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La Revolucionaria

en Hetero: General

LA REVOLUCIONARIA

Por César du Saint-Simon

 

I

El camarada Ciro la vio primero. Ella entró "por equivocación" en su oficina (territorio), la del Secretario del Consejo de Ministros y entonces él, como buen carnívoro siempre al acecho, saltó sobre ella con amabilidades y galanteos, y asió a su desprevenida presa por la coquetería femenina, con las fauces de su simpática personalidad. Le clavó sus colmillos cargados de testosterona, hundiéndolos en la lujuria y lascivia de su victima cuya ambición personal no la dejó resistir el asalto, para luego devorarla lentamente, a lo largo de todo un año, bocado a bocado, comenzando por su vientre.

Yo la conocí al día siguiente cuando me senté en la misma mesa del comedor de veinticuatro horas del Palacio de Gobierno, en donde ella estaba, vestida con su uniforme de campaña, comiendo sola...

¡Hola! Soy César du Saint-Simon, el Comandante Cicerón, con su permiso me voy a sentar aquí a su lado. Que tenga buen provecho. Le dije cortésmente como siempre lo hago con quien sea que yo coincida en alguna de las cincuenta mesas.

¡¿Du Saint-Simon?!… ¿es usted…? Preguntaba con los ojos muy abiertos.

¡Si! Soy el jefe de Seguridad Civil del Presidente. Le interrumpí mirando mi comida.

¡Vaya! Aquí si que una conoce gente importante. Comentó la camarada Magdalena como turbada al tenerme a su lado.

¡Ah! Está usted nueva aquí ¿verdad?... descuide ya se acostumbrará. Le contesté con naturalidad para que se relajase y agregué con convicción: "Aquí todos somos importantes, pero somos prescindibles. Todos menos El Presidente, el líder máximo de nuestra Revolución".

Hablar de la revolución nos excitaba y no paramos de hacerlo con respecto a los muchos aspectos de ésta que gobernábamos hasta que entramos en la habitación del hotel. Nos desvestimos con la misma exaltación que teníamos cuando, otrora, nos preparábamos para combatir con las fuerzas de la burguesía hambreadora del pueblo; nos intercambiamos caricias y frases lúbricas con la pasión y el entusiasmo que poníamos en nuestras misiones de reconocimiento previas al asalto a las posiciones enemigas apoyadas por el imperialismo. Sus movimientos en el campo de batalla previos a desencadenarse las hostilidades, no intimidaban a mi ejército, al contrario, lo enardecía. Mi pene, firme como mi doctrina de "al enemigo ni agua", se hallaba presto a una profunda incursión militar para matar o morir en la gloria. Mi plan de batalla era simple: lanzaría a todas mis fuerzas por el centro del campo y, con arrolladora superioridad, neutralizaría su resistencia y aplastaría a mi oponente. Ella le daba ordenes a su ejército de resistir en la posición a pesar de la supremacía del contingente hostil que se le venía encima. Y yo le increpaba para que se rindiese, que le perdonaría la vida. Pero todos los revolucionarios somos así: patria o muerte.

Lancé a mis lugartenientes los hombros del flanco derecho y del flanco izquierdo y toda la caballería contra sus veteranas de mil escaramuzas las piernas, las cuales volaron por los aires. Y en una acción envolvente, mis camaradas brazos, con las manos al frente, las capturaron rápidamente y las hicieron prisioneras de guerra. Las caderas, la vagina y el ano quedaron en una situación comprometida y expuestos a la aniquilación total con esa línea de defensa fuera de combate. Sus camaradas, las tetas, eran movilizadas de un lado a otro el campo de batalla por sus manos en un intento fútil por distraer la atención de mi ejército de su objetivo principal.

