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Las Intocables (7: La Secretaria)

en Grandes Series

LAS INTOCABLES

(Parte 7)

La Secretaria

Por César du Saint-Simon

I

En éste mundo hay varios millones de mujeres con las que un hombre puede fornicar placenteramente sin problemas de ninguna especie y hay apenas solo un puñado de ellas las cuales he dado en llamar "Las Intocables", ya que un polvo, aunque sea solo un sencillo y rápido polvito con una de ellas, tendrá consecuencias que cambiarán nuestras vidas para siempre y, con la certeza de un disparo al suelo, nos va a ir muy mal. Pero... la carne es débil..

II

Esa secretaria que, además de llevar su trabajo impecablemente al día, es bella e inteligente y sabe acomodarse con sexoergonomía en nuestras piernas; que es poseedora de todos los atributos físicos que suelen resaltar los buenos escritores de relatos eróticos tales como: piernotas bien formadas, trasero juguetón y tetazas suculentas, firmes y sobresalientes; que pone cara de Mona Lisa cuando con mano firme agita nuestro pene; que tiene labios cálidos y carnosos con voz dulce, suplicante y apasionada; que no le importa trabajar cualquier cantidad de horas extra para que el jefe se la goce como y por donde él lo desee; que espera con impaciencia ser llamada a la oficina "para la conferencia" del respectivo felatio de todas las mañanas... Esa secretaria no existe.

Cuando mi padre falleció, en el año del Señor que Juan Pablo II ascendió al trono de San Pedro, yo estaba terminando mi Licenciatura en Administración de Empresas en The Saintsimonian Memorial University. Me incorporé rápida y urgentemente a la Presidencia de la fábrica de gaseosas, la cual, por cierto, compite en Venezuela con las más afamadas marcas transnacionales. Heredé todos los deberes y ocupaciones empresariales de mi padre y heredé, también, a su secretaria.

La conocía, hasta ese momento, solamente por teléfono ya que era ella la encargada de hacerme las transferencias mensuales de dinero para mis gastos y, en lugar de enviarme un telegrama o una correspondencia expresa, tenía la delicadeza de hacer una llamada internacional para anunciarme con profesional simpatía pero con familiaridad y confianza ganadas a lo largo de todos esos años de estar siempre pendiente de no dejarme sin fondos, que la transacción se había completado. Entonces yo arreglaba que le llegase un regalito, un pequeño detalle, alguna cosilla que, como símbolo de agradecimiento, también le sirviese para que se acordase de mí a tiempo para las finanzas del próximo mes, y el cual ella siempre agradecía en su siguiente llamada comentando lo bien que le quedaba, lo mucho que le había gustado o lo útil que le estaba resultando.

Nos conocimos personalmente, pues, en el funeral de mi viejo. Ella se hallaba estoicamente de pie, detrás del asiento de mi madre, flaqueada por mis hermanos Jacques e Yves du Saint-Simon.

Con lo poco que se puede apreciar de una mujer en un sepelio, ella se veía en los -casi todos- treinta, era más bien bajita, sin mucha cintura y de cuello y dedos cortos y rechonchos, los cuales, de seguro, se enredaban en el teclado de la máquina de escribir. Pero también me pareció que tenía un encanto especial que la resaltaba por encima de lo convencional del atuendo de luto que llevaba, del ligero maquillaje que se aplicó y de la franca tristeza que proyectaba.

Cuando nos presentaron me miró directo a los ojos, luego se acercó a mi oído y, con aquel timbre de voz, cálido e íntimo, tan bien conocido por mí, me dijo condicionalmente: "Trabajaré para ti con la misma pasión que lo hice para con tu padre, sí me prometes una cosa... Luego te digo."

III

A pesar del ajetreo de los primeros días, donde el trabajo era doble ya que tenía que informarme y ponerme al tanto de todos los asuntos al tiempo que había una gestión cotidiana que atender, invariablemente ella estaba en una buena disposición para el quehacer que tenía y muchas veces se anticipaba en sus deberes. Era una persona ágil, alegre y dinámica, en realidad no muy brillante pero, aún así, con la inteligencia suficiente para la labor que debía desempeñar.

