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Las Intocables (8: La Sirvienta)

en Grandes Series

LAS INTOCABLES

(y Parte 8)

La Sirvienta

Por César du Saint-Simon

I

En éste mundo hay varios millones de mujeres con las que un hombre puede fornicar placenteramente sin problemas de ninguna especie y hay apenas solo un puñado de ellas las cuales he dado en llamar "Las Intocables", ya que un polvo, aunque sea solo un sencillo y rápido polvito con una de ellas, tendrá consecuencias que cambiarán nuestras vidas para siempre y, con la certeza de un disparo al suelo, nos va a ir muy mal. Pero... la carne es débil.

II

Esa sirvienta, la que siempre se nos mete en el estudio vistiendo un uniforme trasparente pidiéndonos que le digamos "cochinaditas" mientras ella se dedica a "limpiar". La que se pone delante de nosotros caminando "en cuatro patas" para recoger basuritas que están hasta por debajo de nuestro asiento. La que cuando viene y nos informa que "la señora acaba de salir y tardará un poco", se arrodilla entre nuestras piernas, se libera de su apretada bata dos apasionados y bamboleantes pechos con pezones negros como el carbón, para luego ensalivar nuestro exaltado pene con lentas y puntiagudas lamidas y, restregándoselo en esas tropicalísimas mamas, nos masturba friccionándolo ansiosa y anhelante contra su pecho pidiéndonos con delirio "un chorro de leche en ésta cara-de-puta". Esa sirvienta que está siempre disponible para todas las veces que queramos usarla; que siempre deja la puerta de su habitación sin tranca y duerme desnuda esperándonos cualquier noche, todas las noches; la que mientras se retira, luego de habernos servido la comida, bate provocativamente su trasero a espaldas de nuestra esposa; que mientras lava los trastos se sube a un ladrillito que da la altura necesaria para acceder a su ano. Esa sirvienta se encuentra sólo en los relatos escritos por las mentes más eróticas de la comunidad. Pero en la vida real las cosas son un poco diferentes.

La negra Dorotea trabaja para los Saint-Simon limpiando, cocinando y planchando desde hace muchos años. Desde que yo era un chiquillo curioso que se fabricó un periscopio casero para poder verla por la ventana del baño mientras se duchaba y se frotaba con delirio los enroscados pelitos de las entrepiernas, relamiéndose con el agua que le bañaba, al tiempo que se exprimía sus pequeños, cónicos y quinceañeros pechos.

Seguía en mi familia para cuando yo ya era un adolescente y a ella se le habían ensanchado las caderas con el respectivo aumento de las sugestivas acumulaciones de grasa en su inquieto vientre, alrededor de su cintura y en sus alzadas nalgas que se mantenían firmes y redonditas. Sus pechos perdieron la forma cónica y se abultaron como dos cocos felices en su palmera que no cedían a la fuerza de gravedad y estaban coronados por enormes aréolas en varias gamas de castaños y azulinos que rodeaban los negrísimos, erguidos y rígidos pezones, y se bamboleaban exuberantes junto con los movimientos siempre sensuales y rítmicos de su consistente tronco. De su cara redonda con grandes mejillas y nariz ancha y chata le resaltaba una preciosa sonrisa de blancos y bien alineados dientes detrás de unos labios castaños, carnosos y suculentos, que contrastaban con su rojiza y anchurosa lengua, inspiradores de las más fantásticas mamadas de méntula en los torbellinos de la lasciva imaginación de cuanto hombre se le encarase.

Junto con mis compinches del liceo, quienes frecuentemente subíamos por uno de los riachuelos que nacía en el Guaraina-Repano -la majestuosa montaña que domina el valle de Caracas- para hacer la competencia de "las pajas" frente a muchas fotos de revistas porno robadas a nuestros padres, una vez apostamos al que acabase de último viendo unas fotos que le tomé durante un paseo que hicimos con toda la familia a las cálidas playas de Machurucuto, no muy lejos de Curiepe en los ardientes valles cacaoteros de Venezuela de donde ella era oriunda. En ellas posaba para mi cámara vistiendo un convencional bikini blanco imitando inocentes posiciones de las modelos que aparecían en las revistas de farándula que ella compraba, y también se ponía en otras figuras -más de puta- como yo le indicaba, aunque no logré que cambiase su mirada de medio vacía y boba como la tenía para atrevida e insinuante, pero, aún así, fantaseamos acerca de lo que le haríamos al magnífico trasero de "La cahifa", que, sobresaliente, redondito y compacto, estaba llegando a los veinte, y con lo cual mi amigo el "Puki-Puki" casi logró eyacular, pero esa vez tampoco acabó.