Le calé mi bayoneta hasta lo más hondo de sus entrañas de clase popular, me abalancé sobre su ciudadanía y le ametrallé las vísceras, causando grandes estragos en sus cinco sentidos, de los cuales, la vista y el oído, quedaron inoperantes, desconectados del centro de comando. Las tetas habían perdido el orden de batalla y se batían sin orden ni concierto bajo las inclementes andanadas de mi artillería, pero sus caderas eran hábiles guerreras que, fogueadas y disciplinadas, resistían estoicamente mis avances. Para sostener el fuego puse rodillas a tierra (colchón, mejor dicho) y la infantería arremetió valientemente, una y otra vez, contra sus fuertes grupas, quienes tenían una inconcebible estratagema de guerrilla urbana preparada y nos sorprendieron. Giraron dando enérgicos círculos alrededor de mis tropas de asalto, a lo cual mis manos vinieron en su auxilio y se colocaron en los flancos de las caderas, sobre las crestas ilíacas, para contener aquellas violentas rotaciones. Pero esa acción significó descuidar a las piernas quienes, al sentirse liberadas, cayeron alrededor de mi cintura y rodearon mi retaguardia reduciendo la capacidad de maniobra de mi aguerrida infantería. De todas maneras el castigo contra la posición del clítoris, que había salido de su trinchera, erguido para combatir cuerpo a cuerpo, como buscando la muerte, se verificaba con éxito y recibía una refriega y un cruento castigo propinado por mis cargas de caballería. Las manos detuvieron con eficiencia los movimientos de giro, obligando al enemigo a ir y venir en una sola dirección. Y la batalla aumentó en ferocidad y parecía interminable. Y una lluvia de sudor empezó a bañar a los combatientes y se tornaron resbaladizas todas las acciones en el campo de batalla.

"¡No puedes hacerme acabar... soy más resistente que tu!" me gritaba una adversaria cansada, ciega, sorda y fanática, que utilizaba así, erróneamente, los recursos de la guerra psicológica para tratar de doblegarme, ya que le respondí con fiereza, incrementando la matanza. De cierto que era un contendiente valiente e impertérrito, que no se rendía y, a pesar de que ya todo estaba perdido para ella, sólo le quedaba su fuerza de voluntad que se negaba a capitular. Entonces en mi comando general se tomó la decisión de resolver la batalla con un recurso extraordinario: la guerra química.

Una orden urgente bajó hasta el arsenal donde estaban depositadas las armas químicas y fue transportado a toda velocidad hasta la división de artillería. En sincronía con la infantería, quien hizo una inesperada, pero táctica, retirada de la vagina, de donde emergió bañada en la sangre de nuestros mártires combatientes (estaba menstruando), tomó una nueva posición sobre su monte púbico, permitiendo a la artillería apuntarle a toda su ciudadanía. Dispararon un fuerte chorro de caliente y espesa esperma que rebotó entre sus tetas y fue a caer sobre su cara. Y otro chorro. Y otro más. Mis manos empezaron a esparcir por todas partes los resultados de aquella descarga, y la sorpresa del ataque químico causó efectos devastadores en ella. Se retorció con agonía. Temblaba y pedía clemencia. Sus manos se pasaron para mi bando y, ayudando a las mías con su tarea, recogían y llevaban semen a su boca, la cual también se dio por vencida y, abriéndose, su lengua emergió toda blanca, agitándose de lado a lado cual bandera de rendición.

II

Ciro y yo éramos amigos desde la infancia, cuando juntos procurábamos qué comer día a día. Nuestra conciencia política despertó cuando alguien nos dijo que nuestra comida la tenían los ricos y que para ellos nosotros no existíamos o que, en todo caso, nos hallaban como un problema. Cuando madurábamos políticamente decidimos convertirnos en un problema... peligroso. Nos apartamos de la retórica practicada en los pasillos de la universidad y nos fuimos a la guerra de guerrillas.

Nos debíamos mucho el uno al otro. Durante los arduos combates en la selva y en las montañas nos habíamos cuidado mutuamente. Una vez intercepté una comunicación de las fuerzas del gobierno seudo-democrático que denotaban que conocían su posición y estaban organizando un ataque en su contra, al avisarle oportunamente, él pudo retirarse a una posición más ventajosa, convirtiendo en una victoria lo que pudo haber sido su fin. Otra vez, mi pelotón estaba siendo masacrado en un combate desigual. Ciro llegó con su columna en mi auxilio, cayendo sobre un flanco del enemigo que huyó en desbandada, dejando gran cantidad de cadáveres tendidos por toda la intrincada selva y capturamos muchos prisioneros –entre ellos a dos oficiales del ejército burgués que fusilamos en el sitio y a una médica que la tomamos para él y para mí como botín de guerra- y armas, municiones y bastimentos.

