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Los placeres prohibidos 3

en Sexo Anal

*EDUARDO*

Ya llevaba dos meses trabajando en el gimnasio. La rutina era la misma todos los días: máquinas, baile, entrenamiento con Becky y, la mayoría de las veces, sexo con Vanesa. Ella me buscaba al final de mi jornada y me hacía disfrutar, provocándome y volviéndome loco al ser controlado por sus caprichos. Un día me ataba las manos, otro me vendaba los ojos, otro me prometía algún tipo de recompensa sexual si le obedecía en sus peticiones… Era un juego que cada vez me gustaba más. No suelo practicar el sexo a lo loco, pero con Vanesa era diferente. Me hacía sacar mis instintos más primitivos y perdía todo el pudor sin apenas darme cuenta. Me convertía en un salvaje.

Las últimas dos semanas incluso me había empezado a pedir que la estimulara analmente. Con la boca, los dedos, la lengua… le daba igual, siempre acababa realmente húmeda tras esos juegos. Le notaba tan cachonda con ellos que una vez le propuse que me dejara penetrarla. “Cada día me haces disfrutar más, pero aún no has conseguido que deje de llamarte ‘pequeño’. Cuando lo consigas, te dejaré follarme el culo”, me había respondido. Ese juego también me ponía: ofrecía su cuerpo y sus formas de dar placer como trofeos. Yo era como un chiquillo al que estuviera enseñando trucos sexuales, y cada vez que aprendía uno nuevo me premiaba. Estaba dominado por ella, y me encantaba.

Sin embargo, toda esa evasión y ese placer no conseguían que Becky saliera de mi cabeza. Seguía viéndola a diario y, día tras día, como mucho me dirigía diez palabras en toda la hora. Unas veces parecía avergonzada, otras cabreada, otras simplemente fría e indiferente… Pero el caso es que por mucho que yo intentara sobrepasar esa barrera ella no me dejaba. Me sentía invisible ante sus ojos, y me dolía. La echaba de menos. Hacía años que no la veía sonreír por algo que yo hubiese dicho (o al menos sabiendo que era yo y no “Ed”). Muchos años desde la última vez que le había hecho rabiar hasta que acabábamos a carcajadas y ella me daba un golpe para que parase.

Echaba de menos que me hablara como a alguien normal, como a un amigo, trasmitiendo esa alegría tan característica de ella. Ahora sólo tenía a una chica muda, seca y de vez en cuando algo borde, que me ignoraba de forma exagerada. Casi maldecía la fiesta de máscaras y lo que había ocurrido en ella.

Aunque, bueno, parecía que mi mente no estaba de acuerdo con esas maldiciones. Mis sueños seguían siendo sobre Becky, y mañana tras mañana me levantaba empalmado. Intentaba evitarlo pensando siempre en Vanesa antes de dormir, pero era inútil. El sexo de la fiesta invadía mi mente todas las noches en sus interminables variantes.

Aquel martes me cansé. Me había levantado más irritado de lo normal y durante la hora con Becky cada uno de sus esfuerzos por ignorarme me enfadaba más. Al final de la hora, salí antes que ella de la sala de fitness y la esperé en la puerta. Salió poco después con un gesto de cansancio en la cara.

-          Yo creo que ya está, ya lo has dejado bastante claro – Le dije. Al escuchar mi voz, se giró para mirar hacia mí.

-          ¿Claro el qué? – frunció el ceño en una expresión extrañada.

-          Que me quieres hacer pagar – notaba la rabia burbujeando en mi interior – ¡Pues muy bien! Lo has conseguido. Venir aquí a diario para entrenar a la versión muda y borde de Becky es bastante castigo. Ya puedes parar.

-          ¿Me estás llamando borde? – ahora se le veía cabreada - ¿De qué cojones vas? Lo que a mí me parece increíble es que te comportes como si no hubiera pasado nada.

-          ¡Es que no ha pasado nada! – tenía que controlar la voz para no empezar a hablar a gritos – Teníamos las máscaras puestas, ¿qué querías que hiciéramos? Que yo sepa ninguno de los dos tiene la capacidad de atravesar el plástico con la mirada.

