavieja. Solo falta Claudia, la mayor, que como siempre llega tarde de su clase de danza jazz y apenas acaba de traspasar la puerta del recibidor.

— ¡Otra vez tarde! —grita Patri, su madre, una cuarentona muy atractiva y aficionada al deporte.

— ¡Joder! ¿No puedo hablar un momento con mis amigas? —rechista la joven—. ¡Ni que fuera una esclava!

—¡A callar de una vez y siéntate a comer! ¡Me cago en ! —resuelve Lolo, el padre, haciendo valer su posición de cabeza de família. Es un hombre de aspecto afable, con más pelo sobre el pecho que sobre el cráneo, y que luce una barriguita cervecera aceptable para su edad

Claudia toma asiento en su silla de siempre entre su hermano Adrián, guapetón y estrella de su equipo de fútbol, y su hermana Paula, la benjamina de la família. Adrián se sienta siempre cerca de su padre, con quien suele monopolizar la conversación durante las comidas.

—Bueno a ver, que Adri nos estaba contando que tiene una nueva amiguilla —dice el padre ya más calmado.

—Si, Noelia se llama, con un culo que es para matarse a pajas mirándolo —comenta el chaval, provocando una escueta carcajada a su progenitor.

—Pues eso habrá que comprobarlo, hijo. Ya estás tardando en traerla por casa.

—Vale papá, pero no me la asustes como a la última, que aún se esconde cuando me ve por la calle.

—¿No puede uno pedirle una pajilla inocente a una chica hoy en día? Además, ni siquiera tenía que tocármela con las manos, joder, solo ponérsela entre las tetas. Menuda mojigata estirada estaba hecha. Espero que hayas aprendido la lección hijo, y te las busques un poco más guarrillas, coño, como tu madre —la mentada apenas se da por aludida—. Por cierto, ¿cómo va de tetas la Noelia ésta?

—Más pequeñas que la Vero… pero papá, de verdad, ¡qué culo que tiene!

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo, hijo…? —dice Lolo con tono grave y señalando los pechos de su mujer—. ¿Ves estas tetas? Estas tetas mantienen unida a esta familia, ¿entiendes?

Lolo entonces se levanta solemnemente de su silla, y se para al lado de Patri, que como el resto de la familia, devora en silencio un pedazo de bistec refrito acompañado de un puré de patatas de sobre mal hidratado.

—Mira estas tetas, Adrián —continúa Lolo, agarrando ahora las generosas mamas de su mujer sobre el suéter, y estrujándolas para hacer aparente su tamaño—. Míralas bien. Éstas son las tetas de las que me enamoré, las tetas que me llevaron al altar, las tetas que te amamantaron y las tetas que me he follado y que me follaré cada noche hasta el último de mi dias, hijo.

—Que ya lo sé, papá…

—¡Déjame acabar! —interrumpe Lolo, enjuagando una lagrimilla que, fruto de la emoción, estaba a punto de escurrirse mejilla abajo—. Lo único que quiero es que seas feliz, Adrián, y un hombre lo que necesita par ser feliz es un buen par de tetas; como éstas.

El padre remata su exposición atizando un mordisco a un pezón que, desafiante, sobresale a través de la fina tela de una prenda demasiado ajustada.

—Por eso estoy tan orgulloso de vosotras, hijas mías —prosigue Lolo retomando su sitio—. Algún día un hombre os follará las tetas que habéis heredado de vuestra madre, y lo convertiréis en el ser más dichoso de la tierra.

—Qué pesao, papá —dice la más joven— siempre igual.

—Mira Paulita, no me enciendas. Puedes estar agradecida de que a tu edad estés tan bien dotada. Otras chicas no tienen la misma suerte.

—Yo no quiero que me folle las tetas nadie; ni el coño, ni nada —replica Paula—. Yo soy lesbiana, ¿vale?

—¡Qué lesbiana y qué hostias! Lo que tú necesitas es una buena polla, ¡pero ya!, y que se te pasen las chorradas esas.

