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Las Intocables (4: La sobrina)

en Grandes Series

LAS INTOCABLES

(Parte 4)

La Sobrina

Por César du Saint-Simon

I

En éste mundo hay varios millones de mujeres con las que un hombre puede fornicar placenteramente sin problemas de ninguna especie y hay apenas solo un puñado de ellas las cuales he dado en llamar "Las Intocables", ya que un polvo, aunque sea solo un sencillo y rápido polvito con una de ellas, tendrá consecuencias que cambiarán nuestras vidas para siempre y, con la certeza de un disparo al suelo, nos va a ir muy mal. Pero... la carne es débil.

II

La sobrina, apenas unos años menor que nosotros, que está buenísima y es una zorra devoradora de hombres; que nos pregunta con lasciva ingenuidad sí "se me nota alguna barriguita con éste uniforme", palmeándose impúdicamente el bajo vientre; que se nos sienta en las piernas y acaricia con ternura de puta a su "querido tiíto", envolviéndonos con sus sensuales brazos, besándonos la frente y que, poniendo sus firmes tetas en nuestro rostro, juega al "caballito" galopando con su trasero sobre nuestra inquieta verga. La que una vez nos pidió que la llevásemos hasta la casa de una amiga y durante el trayecto se tragó nuestra méntula y nuestro semen, para luego presentarnos a la tal compinche y terminar siendo violado por ambas, esa clase de sobrina solo está en la fructífera mente de un escritor de relatos eróticos.

Mi sobrina sólo sabe estudiar y quiere meterse a monja. Siempre que me saluda, me pide la bendición con voz dulce y melodiosa, juntando las palmas de las manos y haciendo una respetuosa genuflexión. Con su inteligencia superior a veces parece boba, cuando en verdad está en un estado de sacra introspección. Cuando la llevo al Club, se pone un traje de baño enterizo negro y digamos que tiene un cuerpo... bonito, sin voluptuosidades, sin gorduras ni magruras, con la delicada feminidad de suaves curvas y de largos cabellos y extremidades que, con finos gestos y sensuales movimientos, la hacen atractiva por encima del promedio de las jóvenes de su edad. Le he hecho el favor de escoltarla o bien al colegio, o bien a la iglesia y a ninguna otra parte más ella va. Sus conversaciones conmigo son profundas y trascendentales acerca de, entre otras cosas, experiencias místicas, vida en armonía o angiología. Una vez dialogamos acerca de la masturbación, del amor de pareja y de la sexualidad en general, que sirvió para aclararle las dudas que se le habían formado acerca de los tocamientos íntimos, de los besos y caricias con el sexo opuesto y de la iniciación con el primer coito, desmitificándole todo aquello del dolor en la penetración, de la falsedad de los profusos sangramientos que de esto se deriva y de la vergüenza y el pecado de las prácticas amatorias que, con sórdidos y tenebrosos comentarios, las monjas de su colegio le reputan a estas experiencias humanas; le hice ver, en una forma bastante didáctica, que sí el sexo fuese malo y ofendiese a Dios, Él no nos lo hubiese dado de la forma tan placentera y gratificante que éste es, enseñándole que lo único contra-natura que hay en la vida sexual de los humanos es la abstinencia voluntaria para usarla como símbolo de virtud y pureza, puesto que la castidad, la santidad y la sexualidad no están reñidas.

 

III

Durante el invierno, una compañera de su curso quedo preñada y fue echada del colegio en la primavera de una forma ignominiosa y degradante en cuanto Sor Rita notó el bulto de su vientre. El suceso le removió hasta sus más íntimas convicciones e inauguró en ella una nueva etapa de su vida, ya que en mi sobrina afloró la pasta de líder transformadora de realidades y con un sublime acto de solidaridad, se rehusó a entrar a clases hasta que la injusticia fuese reparada, secundándola otras muchas condiscípulas más. Todas resultaron expulsadas por Sor Raimunda, la severa Directora quien, en el histórico comunicado que anunciaba la medida, afirmó que: "La impureza de quedar fecundada por un hombre ya está resuelta por la ciencia, quedando toda mujer liberada de tener que bajar a las impudicias de la copulación para procrear y poder controlar así situaciones embarazosas como las que estamos atravesando"(sic)

La lucha continuó en todos los niveles, tanto en batallas filosóficas como legales, desde concentraciones multitudinarias hasta reuniones reservadas, en donde además de denunciar las arbitrariedades y la discriminación, se desató la discusión acerca de los alcances y los límites de la sexualidad de los adolescentes en el mundo moderno.