Después de muchos años de altibajos políticos y militares dimos la batalla por la capital. Asaltamos el Palacio de Gobierno del capitalismo salvaje y con un encarnizado combate tomamos su último reducto y, sobre sus humeantes escombros, iniciamos el proceso revolucionario. La era de los opresores del pueblo había concluido, ahora construiríamos una sociedad justa para todos y todas, con el camarada Comandante Lugo en la Presidencia.

El Presidente de la República, para mantener un contacto más directo con el soberano (el pueblo), decidió y anunció en transmisión conjunta de radio y televisión de todo el país a la nación que contestaría por escrito toda la correspondencia que le enviasen, dando así, oportuna respuesta a todos los planteamientos que le formulasen. Para lograr tal fin entraron a trabajar al Palacio de Gobierno doscientas transcriptoras, entre ellas estaba Magdalena.

Claudine Duprat (la camarada Magdalena) había sido una eficiente y muy valiente guerrillera urbana, se incorporó al proceso como transcriptora de correspondencia en La Secretaría de la Presidencia de La República. Su odio a los burgueses y terratenientes era enorme, ya que su padre y sus hermanos fueron torturados y asesinados por los esbirros del régimen facistoide que aquellos aupaban. Su principal tarea durante la guerra fue la de sacarle información al enemigo, utilizando para ello sus atributos físicos bien desarrollados y su sutil argucia tan bien desarrollada como su cuerpo. Era toda una maestra del engaño.

Cuando fuimos desmovilizados del ejército revolucionario y todos –incluido el Presidente- empezamos a usar ropas de civil, Magdalena vestía ahora sus sensuales prendas con las que conquistó tantos secretos al incauto enemigo, sobresaliendo del promedio de las demás funcionarias que se desempeñaban en el Palacio ya que aquellas no disponían de esos atuendos de burguesa, con ricos accesorios, fino calzado y perfumes caros como los que ella lucía. De no ser porque todos conocíamos de su origen humilde y de sus sacrificios por la causa, se diría de ella que era una infiltrada contrarrevolucionaria y la hubiésemos fusilado allí mismo, bajo el balcón del pueblo, luego de un juicio popular. Todos sus cabellos, pelos y vellos eran rubios, más aún... Dorados. Su contextura atlética, como la de todo buen soldado combatiente, le confería una grácil dulzura en sus firmes movimientos, ya que cuando caminaba con su femenino porte marcial sus pechos iban orgullosos al frente y sus largas piernas, acompasadas por unos brazos de felino torneado, meneaban rítmicamente el trasero más redondo y firme de toda La Revolución.

Era un verdadero placer poder combatir contra ésta camarada y todos le buscaban pelea con la esperanza de llevarla a un campo de batalla, pero ella no desviaba sus recursos en refriegas que, estratégicamente, no le reportaban ningún beneficio. Así era como ella entendía sus relaciones con los hombres, la guerra le había condicionado su conducta porque quería llegar muy alto, muy pronto. Pero tenía un punto débil: sus tácticas para alcanzar su meta estaban equivocadas.

Las veces que el Presidente estaba trabajando en el Palacio yo disponía de mayor tiempo libre, porque en sus profusas giras nacionales e internacionales yo debía acompañarle para prestarle toda la seguridad posible ya que, al ser nuestra revolución declaradamente enemiga de los imperialistas y liberales capitalistas, había muchos que deseaban verlo muerto. ¡Primero mi sangre que la del camarada Comandante Lugo!. Así pues, al regresar a la Capital luego de algún periplo custodiando a nuestro líder máximo, comencé a frecuentar a la camarada Magdalena quien estaba siempre dispuesta a batirse en el campo de batalla a pesar de que sus posibilidades de obtener una victoria eran remotas puesto que no podía hacerme acabar primero que ella. Además, empezaba a disfrutar de los prolongados orgasmos que le venían en medio de los apabullantes ataques, destrozos y saqueos que yo le propinaba con los distintos estilos de combate que practicábamos, cosa que no pudo hacer durante los años de la guerra porque el placer que obtenía al cumplir con su deber era de otra índole.

