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Los placeres prohibidos 10

en Amor filial

*EDUARDO*

Sonaban villancicos en ‘El Corralón’. El bar era un mar de espumillones y copos de nieve pegados en cada rincón. El verlo un tanto recargado dejaba claro que había sido Paco, y no su mujer, quien había decorado el lugar. Pero el efecto lo conseguía igual: Se respiraba espíritu navideño y la gente elevaba sus voces y sus carcajadas por encima de la música, mientras disfrutaban de la última tarde del año.

Nos encontrábamos en una mesa al fondo del bar, en un intento vano por evitar a los niños que jugaban sin ningún cuidado entre la gente.

-          ¿Hablaban de los fumadores pasivos? – preguntó Dani, tapándose los oídos ante el gritito agudo de una niña que acababa de perder al escondite – ¿Y qué hay de los que somos padres pasivos?

Nos reímos ante su protesta. Ya iba conociendo a Dani, el compañero de clase de Becky, y me parecía un tipo muy ocurrente. Según él, acumulaba las bromas en sus horas de reclusión y de clases para soltarlas todas juntas cuando salía a tomar el aire. Yo no tenía muy claro si esa teoría era válida, pero lo cierto es que nos hacía reír bastante.

Esa última época, veía a mis amigos de siempre muy poco. El que no estaba estudiando, curraba, y si no andaba demasiado ocupado con la novia. Al final, nos juntábamos alguna mañana durante la semana para tomar algo, y podíamos dar las gracias por poder vernos.

Los últimos fines de semana, había tomado por costumbre juntarme a Becky y a sus amigos de la universidad. Estudiaban hasta tarde, y cuando salían de la biblioteca iba a buscarles. Alberto también estudiaba con ellos ahora que se le acercaban los exámenes de enero. Viernes y sábados quedábamos los cinco, cenábamos y luego tomábamos algo sin marchar demasiado tarde a casa. Era el único rato libre de Becky, y sabía que le venía bien desinhibirse un poco tras el estudio con gente que le hiciera reír. Últimamente había tenido broncas con sus amigas, aunque no me había dicho demasiado sobre el tema. En cambio, con sus dos compañeros de clase, con Alberto y conmigo parecía a gusto y relajada.

Ese día, apenas unas horas antes de que acabara el año, nos encontrábamos los cinco tomando unas cervezas. Había sido una tarde agradable de paseo por la ciudad, viendo la decoración de navidad, los belenes y aprovechando para utilizar la pista de patinaje que habían instalado para las vacaciones. A última hora habíamos decidido pasar por el bar, antes de marchar cada uno a casa del familiar que tocara para celebrar la Nochevieja.

Tras el animado rato de cháchara, nos despedimos con el clásico “¡Hasta el año que viene!”, sabiendo que nos volveríamos a ver todos en pocas horas. Iríamos los cinco al mismo cotillón. No sabía muy bien cómo lo habíamos conseguido coordinar todo, pero tanto Becky con sus amigas, como Dani y Julia y como Alberto y yo con nuestros colegas teníamos entradas para la fiesta. Además, estaba organizada por los mismos conocidos que habían montado la fiesta de máscaras… Y en el mismo local. La idea de volver al lugar donde había empezado mi historia con Becky me emocionaba.

Mi prima y yo caminamos hacia su casa, donde nuestros padres llevaban toda la tarde para preparar la cena, o esa era la teoría. En realidad, seguramente habrían acabado alguna de las botellas de vino que se habían comprado para la noche. Afortunadamente, siempre compraban de sobra. Giramos la esquina hacia su calle, me tomó de la mano y se puso enfrente de mí, por lo que dejé de caminar para mirarla. Tomó aire y suspiró.

-          Bueno, ¿entonces lo hacemos hoy? – me miraba con sus ojos brillando entre el apuro y la determinación.

-          Ya hemos cogido carrerilla, ¿no? – le sonreí para darle ánimos – Yo creo que es el día. ¡Es fiesta! No pueden enfadarse.

-          No sé… – bajó la mirada al suelo, mordiéndose el labio - ¿Y si se molestan mucho? No es buena idea empezar mal el año.

-          Becky. – le puse la mano bajo la barbilla para que me mirara – Éstos no se lo han tomado mal. Acuérdate del abrazo que nos pegó Alberto cuando se lo dijimos.

