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Una mujer muy civilizada

en Hetero: General

UNA MUJER MUY CIVILIZADA

Por César du Saint-Simon

I

Un mal día me quedé sin cubitos de hielo en mi nevera mientras estaba a la mitad de un importante juego de fútbol entre el Barcelona y el Real Madrid y eso fue lo más lejos que yo alguna vez he estado de la civilización.

Luego del polvo dominguero mi esposa me anunció con los ojos desorbitados mientras se vestía apresuradamente, que ya no aguantaba más tanta "civilidad", ni tanto sexo "misionero", ni soportaba más vivir en una gran ciudad entre tanta gente junta, y que me dejaba para volver a trabajar en su profesión de arqueóloga y embriagarse con "aire puro" y, saliendo disparada por la puerta de nuestra casa "como alma que lleva el diablo", se fue en una expedición de dos años a alguna parte de La Patagonia para desenterrar el fósil de alguna especie de mandril que, aparentemente, sería el eslabón perdido con nuestros antepasados. Entonces yo le introduje lo último que podía introducirle: una demanda de divorcio por abandono del hogar y por "salvajismo de la pareja".

¡Claro que es una salvaje! Le dije al Juez y le argumenté: ..." A la hora del sexo ella quería unas veces ponerse encima de mí y estacarse, y otras veces se ponía ‘en cuatro patas’ para que yo se lo hiciese como ‘un perrito’, pero yo jamás le permitía tales desórdenes. Además, siempre me reclamaba y me insultaba porque yo no quería tener sexo oral. ¡Que asco! Señor Juez, ¿Acaso usted permite que su mujer se meta su pene en la boca? ¡La boca con que después les da besos a sus hijos! ó usted, que con su boca imparte justicia y restablece el orden moral de la sociedad... ¿La metería en el coño de su mujer?... ¡Y si quiere le cuento de la vez que quería obligarme a penetrarla por el ano!". Y en aquel momento el Magistrado me mandó a callar ya que era "más que suficiente el testimonio" y, dándome la razón, firmó inmediatamente la sentencia de divorcio.

II

Antes del año me volví a casar, pero ahora con Dulce, una linda dama que aún no entraba en los treinta, la cual conocí en las carreras de galgos. ¡Que dulzura de mujer!. Resultó ser muy hogareña, buena en la cocina y en la cama. Su mayor preocupación era que todo estuviese completamente de mi agrado y entonces ella mantenía todo invariablemente limpio y ordenado al punto tal que mi siempre fiel Ama de Llaves estaba desocupada y me pidió las vacaciones por los veinte años continuos que llevaba con nosotros los Saint-Simon y se fue a cumplir, junto con su esposo de colosal verga, su alocado sueño de recorrer la Transcanadá en casa-rodante desde Saint John’s en Terranova hasta Vancouver en el Pacífico para, según me decía, "viajar más allá de la frontera y conocer nuevos mundos" ¡nojoda! ¡ni que fuera el señor Spoke!.

Dulce tenía un cuerpo gimnástico esculpido y bronceado por la vida al aire libre que había llevado junto a su anterior esposo, quien era un patán que, de forma fanática, se la pasaba practicando cuanto deporte náutico inventaban los ricos descocados para tratar de ahogarse o romperse el espinazo. Ella no le aguantó más aquella trayectoria llena de arena que llevaban: comiendo pescado frito y otros frutos del mar con las manos, cagando dentro del mar, durmiendo bajo las estrellas para tener que soportar la suave brisa marina que acaricia las costas venezolanas, haciendo sexo desenfrenado dentro de calurosas tiendas de campaña o bajo los cocoteros de las cálidas playas de éste país, todo por el puro gusto de competir sobre las olas con otros locos como él.

Me contaba que siempre entre ellos había arena por todas partes y, al momento del coito, también había arena en la verga de él, con lo cual el instrumento de su marido se tornaba abrasivo hasta tal grado que ella desarrolló una especie de rugosidad en sus partes íntimas que afectaba su sensibilidad erógena. En la práctica del sexo oral también estaba presente la arena ya que constantemente la había en el prepucio, en el vello púbico y en los largos mostachos que él ostentaba. Aquel matrimonio llegó a su fin la vez que el patán se aplicó vaselina en su miembro viril para luego ir a penetrarla por el ano. Aquello fue el colmo, no por la penetración anal, sino porque deliberadamente mezcló arena con el lubricante y ella sintió como si le hubiesen metido un grueso rollo de papel de lija por el culo.

Así que mi nueva y flamante esposa venía del horror de la barbarie y se aferró a mí al conocer de mi aversión por la vida "en contacto con la naturaleza" y de mi refinado buen gusto por las metrópolis. Pero lo que en realidad nos convenció de que éramos el uno para el otro es que nuestros buenos hábitos civilizatorios convergían y se complementaban en nuestras intimidades sexuales.