 

Nos mudamos a vivir a una mansión que mi padre hizo remodelar conservando su estilo colonial pero incorporando todas las comodidades del siglo XX, y mi madre la redecoró entremezclando, gracias a su refinado buen gusto, todo lo mejor de cinco siglos. Dorotea estaba cumpliendo en ese día veinticinco años. La tecnología de las microcámaras estaba en su apogeo y yo ya me había adelantado durante las obras e instalé una en su baño para observarla, tal como antes lo había hecho en forma rudimentaria, pero ahora con más nitidez y comodidad, cuando se enjabonaba con lenta sensualidad debajo de la regadera e, invariablemente, se masturbaba con la pasta de jabón; cuando se tomaba la pastilla anticonceptiva y luego se persignaba ante un improvisado altar ubicado debajo y fuera del lente de la cámara que únicamente captaba en ese ángulo su rostro en trance de oración; mientras se hacía las lavativas anales y vaginales con los cuales se sacaba todos los rastros de esperma con que llegaba a la casa los domingos después de su salida; o cuando, después de soltar una cagada, se levantaba para ver lo que había hecho del cuerpo y escupía la mierda.

También puse otra cámara en su dormitorio para escudriñarle en todos sus movimientos y masturbarme todas las veces que ella se masturbaba ensañándose con un descomunal cilindro negro que se restregaba y se metía por todas partes con cara de placentero sufrimiento; o cuando tenía un plan lascivo de sábado por la tarde, en su salida de fin de semana, lo primero que hacía era introducirse, con la ayuda de una cánula, una generosa cantidad de vaselina en la vagina y en el recto para luego continuar vistiéndose con ropas que, entre lo impúdico y el mal gusto, modelaba prolongadamente, con obscena coquetería ante el espejo, cada pieza que se ponía como si la estuviesen fotografiando, y sí no, sí se ponía un sayón hasta media pantorrilla de tela sintética estampada, blusa negra holgada, mocasines y una liga negra que sostenía por el lado interior del muslo derecho una navaja de hoja curvada del tipo "pico e’ loro", es que iba a visitar a sus familiares en los peligrosos barrios de Caracas porque había cobrado el sueldo; o al regresar a casa los domingos por la nochecita, desnudaba su excelente cuerpo de aquellas incitantes ropas, acariciándose con pasión el bajo vientre y le decía algo, como un reproche, al retrato del novio que ella tenía allá en su pueblito natal, acercándose indecentemente la foto al pubis y hacía un sensual bailoteo alrededor de la cara del negro quien, con enorme y albina sonrisa, parecía que le miraba sus húmedas intimidades recientemente gozadas por el soldado de artillería con el que por aquel entonces ella se consolaba.

Gané mucho dinero editando un video de una hora con los mejores momentos de todo lo anterior. Además, incluía un salvaje coito con un albañil andaluz que estaba haciendo remates en La Casona y que ella dejó entrar un domingo cuando todos estábamos fuera, quien la puso "en cuatro patas" y al mismo tiempo que le clavaba su enorme columna, le metía cuatro dedos por el ano, y luego que le desencajaba la sobredimensionada verga, le templaba su frondosa y enroscada cabellera para que se incorporase, y la acribillaba con varios chorros orgásmicos mientras ella permanecía arrodillada frente a él esparciéndose por todo el cuerpo, con una sonrisa de satisfacción en su rostro, la esperma que la golpeaba, y que en cuyo contraste del blanco semen sobre su negra piel es que estuvo la clave de tanto éxito en la difusión de la cinta.

Esto me abrió las posibilidades de un negocio con el cual hice un pequeño capital, el cual devolví con creces a la negra comprándole lápices labiales y esmaltes de uñas en varias tonalidades de rojo, desde el carmesí hasta el púrpura ya que combinaban con las gradaciones de su vulva cuando ésta estaba desde cárdena por su sexualidad insatisfecha hasta amoratada durante una ardiente masturbación, y vistosas joyas de lujosa fantasía que contrastaban con el color de su piel que, colgando de sus orejas, brazos, tobillos y cuello le concedían aquella ancestral elegancia de princesa africana, todo lo cual ella aceptaba con gran emoción ya que –según ella misma me decía- nunca le habían regalado nada.

Fui otro día a comprarle ropa interior a un establecimiento especializado en pantaletas y luego de pagar por varias prendas minúsculas con diseños atrevidos y algunas hasta con accesorios, entonces la cajera y dueña del negocio -una despampanante argentina dos palmos más alta que yo, de pelo negro hasta la cintura y todos los atributos de una "bomba" sexual- al extenderme la factura me dio, con experta soltura y erótica distinción, su tarjeta empresarial en donde "La Colo" ofrecía su servicio de compañía "para caballeros con clase" prometiéndome, sin reservas ante las empleadas que nos observaban, –al mismo tiempo que me acercaba su abundante busto- que: "para un ssshico como vos, tenemos masaje especial a cuatro manos".