En su continuo ir y venir a mi oficina, con un rítmico bamboleo de sus sólidas caderas, acompasadas por aquellas nalgas firmes y redondas, cuando ella se me paraba enfrente para comentarme algo acerca de "cómo lo hacía tu padre" refiriéndose a tal o cual asunto en marcha, yo no podía quitarle la vista a sus puntiagudos pechos que, evidentemente, estaban felices sin el brassier y a punto de quedar totalmente libres sí un solo botón de su blusa cedía a la enorme presión del voluptuoso empuje que estos ejercían.

En medio de todo, yo no olvidaba las palabras de mi secretaria durante las exequias de mi progenitor y, de vez en cuando, le preguntaba por la promesa de yo debía hacerle y siempre, poniéndose seria y tensa, me respondía lo mismo: "Luego te digo..."

Tampoco me olvidaba de "nuestras tradiciones" y todos los meses la fascinaba con pequeños obsequios tales como perfumes, cosméticos y adornos para su cuerpo y también, a veces, algún detalle para su casa o para su hijo, todo lo cual, realmente la emocionaba. Y, puesto que ya no estábamos alejados, la invitaba a cenar o la llevaba conmigo, como mi representación femenina, a reuniones sociales y empresariales de los círculos donde se movía mi familia y mi finado padre.

Un día le llevé lo último en tecnología de sostenes para sus llamativas tetas y ella los aceptó con agrado colocándose sagazmente el de color rojo sobre sus pechos por encima de la blusa, puntualizando que las modelaría para mí cuando yo se lo pidiese.

Movido por aquel comentario, al día siguiente le llegué con tres impúdicas pantaletas de un novedoso diseño que estaba saliendo al mercado llamadas "tangas". Una era de una telilla muy delicada y transparente, otra era negra con un corazón rojo finamente bordado en el área púbica, y la tercera, en lugar de un corazón u otro adorno, tenía un bolsillito en donde metí varios caramelos, un par de zarcillos de perlas rosadas y un preservativo.

Estaba extasiada con el regalo, se mordía el labio inferior con profano descaro y, mirándome con atrevida picardía, se metió las manos por debajo de la falda, se quitó la prenda que traía puesta dejándola sobre mi calculadora, y me preguntó con desvergüenza: ¿Cuál de éstas quieres que me ponga para ti? Mientras, desempaquetando el condón, agregaba en forma intrigante: "Una pantaleta sin usar es sólo un trapo". Un "Ay" me asaltó el espíritu y me recorrió el espinazo, removió mis cojones y enardeció mi verga. Entonces señale la pantaleta que acababa de quitarse y la regresé a la cruel realidad: "Lo primero es la promesa".

IV

Cuando en el trópico llueve, Llueve. Y ese día ya era tarde, no dábamos para más y ella estaba preocupada por llegar a su casa y por su pequeño hijo, y el cielo seguía roto. Me ofrecí para llevarla y le solté, con algo de indiscreción, que si eso también lo hacía mi padre. Sonrió y levantó la mirada evocadoramente: "Si. Eso y más...", me contestó con los ojos húmedos.

Vivía en una zona elegante de la ciudad ya que su marido era un alto funcionario de la empresa petrolera estatal. Me invitó a entrar para que le conociese a él y a su hijito de tres años, pero, antes de apearnos, puso una ansiosa mano sobre mi muslo y me precisó: "Ahora prométeme que veas lo que veas disimularás tu sorpresa y luego escucharás mi historia". Le contesté que no ameritaba tanto suspenso para hacer una simple promesa por, fuese lo que fuese, que tuviese en su casa. Me miró directamente a los ojos, igual que aquel día del sepelio, me clavó las uñas en la pierna y añadió: "Prométemelo ya o te renuncio ahora mismo".

El esposo era un sorprendente negro, enorme y atlético, casi de dos metros de altura, sumamente amable, simpático y excelente anfitrión, quien inmediatamente me sirvió un trago y ordenó que dispusiesen un lugar más en la mesa, ya que yo no podía dejar de degustar su famosa especialidad de pierna de cordero marinada en coco. En cuanto el portentoso y cordial marido de mi secretaria se fue a buscar a su hijo para presentármelo y luego comenzar a cenar, la miré, le hice un gesto de insignificancia levantando los hombros y comenté: ¡¿Eso es todo?! Y ella solamente me guiñó un ojo.

