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El esposo de mi madre

en Amor filial

Yo adoraba a mi padre. Le recuerdo con sus cabellos canosos revueltos por el aire, y su figura juvenil, la mañana de mi cumpleaños número 16.

Su regalo para mi fue un auto convertible, pero eso no era lo que hacía que lo quisiera tanto. Yo era su princesa, y él para mí, un rey bondadoso y comprensivo.

Siempre que podíamos, estábamos juntos, cuando mi colegio o sus negocios no interferían. Mi madre… de ella sería mejor no hablar. Ella le era infiel con su socio, hombre traidor y viperino que no conforme con crecer financieramente a la sombra de mi padre, le había birlado a la mujer.

No sé si mi padre lo supiera. Todos en la casa lo sabíamos. Lo sabía el chofer, la mucama, y hasta yo, que hubiera preferido nunca enterarme de la perfidia de mi madre.

Jamás he podido perdonarle que no hubiera sido leal con el hombre que le dio su nombre, su posición y su amor.

Días más tarde, mi padre estaba muerto.

Los peritos determinaron una falla en los frenos de su auto, que se desbarrancó por una cuneta de la carretera.

Todo lo que siguió, fue como una película muda; recuerdo su féretro, a muchísima gente vestida de negro, pero mis recuerdos no abarcan ningún sonido, ninguna palabra que hubiera oído... sólo el espantoso dolor de haber perdido al ser que más amaba y que más me amaba a mí.

Apenas un año después del accidente mi madre y su amante se casaron, y el fulano vino oficialmente a instalarse a casa.

Le pedí a mi madre que me enviara a un internado, so pretexto de que un cambio de aires me vendría mejor.

En Suiza, me enseñaron a ser una dama en 4 idiomas. Conocí a muchachas de mi edad y posición, pero el hueco en mi corazón no desaparecía por mucho que me ocupara durante los días, y de que de cuando en cuando me echara un noviete con algún muchacho hermoso, rico y aburrido.

Incluso, recuerdo que mi despertar al sexo no fue la experiencia idealizada por cualquier mujer. No estaba enamorada, el muchacho era un inexperto, solamente fue "spass!" y ya.

De modo que así fui por la vida; con amigos que no eran amigos verdaderos, amores que no eran ciertos y sabiendo que lejos de ahí estaba mi casa, la cual no era un hogar.

Un día recibí una llamada del administrador de mi padre, notificándome que mi madre había quedado parapléjica y quería verme.

Mi corazón debería estar ya suficientemente petrificado para recibir cualquier cosa de ella con ecuanimidad, pero no pude evitar sentir como ácido en el corazón su solicitud.

En tantos años, ni una sola Navidad, cumpleaños o fin de curso lo habíamos pasado juntas.

Una vez o dos coincidimos en la misma ciudad en vacaciones, nada más.

Y ahora pedía la muy zorra que acudiera a verla.

Sinvergüenza. De todos modos, fui. No era cosa de hacer que me desheredara y le dejara todos los bienes de mi padre a su marido.

Para sorpresa mía, parecía haber un genuino afecto entre ellos. Afecto de compinches, me dije para mis adentros al ver la solicitud con que la atendía y las sonrisas que tenía para ella. También tenía para mi una deferencia especial, que un ojo neófito habría juzgado de "paternal", pero que a mí me asqueaba profundamente, aunque tenía que disimular, porque bien o mal, era el esposo de mi madre, que estaba paralítica y me había mandado llamar, tal vez para reconciliarse conmigo, tal vez por remordimiento por no haberme buscado en tantos años; tal vez su postrer intento por sentirse MADRE por única vez en su vida.

Después, ella murió. Yo estuve muy entera, atendiendo a que el funeral fuera lo que le hubiera gustado: un evento social de buen gusto, donde lo que menos importaba eran las lágrimas verdaderas.

A los días, el notario llegó a leer el testamento. Mi madre disponía que la herencia pasara íntegramente a manos de mi padrastro, en su calidad de padre mío. Al oír la palabra me escandalicé. ¡Mi padre! ¡comparaba a ese rufián con mi padre!

Muda, continué oyendo: había una cláusula especial en la que se asentaba que mi padrastro debería dispensarme las atenciones y afecto paternal. En caso de incumplimiento, la herencia pasaría íntegramente a mí.

Habría soltado la carcajada si la situación no hubiera sido trágica. De modo, que para poder entrar en posesión de lo que a mi padre le costó tantos años de esfuerzo, mi padrastro se veía forzado a ser un padre paternal, valga la redundancia, para mi.

Hum!

Pasada la primer intención de dar media vuelta e irme, reflexioné que para mí, vivir en la casa familiar con mi padrastro, o vivir en cualquier otra parte del mundo me era igual. No era el dinero. Hacía tiempo que yo ganaba el mío propio.

Además… el tipo, con su cara de oveja inocente me hacía sentir furiosa.

Lo soporté un par de semanas. Hasta que una noche lo sorprendí mirándome las pantorrillas.

Me hice la disimulada, incluso voltee a otra parte, pero como no queriendo crucé la pierna y lo dejé observar por unos segundos una generosa parte de mis muslos, visión que hizo que la pipa que fumaba cayera al suelo. Al agacharse él para recogerla, hice como que apenas me estaba dando cuenta de su presencia; descrucé la pierna y me cubrí.