Siempre estaba lista para luchar y en cuanto se enteraba que yo ya estaba en el Palacio de Gobierno, me buscaba, me localizaba e insultaba mi hombría desafiando mi virilidad y me retaba a batirnos en un campo de batalla que ella ya había predeterminado. En lujosos hoteles que confiscamos a las cadenas del capitalismo internacional, en fastuosas mansiones que abandonaron los burgueses huyendo de la justicia popular o en las limosinas que los gerentes de las transnacionales dejaron atrás con botellas de güisqui a medio tomar. Incluso una vez batallamos dentro de un jet manchado de sangre y repleto de huecos de bala en donde murieron acribillados por nuestras tropas unos de "los más grandes oligarcas" del régimen que aniquilamos cuando se disponían a evadirse cobardemente con sus familias y hasta con un perrito fino muy perfumado y bien peinado, del juicio por traición a la patria que les esperaba. En aquellos escenarios de victoria nuestras respuestas sexuales se tornaban irrefrenables. Con la pasión de mi poder político y militar le metía mi verga, le hurgaba sus entrañas y se la sacaba y se la volvía a meter con verdadera lujuria de insurgente, y ella se sacudía y se removía en el clímax del placer heroico.

 

III

Después de cada combate venía la tregua y acordábamos un armisticio que no íbamos a respetar por mucho tiempo ya que siempre nos veíamos algo el uno en el otro que desataba nuevamente otro combate. Como buen ejemplar del sexo femenino, la camarada Magdalena tenía inagotables recursos lúbricos, reservas eróticas bien entrenadas y una valentía a toda prueba para contener y responder a los ataques de mi ejército por cualquiera que fuese el lado por donde la abordase, bien le cayese de frente, por un flanco o por la retaguardia.

Durante uno de esos ceses de hostilidades ella me manifestó que deseaba tener a su cargo mayor responsabilidad en el proceso revolucionario que encaminábamos, que quería formar parte del séquito que acompañaba al Presidente en sus giras para entrar en mayor contacto con el soberano y que estaría dispuesta a morir si fuese el caso. Yo le respondí que todos teníamos altísimas responsabilidades en cualquiera que fuese el lugar de nuestro desempeño por La Revolución y que, además, mi trabajo requería de un entrenamiento muy arduo, era muy peligroso y que yo no estaba dispuesto a exponerla a más peligros de los que ya había corrido durante la Guerra de Liberación Popular. "De todas formas hablaré con mis camaradas Comandantes de Columna que están ahora en altos cargos ministeriales y diplomáticos, alguno apreciará tus potencialidades", le prometí mientras ella paraba de succionar mi pené y de masajear mis testículos para deslizarse sorpresivamente sobre mí y atrapar a mis tropas de asalto entre sus rígidas mamas, friccionándolas frenéticamente frente a su rostro, desafiándome a que la bombardease con mis armas químicas: "Lléname la cara de leche ahora, soldadito" me decía con desafiante arrogancia lujuriosa.

Al día siguiente fui a hablar con mi viejo amigo y camarada Maurice Nenot, El Comandante Ciro quien, a pesar de estar ambos asignados al Palacio de Gobierno, teníamos meses que no nos hablábamos por razones de nuestros deberes de gobierno y nuestro encuentro fue una gran alegría para ambos.

A diferencia de las oficinas de los burgueses, capitalistas e imperialistas que tienen en sus despachos un "barcito" con sendas botellas de güisqui y de vodka, en el lugar de trabajo de un buen revolucionario no hay una sola gota de alguna bebida alcohólica, y entonces, para conversar de nuestros asuntos, lo hacemos mientras bebemos un delicioso y refrescante jugo de mango, guayaba o parchita. Pero como la ocasión de nuestro reencuentro lo ameritaba, pedimos un carro con chofer y escolta y nos fuimos a conversar a uno de los tantos ostentosos restaurantes en donde antes los pequeño-burgueses serviles atendían con esmero interesado en las propinas a los oligarcas y terratenientes que dominaban y explotaban a nuestro sufrido pueblo, preparándoles ricos manjares y celebrando sus excesos con ampulosas genuflexiones y frases cargadas de adulancia. Ahora esos recintos de un pasado superfluo y vergonzoso son del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.

