La bailarina
"Los diablos del desierto", pensó sobresaltado.
Su mano se dirigió a su pecho, de donde entre la ropa extrajo un ojo, amuleto
egipcio de protección.
El ruido era ahora distante, y se sintió mejor. No importaba que el sayid blanco
dijera que era producido cuando las piedras calentadas por el candente sol del
desierto explotaban al enfriarse al bajar la temperatura bruscamente por la
noche.
Él estaba seguro que los diablos del desierto andarían por ahí, sorprendiendo a
quienes no estuvieran tan alertas como él.
Ya no podría dormir. Buscó su narghilé, que había comprado a otro camellero
hacía tiempo, y era uno de los pocos placeres que podía permitirse en las noches
de caravana.
Uno de los pocos placeres sensuales que podía tener. Pronto, las volutas de humo
le parecieron adquirir formas fantásticas al evocar a una mujer.
Una mujer. ¡Qué daría por tener a una mujer!. Entrecerró los ojos y le pareció
que su forma, difusa al principio, remarcaba sus contornos, hasta llegar a
visualizar completamente su oscura figura esperando inmóvil.
Merced a las briznas de hachís que había mezclado al tabaco, y obedeciendo a sus
deseos, las llamas de la hoguera la fueron iluminando poco a poco con una tenue
luz y habría jurado entonces oír un lejano tambor que comenzó a marcar un ritmo
lento, cada vez más audible.
La bailarina levantó los brazos despacio; dejando que sus manos semejaran dos
palomas preparando el vuelo.
Adelantó la punta de un pie, mostrándolo apenas bajo el ruedo de su vaporosa
falda de vuelos, y retrocedió después, sinuosamente, marcando la cadera a cada
paso, para girar sin prisa y después levantar fugazmente el sutil velo gris que
la cubría, dejando entrever apenas su figura misteriosa que se ocultó enseguida,
como guardando un secreto.
Sus manos se movían, como acariciando el aire y con gracia avanzó de nuevo hacia
él, extendiendo los brazos como invitándolo a acudir a su encuentro; para
después virar la cabeza y sugerir con un movimiento de manos su figura,
contrastando esa acción con su
actitud esquiva, remarcada por su renuencia a encarar de frente la mirada de
Jalil, que la observaba expectante.
La música había dado paso a los propios latidos de su corazón; y aguardaba con
impaciencia a que ella finalmente descubriera su cara, cosa que hizo
parcialmente, pues en uno de tantos giros, con un rápido movimiento levantó el
velo sobre su cabeza, para descubrir sus ojos, si bien con el velo coquetamente
cubrió el resto del rostro.
Unos grandes ojos almendrados, brillantes y serenos, remarcados con kehel lo
miraron con expresión sugerente desde el rostro ladeado de la bailarina, para
después en un púdico gesto bajar mirando al suelo.
Un giro más, y al estar de espaldas, el velo cayó de la cabeza a las manos de la
moza que al volverse de frente al público cruzó esa suave tela por la parte baja
de su espalda, subiéndolo a su torso y enmarcando su rostro que ya descubierto.
Era más bella que lo que hubiera podido imaginar. Sus ojos refulgían como dos
estrellas, su piel se adivinaba tersa, como la de los melocotones de Damasco;
sus dientes eran dos hileras de perlas perfectas.
Observó su cabello que suelto, que caía como una cascada de seda negra hasta su
dorado hezam, sobre el cual su breve talle le recordaba los gráciles juncos a la
orilla del Nilo en época de crecida.
Entonces comenzó la danza propiamente dicha. El velo flotaba como ajeno a la
fuerza de la gravedad. Las manos y brazos enmarcaban los movimientos de torso o
cadera.
La música que había reiniciado, fue tomando velocidad, así como los pasos y
giros; las caderas comenzaron oscilando suavemente en un shimi que las hizo
vibrar lentamente y luego adquirieron una velocidad diabólica, para detenerse
después abruptamente y comenzar a moverse muy lentamente en un movimiento
circular amplio, mientras los brazos lo invitaban a un acercamiento imposible.
En un momento dado la bailarina que serpenteaba los brazos cayó al suelo
arrodillada, el movimiento de torso seguía el ritmo de los brazos mientras la
espalda descendía hasta que la frente tocó el suelo para luego levantarse hasta
volver a la posición vertical, y entonces apoyar un pie para levantarse de
nuevo.
La bailarina hincó una rodilla en tierra y bajó el rostro, volviendo a la
inmovilidad que había tenido en un principio.
"¡Ven!", la llamó ansiosamente. Ella no se movió. "¡Ven, te digo!".
El rostro moreno se levantó poco a poco hasta fijar en él los cautivadores ojos.
Su boca se había distendido en una pequeña sonrisa que podría ser de burla o de
invitación; no estaba seguro.
Lo que sí sabía es que su sangre hervía en sus venas; el llamado del instinto se
erguía, poderoso, entre sus piernas, y ya sin saber lo que hacía se incorporó
rápidamente, la levantó por los hombros y la besó furiosamente, mientras sus
manos recorrían las formas femeninas de curvas subyugantes.
Olía a flores. Pensó que así habrían olido las de los jardines de Babilonia, de
cuya leyenda había oído hablar.
Las manos de ella acariciaron con suavidad las nalgas masculinas, enervando aún
más la sensibilidad del hombre que a pesar de su musculatura y carácter, se
derretía ante el cuerpo femenino como un betabel prensado en miel, exactamente
como los que vendían en las callejuelas de en Bagdad, ¡y los labios de ella eran
tan dulces!
Tenían algo de intoxicante, como el picor de haschís, que agradaba, encantaba y
finalmente enloquecía.
Necesitaba besarla. Seguirla besando. Recorrer con la boca su cuerpo, que iba
despojando de la ropa. Fundirse en ella. Tenerla. Poseer su cuerpo y tomarla,
hacerla suya.
Instantes después el mundo se había resumido al rítmico vaivén más allá del cual
nada importaba, y no había ayer, ahora ni después; solo los gemidos y los gritos
entrecortados de esa posesión enfebrecida, frenética y loca.
Al terminar, Jalil la observó, extasiado, hasta que un soplo del viento difuminó
su forma, diluyéndola en la arena.