Cuando dije "buena en la cama" es exactamente eso: sexo perfecto desde la primera vez, completamente de mi agrado. Nos teníamos fijadas las relaciones sexuales para los lunes, miércoles y viernes por las noches, y los sábados y los domingos en la mañana, más bien en la madrugada.

En el apareamiento de la semana ella primero disponía un centro de cama protector y se acostaba sobre él con las piernas muy abiertas. Yo me le encaramaba con mi pene prelubricado con una crema caliente y al penetrarla ella cerraba los ojos, cruzaba los brazos hacia atrás y ponía las manos debajo de su cabeza y no se movía ni un poquito mientras yo la fornicaba con la pasión de la abstinencia y con la furia de un toro enardecido. Después que me descargaba dentro de su vagina yo me quitaba de encima para que se levantase con cuidado de no ensuciar las sábanas de satén y, al tiempo que recogía el centro protector, se iba para la sala de baño a asearse con un profuso y meticuloso lavatorio.

Al regresar a nuestro tálamo nupcial traía con ella varias toallitas húmedas descartables y limpiaba mis partes venéreas con elegancia y sutileza, mirando alternadamente a mi cara y a sus manualidades en mi verga, esbozando una grácil sonrisa de Mona Lisa y permitiéndose hacer unos breves bamboleos con sus tetas y unos cadenciosos meneos de caderas.

Finalizadas las abluciones, vestíamos nuestros pijamas de seda y apagábamos todas las luces de la habitación, quedando sólo la de su mesita de noche encendida iluminando un cuadro de la Virgen de La Coromoto, patrona de Venezuela y otro del Dr. José Gregorio Hernández, el Siervo de Dios que concede muchos favores y ante los cuales se sentaba al borde de la cama y hacía sus oraciones.

 

Se metía en la cama, me daba un besito de buenas noches en la mejilla y las "gracias por todo", se volteaba dándome la espalda y, arropándose, me pedía la bendición y, al yo dársela, entonces apagaba la luz y ahí se quedaba hasta el día siguiente: se dormía inmediatamente y no roncaba, no cambiaba de posición, no pateaba, no hablaba dormida, no tenía pesadillas, no se enroscaba en mí. Yo creo que ni respiraba, y ni hablar de las inconcebibles flatulencias ya que Dulce parecía tener un cuerpo glorioso. ¡Que maravilla de mujer! ¿Cuántos hombres duermen con una mujer que no los molesta para nada? ¿Cuántas mujeres son instintivamente tan civilizadas?

Ya para el sábado estábamos más dispuestos a solazarnos en nuestra sexualidad. Como dije, nos despertábamos en la madrugada cuando el despertador sonaba a las cuatro, faltando aún una hora para nuestra hora habitual de levantarnos.

Dulce salía de la cama, encendía las luces y pasaba a la sala de baño para lavarse la cara y cepillarse los dientes, de donde salía, ya desvestida, abrazada a un centro de cama protector con una pícara e insinuante mirada-sonrisita en su rostro y, dando una breve carrerita hacia su lado de la cama, se quedaba allí parada hasta que yo me levantaba y reprogramaba el reloj para las cuatro cuarenta y cinco. Entonces era mi turno de pasar a la sala de baño en donde también me aseaba y me procuraba una conveniente erección dándome unos leves manotazos para así aplicarme la crema lubricante.

Al yo entrar en la habitación, Dulce ya estaba acomodada en la posición de los sábados: acostada boca arriba con una almohada cubierta por el centro de cama bajo sus caderas que elevaba su pelvis de forma tal que, al abrir las piernas para recibirme, yo podía observar en detalle sus rosados contornos íntimos y la turgencia de los pliegues y los meollos.

Mientras me embutía entre sus piernas, ella hacía círculos con el trasero y juntaba las tetas empujándolas hacia arriba. Yo le daba unas palmadas en los muslos y me respondía levantando un poco más las caderas al lanzar las piernas más para atrás. Puesto que unas pocas horas antes habíamos copulado, yo no estaba tan enardecido y la penetración se consumaba lenta y delicadamente mientras mi mujer pronunciaba unos casi imperceptibles "así..., así", al tiempo que se exprimía los pezones y mordisqueaba los labios con los ojos cerrados.