-          Eduardo… – se acercó a mí con los ojos inundados de rabia. Sentía como si su mirada me taladrara – Me quité la máscara y tú no paraste. ¿Tienes una excusa para eso?

-          ¿Acaso tú hubieras parado? – Bajé el tono de la voz para que nadie nos escuchara – No sé si recuerdas cómo estábamos. ¿De verdad hubieras sido capaz de detenerte?

Me miró como si le hubiera dicho el peor de los insultos. Estaba enfadado y comprendí que por eso había intentado que mis palabras le hicieran daño. Eran propias del peor de los cabrones, pero me daba igual. Sus ojos echaban chispas. Casi sin verlo venir, me cruzó la cara de un sopapo.

-          Somos primos – me soltó, y se dio la vuelta para marcharse. Sin embargo, le agarré del brazo antes de que se alejara.

-          Entonces compórtate como tal – le dije – Y no como si tuvieras delante de ti al peor de tus enemigos. Recuerda que este fin de semana tenemos que ir de casa rural con nuestros padres. Si te ven comportándote como hasta ahora conmigo, van a preguntarse qué pasa.

Le solté y dejé que se fuera. La conversación me había cabreado más, pero también estaba dolido. Ahora estaba claro que le daba asco lo que habíamos hecho. Me miré las manos para comprobar que mi pulso temblaba por la rabia. Tenía que descargar tensiones. Pensé en la sala de sacos de boxeo de inmediato y me dirigí hacia allí.

Pero, de camino, pasé por la sala de baile donde Vane y yo dábamos nuestras clases. Se escuchaba música, así que me asomé y la vi ensayando pasos para la nueva coreografía. No sabía que iba a estar allí, pensaba que ese día se iría pronto a casa. Pero, ya que estaba, quizá Vane fuera una mejor alternativa que el saco de boxeo. Me apetecía que esta vez fuera ella la que fuera a mi ritmo, que obedeciera mis caprichos. Quería dominarla. Estaba de espaldas a mí. Podía entrar y sorprenderla, someterla a mis deseos. Sólo de pensarlo me estaba poniendo duro. Entré en el aula, cerré la puerta sin hacer ruido y me acerqué a su espalda sigilosamente. La música ayudó a que no me escuchara.

Cuando tomé sus caderas con mis manos desde atrás y mordí el lóbulo de su oreja, Vane hizo un sonido de sorpresa y miró a los espejos de la pared para comprobar quién era. Se sonrió e intentó darse la vuelta, pero yo no se lo permití. Le empujé hasta que quedó atrapada contra uno de los espejos de la pared del aula. Apreté mi cuerpo contra su espalda mientras le besaba el cuello. Ella podía observar mi cara de desesperación por poseerla a través del espejo.

-          Edu – hablaba bajo, pero su tono ya era juguetón – aquí no, cariño.

-          Hoy eres mía, Vane – dije contra su oreja, con tono severo para que no le quedara ninguna duda, mientras le apretaba el trasero con una mano – y lo haremos donde yo diga.

Por sus ojos pasó un destello de deseo. Me dejó hacer. Llevaba aún la ropa de baile: un top negro con una falda irregular del mismo color, de un tejido muy ligero. Los zapatos de tacón para salón le hacían más alta, ayudando a que mi todavía ligera erección quedara entre sus nalgas. Mi boca paseaba por su cuello con besos y mordiscos ansiosos mientras mis manos intentaban abarcar cualquier curva de su cuerpo. Amasaban sus nalgas, pasaban bajo su top y alcanzaban sus pechos para apretarlos. Mi enfado se estaba convirtiendo rápidamente en hambre de sexo, y no lo disimulé. Quería que ella lo notara.

-          ¿Tienes hambre, pequeño? – me provocó – Seguro que tienes miedo de no aguantar ni mi primer ataque si hoy te llevo por donde yo quiero. ¿No le vas a dejar jugar a mami?