Cuando llegué a la casa con los dos enormes paquetes de mercancía adquirida, Dorotea daba brinquitos de alegría y se tapaba la cara con cada prenda que descubría ocultando así, ampliamente risueña, su desvergonzada vergüenza. Pero no quiso seguir revisando lo que escogí para ella alegando, con una traviesa sonrisa de mil dientes, que así nuevas, sin estrenar como estaban no tenían nada que apreciarse y que únicamente me las dejaría ver después de ella llevarlas puestas todo un día y antes de que las metiese en la lavadora.

Al día siguiente por la mañana me alcanzó cuando yo ya iba de salida para la universidad, luego de dar una carrerita, y me extendió nerviosamente una cajita envuelta en un modesto papel de regalo, diciéndome con la respiración y sus cocos agitados y mirando al suelo: "Aquí está la pantaleta que yo me tenía puesta ayel, está tar como me la quité. Le tlaelá mucha suelte, yo que se lo plometo". Dio un pequeño suspiro, luego tomó aire profundamente como preparándose para iniciar una actividad física esforzada, y se devolvió caminando animadamente hacia sus quehaceres, batiendo su trasero provocativamente al ritmo de una musical sincronía con sus pasos que le salía del alma, alejándose con un insinuante y tropical "tumba’o". (¡Azúcar! Pensé yo parafraseando a la inmortal Celia Cruz).

Para comprarle ropas más incendiarias opté por llevarla conmigo a las tiendas del ramo y, en medio de su ingenuo regocijo, pude fácilmente inducirla a que se metiese en una talla menor a las que acostumbraba usar, y así fue como empezó a lucir unas impúdicas mini-mini faldas que dejaban ver sus atrayentes y robustos muslos hasta el pliegue con las nalgas, y las ceñidas y profundamente escotadas blusas que, además de los orondos pechos, resaltaba los "rollitos" que le sobresalían por los lados de la liga del apretado brassier y por debajo de la cintura que provocaban el incontinente deseo de hundirle los dedos en sus carnosidades y estrujar indecentemente todo su ampuloso cuerpo.

Al salir del local con varios kilos de apretadas vestimentas en las bolsas y mientras caminábamos hacía el vehículo, Dorotea, rebosante alegría, me preguntó por qué le hacía tantos regalos y agregó con insinuante desembarazo que "sí todo esto (levantó un poco el paquete que llevaba) es polque usté quiele ‘argo de eso’ de mí", entonces a ella le complacería darme todo lo que yo le pidiese. Y Yo le contesté con franqueza: "Es que quiero que todos los hombres vean lo muy bonita que estás y no es que quiera que me des ‘eso’ ". Con su corto intelecto, que no alcanzaba a los niveles de la retórica ni de conjetura dialéctica, dedujo erróneamente que como siempre todos le decían que lo que ella estaba era "muy buena" y le pedían directamente sexo, al yo decirle que estaba "muy bonita" y no le pedía sexo, entonces lo que yo quería de ella era "otra cosa muy bonita". Sus ojos se iluminaron con la cándida ternura del enamoramiento fiel, metió su brazo en mi brazo derecho y con un suspiro recostó su cabeza en mi hombro. Por primera vez nuestros cuerpos estaban en contacto. "¡Nunca lo boy a deflaudal, yo que se lo plometo!" murmuró mirando al cielo rojizo de un cálido ocaso caraqueño.

Así, mi inesperada respuesta, dirigida a zanjar dudas, fue mal interpretada y, evidentemente, se ilusionó y las metas que ella tenía para su vida cambiaron drásticamente. Ahora yo era "la meta".

III

Todos mis clientes estaban encantados con el nuevo "look" de la sirvienta que se entretenía todas las tardes sabatinas haciéndose cambios y recambios de ropas y se maquillaba y adornaba profusamente, para luego salir de su habitación solo en cuanto estaba del todo convencida ante el espejo que sus tetas estaban bien acomodadas y destacaban correctamente la aguda protuberancia de los pezones después de pellizcárselos cuidadosamente, que su trasero era atractivo al menearse y dar calculados pasos que ensayaba mirándose sobre su hombro y que sus gruesos pero firmes muslos eran más sugerentes sentándose con las piernas juntas y de medio lado que cruzando grotescamente una piernaza sobre otra.

Pero ya no iba a sus citas. Se quedaba en la casa haciendo algún oficio menor o deambulando por los jardines hasta que yo paraba de estudiar y me retiraba a dormir o hasta que regresaba de una farra. En aquel momento ella se volvía a meter en su alcoba, se desnudaba con rabia, amontonaba la ropa en el suelo y la golpeaba fuertemente con un manojo de ramas y extrañas hierbas para luego arrojarle unas conchas de caracol encima. Después, se tiraba en la cama para hacerse el Harakiri vagino-anal introduciéndose un descomunal instrumento con aspecto de verga minotaurica doblado en "U" y, acabada ésta acción, ponía con parsimonia ritual aquel doble falo sobre el montoncito de ropa para entonces agacharse sobre todo aquello y orinar profusamente, quedándose largo rato en esa posición, encharcada entre sus propios orines, mientras balbuceaba algo con los ojos cerrados y movía su cabeza en forma pendular.

