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Teresita (1)

en Confesiones

Puntual como siempre, esperando en misa de 8, estaba doña Pura Aguayo. La nariguda y elegante dama, estaba ataviada toda de negro, con mantilla sevillana y vestido de seda cuyo cuello de encaje adornaba con un camafeo de marfil.

Sus dedos nudosos pasaban las cuentas de su rosario de plata, mientras el gesto agrio de su boca de labios flacos alargaba aún más su marchita cara.

Mientras, en la banca de atrás, su sobrina observaba maravillada la suntuosidad del templo.

Teresita tenía unos ojos negros y pícaros, brillantes como capulines. Sus trenzas le colgaban a ambos lados de la cara, y sus mejillas tostadas por el sol campesino hacían parecer su piel como la de un durazno fresco.

Estaba sentada en la banca de atrás como castigo, pues doña Pura se había enojado por haber abandonado la nave central de templo sin avisarle. Lo que no sabía era que el hijo de don Juan de Erauzo la había llamado con mucha insistencia a la sacristía, donde se las ingenió para que ella se detuviera justo sobre un espejo que había puesto en el suelo para verle los calzones.

Esa blanca prenda interior pasó a un segundo término en cuanto Chimino, que así se llamaba el muchacho, pudo ver el espectáculo de esas piernas gordas y macizas, que de tan duras y llenas que estaban, semejaban dos columnas de granito. Su cara debió ser muy transparente, pues primero abrió mucho los ojos, después la boca y quedó como pasmado sin oír a Teresita que impaciente preguntaba para qué la había llamado, lo que hizo que la muchacha siguiera la trayectoria de su mirada y se diera cuenta de la pequeña trampa en la que había caído.

Entonces, súbitamente, la cara de Chimino cambió de la arrobación total a la congestión causada por una veloz bofetada que le cruzó el pálido rostro, poniéndolo encarnado. Ah, qué…vieja caraja, pensó Chimino para sus adentros, sin atreverse a soltar el sahumerio que tenía entre las manos. La vio salir echa una furia, y ya en la puerta la muchacha se volvió para decirle alguna cosa, en el momento en que doña Pura apareció junto a ella pescándola por la oreja con su mano huesuda, regañándola en voz baja y llevándosela de ahí.

La arrebolada mejilla de Chimino ahora estaba a la par que la enrojecida oreja de la chamaca, pero de todas maneras, el pensamiento de que en cuanto acabara la misa podría ir con sus amigos y contarles lo hizo sonreír.

En tanto, Teresita había tenido tiempo suficiente para rehacerse de la confusión y vergüenza de que su tía la zarandeara delante del briboncete ese. Ahora sus ojos observaban todo con admiración; los cuadros antiguos, obscurecidos por la pátina del tiempo, desde donde santos de caras transidas de dolor la miraban con ojos severos.

Dejó la observación de las pinturas para observar el altar, cuyo trabajo revestido de hoja de oro la impresionó a tal punto que bajó la vista para observar sus pequeños y morenos pies donde relucían unos huaraches nuevos.

En ese momento un sacerdote viejito y arrugado comenzó a oficiar la misa, mientras Chimino de cuando en cuando la observaba de reojo, mal disimulando una sonrisa burlona.

Esa tarde doña Pura la envió a la costurera, que vivía en un barrio apartado. A mitad del camino, ya lejos de la última casa, donde comenzaban los trigales, unas carcajadas la hicieron voltear.

Era Chimino, que imitaba grotescamente su manera de caminar y le hacía señas obscenas.

Pronto estuvo junto a ella, midiéndola como un gato montaraz a su presa. La adolescente sólo tuvo tiempo de observar su desagradable sonrisa y sus ojos brillantes antes de comprender que su garganta estaba cerrada por la angustia de sentir un peligro inminente.

Todo sucedió muy rápido. Trató de correr, pero Chimino la alcanzó en dos zancadas, y se avalanzó sobre ella parando en el aire un golpe que la muchacha trató de lanzarle, apretando su muñeca y pasándole su propio brazo por atrás, de manera envolvente, de modo que con una sola mano la logró someter pues el otro brazo quedaba así mismo atrapado entre el brazo de él y el costado de la muchacha.

Con la otra mano, de un solo jalón desgarró la blusa de manta donde un par de senos redondos, pequeños y duros se agitaron por el forcejeo espoleando el deseo del muchacho, que cayó sobre ella pesadamente, aplastando con su cuerpo las formas femeninas que luchaban desesperadamente por liberarse, retorciéndose, contorsionándose, tratando de evitar el bulto duro que se adivinaba entre las piernas del muchacho.