Acostado sobre ella, agarrada por los hombros, atrayéndola hacia mí y con toda mi virilidad estacándola, yo iniciaba un folleo constante, placentero y civilizado. Pero en cuanto sentía que me estaba excitando mucho y que me acercaba al clímax paraba de darle fuelle y le desencaja lentamente toda mi méntula hasta dejar apenas el glande rozando en su introito. Con un susurrante quejido mi mujer abría los ojos y se lamentaba de mi retirada, a lo cual yo le respondía con todo mi empuje y la re-estacaba con un solo envión que servía para que, además de reiniciar los placeres del coito, me soltase una confesión mientras se retorcía con la delicia del empalamiento: "Me gusta, eres mi papi...", me decía con ternura y devoción.

Así le hacía un par de veces más hasta que el despertador volvía a sonar a las cuatro cuarenta y cinco como lo programé y entonces yo me aplicaba a darle sucesivos y vigorosísimos vergajazos que recibían varios ayes como respuesta y ya no habría marcha atrás hasta que mi descarga se verificaba algunos minutos antes de las cinco, inundándole su caverna al punto que la esperma se desbordaba y parte de ésta iba a caer al protector.

Nos quedábamos allí, en la misma posición, desfallecidos hasta que recobrábamos el aliento. Entonces, mientras yo me fumaba un cigarrillo, ella lo aseaba todo. Luego yo me iba para el área del gimnasio y empezaba a hacer calentamiento hasta que ella llegaba con mi café y con una bebida energizante. ¡No hay nada más tonificante para el cuerpo y la mente que compartir ejercicios con la mujer que hasta hace poco estuvo debajo de uno!

Los domingos no usábamos el despertador y el que primero se despertase encendía todas las luces para que el otro se fuese preparando. Normalmente yo era quien siempre estaba alerta primero y para cuando ella abría los ojos y se desperezaba me veía acostado a su lado con mi verga enhiesta ya prelubricada esperando por ella.

Dulce rápidamente se aseaba, colocaba el centro de cama protector, se aplicaba ella también crema lubricante en el pubis y en sus entrepiernas y se acostaba en posición de firme. Es que era el día de guardar según lo prescrito por su religión y a petición de ella siempre teníamos sexo sin penetración. Ésta manera de tener relaciones sexuales también es gratificante sí es que no se trata de una especie de rechazo o castigo para alguno en la pareja y, si ambos asumen que es una variante más del intercambio de pasiones entre los dos, disfrutarán la unión de cuerpos y almas. Y es que es tan efectivo éste tipo de sexo que la pareja se aviene a un cohabito que estimula nuevas experiencias y engrandece la afinidad e identidad entre ambos.

Así pues, me ponía encima de ella con mi palo en posición vertical como un barreno listo a perforar un pozo de petróleo y el cabezal del instrumento se lo colocaba en el vórtice de la "V". Con mi propio peso y el empuje de mis caderas, el taladro iba penetrando lenta y laboriosamente hasta lo profundo del yacimiento mientras se abría paso entre las cálidas carnes de sus acogedores muslos prudentemente apretados y, al paso, friccionándose en su ardiente vulva. Con el rozamiento que ella sentía, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano por no abrir las piernas totalmente y propiciar la penetración pecaminosa y hereje.

En verdad que su tensión pasiva me apasionaba y el que ella estuviese como ausente propiciaba que mi imaginación sicalíptica me transportase a las quimeras de estar fornicando con otras mujeres que en la realidad eran para mi imposibles, intocables o dificultosas de tenerlas, tales como la esposa del ex-presidente de una poderosa nación, la madre de mi mejor amigo o Sor Raimunda quien de no haber optado por la vida religiosa hubiese sido más puta que las gallinas. En esos viajes eróticos de mi mente se me avivaban los pensamientos que se intensificaban hasta parecer reales y llegué a tener debajo de mí a mujeres inverosímiles, desde las más famosas de la Web hasta aquellas que podrían considerarse como tabú, y que a todas les proporcioné una ardiente eyaculación entre las piernas substitutas de mi mujer.

III

Un viernes por la mañana en el año del señor cuando un Tsunami mató a millares de personas recibí unas fotos de mi primera esposa en donde me mostraba cómo había logrado restablecer su "contacto con la naturaleza" y me agradecía por "la mala vida" que yo le había dado ya que ahora podía valorar más el sexo sin las restricciones que yo le imponía. Aunque su pose parecía la de un carnívoro al asecho, seguía estando tan buena como cuando yo la fornicaba y, a pesar de lo poco aseada y salvaje que se veía, seguía teniendo ese no-se-que en no-se-donde que hacía palpitar mi virilidad.

 

Cuando Dulce vio aquellas fotos tan bárbaras entonces se atrevió a mostrarme una que ella tenía guardada de los tiempos cuando vivía en estado primitivo con el patán y se lamentó por "la desgracia" que a mi ex le estaba ocurriendo. Allí se podía ver claramente que la vida de mar, sol y arena que llevaba la tenía realmente estragada y que no era feliz en ese ambiente ya que se le notaba que deseaba escapar de aquel sitio.