Lo que yo percibía, desde mi perspectiva empresarial, es que le faltaba algo a su atuendo. Algo que soliviantase el fetichismo del público que la admiraba, sobre todo después de la generosa oferta que me hizo un cliente quien, al enterarse que yo poseía una pantaleta sin lavar de Dorotea, quiso adquirir la prenda por un precio que –luego de una puja- no pude rehusar, el cual incluía, además de dinero, los favores sexuales de su hermana y de la amiga de su hermana, otras admiradoras de mi sirvienta, quienes eran un par de jovencitas curiosas, siempre ávidas de nuevas experiencias, cuyos ovarios estaban en proceso de acelerada maduración y en consecuencia tenían un furor vaginal también acelerado. Y cuando terminé de cobrar pensé con humor que en los negocios también hay "mucha suelte", como me lo había vaticinado la negra.

Entonces me decidí por comprarle unas botas vaqueras de cuero repujado, teñidas de blanco, con las puntas y los tacones forrados en acero inoxidable y muchas más pantaletas en la tienda de "La Colo" quien, debido a mi condición de "buen cliente", también me hizo una extraordinaria oferta de masaje "tailandés extra a seis manos" por el precio del "continental sencillo a dos manos" que tampoco pude declinar.

Esperaría hasta el siguiente sábado para desempaquetar delante de ella estas nuevas prendas y, mientras llegaba el día, yo le incitaba la curiosidad anunciándole que tenía para ella "algo muy bonito" y, a su vez Dorotea, con la simpleza de su carácter y con toda la sinceridad de sus hormonas, me regalaba pantaletas con fuerte olor a hembra cachonda y me decía que me iba a preparar una "especiar, pa’ que la tenga siemple con usté", pero que necesitaba de mi colaboración.

Estaba risueña, alegre y entusiasmada con mi presencia dentro de su habitación aquél sábado a media tarde y me decía que se había vestido para la ocasión ya que no tenía "naita debajo der unifolme". Primero le fui mostrando, una a una, las bellas y excitantes ropas íntimas que le traía pero, antes de sacarlas de la bolsa y entregárselas, le hacía adivinanzas acerca de cómo sería o conjeturas acerca de cómo "la verán más bonita" con la pantaleta puesta. Al mirarlas, entonces las tomaba con sorpresa y admiración en su rostro, las manipulaba como para ponérselas y se las colocaba sobre su zona pélvica, por encima de la bata de azul trabajo, mirándose al espejo y luego de hacer una sensual cadencia con sus caderas y, debido a su escaso vocabulario, toda clase de sonidos onomatopéyicos de gusto y regodeo, las iba colocando con cuidado sobre la cama a modo de exposición.

Se le estaba estimulando la imaginación erótica de forma tal que empezó a sudar excitadamente y, tambaleándose un poco porque sus piernas ya no la podían sostener, se sentó en una esquina de su cama con los jamones bien abiertos a los lados del colchón para poder así seguir con el juego que teníamos. Y le gustó mucho una de estilo "hilo dental" de color amarillo pollito en tela satinada, de cuyos bordes y del propio hilo en color negro que se sumiría entre los balones de su espléndido de culo, dijo ella, completamente acalorada, "se ban a disimulá muy bien con mi pier, y usté me ba a bel muy gonita, de beldá beldaita, yo que se lo plometo" y la metió en lo más profundo de entre sus muslos, apretándola contra su pubis para "il calentándola pa’ plobálmela aholitica... después de que usté me diga que baina es lo hay en esa caja más glande".

Tomé la caja que contenía las botas, me puse frente a ella y de repente descubrí su contenido. Boquiabierta, contemplaba el calzado y luego me observaba a mí de arriba abajo y entonces, con las manos temblorosas y los movimientos inciertos se calzó las botas y de un salto se me plantó enfrente. Su mirada estaba en celo. Rápidamente, resoplando y sin ninguna clase de sensualidad, con la premura del deseo incontinente, se desabotonó la bata y quedó expuesta ante mi vista "en vivo y directo".

De verdad que no es lo mismo ver el partido por televisión que estar en la cancha. Mi erección me dolía. Se puso con arrebatadora premura la pantaleta amarilla allí mismo, de pie, como pudo, y, efectivamente, sólo se le veía un contrastante brillo amarillo sobre el pubis. Dio una vuelta sobre sí misma, con un bailadito negroide que hacía chocar el metal de sus tacones y reverberar su carne, con sus manos sosteniendo y apretando las tetas, cuyos círculos areolares brotaban entumecidos. Lanzó una mano agarrando mis partes venéreas y me masajeó por encima del pantalón, acercándome su cuerpo hasta que sus agudos pezones rozaron con mi pecho, rascando exquisitamente mis tetillas mientras que con la punta de su lengua trataba de abrir mis labios, dejándome sentir el cálido vaho de su acelerada exasperación en mi rostro.

