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La Piscina

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LA PISCINA

El nuevo director del sanatorio de tuberculosos era un hombre estricto y estaba dispuesto a poner orden al caos que había quedado después de tantos años de desidia, corrupción, incapacidad e indolencia.

Estaba pasando revista a todas las instalaciones que recién tenía a su mando y responsabilidad y dando las órdenes respectivas:

Recojan toda esa basura de allí... Reparen este poste... Pinten esta habitación... Fumiguen esta área.

Todos los empleados y los enfermos estaban entusiasmados con aquel nuevo jefe, y acudían inmediatamente a cumplir las ordenes...

¡Ahora La Piscina! ¡La quiero ver limpia mañana!

Pero La Piscina era otra cosa... Durante tantos años de abandono, desidia, apatía, dejadez, incuria, lasitud, galbana y molicie, los enfermos habían convertido el sitio en el foso para descargar sus escupideras luego de haberlas llenado con las expectoraciones, esputos y gargajos víricos, fétidos y purulentos, lanzados desde el fondo de aquellos putrefactos, ulcerados y sépticos pulmones.

Nadie sabia que hacer. Alguna vez habían pintado, alguna vez habían recogido basura, pero ¡nunca habían limpiado La Piscina!.

Todos pensaban que La Piscina era así y que nunca había sido de otra manera.

¡La Piscina tiene que quedar limpia, nadie come hasta que no la limpien!. ¡Y al que lo haga le voy a regalar un refresco de dos litros con todo y pitillo!!!. Sentenció el nuevo gerente.

Los enfermos se paladearon ante aquella oferta ya que les sobrevino un ataque de tos a todos, al recordar como les ardían los desahuciados pulmones, pero nadie se acercaba ahora a La Piscina por temor a ceder ante aquella tonificante proposición.

Durante el día, en La Piscina relucían los colores de lo mórbido y lo nauseabundo: El verde azulado de las flemas flotando junto aquel Rosado, resultado de la mezcla de sangre con baba, y el marrón oscuro de los trozos de pulmón muerto y quizá alguna amígdala, que aceleraban su putrefacción bajo aquél generoso sol.

Cuando en la alimentación incluían Papaya o jugo de Maracuyá entonces el amarillo se apelotonaba con el Rosado espumoso y sanguinolento para crear aquel esponjoso mosaico de fermentación inmunda y purulenta que navegaba por toda la superficie impulsado por la cálida brisa marina, que también llevaba y esparcía, lentamente, el mal olor fétido y pestilente de lo muerto en vida que todo lo impregnaba.

Una mañana apareció limpia La Piscina. Parecía que le hubiesen extraído toda la pus, el bofe, la sangre y el gargajo con algún equipo especial, pero nadie había escuchado nada ni de máquinas, ni de gente trabajando.

Surgió el misterio de La Piscina Limpia.

El director balanceaba el refresco de dos litros en una mano y el pitillo en la otra y lo ofrecía al que ayudase a develar el misterio. Entonces apareció desde el fondo del estacionamiento el chofer del director:

Jefe: entrégueme mi refresco, que me lo gane bien ganado. Dijo el chofer con cara de atarantado y asqueado.

El jefe, sin más le extendió el refresco de dos litros, y el chofer procedió a tragarlo con sobrehumana rapidez, mientras todos a su alrededor celebraban y aplaudían. Un instante después, luego de un indecente eructo, dijo:

Es que anoche cuando ya me iba, me dieron ganas de escupir mientras pasaba cerca de La Piscina, y al lanzar hacia allá, me quedó un hilito de saliva chorreando, y yo... bueno, yo chupé la hebrita con tanta fuerza que se me vino esa porquería y sin quererlo me lo tragué todo... y hasta ahora he estado vomitando en la playa tanta mucosidad que todas las piedras están pegostosas y resbaladizas y a la arena le se puso una capa verde babosa.

¡¡Vomite en La Piscina, por favor!!