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Teresita (3: Final)

en Confesiones

Teresita III

El peinado de Teresa, hecho con mucha gracia, brillaba dejando entrar relámpagos de luz a su cabello color azabache. Su vestido de un tenue tono azul realzaba la soberbia belleza de sus hombros redondos, la brevedad de su cintura, la desafiante forma de sus pechos llenos.

Desde más allá de la puerta del jardín, amparados en la oscuridad, los ojos de Chimino no se apartaban de ella, cargados de apremiante deseo. Ardía en ganas de besar y morder esa boca carnosa, para después obligarla a engullirse su sexo, chupándolo, succionándoselo hasta llevarlo a un orgasmo cataclísmico…Le era muy fácil imaginarla a sus pies, rogándole que se lo metiera ya, con los pezones erectos, entreabierta de piernas, a través de cuyo ensortijado vello percibiría claramente el aroma de su sexo hambriento.

Esa real hembra tendría que volver a ser suya. De grado o por la fuerza. Aunque, claro, ahora había otros problemas. Entre ellos, que al ser reconocida como heredera por su tía, ahora no era más la muchachita indefensa que se comiera –literalmente- hacía años. Por otra parte, ¡estaba tan buena!

Esos pensamientos le arrancaron una sonrisa cínica, reflexionando en que a él nada se le podía negar. Lo que no conseguía su galante apostura o sus seductoras maneras, lo lograba su aura de macho, sensual, majadera, que no lograba disimular del todo bajo sus educados ademanes. Podría decirse que poseía ese magnetismo animal que llamaba a las hembras, despertando sus deseos, sus fiebres, sus instintos. Incontables eran las veces que se había visto involucrado en aventuras con mujeres casadas, viudas, ¡hasta monjas!

Y cada nuevo episodio le había dejado el sabor de la carne que se ofrece ya rendida, avasallada ante el deseo atormentador que elimina todas las barreras y zanja todas las dificultades. En cambio Teresa no parecía de esas. Y una mueca burlona y desagradable apareció en su rostro al pensar que pronto lo comprobaría.

Entró al salón, donde las miradas femeninas confluyeron en él. Muy alisado el cabello rubio, un rizo sin embargo se había escapado y colgaba sobre su frente. Su sonrisa, de dentadura blanca y perfecta era el marco adecuado para sus doradas cejas, los ojos azules, la piel suave como la de una mujer y sin embargo varonil y fuerte, y la boca pequeña y sonrosada sobre un mentón prominente y masculino, prometiendo a todas las miradas femeninas el mejor revolcón de su vida.

Como si no fuera bastante, sus hombros anchos y fuertes, sus piernas ágiles y duras, ese sexo abultado que se percibía bajo los pantalones de gamuza comúnmente conocidos como chinacos, pegados al cuerpo, denotaban claramente sus nalgas duras como la piedra.

Era el momento del calabaceado, y tocó el hombro del acompañante de Teresa para indicar que quería bailar con ella, a quien no le quedó más remedio que aceptar el cambio, sintiendo un frío glacial en la espalda al sentir la mano del muchacho en su cintura. Detestaba el gesto de superioridad de su sonrisa, el aire seductor de su mirada. ¿Qué pensaba? ¿Qué ella había olvidado? ¿O que para ella no había sido nada, como seguramente nada había sido para él?.

Sintió ahogarse. Lo retiró de sí, y deshaciéndose de su abrazo buscó la salida hacia el jardín, a donde Chimino la siguió.

-Hola, maja. Que los años te han sentao de maravilla. Te ves más bella y má mujé.

Teresa, que estaba apoyándose con las manos del barandal, tembló al oír su voz y levantó una mirada sobresaltada. Retiró en seguida la mano cuando el trató de tomarla. Retrocedió un paso y entonces él se recargó en una de las columnas, mirándola de arriba abajo, con desparpajo.

-No me moleste. Apártese de mí.

Giró sobre sus talones, pero no había dado el primer paso cuando él ya estaba al frente suyo, bloqueando con su cuerpo su retirada.

No le dio tiempo ni de gritar, aplastando con su boca la de la muchacha, y con la misma habilidad de hacía años con una mano la tomó por la cintura mientras metía bruscamente la otra por el escote del vestido, sacando ambos pechos rápida y limpiamente.

Después con su cuerpo inmovilizó el de Teresa contra la columna, tapándole la boca con una mano, mientras la otra estrujaba uno de los pechos, masajeándoselo en un momento para en el siguiente pellizcar el erecto y oscuro pezón. Del otro pecho se encargaba su boca, chupándole y mordiéndole alternativamente hasta que la muchacha involuntariamente exhaló un gemido de placer. Estaba hecho. Después de besarla y tocarla unos minutos más, le susurró que se retirara temprano pretextando una jaqueca y que dejara abierta la puerta del balcón.