La rodeé con mis brazos y le apreté el culo, amasándole las nalgas en correspondencia al fuerte y ansioso apretón de palo que me estaba dando. Me doblé un poco, sacando el trasero, para lamerle y chuparle con suavidad sus pechos que, saladitos por la pasión que exudaba, estaban duros y calientes como roca volcánica. Dorotea no aguantó más. Dio media vuelta y se dejó caer con todo su cuerpo de cara sobre el colchón y sobre las pantaletas en exposición, contorsionándose como una anaconda hambrienta. Levantó vigorosamente las caderas y abrió las piernas hasta el límite de lo humanamente posible y su vulva emergió, rezumante, con un color rojo profundo dividido por un hilillo negro. Con su brazo metido por debajo de ella, los dedos de su mano derecha separaron los labios de la cuca, tan gruesos como los de su boca, mostrándome el palpitante introito del cual manaba una baba burbujeante que se escurría hacia su clítoris. Cuando meneó las grupas rogándome que "la matase", debí haberlo pensado bien antes de "matarla", y salir corriendo del lugar para ir a descargarme con mi novia o con "la Colo", pero... la carne es débil.

Me acosté a su lado y comencé a manosearla y a restregarme con todas sus carnazas, para exasperarla más y más hasta que llegase el momento de "la ejecución", pero ella poco aceptó el galanteo. Destrabó con impulsivo anhelo mi palo, el cual, completamente insuflado de sangre, estaba enhiesto como un cañón antiaéreo. Le puse una mano en la cabeza haciéndole presión para que la bajase en dirección mi periscopio pero tampoco quería ya que, agarrándome con seguridad el leño, lamió brevemente (como por no dejar) su roja cabeza y me aseguró en forma categórica, como para que no me quedase la menor duda: "plimero me lo boy a cogé i despue’ le jecho una gueeennna mamaá, yo que se lo plometo", y ansiosa, más bien desesperada, con la mirada brillante de lo libidinosa, se me montó y, sin desasirse de mi falo, ella misma se apuntó... y "se mató".

IV

A lo largo del siguiente año la negra cumplió su categórica promesa de "echarme una buena mamada" ya que, toda las veces que nos disponíamos a copular, Dorotea se desvivía por hacerme un felatio más deleitable, minucioso y superior al anterior, solamente superado por el que vendría la próxima vez –muy pronto- cuando nos entregásemos desaforadamente a la siguiente sesión de prácticas sicalípticas con las cuales nos estábamos engolosinando cada vez más. Tenía todo un arsenal de recursos para enardecerme antes de que la penetrase y poco tenía que hacer yo para excitarla, mejor dicho: nada. Siempre estaba con la sexualidad caliente. Siempre estaba con el erotismo en la mente, lastima que no sabía escribir.

Pero su impudicia se fue tornando desordenada y atrevida. A medida que pasaban los días, las semanas y los meses, mi vida, dentro de mi propia casa, era cada vez más asfixiante debido a que me sentía acosado por las permanentes y superabundantes atenciones que la sirvienta me dispensaba, a los contactos y caricias furtivas que me daba, a las frases lascivas que me secreteaba y al lujurioso lenguaje gestual que me exhibía, hasta un punto tal que me encerraba con tranca para poder estudiar, o para dormir o en cualquier lugar que estuviese solo. Dejé de utilizar la piscina, de jugar con mis perras, de lavar mi propio vehículo e incluso abandoné a su suerte el jardín hidropónico, ya que donde quiera que yo estuviese, allá iba ella a dar procurando soliviantarme con la misma excusa de regalarme una pantaleta usada y entonces... ¡zuasss!... se me encimaba, me metía mano y trataba de violarme en el sitio y siempre tenía éxito.

Un día mi madre tuvo que llamarle la atención y exigirle que no trabajase más con las botas blancas puestas, que se quitase esas ropas "indecentes" y se vistiese el uniforme, como lo venía haciendo desde hace muchos años. Entonces ella, sin argumentos, hizo una pataleta –que a mi vieja no le gustó- y fue a cambiarse caminando a las zancadas y dando fuerte zapatazos, con lo cual perdió la opción de llegar a ser algún día asistente de la Ama de Llaves.

Esa misma noche grabé un video en donde la sirvienta encendió tres velas, una amarilla, otra azul y la otra roja. Tomó un envase de talco y, totalmente desnuda, se lo espolvoreó por todo el cuerpo, quedando irreconocible, fantasmagórica. Chupaba con fuerza el humo de un tabaco que encendió y soltaba la bocanada emanando una densa nube espectral. Luego tomaba un buche de aguardiente y lo expelía con un violento rocío contra una pequeña fotografía de mi madre puesta con la cabeza para abajo y debajo de las velas, cuya cera derretida se escurría sobre su cara. Y así sucesivamente, bamboleando su torso con la inercia de la ebriedad hasta que la flama de la vela roja se extinguió y amaneció.