En fin, tratamos varios asuntos de los cambios revolucionarios y nos intercambiamos información acerca de nuestras respectivas experiencias de gobierno. Cuando estábamos ya en la segunda botella de ron le pregunté si conocía a la camarada Magdalena, a lo cual me respondió con un "claro que la conozco muy bien", soltó una carcajada y agregó: "Está buenísima y cree que con eso y con revolcarse en una cama conmigo va a pasar a un alto cargo de La Revolución".

Pues conmigo está haciendo otro tanto, ¿¡y quien sabe con cuantos más!? Le comenté decepcionado por lo cínica y persona de cuidado que de ella se descubría.

Ella no sabe que somos amigos de toda la vida y piensa que no nos vamos a contar de nuestras fortunas con mujeres como esa. ¡Como si haber sido una puta que se tragó la leche de todos los sátrapas del antiguo régimen de éste país fuese más importante que el haber buscado comida juntos en los basureros!. Comentó Ciro con ira en su rostro, apurando otro trago.

O haber matado a tantos enemigos para salvarnos el pellejo el uno a al otro, agregué con pesadumbre, apurando también mi trago.

¿Recuerdas cuando nos deleitamos durante más de un mes con una médica que capturamos en la batalla de Corozopando? Me preguntó de repente Ciro con un brillo maléfico en sus ojos.

¡Si! ¡Para cuando la liberamos ya no se quería ir del campamento!. La teníamos bien adoctrinada, puntualicé haciendo con entusiasmo la señal internacional de la fornicación.

¡Vamos a darle una lección a ésta tipa! Saltó Ciro.

¡Vamos a torturarla hasta que se arrepienta de haber nacido! Le secundé mientras hacía señas al camarada mesonero para que nos trajese otra botella de ron.

Pasamos un par de horas más haciendo nuestros planes para "educar" a la camarada Magdalena a no meterse en las profundidades del poder. Una cosa era tener sexo bien remunerado con los atontados burgueses y sus bobalicones esbirros, y otra muy diferente era manipular a los de la plana mayor revolucionaria para obtener favores y prebendas personales.

 

IV

El camarada Ciro la llamó por el teléfono interno a su lugar de trabajo para invitarla a cenar (y a todo lo que sigue después) para esa misma tarde y ella aceptó entusiasmada con la condición de que pasasen primero por su casa a fin de ella poder vestirse para la ocasión. Al concluir la llamada –que yo también estaba escuchando por el altavoz- me dijo: "Ahora vamos a esperar una media hora y luego la llamas tu desde aquí mismo" y me sirvió otro jugo de guanábana que era la fruta del día en el Palacio de Gobierno.

Hola camarada Magdalena, es un placer escuchar otra vez tu hermosa voz. Le dije con premeditado entusiasmo.

Ay, a mi también me complace escucharte. ¿Estás en el Palacio?. Me preguntó por preguntar ya que ella sabía que sólo cuando yo estaba en el Palacio es que me comunicaba con ella porque de lo contrario estaba en mi misión de proteger al Presidente.

Si aquí estoy cerca de ti. El Presidente sale mañana en una gira de tres días y quiero verte antes de irme con él... ¿Qué te parece si te paso buscando por tu casa a eso de las siete? Le propuse con tono insinuante, levantando la mirada hacia Ciro, quien sonreía asintiendo con la cabeza a la vez.

Caramba camarada en que problema me pones. Mañana tengo que presentar un examen de Teoría del Estado muy difícil y voy a estudiar lo más que pueda y no debo trasnocharme. Contestó descaradamente la muy zorra como lamentándose.

¿¡Teoría del Estado!? ¡Yo te puedo explicar todo lo que quieras! Tu sabes que soy Politólogo y manejo el tema muy bien. Me apuré en contestarle para cerrarle más el cerco.

Gracias, yo se que me serías de gran ayuda pero es que también mi mamá está enferma y quiero estar acompañándola y cuidando de ella. Me dijo ahora aumentando su mascarada.

¡Bueno, no importa! La acompañamos y la cuidamos los dos mientras estudiamos. Le comenté con naturalidad, dando otro apretón de tuerca.

Es que mi casa es muy pequeña y nuestra charla va a causarle molestias a mi vieja ya que tiene mucho malestar por esa gripe que está dando. Además, tu sabes que vamos a terminar en medio de una feroz batalla y eso si es verdad que va a molestar a mi mamá. De todas formas muchas gracias por tu ofrecimiento desinteresado como todo buen revolucionario que eres. En cuanto regreses llámame si es que te atreves a exponer a tu ejército una ignominiosa derrota. Me dijo, creyendo la muy taimada que se me escapaba con esos halagos y ofrecimientos.