-          Cierra el pico  – mientras se lo decía, introduje un dedo en su boca para que jugara con él. Noté la punta de su lengua entretenida a lo largo de la piel, y cuando lo empecé a sacar, abrazó la carne con sus labios – cuando acabe contigo hoy no me volverás a llamar pequeño, puedes estar segura.

Con el dedo empapado en su saliva, bajé por debajo de su falda y sus braguitas para llegar a su clítoris. Su sexo estaba empezando a humedecerse, supuse que debido al morbo, y me encantó notar el botoncito algo hinchado al tacto. Simplemente coloqué el dedo sobre él, sin moverlo ni hacer ningún tipo de presión, para que notara lo que podía tener y le incitara a moverse.

Mi cadera, casi por reflejo, hacía movimientos de atrás a adelante para provocar el roce de mi pene entre sus nalgas. La mano que mantenía en su sexo me ayudaba a inmovilizarla mientras utilizaba su precioso culito para provocarme placer. Su respiración empezó a acelerarse. El dedo que mantenía en su clítoris se notaba más húmedo al tiempo que ella intentaba moverse lo máximo que yo le permitía para estimularse frotándose en él. Permanecimos un rato de esa guisa, ambos rozándonos contra lo que encontrábamos a mano del cuerpo del otro. Yo besaba su garganta de la manera que sabía que le resultaba más excitante, y ella me respondía con pequeños jadeos y echando la cabeza hacia un costado para dejarme más libertad para actuar.

Cuando mis movimientos de cadera comenzaron a acelerarse un tanto, le obligué a acercarse a la zona de las espalderas. Le doblé por la cintura poniendo el culo en pompa. Se apoyó con las manos en una de las barras y miró hacia atrás para sonreírme de forma tentadora.

Le levanté la falda, dejando el vuelo de ésta sobre su espalda. Las braguitas se veían más oscuras en la zona de su sexo y le hacían un culo precioso. No pude resistirme a darle un cachete, que le hizo emitir un leve gemido, antes de tocárselo apretándolo a mi gusto.

-          Hoy te voy a hacer de todo – tenía la mente aturdida y era capaz de decirle cualquier cosa que pasara por mi cabeza – Y tú me vas a dejar, ¿verdad? – le di otro cachete en el trasero.

-          Tendrás que ganártelo, pequeño.

Y le volví a dar. Entonces me arrodillé y hundí la cara entre sus nalgas, notando la humedad de su intimidad en mi barbilla. Le mordí ambas, primero una y luego otra, sin tener apenas control de mi fuerza. Mis manos seguían tocándolas y magreándolas. Estaban ahí, dispuestas para mí, y me iba a aprovechar de ello hasta hartarme. Su carne era la tentación hecha objeto, me hacía perder todo rastro de cordura.

Bajé sus braguitas y las aparté a un lado tras quitárselas. Me lancé a comerle el coño con ansia. Absorbía sus labios mayores e introducía ligeramente la lengua en su agujero, notando el aro de las bolas chinas que siempre llevaba desde la clase hasta la noche. Subí lamiendo toda su zona perineal hasta llegar a su ano, rosado y prieto. Me quedé en él, jugando con mi lengua por sus alrededores. Mis manos bajaron hasta sus tobillos y volvieron a subir de nuevo, acariciando sus gemelos y sus muslos firmemente. Al llegar a las nalgas, las separé con las manos para poder jugar más fácilmente en su ano. Metí un poco la lengua en él y la moví como si estuviera temblando. Escuché su primer gemido y volví a bajar a su sexo, para de nuevo jugar con sus labios mayores.

Con uno de mis dedos, que empapé en sus fluidos, volví a su clítoris. Lo moví con poca presión, haciendo círculos ligeros sobre él. Poco a poco aceleré el ritmo. Seguía comiéndomela con la boca mientras le acariciaba, provocándole temblores en las piernas. Emitía gemidos que intentaba disimular entre sus jadeos, pero cada vez era menos eficaz en esa labor.

-          Méteme los dedos – me pidió – ¡Vamos, cabrón! ¡Métemelos!