Para el Viernes de Concilio nuestra familia, aprovechando el asueto de Semana Santa, se dispuso a iniciar una semana larga de vacaciones dirigiéndose hacia las costas orientales de Venezuela, específicamente a la población y las playas de Macuro, lugar donde Cristóbal Colón puso pie por primera vez en el continente americano en el Anno Domini 1494 y desde donde le escribió a la Reina Isabel La Católica informándole que creía haber llegado a "La Tierra de Gracia". Mi sobrina, alegando que no iba ha abandonar por tanto tiempo su pugna con las monjas y los pacatos que las secundaban, decidió quedarse en la arena del conflicto y yo me ofrecí a acompañarla y velar por su bienestar.

En los actos religiosos del Domingo de Ramos todas las expulsadas y muchas seguidoras más, encabezadas por mi sobrina y la preñada, se presentaron a la iglesia vestidas a la usanza del siglo I, portando unas prótesis sobre sus vientres simulando voluminosos embarazos. Esto causó un gran revuelo en medio de los presentes, entre los cuales estaban el Alcalde y el Jefe de Policía, quienes las hicieron desalojar del recinto con la fuerza pública, generando una batalla campal entre las amotinadas y los feligreses que las apoyaban contra los agentes del orden y los feligreses que las rechazaban. Todas las sublevadas fueron arrestadas y los medios de comunicación controlados por el gobierno, quien siempre quiso estar a bien con el clero, deformaron la esencia del conflicto y las sometieron al escarnio público.

El día lunes en la tarde logré la liberación de mi revolucionaria sobrina y de sus adláteres. Entre iracunda y frustrada se fue para su habitación a ordenar sus confusos pensamientos. Como una hora después, considerando que ya ella había pasado suficiente tiempo sola, subí a acompañarla y la encontré acostada y arropada, llorando. Me senté a su lado y la reconforté con unas caricias en su cabellera, diciéndole algunas frases célebres de Simón Bolívar ante la adversidad -"Sí la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca"- Ella se incorporó repentinamente y me abrazó, aferrándose a mi cuello. Olía a jabón perfumado y estaba desnuda. La rodeé con un brazo por la espalda y con la otra mano le consolaba su cabeza, clavada en mi mentón. Levantó su cara, me lanzó una mirada de mujer y me dio un anhelante beso en los labios el cual correspondí inclinándome sobre ella. Debí detenerme allí y reasumir mi postura de tío custodio, pero... la carne es débil. Nuestras bocas se abrieron, las lenguas se encontraron y una excelsa pasión estalló en nuestros pechos que nos turbó la mente e inflamó nuestra sexualidad. "Contigo no tengo miedo de nada... de nada", me susurró en el oído al besar con querencia mi oreja, y volvimos a unir nuestras bocas con desordenado frenesí.

La desarropé suavemente mientras aparecían ante mis ojos los encantos y perfecciones de su figura. Ella era la supremacía de la belleza: todo el orden universal concentrado en tan poco espacio de cuerpo y de espíritu, que con tanta dulzura y armonía, me aguijoneo hasta lo más vivo y me resultaba imposible resistirme. Sus pechos se mostraban totalmente diferentes a los aplastados por la Lycra del bañador: cónicos y enhiestos, coronados por unas concéntricas y rosadas areolas que, encrespadas por la excitación, con las puntas erguidas hacia mi rostro, me invitaban a examinarlas con todos mis sentidos. Su ombligo, marcando el comienzo de su más sensible zona erógena, estaba muy cerca de las curvas de su estrecha cintura. El vientre, grácil, cálido y lujuriante, parecía tener personalidad en sí mismo, incitando a aventurarse por todo él con un recorrido exasperadamente lento y apasionante. Su Monte de Venus, una perfecta obra de la naturaleza, estaba poblado por una novel e indisciplinada pelambre púbica nunca antes depilada, pero tersa y delicada que descendía suavemente hacia el valle inexplorado de sus entrepiernas, formando la "V" del enajenamiento, en cuyo vórtice se acunaba la perla nunca antes accedida por hombre alguno y, más abajo, rosado y húmedo, palpitaba el virginal e indemne introito vaginal.

Sus manos se apoyaban en mi pecho y, mordiéndose los labios, con los ojos cerrados, respiraba aceleradamente mientras yo con las mías la recorría en todo su esplendor. Gimió de gozo y se estremeció con el primer beso en sus pezones y, cuando mi mano subía por su muslo, acariciándola con firmeza, ella levantó las caderas y las giró hacia mí para facilitar la caricia de sus nalgas las cuales, esculpidas ellas por los Dioses del Olimpo, palmeé su firmeza erótica.

Acostados de lado, uno frente al otro, nos abrazamos con agitada ternura, con el arrebato que precedía al delirio, respirándonos las bocas, mirándonos con las manos y hablándonos con las hormonas.

Mi glande tocó la entrada de su cálida virginidad y ella dio un respingo saludando el contacto, sacudió levemente el vientre e inhaló profundo, abrió la boca y, con la mirada perdida, ladeó su rostro y aflojó sus brazos y sus piernas, abandonándose toda ella a su inminente destino.