Está bien, espero que tengas éxito en tu examen y que tu mamá se mejore pronto. ¡Hasta la vista camarada, nuestro deber es vencer! Le dije siguiéndole la corriente ya que Ciro me hacía señas de dejarla hasta ahí.

Hasta pronto camarada. Que tengas suerte. Te estaré esperando lista para el combate. Besitos. Finalizó siseando e insinuándose con empalagosa complacencia en las últimas frases.

Ciro sonreía Maquiavélicamente, bebió más jugo y me comentó: "¡Ahora no hay dudas! Vamos a activar el plan". Esperamos otra media hora y Ciro volvió a llamarla para cancelar su cita ya que –mintiendo- le dijo que el Presidente había convocado a una sesión urgente y extraordinaria de Consejo de Ministros y que, por supuesto, él como Secretario, debía asistir sin excusas. Se disculpó y fijaron la cita para el día siguiente, la cual Magdalena, cautelosamente –dejando lo de la enfermedad de su madre como vía de escape- aceptó ya que en ese momento estaba en ascuas puesto que mis movimientos iban con los de nuestro líder camarada Comandante Lugo y no sabía a que atenerse ante la presencia de ambos solicitando su compañía, y también le anunció lo de un examen de Historia de los Cambios Políticos que tendría al día subsiguiente, con lo cual, premeditadamente, evitaba una doble tanda con Ciro por si yo la llamaba.

Al terminar esa conversación Ciro tenía ganas de darle un mayor escarmiento del que le teníamos planeado y me lo hizo saber en detalle. Tantos años elaborando estratagemas para destruir enemigos habían configurado su cerebro con la asombrosa capacidad de elaborar con detalle y sin ninguna dificultad los pasos a seguir para darle la lección de su vida.

Una hora más tarde la volvimos a llamar, siendo yo el interlocutor. Le anuncié con fingido entusiasmo que la agenda presidencial se había modificado y que estaría en el Palacio por los próximos tres días y nos citamos para el día cuando ella supuestamente tendía el examen de Historia de los Cambios Políticos, esperando así la pronta mejoría de su "enferma" madre. Y su destino quedó prefijado: una vez Ciro, otra vez yo. Pero sería para fornicar con un esquema preestablecido que no podría manipular.

Ciro la llevó entonces a cenar y luego la invitó para su casa, una hermosa mansión de donde él mismo desalojó a los antiguos propietarios y los puso a vivir en un pequeño apartamento de dos habitaciones y un baño, en cuyo edificio había que acarrear el agua por las escaleras ya que el sistema de bombeo y los ascensores estaban dañados.

Ella se estaba desnudando con sensuales y exóticos movimientos, pero cuando le dio la espalda y dobló la cintura desplegando sus amplias caderas para darse unas nalgadas, él no aguantó más y cayó sobre Magdalena antes que se quitase la minúscula pantaleta, que apartó la telita a un lado y, con una sola estacada, la lanceó con toda la fuerza de su venganza y ella gemía, se quejaba y se retorcía de placer. Al finalizar aquella feroz incursión, Ciro se apoderó de la pantaleta que aún llevaba puesta despojándola de ella como cuando se desarma al enemigo derrotado, se la restregó con ahínco por todas sus entrepiernas y le dijo que iba a expropiarle la prenda como botín de guerra. A la camarada Magdalena le pareció aquello una acción ideológicamente excitante pero le juró que no volvería a pasar, ya que más nunca llevaría una braga puesta a un combate contra él.

A la medianoche me llamó el camarada Ciro para informarme que la primera sección de la fase uno del plan ya había sido completada. Me dio el parte de guerra no omitiendo ningún detalle de la refriega que habían sostenido, destacando con orgullo el acto de incautación de su ropa íntima.

Según lo planeado la llevé a cenar y luego la invité para mi casa, una soberbia Casona estilo Colonial cuyos antiguos propietarios se negaban a deshabitar alegando ancestrales derechos; hice vaciar la piscina, los obligué a entrar en el foso y los rociamos con más de un millar de proyectiles, luego mande a llenar el hoyo con varias camionadas de tierra y arena. Ahí están pudriéndose. Nadie sabe donde va a ir a dar con sus huesos.