—¡Déjala, Manolo, me cago en la puta de tu madre, que en paz descanse! Si la niña quiere ser lesbiana que lo sea. Con lo que te gusta a tí mirar a las guarras esas de interné comiéndose el chocho —dice tomando la palabra Patri, y dejando a su marido sin saber qué decir.

Durante un rato el único ruido que se oye es el chirrido de los cuchillos frotando los platos de imitación de porcelana, intentando cortar con dudoso éxito la carne reseca de los bistecs.

—¿Qué tal en clase hoy, hija? —pregunta al fin la madre.

—Bien, como siempre —responde con orgullo Claudia—, coser y cantar.

—Llevas los leggins manchados, ¿qué ha pasado?

… que me ha bajado la regla en plan “esto es Esparta”, y la compresa se ha tenido que rendir —Adrián suelta un par de carcajadas con la ocurrencia de su hermana.

—¿No llevabas tampón? —pregunta la madre, acusadora.

—Sí, bueno, en la mochila, por si acaso. Pero es que no suele bajar tan rápido.

—¿Y qué has hecho?

—Le he enseãdo al profe la mancha y me ha dejado ir al baño. Es muy majo.

—Hija, a ver si tienes más cuidado —comenta el padre—. ¿Cuánto has tardado en el aseo?

—No sé… diez o quince minutos…

—Ay, hija… —continúa Lolo negando con la cabeza—. Lo más importante son los estudios. No puedes ausentarte así de clase. Vé más preparada la próxima vez.

—No te preocupes papá, que Pablo me ha pasado los apuntes.

—¿Pablo el hijo del panadero? —a Lolo le brillan los ojos y se le alegra la cara de golpe.

—Sí… Pablito de toda la vida.

—¡Muy bién! Son buena gente, hija, y lo más importante, están forrados. Espero que se lo hayas agradecido como es debido.

—Qué quieres, ¿que le haga una estatua? —contesta Claudia aburrida.

—¡Serás jodía! lo digo en serio, hay que cultivar las buenas amistades.

—Ya le he dado las gracias, papá, ¿qué más quieres?

—Mira… —continúa Lolo, recolocándose en su silla y preparándose a impartir un poco más de su preciada sabiduría—. Ésto es como cuando tu padre va a visitar a sus clientes. El cliente siempre espera que les des lo que te piden, que para eso te pagan. Lo que hay que ir es a sorprender, darles un plus para que se acuerden de tí. La próxima vez que se queden sin cápsulas de café, ¿a quién van a ir? Pues al distribuidor que les enchufa una caja de más con muestras gratis. Así es como esta familia sale adelante, hija.

—Papá… —resopla Claudia.

—Hay que ganarse a la gente —sigue Lolo—. Tienes que saber leerlos y darles lo que quieren. Mira, el chico este se queda siempre embobado mirándote las tetas, detrás del mostrador, cuando vas a buscar el pan los domingos, ¿no es verdad?

—Sí… ya lo sé…

—Y nunca se atreve a decirte ni mú.

—Ya…

—Seguro que se le han caído los pantalones al suelo de pura vergüenza cuando le has pedido los apuntes.

—Más o menos…

—Pues hija, a este lo tienes casi en el bote. Lo que tienes que hacer es darle un poquillo de chicha, que muerda el anzuelo, que se haga ilusiones y que no se te escape. Así siempre que le necesites le sacarás lo que haga falta, ¿verdad cariño?

—Pues claro hija, ese cuerpo que tienes no hay que malgastarlo. ¿Cómo crees que convencí al pacato de tu padre para que se casase conmigo? —corrobora la madre mientras mastica un cacho de carne.

—Di que sí, mujer —afirma Lolo con orgullo—. Tu madre ha hecho de mí el hombre que soy hoy, gracias a sus artes manipuladoras y a ese cuerpazo que tiene. Sin ella sería un desgraciao pudriéndome debajo un puente. Las cosas como són.

—Y qué quieres que haga ahora, papá, ya es muy tarde.