-          Ya, pero es que Alberto es un amigo, no nuestros padres. No creo que reaccionen de la misma manera cuando les digamos que estamos juntos.

-          Espero que no – me reí – Tienen que hacer el papel de padres… Aunque sinceramente, no me imagino al tío diciendo “¡Cuida bien de mi hija, y que no me entere yo de que le haces daño!”

-          ¡Idiota! – se rió ella también, dándome un golpe cariñoso en el brazo y acercándose a mí para dejar un pequeño pico sobre mis labios. Aún notaba que estaba insegura.

-          Becky, tenemos edad suficiente para que no nos traten como unos críos que no saben lo que quieren. – le dije, rodeando su cintura con mis brazos para no dejarle alejarse de mí – Nos van a tratar como adultos, no como unos adolescentes hormonados. De verdad creo que debemos decírselo antes de que se enteren por otros medios.

Mi prima me miró unos segundos, hasta que el brillo de la seguridad se reflejó en sus ojos. Entonces, asintió y me sonrió confiada. Le devolví la sonrisa y la abracé antes de seguir caminando. Al llegar al portal, con un cruce de miradas nos dimos fuerzas, sabiendo que todo podía ir o muy bien o espantosamente mal.

La cena fue como cualquier comida familiar que hubiéramos tenido los seis, con el añadido de que era un día de fiesta, así que el ambiente era mucho más animado y risueño. El vino ayudaba a que los chistes fáciles provocaran risas, y el calor nos hacía ver a todos como una pequeña familia de tomates, con las mejillas rojas. Becky se sentaba a mi lado, y de vez en cuando nuestros ojos se encontraban en un interrogante, como preguntándonos “¿Ahora?” el uno al otro. Finalmente, cuando todavía quedaba una media hora para las campanadas y viendo que (para variar) llegábamos con tiempo de sobra a las uvas, me animé.

-          ¡A ver! – haciendo la broma, me levanté de la silla, como si se tratara de una boda, y golpeé ligeramente la copa con la cuchara – Escuchadme, que tengo algo importante que contar.

-          ¡Mira a éste! – se rió mi tío Salvador, divertido por mi gesto – Se cree que estamos en una familia de pijos. Sobrino, que aquí se grita “¡Eh! ¡A callar, que ahora hablo yo!”.

-          Vale, tío – sonreí, volviendo a sentarme en la silla, mientras todos los demás se reían (salvo Becky, que parecía a punto de hacer un agujero en el mantel con las uñas) - ¡Eh! ¡A callar, que me toca hablar a mí!

Lógicamente, se callaron, pero tener a mis padres y a mis tíos mirándome y esperando que dijera alguna cosa intrascendente con sonrisas marcadas en sus caras me hizo trabarme. No sabía exactamente cómo empezar a contarles nada sin que sonara demasiado violento.

-          Bueno, hijo, ¿hablas o no? – dijo mi padre, esperando que yo simplemente quisiera bromear con algo – Que la historia de cómo tu tío acabó encerrado en los baños de su empresa estaba muy interesante, espero que no le hayas interrumpido para nada.

En ese momento, por el rabillo del ojo vi a Becky bebiéndose de un trago el vino que quedaba en su copa. Carraspeó y, rescatándome de mi titubeo, habló.

-          Mamá, papá, tíos. – me fijé en que pasó su mirada por todos ellos a medida que los nombraba – Edu y yo estamos juntos.

No es que por esa mesa pasara un ángel… Parecía que hubiera pasado un ejército completo de ellos. Tras el pequeño sobresalto que aprecié en mi madre, ella y mi tía María cruzaron una mirada y se sonrieron, casi como diciéndose “¿Lo ves? Te lo dije”. Mi padre se había quedado con una cara que, sin querer faltarle al respeto, sólo se puede definir como “cara de bobo”. Mi tío, en cambio, simplemente nos había mirado a ambos y luego había bebido un trago de vino.

Volví a fijarme en Becky, que estaba tan tensa que casi ni parpadeaba. La mano que tenía sobre la mesa se engarfiaba sobre el mantel, así que puse la mía sobre ella y entrelacé los dedos con los suyos. Me miró y le sonreí, intentando transmitirle una tranquilidad que no sentía ni de lejos, aunque creía estar más relajado que ella.