Pero esos instantes habían bastado para notar su turbación, lo que hizo que esbozara para mis adentros una malévola sonrisa.

A partir de entonces, fui yo quien alteró su paz y tranquilidad.

A veces, como al descuido, ponía mi pequeña mano en su espalda u hombro, y aunque el contacto duraba sólo un instante, disimuladamente observaba como se le erizaba la piel del cuello. Después continuaba con lo que estuviera haciendo, como si nada hubiera sucedido.

Otras veces, eran mis ojos, que lo veían fijamente y se entornaban como en una lujuriosa evocación de tiempos pasados, aunque mi boca y mi lengua a veces se movieran incitantemente, como anticipándose a placeres por venir.

Un par de veces, sentados en el salón uno frente a otro, la tensión era tanta que él se levantaba, avanzaba un paso… y entonces con una sonrisa burlona, indiferentemente, me iba de ahí, o llamaba al servicio para que rompieran con su presencia el magnetismo que llenaba la habitación.

Luego, al irme, me alejaba meneando las caderas y a alguna distancia volteaba con una sonrisa para comprobar que sus ojos me seguían, alelados.

Una noche, al volver de una fiesta lo encontré, parado al final de la escalera. Le sonreí al ir subiendo hacia él, comenté que era muy tarde y que estaba cansada, a tiempo que me desabrochaba la blusa y veía su mirada fascinada en mi escote. Al pasar junto a él su exasperación fue tal que me sujetó por ambos brazos, para luego quedar desarmado cuando le dí un beso en la mejilla: "buenas noches, papá". Fue como un cubetazo de agua helada que lo dejó clavado en el piso, mientras yo me alejaba rumbo a mi habitación.

El gato estaba listo para saltar a la caja.

Tres días después, a la hora de la comida le comenté que había dado la tarde libre a los sirvientes. Que yo misma le llevaría la merienda a la biblioteca.

Él no contestó nada. Se limitó a observarme cuando me levanté voluptuosa y lentamente, y aún pasé a hundir un dedo en la mermelada, para después chuparlo intencionadamente frente a él.

Eran las cinco de la tarde y por los vitrales entraba una luz clara que contrastaba con los libreros de caoba, que contenía tantos ejemplares raros que mi padre adquirió a lo largo de su vida y que ahora servían de adorno a un ignorante bien vestido, como era mi padrastro.

Entré despacio, entornando la puerta tras de mí. Avancé hacia el escritorio mirándolo provocativamente, sin hablar, mientras con ambas manos abría poco a poco el abrigo que llevaba puesto.

El alzó la mirada y no se movió.

Me le quedé viendo con descaro, disfrutando de su sorpresa. Bajo el abrigo que acababa de abrirme no había nada más que mis pechos grandes y redondos como dos melones maduros, que se movían a resultas del ondulante movimiento de mis hombros.

Cuando logró apartar la vista de ellos me miró a la cara con gesto desamparado. Ambos sabíamos cuán indefenso estaba ante mí.

Puse mis manos en mis caderas para remarcar aún más la brevedad de mi cintura, y luego en un coqueto gesto extendí el brazo derecho para señalarle con el dedo índice que se acercara.

En ese punto, ya parecía un perrillo faldero, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Lo sujeté de la corbata y atraje su rostro al mío, y con una sonrisa malévola gemí en su oreja, y noté enseguida como la piel de su cuello se erizaba y se congestionaba a mi tacto.

Giré el rostro y con mucha suavidad, como un gato, lamí su mejilla pasando mi lengua por su piel arrebolada.

Sus manos crispadas en los brazos del sillón me indicaban la lucha encarnizada entre su carne y su conciencia. Sus labios, apretados y lívidos hubieran querido ordenar que me marchase, pero una fuerza superior a su voluntad los mantenía cerrados.

Me separé un poco para que pudiera observar como llevaba mis manos a mis pechos, acariciando sus redondeces y rozando mis pezones que se irguieron desafiantes en dirección a su boca cerrada.  Me acerqué de nuevo y entonces me senté en sus rodillas con las piernas abiertas frente a él.

Sus manos se cerraron como garras sobre mis nalgas, hundiendo sus dedos en mis carnes y buscando con su boca la mía, pero eché la cabeza hacia atrás y entonces hundió su rostro entre mis pechos.

Era mío. Toda su altivez y vanidad estaban por el suelo. Yo había ganado esa batalla de orgullo  en la que él, con toda su hombría y toda su fuerza, se desbarataba como mantequilla entre la ardiente piel de mis muslos.

Me puse en pie como para terminar de desvestirme, pero en lugar de eso me puse el abrigo y me dirigí a la puerta.

Como un rayo se puso de pie y de una sola zancada me alcanzó, cuando yo tenía ya la mano en el picaporte.

Me sujetó con fuerza atrayéndome hacia su cuerpo pero entonces notó la expresión de mi cara, que era de frío desprecio y de burla.

Sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, laxos, y entonces sí, reí. Con una risa de fiera, breve, cortante, onerosa.

 

La puerta se abrió para dar paso al camarógrafo que había captado los momentos en que mi padrastro me acariciaba lascivamente y que después esgrimí como prueba determinante de que sentía por mi cualquier cosa menos cariño paternal.

Después del escándalo, me mudé a Polinesia, donde vivo una vida anónima y feliz.