Cuando culminé mis estudios y estábamos con los preparativos para la celebración de mi graduación, de alguna manera ella logró meterse en mi alcoba y me estaba esperando, sentada en la cama, abrazada a una revista de modas para novias. Antes que le dijese nada, me señaló un vestido en donde la modelo, una esbelta y elegante negra, vestía un ajuar de futura esposa bastante sobrio de color azul muy claro, preguntándome si era ese o bien otro el que yo quería que ella luciese en "nuestra boda" ¡Santa Escatulepia! ¿Cómo decírselo?

Le expliqué lentamente, de la forma más simple posible, con dulzura y mientras la abrazaba tiernamente, que ella era muy especial para mí, pero que yo me casaría el próximo año con mi novia, el amor toda de mi vida. Sin inmutarse, me dijo que le pediría a mi madre vacaciones por un mes y se fue para su pueblo.

Aproveché su ausencia para reacondicionarle su habitación con más cámaras y ahora puse micrófonos ocultos por todas partes. Le compré un televisor nuevo y más ropa y pantaletas.

Cuando regresó de sus vacaciones venía transformada. Vestía una batola color mostaza bordada con complejos arabescos y un collar de peonías alternadas con dientes de cocodrilo del Río Orinoco. Tenía la cabeza completamente rapada, y unos grandes aros de plata colgando de sus orejas. Mi madre puso el grito en el cielo y quería despedirla, pero luego, gracias a mi mediación, pactaron que se dejaría crecer el pelo y se quitaría los aros, pero que el collar no lo dejaría por nada de nada, y así se reincorporó a sus labores como siempre. Al reanudar nuestra actividad sexual ella me agradeció los regalos y mi arbitraje con una "gueeennna mamaá" y seguimos follando como antes pero con algunas reglas nuevas para evitar su acoso, las cuales ella aceptó sin remilgos.

Las primeras tomas con los nuevos equipos fueron escenas repetidas y cotidianas: el diario acicalamiento antes de incorporarse a las faenas, su pastilla anticonceptiva y las subsiguientes oraciones, la cagada y el escupitajo, la masturbación debajo de la regadera y, al acostarse, después de ver la novela de las diez, la hábil manipulación de un portentoso facsímil de falo rotatorio con aspecto maléfico, negro, grueso y con protuberancias, rugoso, varicoso, cabezón y lustroso, eran ya asuntos cansosamente repetidos.

La novedad estaba en los nuevos ángulos y en el sonido que se captaba con su nueva apariencia que incluía el tatuaje en dorado de un Tótem sagrado entre sus pechos. Ahora sus excitantes gemidos y resoplidos orgásmicos, con lujuriosas frases entrecortadas, pidiendo "más... más, así... Ayyy" a nombres de hombres de su memoria, pronunciados con viciosa pasión sobre su machucado clítoris, se podían ver en el momento con todo detalle también desde el techo. También se escuchaba claramente el carraspeo asqueroso y el consecuente arrojo del pesado gargajo, el cual se podía observar cuando caía directamente sobre su excremento. Las alegres canciones de moda que canturreaba, al mismo tiempo que se meneaba y se emperifollaba para salir, se sucedían como si nos estuviese viendo a través del espejo. La tonada romántica que vocalizaba al afeitarse las piernas, los sobacos y el vello púbico eran tomados desde seis sitios diferentes. La misma canción infantil que siempre le salía después de la autosatisfacción, mientras se relajaba y se quedaba dormida era captada por los equipos escondidos en el copete de la cama. Y el llanto que le producía las desventuras de la protagonista de la novela de las diez, era tomado de frente por una cámara disimulada sobre el televisor.

Crispaban los pelos escuchar, al alba cuando se levantaba, sus devotos murmullos de los rezos ante su altar y las letanías en su sumisa adoración a varias deidades: a la mitológica y poderosa Reina Maria Lionza "dale juelza y lalga vida a mi amo", al vengativo y cruel espíritu del Negro Felipe "destluye y saca para siemple de su vida a la mujel blanca que se acelque a mi amo", al protector y resplandeciente Arcángel Gabriel "plotege a mi amo de todo marr Ánger Bendito", a la milagrosa y siempre bella Virgen de Atocha "dale er cielo a mi Santa maé", al maestro y ley Shandó "te pido pol mi suflida lasa", al Siervo de Dios y sanador Dr. José Gregorio Hernández "dame salú i ilumíname con tu ejemplo". Todo ello ofrendado con una tacita de ron, una escudilla con arroz y lentejas, y velas de todos los colores. Y había también una fotografía familiar tomada en la fiesta de mi graduación en donde las mujeres tenían un círculo rojo a su alrededor de su cabeza y los hombres -menos yo- estaban con la cara tachada en negro. Y el dinero seguía entrando y nosotros follando y follando.