-          Pero… Pero juntos… ¿A qué te refieres con juntos? – Preguntó mi padre, frunciendo el ceño como si estuviera haciendo un gran esfuerzo.

-          ¡Ay, Antonio, que pareces tonto! – le dijo mi madre, con una sonrisa en la cara – ¿A qué crees que se refieren, vamos a ver?

-          ¿Juntos, juntos? – mientras volvía a hablar, mi padre hizo un gesto uniendo ambos índices de las manos repetidamente, como intentando explicarse.

Ese fue el momento en el que Becky estalló en una carcajada nerviosa, que enseguida nos contagió a todos. La tensión que parecía haber invadido la mesa unos momentos antes se esfumó y yo apreté más la mano que tenía tomada a la suya. Nos miramos, sonriendo. Incluso mi tío, que había parecido muy serio, ahora reía.

-          ¿Cuánto tiempo lleváis? ¿Cómo es que no nos lo habéis dicho antes, chicos? – mi tía nos miraba divertida, levantándose de la mesa para recoger algunos platos.

-          Mamá, no llevamos tanto tiempo – le dijo Becky, todavía recuperándose de su ataque de risa.

-          ¿Ah, no? – mi tía María puso los brazos en jarras – ¡A mí no me engañas, cielo!

-          Es verdad. – intervine – Llevamos menos de dos semanas. Empezamos el jueves pasado.

-          ¡Ja! ¡Gané! – exclamó mi madre, que se levantó de la silla de un salto y señaló a mi tía con el dedo – ¡Te dije que no llevan desde antes de noviembre!

-          Estáis como cabras – se rió mi tío - ¿De verdad habéis apostado sobre ello?

-          ¡Anda, pues claro! – mi madre se giró hacia su cuñado – Tu mujer me debe una sesión de Spa.

-          Esto… – Becky estaba roja como un tomate de nuevo – Quizá debáis repartiros el precio.

-          Elisa, yo aposté que había pasado algo entre ellos, no que estuvieran juntos – sonrió mi tía, con cara de estar guardando una victoria – Becky, ¿verdad que en Noviembre ya había pasado algo?

-          ¡Oye, oye! – mi madre bromeó, haciéndose la indignada – ¡Eso es manipular! Yo también puedo… Edu, ¿a que no pasó nada hasta después de noviembre?

-          Lo cierto es que sí. Lo siento, mamá – no sabía si reírme o echar a correr para escapar de aquél par de chaladas, pero la verdad es que la situación era realmente extraña.

Todo aquél diálogo, de tan absurdo, era gracioso. Mientras ellas dos seguían discutiendo sobre cómo cada uno barría para su casa, los demás nos aguantábamos la risa. Al final, Becky y yo casi temíamos que nos obligaran a firmar un papel jurando que había pasado algo entre nosotros antes de noviembre. Con la tontería, poco faltaba para que llegara la hora de las campanadas, y las uvas seguían colocaditas en sus racimos. Ya me parecía a mí muy raro que estuviéramos un año sin correr para poder comerlas a tiempo.

Entró el nuevo año, brindamos todos juntos y charlamos un rato. Cuando la mesa quedó en silencio por un momento, mi prima volvió a hablar.

-          Entonces, ¿en serio que no os parece mal que estemos juntos? – miraba a su padre y al mío, pues eran ellos quienes eran hermanos.

-          ¿Por qué nos lo iba a parecer, cariño? – le dijo mi tío – Siempre os habéis llevado bien y, en realidad, muchas veces he pensado que eráis perfectos el uno para el otro.

-          Pero papá… Somos primos.

-          ¿Y?

-          Igual no lo saben – dijo mi padre, mirando a mi tío Salvador – ¿Tú se lo has dicho alguna vez?

-          Ah, pues no… – mi tío se acarició la barbilla.

-          Chicos, no nos parece raro que pasen estas cosas – habló mi padre de nuevo – Creo que no os lo habíamos dicho nunca, pero vuestros abuelos, o sea, nuestros padres – señaló a mi tío y luego a él mismo – eran primos. Como vosotros.