La penetración fue lenta y fervorosa, firme y apasionada, y su tierno himen cedió a mi primer empuje, siendo la irremediable desfloración el inicio de una amorosa unión de cuerpos y de almas que, con ese acto sexual, cerraba el círculo de las existencias complementarias y marcaba el comienzo de unas vidas gemelas hasta el fin de los tiempos.

En la mañana del martes, antes que mi sobrina despertase, salí a comprar preservativos y muchas otras vituallas en cantidad suficiente como para no tener que salir más por un mes. Estaban en la farmacia a Sor Rita y Sor Raimunda y entonces hice el pedido de los condones a viva voz, solo por joder. Al regresar la encontré preparando un "Desayuno Criollo" típico venezolano. Estaba radiante de alegría y en cuanto me vio se lanzó a abrazarme envolviéndome con brazos y piernas y, con un "ya te extrañaba muchísimo", me besó desenfrenadamente y empezó a sollozar. Entre quejumbrosas caricias y fogosos besos, refrendamos nuestra unión y nos ratificamos el uno al otro que nunca más nos separaríamos. Ya nunca más tuvo que volver a pedirme la bendición.

Durante toda una semana de intensivas y complacientes prácticas amatorias, se incrementaba cada vez más el deseo de permanecer fusionados por nuestros genitales, con amorosos abrazos, tiernos besos e inseparables miradas, ciegas de lo enamoradas. En el transcurso de esos días desarrollaríamos nuestras habilidades para complacernos mutuamente hasta el pináculo del delirio orgásmico.

Aprendió casi de inmediato a ponerme el condón. Dormía encima de mí y, en cuanto sentía algún atisbo de erección en mi palo, ella se incorporaba y se estacaba febrilmente. Contorsionando sus caderas sobre mi pelvis, desempacaba la protección de látex, se desencajaba brevemente mi verga y, con asombrosa pericia, lo enfundaba correctamente para luego dejarse caer y volver a clavarse hasta lo más profundo de sus meollos. Luego buscaba mi mano y la llevaba hasta el clítoris para su masajeo. Un orgasmo y otro le venían, y no se detenía hasta que mi fustigado pene quedaba en un estado de flaccidez comatosa tal que se le escapaba de la vagina. Se tumbaba sobre mi pecho y se retorcía. Suspirando y estremeciéndose toda, se relajaba, se reía, me besaba y me lamía. Al rato se incorporaba con destreza felina y giraba para ponerme su cuca en la cara. Mientras yo le hacia un cunnilingulis, mi compañera me quitaba lo que quedaba de condón y se dedicaba a estimularme con su boca, con sus manos y con frases tan eróticas que sobreexcitarían a una estatua de frío mármol. Le fascinaba jugar con mi pene, en cualquier estado de dureza que este estuviese. También jugamos a las escondidas – "si me encuentras me coges donde esté" me propuso– y ella se metía en los lugares más picarescos: en el invernadero, entre la colección de orquídeas de su padre; en la despensa, bajo los chorizos ahumados y el jamón Serrano; en el estacionamiento, sobre el asiento trasero del Rolls Roys.

En cada lugar había una nueva experiencia. Entre las orquídeas la encontré en posición fetal "asustada porqué estaba perdida en la selva y tu me rescataste", entonces se puso en cuatro patas y me dijo: "aquí está tu premio, toma todo lo que quieras". En la despensa estaba metiéndose una larga y gruesa butifarra, desesperada porque yo no la encontraba pronto. En el vehículo, le agarré los tobillos y se los llevé casi a su rostro, le di tantos y tan fuertes vergajazos que empezó a pedirme perdón, que no se me volvería a esconder, que no parase de cogerla, que ahora la partiese en dos, y de su vagina salía, como efecto del bombeo, un limo rosado con olor a hembra que nos embadurnó y quedó esparcido por todo el asiento de cuero blanco, el cual tuvimos luego que limpiar con mucha atención por todos los resquicios.

El Viernes Santo guardamos ayuno y abstinencia como sacrificio de alabanza en atención a aquel que hizo el más grande hombre de la humanidad por Nosotros. Verdaderamente hicimos una gran ofrenda. No podíamos concentrarnos en la oración y la meditación. Nos retorcíamos de deseo el uno por el otro. Procurábamos no acercarnos mucho, menos mirarnos. Pasamos la noche en nuestras respectivas habitaciones, inquietos y expectantes, entre vigilia y sopor, aplacando nuestra libido con penitencias de inmolación.

El Sábado de Gloria, despuntando el alba, hicimos lo que en Venezuela se conoce como "romper la olla". Se interrumpe el ayuno y la abstinencia hasta el próximo año ¡y de que manera!