Como un año después, el día de mi boda, las cámaras le captaron tirada en la cama, llorando y secándose las lagrimas con una de mis camisas preferidas mientras que, con un bestial falo giratorio clavado en sus entrañas, se retorcía con espasmos de agonía. Escena ésta que agradó mucho a mis clientes junto con la de minutos más tarde, después de haberse desenterrado el desnaturalizado dispositivo hundido en su vientre, en el que fue grabada haciendo un ritual Vudú a una muñeca parecida a mi esposa, a la que le ataba, con fuertes nudos, cordeles negros y rojos en el cuello y las extremidades, que luego le prendía fuego a sus puntas usando para ello una vela negra (eso de los alfileres está solo en los cuentos y relatos), y alrededor de la cual hacía una danza cargada de enérgica sexualidad en donde el movimiento vigoroso y erótico de su pelvis, acompasado por el jadeo febril en la fumada del tabaco y el rítmico bamboleo de sus abundantes y robustas tetas, producía una furibunda y épica erección en cualquiera y atormentantes deseos lúbricos de revolcarse vulgarmente con aquella negra cuya piel, bañada por el sudor de su agotador trabajo de hechicería, brillaba con la quimérica luz de las velas.

V

En un trágico accidente de aviación en el año del Señor cuando las torres gemelas de Nueva York fueron destruidas, murieron durante el vuelo del helicóptero en que viajaban para disfrutar de las vacaciones de invierno en nuestro castillo Civitas Orbis, mi padre (piloto), mi madre (copiloto), mi hermano menor Renè, mi hermanita Geraldine, mi amada esposa Silvia Sophie Le Moulè du Saint-Simon y nuestras magníficas perras de la raza Mucuchíes llamadas Niebla y Bernarda (la casta preferida del Libertador Simón Bolívar quien de ésta especie tuvo un perro llamado Nevado el cual murió en combate durante la batalla de Carabobo el 24 de Junio de 1821), sobreviviendo Cascote, un viejo morrocoy que fue la mascota de mi padre desde su niñez.

Mis hermanos Yves, Jacques y yo decidimos entonces cerrar, para luego vender "La Casona". En la repartición de los bienes no tuvimos ningún problema hasta que llegamos a Dorotea. Todos nos queríamos quedar con ella y todos teníamos muy buenos argumentos para ello, sobretodo en lo referente a la sazón de sus comidas y a la calidad del planchado de nuestras camisas de seda. Pero mi argumento principal y mi proposición final les ganó.

Les mostré la cinta en donde nuestro malogrado padre, con el culo al aire, se batía frenéticamente sobre ella asestándole una metralla de muchísimos más vergajazos de los que nuestra difunta madre, menuda y delicada, nunca hubiese podido aguantarle. Y otra en la que Yves estaba fajado encima de Dorotea con cara ella de aburrida y luego Dorotea con cara de caníbal encima de él. Y la grabación que mostraba a Jacques con la sirvienta en una larga, muy larga refriega sexual que empezó sobre la cama, continuó por todo el suelo y terminó bajo la regadera en lo que más bien parecía un combate cuerpo a cuerpo, en donde mi hermano fue vapuleado a tetazo limpio y luego estrangulado por sus piernazas y engullido y regurgitado por aquella fornida negra fuera de control. Y otro video más en el cual el pichichito de mi finado hermanito era preliminarmente lamido, chupado y tragado por su boca de fuego, el día que éste inauguró su truncada vida sexual con Dorotea quien le guió sus inexpertos ímpetus y pacientemente se dejó zarandear la cuca por el novato hasta que Renè demostró, con los seis orgasmos que le sacó a la negra, porqué era un auténtico y prometedor Saint-Simon. Y en el que aparecíamos ella y yo aquel sábado en el momento culminante de "la ejecución". Y vieron una selección de sus actividades dentro de su habitación y de los rituales de maleficio y ensalmo que ella hacía. Y les hablé del negocio. Y les ofrecí compartir las ganancias y entonces ellos, espantados, me tomaron por un loco depravado, coincidiendo ambos en que la negra me había embrujado desde quien sabe cuando. "Te tiene montado ‘un trabajo’ ", sentenció Yves. "Quédate tu sólo con ella" dijo Jaques. ¡Guillo! ¡Zape! ¡Va de retro!, decían ambos y, haciendo la seña de una contra con la mano, desaparecieron apresuradamente.

Mi Dorotea me esperaba afuera, en un ahora triste, sombrío y solitario corredor de "La Casona", con sus maletas hechas, vestida con su túnica color mostaza sobre la cual resaltaba el exótico y atractivo collar, los enormes aros en sus orejas y la cabeza rapada. Y en ese día estaba cumpliendo treinta y cinco años, con lo cual su cuerpo había alcanzado el pináculo de hembra experimentada y deseable, consistente y fuerte, cuya sólida constitución ósea y firme musculatura, eran capaces de sobrellevar largas jornadas de trabajo pesado o prolongadas sesiones de sexo candente, feroz y constante, cargado de un milenario y tribal erotismo mágico, delirante, apasionado y delicado a la vez durante la ejecución de extrañas prácticas aquí incontables.