 

La visión de aquellas fotos por poco arruina nuestro coito de esa noche ya que yo estaba tan perturbado por aquellas imágenes que se me dificultó grandemente alcanzar una erección aceptablemente grandiosa. Dulce se comportó como toda una auténtica pareja comprensiva y responsable con su marido y abrió las piernas como una rana y me alentaba con frases civilizadas tales como: "Acabemos pronto con lo programado", "Yo también estoy sin ganas pero aquí me tienes", "Mételo hasta donde puedas y ya" y así por el estilo. Por fin pude satisfacerme con mi mujer cuando, al ella ver que nada estaba funcionando, me propuso que lo hiciésemos "sin pecado", y así fue que me puse encima de ella y restregué mi verga entre su vientre y el mío mientras imaginaba que me estaba cogiendo por atrás a la agreste aquella de mi primera esposa en medio de la selva, lo cual me estimuló muchísimo y solté un gran lechazo entre nosotros que ameritó una limpieza especial que incluiría el cambio de sábanas.

A las cuatro de la madrugada sonó el despertador y empezamos a prepararnos para nuestra tanda sabatina. Dulce se aprestó en su posición de los sábados con una precipitación inusual y la respiración algo acelerada puesto que la falta de una profunda penetración la noche anterior la tenía inquieta e inflamada.

Me acosté sobre ella, la agarré por los hombros atrayéndola hacia mí, la estaqué lentamente mientras ella me susurraba un desesperado "más... más", hasta que toda mi virilidad ocupó sus interioridades e inicié, como siempre, un folleo constante, placentero y civilizado. Extrañamente, y a pesar de las tenaces andanadas que le estaba dando, aún yo no sentía las primeras sensaciones eyaculatorias y ella, haciendo un desenfrenado meneo, me pidió que no parase de cogerla y, absolutamente arrebatada, se desató a culearme con frenética entrega.

Al sentir que me venía, como de costumbre, detuve el julepe y empecé a levantar el culo para ir sacándoselo lentamente. Pero ella empezó a gritar que no, que "ahora no" y lanzó sus manos en forma de garra hacia mi trasero halándome hacía dentro de ella. En ese momento, cuando tenía las uñas hundidas en mis nalgas, sorpresivamente se apagaron todas las luces de la habitación mientras ella recibía el vergajazo de su vida. Una falla eléctrica generalizada había dejado a la ciudad sumida en la edad media y hacia allá íbamos nosotros.

Estando completamente a oscuras yo tenía la auténtica sensación de haberla atravesado de sur a norte, desde la cuca hasta la garganta y con un fuerte deseo y resolución de querer partirla en dos mitades, yo la batuqueaba sin compasión pero ella me rogaba que le diese "más duro" como si no le bastase.

Nos llenamos de sudor puesto que el aire acondicionado no estaba funcionando y habíamos perdido la noción del tiempo porque el reloj también estaba apagado y, mientras la mujer se tensaba al máximo y me pedía perdón e imploraba por su vida, más su merecido yo le daba con salvajismo y crueldad.

Intenté nuevamente hacer marcha atrás, pero ésta vez sin tanta parsimonia y con la intención de volver a empujárselo otra vez con enérgica rapidez pero, al entonces sacárselo casi en su totalidad, ella dio un angustiado revuelco procurando ensartarse por sí misma que desconectó completamente nuestros genitales y, al no reencontrarnos en medio de aquella total oscurana, el pánico se apoderó de ambos. Al ella tratar de incorporarse para hallar mi erección, con total enajenamiento, dio un giro con el que quedó boca abajo, y yo, en mi desesperación y urgencia por metérselo otra vez, la agarré como mis manos la encontraron y ¡zasss! hasta el fondo de su cuca fue a dar mi báculo haciendo contacto con su útero y con su Punto Grafenberg o Punto G.

La rugosidad vaginal que ella aún tenía producto del sexo "arenoso" al que había sido sometida por el patán no alcanzó a formarse en aquel lugar tan sensible y Dulce estalló en placer... jadeaba, se batía, se retorcía y me pedía "más así". Sin detenerme a reflexionar que esa posición por atrás no era de nuestro gusto practicarla, me ensañe con ella hasta que se le desencadenaron entonces una serie de convulsiones orgásmicas deliciosas y celestiales al tiempo que el magma de mi torrente espermático inundaba y desbordaba su caverna.

"Ahora sí que soy tuya... toda tuya, mi amor", me dijo cuando pudo hablar y, sin preocuparse por nuestro aseo, nos abrazamos con exquisita dulzura.

Cuando la energía eléctrica regresó apagamos las luces para siempre.

FIN