El niño de la casa era un vivaracho varoncito de piel muy blanca, pelo rubio, ojos verdes y un lunar en el lado anterior de la mano derecha, entre el meñique y el anular: era el vivo retrato de mi padre. Me quedé sin habla. El cordero me supo a hígado mal cocido y la marinada de coco me olía a hiel. Me emborraché y la curda fue llorona "porque yo quería mucho a mi papá", y acabé como un beodo, cínico y racista cuando, sostenido por mi chofer, le dije a mi anfitrión, ya despidiéndome, que cuidase bien de "ese carajito blanco que pa’ eso están los negros".

El lunes por la mañana, sin resaca alcohólica pero con un enorme malestar moral, llegué a la embotelladora pensando que lo primero que debía hacer era disculparme con mi secretaria por los desafueros frente a su marido y luego pedir una explicación acerca del fenotipo de su hijo que, tan parecido con señas y todo a mi padre, lo volvía a ver cada vez que pestañeaba.

Ella ya estaba dentro de mi despacho, sentada de lado en el centro del acolchado y resistente diván tapizado en cuero azul oscuro. Vestía como si no fuese una secretaria. Con una falda corta y plisada estilo escocés y una blusa de felpa rosada topless, ricos adornos y una pesada pulsera de plata, parecía más bien una mezcla entre puta de alcurnia y mujer de veinte. Estaba dispuesta en forma de zeta, con un brazo extendido sobre el respaldo del sofá y el otro afincado sobre la ingle, con las rodillas juntas y tan dobladas que sus pantorrillas pegaban con su trasero y en donde se le destacaba la cadenita de oro con el amuleto de azabache que se colocó en el tobillo. Emanaba un fino y fresco aroma a perfume campestre que no estaba acorde con su acelerada respiración y, sin mirarme y sin darme los buenos días, le dio un palmadita al puesto libre frente a ella y con una voz trémula me ordenó sentarme a su lado.

Empezó diciéndome, para tratar de relajarse, que ni su marido ni ella misma estaban disgustados en lo absoluto por los comentarios bastante asquerosos que hice respecto de la cena, ni por las frases lascivas que le dije a la sirvienta, ni por haberme vomitado en la fuente ornamental del jardín. Pero que a su esposo le pareció muy extraño la etílica lloradera que yo tenía, rememorando a mi padre, mientras sostenía un retrato de su hijo.

Y yo me moría de los nervios porque se te fuese la lengua y dijeses algo acerca del lunar, comentó con los ojos muy abiertos y su manita rechoncha en el esternón.

Luego, ya más aliviada, respiró hondo y continuó contándome que fue con esa misma vestimenta que traía puesta que conoció a mi padre, el día que "entré a ésta fábrica como ejecutiva de ventas de una agencia publicitaria y salí como su secretaria, bien cogida y preñada..." y agregó con desahogo mientras se subía lentamente la saya para mostrarme toda su grupa hasta la tela blanca de la braga: "...incluso llevaba éste mismo perfume y éstas mismas pantaletas..." y, de seguido, se puso las manos por debajo de sus senos, los empujó hacia arriba con lubricidad, y completó: "... y ya nunca más él quiso que yo usase nada aquí, pero volveré a hacerlo sí tu me lo pides".

Sí a las mujeres las preñasen por las tetas, yo tendría como cien hermanos tuyos... ¡Tanto que le gustaba a tu padre ponerme toda su leche por aquí! Exclamó con alegría y, haciendo un diestro movimiento con sus manos para descubrir sus pechos, me mostró la espléndida área de aterrizaje de la esperma paterna.

Enseguida me preguntó con tono meloso: "Te gustan mis teticas, ¿verdad?" Y, juntándolas más, adelantó su torso con un libertino desenfreno y me rogó: "Dale unos besitos a las niñas... anda, ¡no seas malo!... mira como te desean". Y, en efecto, los turgentes pezones estaban erectos y mi palo también.

Indignado con mi padre y con la ramera esa, me levanté iracundo de mi asiento ya que en ese momento iba a echarla de mi oficina y de la empresa. Entonces ella, al mismo tiempo, bajó sus piernas del sofá y, abriéndolas pornográficamente, se adelantó acomodándose frente a mi, ofrendándome sus tetas con una anhelante mirada desde allá abajo y expresando con excelente dramatismo erótico que "éstas, con las que él tanto se deleitó, fue lo último que vio tu padre". Iba a llamar a seguridad para pedir apoyo, pero... la carne es débil.