-          ¡Anda! – me había pillado por sorpresa. Becky y yo nos miramos, haciéndonos ver que ninguno de los dos sabía nada.

-          ¡A ver si creíais que teníais el apellido “Estranza” dos veces por casualidad! – dijo mi madre – Si llega a ser “García” podía ser, que es bastante común, pero “Estranza” no es precisamente muy normal.

Nos reímos y volvimos a brindar. Cuando terminamos el cava, mi prima dijo que se iba a preparar para la noche. Yo había traído el traje a su casa a la tarde, cuando pasé a recogerla, pero aún tenía tiempo para ponérmelo. Seguro que no tardaba tanto como ella.

Casi una hora más tarde, cuando nuestros padres estaban ya planeando a quién llamaban para salir a tomar algo y celebrar la Nochevieja, Becky volvió a aparecer en la sala. Fue verla y mi boca se abrió tanto que tuve miedo de que se me desencajara la mandíbula.

Estaba increíble, realmente preciosa. Se había puesto un vestido rojo con escote palabra de honor, ajustado hasta la cintura y con un vuelo que le llegaba hasta poco antes de las rodillas. La silueta le quedaba marcada de una forma realmente elegante, haciendo que pareciera delicada y sexy a la vez. Los tacones de salón, negros y con hebilla alrededor del tobillo, le dibujaban una forma preciosa de sus piernas. Se había rizado el pelo dejándolo caer en hondas ligeramente desordenadas, adornadas con un sencillo pasador en uno de los lados de su melena. La ropa y el pelo le hacían ver más joven e inocente de lo que era, pero la forma en la que se había maquillado, con tonos oscuros enmarcando su mirada esmeralda, le devolvían los años que le había restado el atuendo.

Cuando me miró, así vestida, sonriéndome y encogiendo los hombros en gesto inocente, fui consciente una vez más de la suerte que tenía porque estuviera a mi lado. Quería levantarme, acercarme a ella y besarla para no separarme en horas, pero con mis padres y tíos al lado me daba bastante reparo. De todos modos, me levanté y me dirigí a su lado, tomándole de la mano y acariciando su dorso con mi pulgar. No despegaba sus ojos de mí, ni yo los míos de ella.

-          Estás preciosa, Becky – le dije, aunque para mis adentros pensé que me quedaba corto.

-          Y tú muy elegante – bajó la mirada, como avergonzada.

-          ¡Bueno, venga! – dijo su padre, haciendo un gesto con las manos como dándonos ánimos – No te cortes, sobrino. Que lo estás deseando.

Me reí, haciéndole una mueca a mi tío salvador que pretendía significar “¡no te burles de mí, hombre!”. Me levantó una ceja a modo de respuesta, riéndose después. Aquello parecía un espectáculo de teatro en el que Becky y yo éramos una especie de Romeo y Julieta. Los cuatro estaban mirándonos como esperando el beso. Mi madre, incluso, tenía la espalda inclinada hacia adelante y los dedos entrelazados, expectante.

-          ¡Venga, hombre! – repitió mi padre - ¿Ahora os da vergüenza daros un besito?

-          Lo que nos da vergüenza es que nos miréis – dijo Becky, riéndose y dándome un beso en la mejilla, para luego hablarme - ¿Vamos?

-          Sí, anda… Vamos, porque vaya panda de padres que nos hemos echado – me burlé de ellos, sacándole la lengua a mi madre, que parecía casi hasta decepcionada por no haber tenido su espectáculo.

Finalmente, tras alguna que otra burla de nuestros progenitores, salimos de su casa. En cuanto llegué al portal, con mi prima cogida de la mano, tiré de ella hacia mí para darle el beso del que tantas ganas tenía. Mis brazos se envolvieron en su cintura, ahora también cubierta por un abrigo negro, y sus manos se colocaron en mi nuca. Nos fundimos el uno con el otro, apretando nuestros cuerpos con deseo, pero conteniéndonos. Teníamos una fiesta por delante y nuestros amigos nos esperaban. Cuando el intercambio de nuestros labios nos alteró más de la cuenta, nos separamos, conscientes de que debíamos aparecer al menos un rato por el cotillón.