Ella se estaba desnudando con sensuales y exóticos movimientos, pero cuando me dio la espalda y dobló la cintura desplegando sus amplias caderas para darse unas nalgadas, yo caí sobre Magdalena antes que se quitase la minúscula pantaleta, le aparté la telita a un lado y, con una sola estacada, la lanceé con toda la fuerza de mi venganza y ella gemía, se quejaba y se retorcía de placer. Al finalizar aquella feroz incursión, yo me apoderé de la pantaleta que aún llevaba puesta despojándola de ella como cuando se desarma al enemigo vencido, se la restregué con ahínco por todas sus entrepiernas y le dije que iba a expropiarle la prenda como botín de guerra. A la camarada Magdalena le pareció aquello una acción ideológicamente excitante pero me juró que no volvería a pasar, que ya más nunca llevaría una braga puesta a un combate contra mí.

Llamé a mi camarada Ciro para informarle que la sección uno, fase dos se desarrolló según lo trazado. Le di el parte de guerra sin omitir detalle y entonces decidimos activar la segunda sección. Repasamos los detalles y nos dispusimos a entrar en acción.

Al día siguiente Ciro no la llevó a cenar ni nada previo. Con el alegato que tenía que hacer unas transcripciones de unos Decretos que debían salir publicados en la Gaceta Oficial de mañana, la metió en la habitación número ocho de un hotelito en las cercanías del Palacio de Gobierno, la puso en cuatro patas, le subió la falda, encontrando sus grupas "peladas" sin ninguna pantaleta, la sujetó firmemente por las caderas y le dio una zurribanda como si fuese un rinoceronte enardecido. En los momentos culminantes, mientras le metía dos dedos por el ano, le gritó: "Que rica estás ‘Magda’, guarda toda mi leche en esa cuca... toma leche... toma". Y luego de recibir la abundante descarga seminal, Magdalena se incorporó con la vagina inundada de semen, que empezaba a escurrirse por el lado interior de sus muslos. Ciro, después de subirse el pantalón, le paso la mano por las piernas recogiendo sus propios humores que hace poco le había descargado y se los puso frente a su cara y le ordenó lamer, lo cual ella hizo con avidez y fruición.

Al día subsiguiente no la llevé a cenar ni nada previo. Con el alegato que tenía que estar lo más cerca posible del Presidente ya que era inminente una salida para su tierra natal, la metí en la misma habitación número ocho del mismo hotelito en las cercanías del Palacio de Gobierno, la puse en cuatro patas, le subí la falda, apareciendo ante mi un trasero "pelado" cumpliendo así su juramento de no portar pantaletas durante la batalla, la sujeté firmemente por las caderas y le di una zurribanda como si fuese un rinoceronte enardecido. En los momentos culminantes, mientras le metía dos dedos por el ano, le grité: "Que rica estás ‘Lena’, guarda toda mi leche en esa cuca... toma leche... toma". Y luego de recibir mi abundante descarga seminal, Magdalena se incorporó con la vagina inundada de semen, que empezaba a escurrirse por el lado interior de sus muslos. Después de subirme el pantalón, le pasé la mano por las piernas recogiendo mis propios humores que hace poco le había descargado y se los puse frente a su cara y le ordené lamer, lo cual ella hizo con avidez y fruición.

 

V

Mientras degustábamos un jugo de papaya en la oficina de Ciro y decidíamos qué hacer ante el inminente fracaso de nuestro plan ya que sus ambiciones personales eran tan fuertes que aceptaba lo que le hacíamos sin protestar nuestra actitud y sin ni siquiera darse por aludida, la dueña de esas pretensiones descomedidas que podían llevar al traste a muchos avances de La Revolución entró sin anunciarse y se plantó frente a nosotros. Mirándonos con dulzura, con los ojos húmedos, se soltó la falda dejándola caer a su alrededor mostrando unas ligas color rosa, sin pantaletas debajo, que sostenían unas medias negras que incrementaban la escultural belleza de sus piernas y nos dijo con un nudo en la garganta: "Porqué me están haciendo esto si yo los amo a los dos".

 

FIN