En determinado momento, ella logró liberar las manos, y sus uñas se clavaron como puñales afilados en el rostro de su atacante, que a pesar del dolor y la sorpresa aprovechó el momento para de un tirón desprenderle la ropa interior colocando en seguida una rodilla entre las piernas de la muchacha, que exhausta por la desigual lucha aún se defendía, indiferente al dolor que las piedras del camino inferían a su piel, ya cubierta de polvo y sangre.

Fue como si estuviera sin estar. Sabía que de su garganta salían gritos entrecortados, y veía la boca de Chimino que exhalaba a través de los dientes apretados rugidos de fiera, pero no estaba segura de oírlos realmente, así como no estaba segura de que fueran sus propias lágrimas las que rodaban de sus ojos por sus mejillas, porque sólo percibía una humedad caliente.

El aliento de Chimino la bañaba literalmente. Sus manos como garras recorrían su carne lastimándola y hurgándola hasta en sus lugares más secretos, mientras su boca alternativamente la besaba con furia salvaje, como si quisiera sangrarle los labios, mordiéndoselos, o chupándoselos como si fueran duraznos jugosos, para luego pasar al cuello o a los pechos, cuyos pezones oscuros encendían aún más su ansiedad, incitándolo a morderlos ya que dada la resistencia de la muchacha no habría podido chupárselos como hubiera querido.

En un momento determinado, ella sintió algo tibio, suave y espantablemente duro abriéndose paso a través de su carne. Ya no podía hacer nada. El cuerpo de Chimino estaba en medio de ella, con sus rodillas dobladas a los costados de él. Sus embates violentos cortaban en dos sus gritos espantados. Lo último que vio fue un pedazo de cielo azul donde una nube blanca flotaba, resplandeciente y solitaria. Lo que siguió a continuación fue la negrura, la sensación de caer en un vacío en espiral donde sus entrañas palpitantes y húmedas eran desgarradas inmisericordemente mientras oía su propio grito: "nnnoooooo!!".

Al volver en sí ya estaba oscuro. Las ranas croaban en la charca cercana, y por un instante se preguntó dónde estaba, sin recordar lo que había sucedido. Trató de incorporarse y entonces su cuerpo maltrecho, sus ropas hechas jirones le recordaron lo que había pasado.

Encogió las rodillas, escondiendo entre ellas la cara y rompió a llorar.

No le dijo a nadie lo que había pasado. ¿para qué? El apellido Erauzo pesaba como los canastos de plata que sacaban de sus minas, era tan vasto como sus propiedades, famoso a ambos lados del océano.

Afortunadamente para ella, poco después de este incidente, su vida cambió súbitamente. La enviaron a un colegio de señoritas de la capital, donde, entre clases de francés, etiqueta y "saber estar", imperceptiblemente, algo fue cambiando no sólo en el trato de la muchacha, sino en su cuerpo, cuyas redondeces se habían hecho más voluptuosas y su cintura más breve. El conjunto era algo indefinible que la llenaba de un encanto atrayente, sugerente y mórbido, sin que nadie pudiera decir qué era, pero que estaba ahí.

Tal vez hubieran sido los enormes ojos negros que ahora miraban de una manera más reposada y dulce, que jamás posaba directamente en su interlocutor más de unos segundos, para después bajarlos tímidamente al amparo de la sombra de sus largas pestañas. Tal vez era el caminar que la hacía parecer una ninfa, o la sonrisa breve que a veces iluminaba su cara.

Y así, llegó el día de volver a casa. Se despidió con tristeza de sus maestras, sus compañeras y tomó la diligencia. A cada paso de los caballos, parecíale recordar su propio rostro asustado, reflejado en los crueles ojos verdes de su victimario, brillantes como de fiera en celo.

Al principio del internado a menudo había despertado a media noche de pesadillas, ahogando sus propios gritos aterrados en la almohada por temor a que alguien la hubiera podido oír, si bien al pasar el tiempo comenzó a olvidar.

¡Pero ahora! Regresar al entorno donde todo había sucedido le encogía el corazón en el pecho y solamente rogaba porque su agresor, a quien habían enviado a España después que ella entrara al internado en la capital, no hubiera vuelto.

Sin embargo, "no hay plazo que no se venza, ni deuda que no se pague"