No fue necesario siquiera que fingiera mucho. Realmente sentía las mejillas ardientes y la cabeza le daba vueltas. Se dirigió a su cuarto, y comenzó a desnudarse deshaciendo también el peinado, por lo cual su largo cabello cubrió en dos guedejas sus pechos desnudos. Lo oyó al saltar en la terraza, y la palpitación de su corazón desbocado le hizo saber que no tenía remedio. El hombre que la había tomado por la fuerza cuando era una chiquilla, la seduciría esta noche como un hombre seduce a una mujer.

Retrocedió hasta el dosel de la cama. De haber tenido más experiencia, habría gritado, o no habría subido a su habitación, o le habría pedido a su nana que la acompañara... En cambio ahora, se encontraba frente al tigre hambriento de su carne, separada de él sólo por la puerta de vidrio velada por las tenues cortinas.

Con un leve clic la cerradura cedió ante la hábil manipulación de la ganzúa. El sinvergüenza bien que iba preparado.

Entró, cerrando de nuevo la puerta tras de sí. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo divisarla, vistiendo sólo sus largos calzones bordados, cubriendo con las manos ambos pechos, y con el cabello sobre ellos, no se apresuró.

Sabía el efecto que su masculinidad provocaba en las mujeres. Comenzó por despojarse de la camisa, y así, con su amplio pecho desnudo se acercó a Teresa, tomándola por la cintura y buscando golosamente sus labios, mientras con la mano libre exploraba lenta y sabiamente las formas de la muchacha, que no pudo evitar un suspiro cuando Chimino rozó sus nalgas suavemente, erizándole la piel de todo el cuerpo, para después recorrer su espalda lentamente, buscando y encontrando múltiples puntos de placer que la hicieron cerrar los ojos y contener la respiración, mientras la boca de Chimino mordisqueaba sus orejas y le musitaba frases de deseo que nunca había oído antes. De las orejas pasó al cuello, cuya piel sedosa palpitaba merced a las calientes oleadas de sangre que recorrían todo su cuerpo, desde adentro, humedeciéndola y enervándola a tal grado que no supo lo que hacía cuando puso ambas manos sobre la espalda del hombre que besaba sus pechos y se hundía en ellos emitiendo ronroneos de placer mientras se despojaba de los pantalones, la desnudaba del todo y luego la depositaba en la cama.

Debería hacer algo, debería protestar, huir, apartarlo….

Esos débiles pensamientos fueron evanesciendose poco a poco, o tal vez súbitamente, no lo sabía, no pensaba, sólo se abandonaba a ese momento de placer tan exquisito en el que nunca había pensado y que jamás había esperado, si desde el día en que su virginidad fue desgarrada tan brutalmente, había hecho todo lo posible para olvidar el suceso.

Era una fortuna no poder pensar en esos instantes. De haber podido hacerlo, seguramente habría sentido horror de experimentar esas sensaciones tan violentas y tan gratas, tan intensas y tan placenteras en brazos del mismo hombre de quien tantas veces pensó: "canalla" mientras por el contrario, en estos momentos en que Chimino, con ambas manos en sus pechos había bajado el rostro hasta su área pubiana, donde hacía cosas que ella jamás hubiera pensado que se podían hacer con la boca, pues besó primero su intimidad, para después introducir la lengua, arrancándole primero un grito de sorpresa para en seguida cortarse en un espasmo de placer.

Era una suerte que en el salón la música estuviera tan alta, para que nadie oyera, para que nadie sospechara lo que en esos momentos ocurría en su habitación.

Las manos de Chimino apartaron le apartaron las rodillas y colocó su cuerpo en medio. Ella sabía lo que iba a ocurrir, ¿pero qué habría podido impedir, aún en caso de querer hacerlo? Ya todo había pasado entre los dos, ya conocía su cuerpo, y ella el suyo, y ahora lo único que ella quería era tenerlo así, dentro, galopándola, en una caricia-embate que la torturaba y la enloquecía, que la lastimaba (habían pasado muchos años desde aquella única vez) pero que al mismo tiempo la hacía disfrutar un deleite que jamás imaginó pudiera sentir. Luego, la flojedad del cuerpo, descender a la tierra suave y pesadamente, quedar medio desmayada, lacia, exangüe…

Lo vió vestirse lentamente. Antes de irse la besó despacio, y luego con una risa le dio una nalgada fuerte, a guisa de despedida, guiñándole un ojo.

Quedó con la mirada fija en el techo. No sentía vergüenza ni arrepentimiento. Era el único hombre de su vida. El único que quería en ella. Él lo sabía. ¿qué pasaría luego?

En tanto, Chimino había saltado al jardín, donde desapareció entre los rosales, encendiendo un cigarro y riéndose para sus adentros. ¿No lo había predicho? Ella era sólo una puta.