Al verme salir de la reunión con mis hermanos el rostro se le iluminó en anhelante expectativa.

¡Ya está! Le dije. ¡Ya eres mía! Le anuncié.

Saltó sobre mí y me abrazó apasionadamente, rebosante de alegría. Me besó por toda la cara y, aprisionándola entre sus manos, me miraba directamente a los ojos y hasta lo más profundo de mi voluntad. Así estuvo por largo rato hasta que, pasando su collar también por mi cuello, quedamos ambos rodeados de peonías y dientes de caimán, y empezó a decirme con una voz ronca que no era la de ella:

"Soy la negla Soltle Dolotea,

yo que te lo plometo

que te doy déste amuleto

potencia i plotesión,

pa’ la tlanca y la contla

ya naiden te ba a emblujá,

pa’ la juelza y la inbisibilidá

ya naiden te ba a encontlá".

"Nos bamos a dil pa’ mi pueblo

pa’ pulo zingá,

nos bamos a dil pa’ siemple

pa’ no bolbé jamá".

 

FIN

 

 

[1] Vocablo despectivo con el cual en Venezuela se designa a la sirvienta. También se usa en género masculino (El cachifo) para denominar al hombre que se ve obligado a limpiar, cocinar y planchar porque la esposa gana más dinero que él, o está desempleado, o cometió un error muy grave en su matrimonio. 

[2] Esa mansión era la antigua residencia de “los locos” De La Vega, cuyo esbelto hijo mayor (Don Diego) era reputado por sus actividades noctámbulas no precisamente como “salvador de los débiles”, pero dio paso a la famosa leyenda de “El Zorro”, que luego fue tomada y adaptada para una serie de televisión. En realidad el tal “Zorro” era un gay vengador que, odiándose a sí mismo, odiaba a todos y, en especial a las mujeres atraídas por su hermosura, lo que hoy en día llamaríamos “Psicópata”. “El Zorro”, pues, provenía de una familia de neuróticos: su abuelo paterno se había suicidado durante un ataque de locura; su padre era un hombre débil y extraño con los animales; tenía un hermano que se masturbaba como un mico desde los dos años; un primo suyo, que era un perverso sexual, de joven había practicado actos de canibalismo, había sido declarado débil mental y habría muerto de una enfermedad espinal; un tío abuelo por parte de su padre era hermafrodita; su tía materna estaba loca-violenta de atar y, aunque su madre, al parecer, gozaba de buena salud, tenía como sirvientes a un negro Mandinga y un a indio Padrote que no se separaban de ella; el otro hermano de “El Zorro” era una persona nerviosa e irascible, con los genitales desarrollados anormalmente; y su sirviente (Bernardo), que ni era sordo ni era mudo, practicaba el sexo nefando. Pero esa es otra historia.

[3] Ese fue el nuevo nombre que los Saint-Simon le dimos a “La Estancia” de los locos De La Vega.

[4] Aquí está la pantaleta que yo tenía puesta ayer, está tal como me la quité. Le traerá mucha suerte, se lo prometo.

[5] Sí todo esto (levantó un poco el paquete que llevaba) es porque usted quiere ‘algo de eso’ de mí...

[6] ¡Nunca lo voy a defraudar, se lo prometo!

[7] Especial, para que la tenga siempre con usted.

[8] Absolutamente nada debajo del uniforme.

[9] Se van a camuflar muy bien con mi piel, y usted va a verme muy bonita, absolutamente verdad, se lo prometo.

[10] Ir calentándola para probármela dentro de poco... después que usted me diga que cosa es lo hay en esa caja más grande.

[11] Primero voy a poseerlo y después le hago una satisfactoria felación, yo se lo prometo.

[12] Llegó por el pasadizo secreto que había entre mi habitación y la suya, ya que yo ocupaba la que había sido de Don Diego y ella la de Bernardo. Fue el albañil andaluz quien lo descubrió y se lo dio a conocer a Dorotea.

[13] Dale fuerza y larga vida a mi amo.

[14] Destruye y saca para siempre de su vida a la mujer blanca que se acerque a mi amo.

[15] Protege a mi amo de todo mal Ángel Bendito.

[16] Dale el cielo a mi santa madre.

[17] Te pido por mi sufrida raza.

[18] Dame salud e ilumíname con tu ejemplo.

[19]

 “Soy la negra hechicera Dorotea,

la que te lo promete

que de éste amuleto te doy

potencia y protección,

para escudo y rechazo

ya nadie te va a embrujar,

para la fuerza y la invisibilidad

ya nadie te va a encontrar”.

 

“Nos vamos a ir para mi pueblo

exclusivamente a fornicar,

nos vamos a ir para siempre

para no volver jamás”.