Cuando pasamos, tras entregar las entradas y hacer una parada en el guardarropa para dejar los abrigos, el recuerdo de la fiesta de máscaras volvió a mi mente. La radiante sonrisa que me regaló Becky me chivó que ella también tenía ese pensamiento muy presente. Me dio un corto beso en los labios y, agarrados de la mano, buscamos a nuestros amigos.

El primer rato estuvimos juntos, acompañados de Dani y de Julia. Más tarde, vi a Alberto entre la gente, junto a mis amigos, así que me despedí de los tres para juntarme a mi grupo. Becky permaneció un tiempo más con sus compañeros de clase y luego también se dirigió hacia su grupo de amigas. La perdí de vista un rato, y cuando la volví a ver parecía enfadada. Pensé en acercarme a ella, pero Dani la encontró y pude ver cómo le sacaba una sonrisa. Me quedé tranquilo.

Más tarde, tras alguna que otra copa que comenzaba a avisarme de que no debía consumir mucho más alcohol, volví a verla entre la multitud. Se encontraba con Dani, Julia y un par de chicas que supuse que serían amigas de ésta. Becky seguía pareciendo algo contrariada, y Dani intentó animarla. La sacó a bailar, haciendo que en mi interior surgieran ganas de compartir también alguna canción con mi prima. Quise esperar, para que no pareciera que quería acapararla o que pretendía evitar que bailara con su amigo.

Aguanté apenas tres canciones, y acto seguido me dirigí hacia ella. Antes de alejarme, Alberto me agarró del brazo y puso algo en mi mano, guiñándome un ojo. Tras descubrir que aquello que me había dado era nada menos que la llave del mismo camerino que nos vio a Becky y a mí como amantes por primera vez, dirigí hacia mi amigo un gesto entre divertido y exasperado. Él me levantó los pulgares y volvió a acercarse al resto de mis amigos para seguir con la fiesta.

Guardé la llave en el bolsillo de mi pantalón y nadé entre la gente para llegar hasta Becky. Cuando acabó la canción que bailaba junto a Dani, me acerqué a él y le toqué el hombro con la mano.

-          ¿Me permites bailar con tu pareja? – le dije, bromeando. Y es que la forma en la que mi prima lucía aquella noche sólo me incitaba a jugar a ser un caballero con ella.

-          ¡Claro, hombre! – Dani me “entregó” su mano. Mano que yo besé, continuando la parodia.

-          ¡Ay! ¡Deja de hacer el bobo, Eduardo! – Becky me golpeó el pecho con la palma de su mano y se rió.

Bailamos mientras conversábamos de la cena, de cómo se lo habían tomado nuestros padres, bromeando sobre que igual debíamos pensar en llevarlos a todos a un psicólogo. Las canciones lentas pasaron a ser más movidas, y aprovechamos para hacer el tonto mientras bailábamos. Estaba tan a gusto a su lado que me sorprendía. Daba igual que fuera para hacer de novios, de amigos o de primos… Cada momento con ella era insuperable.

Llegó el momento en el que pusieron la primera bachata. En el fondo lo esperaba, y supe que ella también cuando sus ojos brillaron de deseo al mirarme. Le tomé la mano, colocando el otro brazo en su espalda, y comenzamos a movernos. Sus ojos mostraron un gesto juguetón que me empezaba a acelerar el pulso. Bailamos con nuestros cuerpos muy juntos. La tela de su vestido era suave, y mi mente sabía que aquellas piernas que se enredaban entre las mías estaban prácticamente desnudas. La llevé, sorprendiéndome de nuevo por lo bien que recordaba los pasos que le había enseñado hacía tantos años, cuando todavía no era monitor de baile, pero ya había encontrado en el latino mi pasión.

Y sucedió de nuevo, como la primera vez que habíamos bailado, aún sin saber quién era cada uno. La gente a mi alrededor desapareció. En mi mente sólo estábamos Becky, yo y aquél local que ya nos había llevado hacia la lujuria en una ocasión. Me encendí al recordarlo, mientras sentía sus manos jugando con el nacimiento de mi pelo, en mi nuca.

Reviviendo los momentos de aquella noche de hacía cuatro meses, volví a girarla. Agarré su mano para levantarla hasta la altura de su cabeza y coloqué la otra en la parte más alta de su cintura, casi cubriendo su tripa con ella. El aroma de su pelo entró por mi nariz, y rocé su oreja con la punta de ésta. Empezamos a movernos, muy pegados, en un sensual trazado de círculos con nuestras caderas.