—Qué tarde y qué coño. A ver, tienes al Pablo en tu whassap?

—Creo que sí… pero papá, que no le escribo nunca…

—¡Sshhttt! ¡Calla! —dice Lolo levantándose enérgicamente de la mesa—. Dame tu móvil y ponte pallá palsofá. Y tú, hijo, ves a encender la luz del techo.

Claudia y Adrián se levantan siguiendo instrucciones, mientras Patri y Paula observan expectantes.

—Qué le escribes, papá, joder…—pregunta Claudia preocupada.

—¡Calla! —grita él, concentrado en el iPhone de su hija—. Confía en mí, le pongo algo que le va a gustar…

—¡Papá…!

—Hazme caso, hija. A estos hay que alimentarlos como a las palomas; irle echando las miguillas que te sobran y que se mantengan cerca.

—Bueno, ¿y ahora qué, papá?

—Sácate la camiseta y los leggins, hija.

—¡Papáaaa…!

—Claudia, no me jodas ya más, haz lo que te digo.

La joven obedece resignada. Ahí delante de su querida familia, Claudia se saca la camiseta. Como siempre va sin sostén, deja sus generosos pechos al natural, culminados por unos pezones rosáceos que parecen haber sido esculpidos por el propio Miguel Ángel. Procede con sus leggins, que se resisten a despegarse de sus torneadas piernas como si fueran una segunda piel. Cuando lo consigue, sus minúsculas braguitas blancas descienden solidarias muslos abajo, lo que la obliga a devolverlas a su sitio acompañado la acción con un ligero baile de caderas.

—Ahora acuéstate, y ponte un poco sexy, que se luzcan esas tetazas que tienes, hija mía —pide Lolo mientras va cargando la cámara del móvil—. Y ábrete un poco las piernas, que se te vean bien las bragas.

Claudia se acuesta sobre el sofá, tal como le pide su padre, echándose hacia el frente y apretando bien sus mamas entre los brazos. Nada más que sus braguitas cubren su desnudez. Son tan ajustadas que se distingue a simple vista el bulto que forma su monte de Venus y el arbusto que lo cubre. En pleno centro de la cándida prenda, una mancha escarlata señala la posición de su sexo, como una equis en un mapa del tesoro.

—Manolo, que se le ve la mancha ahí en medio. Deja que se cambie las bragas, o al menos que se las quite, ¿no? —comenta la madre.

—Qué no, ya va bien así. Así el chico se acordará del favor que le ha hecho.

El padre le da un escrutinio final a la escena. No está del todo convencido, y lo demuestra negando con el rostro.

—Vamos a ver, hija mía, que no se te ve convencida; con una mano te agarras una teta, y con la otra le mandas un besito y le pones cara de zorrilla, como tú sabes.

—Joder papá… —vuelve a rechistar la muchacha.

—¡Haz lo que te digo, joder! Ya verás como me lo agradecerás.

La chica acata, forzando una ensayada cara de putita en celo que suele reservar para las grandes ocasiones. Busca la mirada cómplice de su madre, y lo que encuentra es un rotundo gesto de aprobación.

Su hermano menor contempla el momento con toda naturalidad, disimulando el hormigueo que le va subiendo desde sus testículos hasta la punta de su verga. Paulita, para ver mejor el momento, se ha puesto al lado de su padre e intenta ver el resultado por la pantalla del móvil.

Finalmente el señor Vulpeja aprieta un botón e inmediatamente esa imagen se descompone en un billón de unos y ceros, que, a la velocidad de la luz, huyen por los aires en busca del afortunado destinatario.

En algún lugar de Perchavieja, a un joven le vibra el móvil en el fondo de su bolsillo. Los ojos se le abren de sorpresa al constatar el origen del mensaje. Visualiza el contenido impaciente. Acto seguido y sin perder un segundo se encierra en su habitación sin dar explicaciones a sus progenitores. Teléfono en mano, se propina una, dos y tres pajas, hasta que sucumbe sin remedio al sueño más dulce y profundo de su vida.