No se los metí, seguí jugando en su botón del placer mientras ella se desesperaba. Mi boca volvió a su ano, y entonces se me ocurrió que sí que se los iba a meter… pero por atrás. Con una de mis manos sin moverse de su clítoris, utilicé la otra para comenzar a estimular su entrada trasera. Le lamía, dejando mi saliva en la zona, y luego le acariciaba con mis dedos. Poco a poco fui metiendo uno de ellos. Estaba prieto, pero ella no se quejó. No era la primera vez que le hacía aquello.

Seguí un rato con ese juego, hasta que vi que un hilo de fluido vaginal empezaba a bajar por el interior de uno de sus muslos. Vane no dejaba de estremecerse cada vez que mis dedos cambiaban de movimiento sobre su clítoris, y respiraba de forma muy acelerada. “Eres un cabrón”, me repetía cada poco. Y esas palabras solo me animaban a intentar ponerle más cachonda.

Entonces metí mis dedos en su vagina para sacarle el juguete sexual que contenía. Se lo saqué lentamente, pero mis dedos en su clítoris iban lo más rápido que podían.

-          ¡Hijo de puta! – me gritó - ¡Me voy a correr!

-          Uy, uy, uy, Vane. Esa boca…

Cuando acabé de sacárselas, totalmente empapadas, las llevé hasta la entrada de su ano y empujé un poco, empezando a meterlas.

-          Me parece que voy a tener que hacer algo para que no seas tan malhablada

Ella solo gemía. Mi dedo en su clítoris seguía estimulándola con intención de que estuviera tan caliente que no le importara nada más. Su sexo era como una piscina y no hacía más que mojarse a cada momento. De pronto, la primera bola entró apenas sin esfuerzo. Eran tres, así que empecé a meterle la segunda.

-          ¡Empújala, joder! ¡Métela ya!

Vane tenía los ojos cerrados y yo no estaba seguro de que fuera totalmente consciente de lo que decía, pero le hice caso. Aunque ésta era algo más grande que la primera, también entró fácilmente. Le dejé la tercera fuera y me levanté, dejando de estimularle el clítoris con los dedos. Ella se quejó, diciéndome que no parara justo en ese momento.

-          Si quieres correrte tendrás que ganártelo – le dije – Por el momento necesitas que alguien te meta algo en la boca para que dejes de decir palabras obscenas.

Le hice arrodillarse delante de mío y me bajé los pantalones y los bóxers. Me acerqué más a ella, dejando mi polla ante su cara. Estaba muy dura, pero aún le faltaba un poco para estar en completa erección. No tuve que decirle nada más. La tomó con la mano y la engulló con hambre. Sentí el calor de su boca rodeando mi miembro en un abrazo extremadamente placentero. Su cabeza se movía en un vaivén rítmico y sensual y sus ojos estaban abiertos y fijos en mi expresión facial. Veía su escote, desde esa perspectiva realmente sugerente. Con mis manos, bajé los tirantes del top y del sujetador y le descubrí los pechos. A cada movimiento pude verlos revotar, mientras los labios de Vanesa se apretaban fuertemente alrededor de mi pene.

Estaba creciendo en su boca y notaba el escroto totalmente tenso. El capullo golpeaba contra su garganta cada vez que ella lo hundía hasta lo más profundo. Sabía que era demasiado grande para que ella se la pudiera comer entera, pero en un arrebato de locura tomé su cabeza y la empujé hacia mí. No pasé del tope que ella me puso, pero cuando intentó separarse para seguir mamándomela no le dejé. La mantuve ahí quieta, sintiendo mi polla palpitar entre su paladar y su lengua, que se movía acariciando el tronco de mi sexo.

Vanesa tomó la parte de mi pene que quedaba fuera de su boca con una de sus manos y comenzó a masturbarlo. Cuando le solté la cabeza, combinó ambos movimientos para multiplicar mi placer. Con la otra mano se masturbaba. Aunque no veía sus dedos, parcialmente tapados por la falda, su brazo se movía rápidamente y ella gemía con su boca llena de mí.