Tras aquella canción hubo más, pero ya no las bailamos. Recuerdo el momento en el que Becky me besó con urgencia, tras acabar nuestro baile. Al momento siguiente, estábamos en uno de los laterales del lugar, pegados a una columna y besándonos apasionadamente. Mis manos recorrían su cintura y sus caderas, subían por sus brazos y rozaban su cuello, sosteniendo luego su cabeza mientras urgía un nuevo beso.

Becky rodeaba mi nuca con sus manos, bajaba en caricias por mi espalda y cerraba sus manos en un puño, atrapando mi camisa en los costados. Casi parecía que deseara arrancármela allí mismo. En cuanto me alejaba un poco, un pequeño tirón en mi corbata hacía que nuestros labios se volvieran a juntar. No sé si era consciente de lo que me provocaba, pero desde luego comenzaba a ser notable, y no sólo por mi respiración agitada.

-          Vámonos a algún sitio – me susurró al oído, mientras jugueteaba con mi corbata.

-          ¿Para qué? – le sonreí, acercándome después para atrapar su oreja entre mis labios.

-          Pues para jugar al parchís, por supuesto – lo dijo contra mi cuello, devolviéndome la broma y pasando la lengua a lo largo de éste cuando acabó de hablar.

No necesité más. Tomándola de nuevo de la mano, recorrimos el local hasta llegar a la puerta con el cartel de “Salida de Emergencia”. Entramos y recorrimos el pasillo casi con prisa. Utilicé la llave para abrir la puerta de aquél camerino azul oscuro, aún con su mesa de escritorio, su alfombra y su sofá. Cerré la puerta con llave por dentro, y la dejé colgando de la cerradura.

Eso fue todo lo que esperó Becky para volver a atraer mi atención. Con un jadeo agitado, se aproximó a mi cuerpo y acaparó mis labios. Nos besamos con hambre, devorándonos, empujándonos hasta una de las paredes. El intercambio se convirtió en una lucha en la que el vencedor arrinconaba al otro contra el frío yeso. Las manos recorrían frenéticamente nuestros cuerpos y ella empezó a desnudarme.

Corrió el nudo de mi corbata, desató los botones de mi camisa con ímpetu y me la abrió. Sacudí los brazos para dejar que la prenda se deslizara por ellos y la lancé a la mesa. Becky ya había empezado a acariciar mi pecho y mi vientre con sus dedos, hincándolos en mi carne mientras su boca descendía desde la mía hacia mi cuello. Lo besó, lo mordió, y yo la arrinconé contra la pared, ganando un nuevo asalto.

Mis manos también querían notar su piel. Busqué la cremallera de su vestido, en su espalda, y la bajé con todo el cuidado del que era capaz en aquél momento, para no enganchar la tela. Tiré de la prenda hacia abajo, hasta retirársela totalmente, y la dejé caer también sobre la mesa. Entonces, miré a Becky. Tenía el mismo aspecto que en alguna de mis fantasías más picantes. Nunca habría imaginado que mi prima fuera capaz de vestir unas medias con liguero, ni un conjunto de ropa interior tan atrevido como aquél, pero desde luego imaginaba mal. Ahí estaba, frente a mí, con sus tacones, sus medias, su conjunto rojo, de braguita y sujetador semitransparentes. Creo que me olvidé de respirar.

-          ¿Pero y esto? – le dije, acariciándola desde el hombro hasta la muñeca con mis dedos.

-          ¿Te gusta? – Puso una de sus manos sobre su cadera y me lanzó una mirada atrevida.

-          Joder… – suspiré, pasándome una mano por el pelo - ¿Gustarme? No, qué va…

Mi prima se rió, comprendiendo mi sarcasmo. Se mordió el labio inferior y se acercó a mi cuerpo de nuevo. Besó mi cuello una vez más, bajando después hasta mi pecho y cubriéndolo también de besos que dejaban insinuar ligeras caricias de su lengua. Sus manos buscaron el cinturón y lo desataron, seguido del botón y la cremallera. Mientras tanto, yo me descalcé con los pies, sin importarme demasiado que aquellos zapatos merecieran algo mejor que quedar cedidos por ser quitados de esa forma.