Inhaló aire ruidosamente entre sus dientes cuando observó mi virilidad apuntándole, desde muy cerca, directamente a la cara. Sus ojos brillaban con tórrida lujuria y, mientras me pedía con pasión que la abofetease con mi verga, me di tres violentos pajasos y un chorro de savia se estrelló en sus labios, el cual ella lo rescató con su ágil lengua de una caída hasta su saya. Otro taco le golpeó en el pecho, escurriéndose entre sus tiesos montículos y otro más le golpeó, con la fuerza del primer impacto, en la mano con la cual se esparcía mis jugos por la cara.

V

Mi secretaria reanudaba ahora la vida de sexo crónico que había llevado desde que llegó a la empresa. Durante la noche el marido le follaba prolongadamente cuatro y cinco veces, además de otras prácticas sicalípticas. En la mañana, temprano y con pocos preliminares, me ponía las tetas en la cara y me exprimía hasta la última gota de semen con su musculosa vagina. A media mañana entraba en mi oficina pidiéndome "su desayuno" consistente en una felación profunda previa fricción de mi verga entre sus pechos. A la hora del almuerzo se apostaba "en cuatro patas" sobre el sofá, incitándome con frases encendidas e insolentes a una penetración anal salvaje. El final de la tarde, y hasta mucho después de haberse ido el último empleado, era de regodeo continuo y multiorgásmico, desde la civilizada cópula en posición de misionero con breves intervalos de vinos y caricias, hasta exóticos apareamientos nunca antes reseñados en la tradición erótica.

Nuestros ímpetus carnales y nuestra particular manera de explayarnos cotidianamente en los placeres libertinos, se trastocaron un día a la hora del coito anal cuando ella se sintió mareada y la atacó una somnolencia que le apagó la libido y no le permitía concentrarse ni en su trabajo ni en mí. La mandé para su casa con mi chofer y estuvo de reposo laboral y sexual el resto de la semana.

Al reintegrarse a sus labores cayó sobre mí como una fiera hambrienta para cabalgarme con inusual ensañamiento y, entre sus jadeos y resoplidos orgásmicos, me anunció, justo cuando una potente eyaculación de lunes por la mañana le inundaba su vagina, que estaba preñada. Mis espasmos se duplicaron, pero mi virilidad se mantuvo firme y, sobrexcitado por la idea de fornicar con una mujer embarazada, seguí dándole julepe hasta casi el mediodía cuando me rogó que le dejase "algo" a su marido.

Para culear continuadamente estando encinta es necesario tener varias condiciones a la vez: una poderosa musculatura dorsal, conocer todos los principios de la equitación, no creer en cuentos de parto prematuro, enormes reservas de energía, y un marido y un jefe que no se acongojen con las deformidades del cuerpo de una embarazada. Pero mi secretaria, además de todo aquello, tenía ahora la libido anormalmente abundante y, con desenfrenada incontinencia erótica, se tornó apremiante, caprichosa y exigente. Y le agradecía al cielo por poder contar conmigo para que le diese fuelle en el día, por las cachetadas que yo le propinaba cuando ella no quería abrirle la boca a mi falo y por permitirle que me lamiese el culo, "debido a todos esos extraños antojos de nosotras las preñadas".

Iba a parir gemelos y siempre me decía de lo orgulloso que estaba su marido quien, además de hacerle comentarios a todos sus amigos cargados de potente masculinidad y bizarro machismo, últimamente, para no molestar a las criaturas en gestación, sólo la ensartaba por el ano y había sustituido el látigo por la toalla, mientras la insultaba sólo en voz baja "para que los niños no fuesen a aprender malas palabras".

Cuanto más se abultaba su vientre, más aumentaba nuestro placer al fornicar obsesivamente como ambos deseábamos y, más aún, caían las ventas de los productos que fabricábamos. Tenía ya una excitante barriga de siete meses de embarazo cuando por fin le puse atención a los problemas de comercialización de la empresa y entonces ella me dio su opinión acerca de la forma como –creía ella- hubiese hecho mi padre para solucionar ese asunto con los negocios.

Despedí a decenas de empleados y obreros del área de distribución. Eliminé los viáticos y otras compensaciones a la fuerza de ventas y rebajé sus comisiones. Despedí también, luego de una reprimenda pública, al Gerente y Sub-Gerente de ventas –en realidad los mandé para la mierda delante de todos- y puse aquél departamento bajo control de mi secretaria y, para reducir los gastos y mantener el flujo de caja, cancelé todas las pautas publicitarias en TV, radio y cine.