Fui a buscarla a su dormitorio y no la encontré esperándome como le había instruido: acostada boca abajo, con dos almohadones bajo su vientre, las piernas abiertas de par en par y las manos, con las uñas clavadas, separando las nalgas hasta el límite del desgarramiento. Estaba jugando otra vez a las escondidas. La busqué bien por todos los ambientes de su suite. No debía estar lejos ya que su jacuzzi estaba preparado, espumoso y humeante, y todo el suelo cubierto de pétalos de flores. En efervescencia, yo me daba lentos pajasos mientras, mirando alrededor del salón de baño, pensaba donde más buscarla. Repentinamente emergió del fondo de la bañera, toda cubierta de espuma, riéndose y exclamando: "!A romper la olla... A romper la olla!", mientras movía su pelvis hacia atrás y hacia adelante con lascivia picaresca, acercándose con desafiante lujuria a mi enhiesto leño y, con el sobresalto que su jueguito me produjo, el animal que todo hombre lleva por dentro afloró salvajemente. Salté dentro del tanque y me abalancé sobre ella. Nos aferramos uno al otro con desesperación. Me arrodillé con ella rodeando mi cintura con sus piernas y la ensartada fue inmediata y la eyaculación también. Pero el hambre atrasada y las ganas que nos teníamos eran tantas que continué la zurribanda, con mi virilidad al máximo, causando un tsunami sicalíptico que arrasó el decorado, tumbó velas y mojó todo lo mojable. Gemía de gozo y se retorcía de deleite. Pataleaba y me aruñaba la espalda cuando el julepe era bajo el agua y la espuma. Respiraba ansiosa y se batía febrilmente cuando la sacaba a flote. Revolví con firmeza su esfínter anal. Aulló de placer, soltó una risita y meneó con vigor el culo en círculos de complacencia mientras le metía más a fondo los dedos por la ruta fecal. El rítmico chapoteo nos causó hilaridad e incrementó aún más el hedonismo del momento y el erotismo de los movimientos, hasta que cuando quiso decirme algo solo balbuceaba, cuando quiso moverse más duro solo vibraba, cuando quiso apretarme más fuerte solo temblaba. Se encorvó sobre mí. Ronroneó llegando al clímax. Un lamento gutural y el resople de yegua desbocada marcaron la llegada de El Orgasmo. Le seguí vapuleando la vagina y cuando ya estaba a punto de inseminarla nuevamente, me dijo que quería jugar "Al Buzo". Aturdido por el paroxismo solo entendí su idea cuando se desencajó de mi méntula, llenó sus pulmones de aire y se dispuso a mamarmela debajo del agua donde se hallaba sumergida.

La olla estaba irreparablemente rota y nuestras vidas también.

 

IV

Según lo planeado, llegó toda la familia ya anocheciendo el día Domingo de Resurrección, bronceada y alegre, con muchas anécdotas documentadas, que fueron narradas por cada cual mientras devoraban todo lo comestible de la nevera y la despensa. Mi sobrina y yo escuchábamos por los codos, nuestra mente estaba en el deseo carnal y en desasosiego por tener que pasar esa noche separados. Queríamos tocarnos, mimarnos, excitarnos y sudar nuestros cuerpos uno contra el otro en arrebatada fornicación.

Una mañana, cuando la llevaba de nuevo a su colegio, luego de haber ganado la pelea por el derecho de toda preñada soltera a estudiar en un colegio de monjas, no se sintió bien y vomitó. Pensamos que eran los nervios pero, como estaba muy pálida y mareada, la llevé de una vez al médico de la familia. Luego de los exámenes que se le hicieron, el diagnostico fue que tenía la hemoglobina baja y estaba en estado de gravidez. Mi hermana, su madre, lo supo enseguida con una llamada del facultativo y mi cuñado llegó rugiendo, con el revolver en el cinto, al consultorio de nuestro médico, queriendo saber el nombre del "Espíritu Santo" que la preñó. Ella no dijo nada. Cuando me reprocharon por descuidar a mi sobrina y permitir el descarrío de ésta, ella me defendió con la vehemencia del líder que había en su interior.

Resistió con estoicismo todas las amenazas, los castigos y las ofensas. Pero no la encerraron, ella se enclaustró. Ayunaba y tejía. Cuando parió, (jamás sabremos el sexo, la apariencia o las medidas del bebé) mi influyente cuñado la entregó a un anónimo orfanato de un lejano país. Mi sobrina quiso meterse a monja como era su plan original, pero ninguna congregación la aceptó debido a su corto, escandaloso e "inmoral" pasado, y también por temor al largo brazo de su padre. Entonces decidió entregarse en cuerpo y alma al Señor y, haciendo votos de castidad y silencio, solo teje y teje. Y nunca más dijo nada. Yo me entregué en cuerpo y alma a cuidar de la castidad y del silencio de mi sobrina. Y nunca más dije nada, solo escribo y escribo.

 

FIN