Entre el panorama que Vanesa me ofrecía, sus estímulos y el riesgo que corríamos de que alguien entrara en la sala y nos viera, me sentía realmente cachondo. No quería correrme en su boca hoy. Quería otra cosa. Le saqué la polla de la boca, aunque ella se resistía a soltarla. Me siguió deslizándose sobre sus rodillas, intentando volver a apresarla entre sus labios mientras yo caminaba hacia atrás. Dios mío, era como tener una diosa del sexo entre mis manos.

Cuando finalmente logré escapar de su alcance, le dije que se pusiera a cuatro patas. Me puse detrás de ella. Le levanté la falda y la penetré lentamente. Ella se estimulaba el clítoris con sus dedos y estaba intentando moverse hacia atrás para ir más rápido, pero yo no le dejaba, pues con mis manos sujetaba sus caderas.

Estaba viendo las bolas en su ano, mientras mi polla entraba y salía de su vagina en un lento y desesperante ritmo. Con una mano fui sacando lentamente el juguete. Su culo estaba dilatado y no necesité apenas tirar de él. Cuando estuvieron fuera, embestí con mi sexo dos veces dentro de su coño y luego le saqué mi miembro de dentro. Coloqué la punta en la entrada de su ano.

-          Te voy a follar el culo – le dije casi en un susurro.

Su respuesta fue un gemido y un movimiento de su trasero hacia atrás, haciendo que mi capullo entrara ligeramente en el agujero. Le tomé de las caderas y fui empujando, al principio con suavidad. Poco a poco se fue tragando la mitad de mi pene, y una vez ahí empecé a moverme de adelante a atrás no con demasiada fuerza, pero acelerando el ritmo. Ella seguía en su propia masturbación, y gemía al tiempo que se movía hacia mí para animarme a penetrarla más rápidamente. Cuando comencé a sentir más facilidad en su entrada, dejé de controlarme y me dejé llevar. No podía evitar embestirle cada vez con más fuerza, y al sentir los músculos de su ano apretando mi polla me volvía loco.

No sé en qué momento perdimos el control de nuestros cuerpos, pero cuando quise darme cuenta ella estaba gimiendo descontroladamente mientras yo no podía dejar de pensar en penetrarla una, y otra, y otra vez, sin cuidado alguno de mis movimientos. Pero a ella no parecía importarle, de hecho estaba casi seguro de que le gustaba más que cuando le follaba el coño.

En ese momento, se abrió la puerta del aula. Creí ver a Manu, un compañero del polideportivo, pero no estaba seguro. Yo no dejé de moverme y vane no dejó de gemir. Estábamos en ese estado en el que todo nos daba igual. De todos modos, el mirón pronto cerró la puerta.

Tras unos pocos segundos, mi polla palpitaba avisando de mi cercano orgasmo. No me preocupé en avisarla. Le penetré tres veces más y, a la cuarta, hundí mi erección hasta lo más hondo que pude y me mantuve ahí, corriéndome en el interior de sus entrañas, mientras Vane seguía gimiendo e intentando moverse para seguir haciendo que yo entrara y saliera de ella. Tampoco le dejé en esta ocasión, La sujeté, pegando mi pelvis a su culito y sin dejarle alejarse un milímetro de mi presa, hasta que mi polla tuvo sus últimos espasmos y comenzó a ablandarse. Entonces se la saqué y la hice tumbarse boca arriba, con las piernas abiertas.

Y mi lengua y mis dedos hicieron el resto del trabajo. Mi húmedo músculo sustituyó a los dedos de Vanesa, que en ningún momento había dejado de masturbar su abultado botoncito. Moví mi lengua con rapidez sobre él, y mis dedos entraron en su vagina, totalmente empapada, para doblarse apretando la zona de su punto G.

¿Un minuto? ¿Menos? Apenas tardó en correrse entre gemidos desesperados, mojando mi boca y mi mano de toda su humedad y su calor. Delicioso, había sido delicioso y loco. No tenía otro modo de calificar el sexo de ese día.

La última imagen que vi antes de dirigir mi mirada a su cara fue mi semen saliendo de su ano, derramándose sobre el suelo del aula.