Luego estuvimos una semana sin producción debido a la huelga subsiguiente que se desencadenó en protesta por los despidos masivos y otras reivindicaciones laborales. Yo no vislumbraba como sortear el conflicto, pero ella no se amilanó: contrató a unos rompe-huelga que medio mataron a coñazos a dos de los lideres sindicales. Acusó de sabotaje industrial al Gerente de la Planta Embotelladora y al Ingeniero Jefe de Mantenimiento, los cuales fueron a dar con sus huesos a la cárcel después de ser arrestados, de forma humillante pero ejemplar, sin miramientos a sus Derechos Humanos. Puso espías en todos los departamentos e instaló cámaras en todas partes, llenando nuestra oficina con monitores de seguridad, para nosotros poder seguir fornicando sin descuidarnos de todo lo que se sucedía.

Para cuando, con uno de mis vergajazos, le rompí la fuente que inundó de líquido amniótico el sofá de cuero y el suelo de la oficina, empezando así el trabajo de parto, la empresa estaba intervenida por la agencia laboral del gobierno. También era auditada por funcionarios tributarios y docenas de hambrientos abogados, cual pirañas en un estanque, pululaban alrededor de la fábrica ofreciendo sus servicios a todo aquel que quisiese entablar una demanda contra la firma.

Al llegar al hospital y antes de entrar en la sala de parto, ella me hizo un gesto para que me acercase y, entre los dolores de la ocasión me dijo al oído: "Después de parir tienes que prometerme algo... Luego te digo".

El marido llegó con gran alegría y jolgorio, obsequiando a todas y todos los que estábamos en el área de maternidad auténticos habanos cubanos y bebiendo ginebra por un odre. Al saludarme me dijo en chanza que "el carajito" blanco estaba muy bien cuidado y luego me invitó para la semana de celebraciones que había planeado para sus gemelos, anunciándome que: "Mi mujer no va a poder trabajar más contigo, ya que ahora la voy a preñar de quintillizos", soltando una estruendosa carcajada, la cual fue objeto de una amonestación por parte de la gruesa enfermera jefa de piso. Ya en el salón de espera se fue quedando dormido mientras recordaba que "un día parecido a éste", hace casi cuatro años, él había estado allí mismo con mi padre en circunstancias parecidas, y no alcanzó a terminar la frase acerca de la opinión que de "el viejo" él tenía ya que empezó a roncar la mona.

Siete horas más tarde otra enfermera con cara de hombre anunció que el parto se había verificado con buenos resultados para las criaturas y la madre. El enorme negro se incorporó con un enloquecido salto y se dirigió a toda prisa a felicitar a su esposa, pero yo no pude seguirle puesto que en ese momento un mensajero vino a informarme que un tribunal estaba embargando a la empresa y cargando en camiones lo que podía, mientras una horda de gentuza estaba saqueando las dependencias administrativas y los depósitos de la embotelladora.

Con la misma prisa con que fue a ver a su familia, ahora pasaba de regreso frente a mí sin decirme nada. Al preguntarle para donde iba tan rápido, él me contestó sin mirarme: "Luego te digo" y desapareció.

Se me borró la sonrisa que llevaba en el rostro al ver a mi secretaria abatida y llorando, flanqueada por los gemelos que acababa de parir, tal como lo estaba por mis hermanos el día que la vi por primera vez. Entre sollozos, me invitó a que me acercase más y reconociese mejor a los bebés. Las criaturas, aunque feas porque estaban recién nacidas, eran grandes, fuertes, blancas, con los ojos verdes bien abiertos y con un lunar en la parte anterior de la mano, entre el meñique y el anular.

¡El negro me dijo de puta para abajo!..., y también que, ya que estos gemelos son tuyos, que te encargues de mí y de mis tres hijos. ¡Y me botó de la casa! Dijo que me fuese a vivir contigo.

Con aquel excelente dramatismo que ella sabía desplegar aún estando recién parida, hizo un puchero como para estallar otra vez en llanto y me propuso: "seré tu mujer y tu secretaria toda la vida sí me prometes que cuidarás de nosotros cuatro". Yo estaba tragando grueso mientras pensaba qué responder cuando otro mensajero entró aparatosamente en la habitación para informarme que los despedidos y el populacho enardecido le prendieron fuego a la fábrica y que el incendio estaba fuera de control.

FIN