No me preocupé de que el resto de nuestra ropa cayera al suelo. No había tiempo para dejarla sobre la mesa. Cuando mis pantalones se quitaron de en medio, Becky se pegó a mí como si no quisiera que nuestra piel dejara de tener contacto nunca. Una de mis piernas se hundió entre las suyas, y noté cómo ella apretaba su entrepierna contra mi muslo. Con mis manos, bajaba desde su cintura a su espalda, hacia su trasero, y subía de nuevo para llegar a su nuca, sus hombros y bajar a sus pechos.

Ella tenía sus manos sobre mis nalgas, apretándome contra su cuerpo, amasándolas con ganas mientras su boca trabajaba en mi cuello como más me gustaba. Me hacía jadear con su lengua y sus dientes, con la humedad de sus labios. Me provocó hasta que me sobró incluso su conjunto de lencería. Agarrándola de los muslos, la levanté y ella rodeó mi cintura con sus piernas, aún cubiertas por las medias. Aproveché que me quedaba a la altura perfecta y mordí su cuello, bajando para hundir mi cara en su canalillo. Mientras besaba esa zona, desaté el cierre de su sujetador sin tirantes, que enseguida cayó al suelo.

Atrapé uno de sus pechos entre mis labios. Absorbí el pezón y lo rocé con la lengua. Como respuesta, ella apretó el abrazo de sus piernas e hincó sus dedos en la parte alta de mi espalda, con un gemido contenido. Sonreí para mis adentros y, sin dejar su pecho, fui hacia el sofá sosteniendo aún a mi prima.

La dejé caer encima del mueble y yo me incliné sobre su cuerpo, poniendo una rodilla sobre el sofá y con el otro pié aún en el suelo. Besé su vientre hasta llegar a la cintura de sus braguitas, y sin pensármelo demasiado las bajé, tirándolas después al suelo. Mis manos acariciaron sus piernas desde arriba, encontrándose las medias en el camino. Pensé que, aunque estaba increíblemente provocadora con ellas, no le pegaba. Sabía que se las había puesto para mí, y probablemente habría disfrutado pensando en que yo no había sido consciente hasta hace muy poco de la sorpresa que me reservaba bajo su vestido, pero prefería verla completamente desnuda y poder tocar su piel sin barreras.

Besando sus piernas a medida que las descubría, fui bajando ambas prendas. Le desaté los zapatos y finalmente acabó desnuda por completo. Cuando volví a subir, de nuevo con besos, me detuve en su entrepierna. Abrí sus muslos con mis manos y pasé la lengua sobre sus labios mayores, que para mi agrado estaban ya húmedos. Sus piernas temblaron, y ella acarició mi pelo con su mano. Me detuve en su clítoris y lo rocé con la lengua ágilmente. Tembló de nuevo, tirando de mí hacia arriba.

-          Hoy no aguanto si me haces eso, Edu – dijo, dirigiéndome hacia sus labios.

-          Igual es eso lo que intento…

Se rió y me besó, buscando mi lengua para jugar con ella en un sensual intercambio. Mi cuerpo la cubrió, y mi erección, todavía encerrada en el bóxer, se rozó contra el sexo de mi prima. Movimos las caderas, estimulándonos mutuamente de esa manera, jadeando contra la boca del otro en nuestra particular bruma de morbo y calor, que multiplicaban nuestras sensaciones. El alcohol que habíamos consumido parecía acelerar el proceso, y de pronto no fui capaz de aguantar sin penetrarla ni un minuto más.

Cuando gemí, mordiendo después su labio suavemente, Becky llevó sus manos hasta mi ropa interior y me la quitó, con algo de ayuda por mi parte. Se quedó sentada sobre el sofá y esperó a que yo me sentara a su lado para besarme de nuevo con una lujuria desbordante, al tiempo que se colocaba a horcajadas sobre mí. Sin demasiados preámbulos, se introdujo mi miembro en su sexo y comenzó a moverse a una velocidad media.

Apenas me había tocado y yo ya me encontraba a punto de explotar. Ella me cabalgaba, yo veía cómo sus pechos jugaban en un sube y baja ante mis ojos. Mis manos sobre sus caderas la obligaban a permanecer quieta cuando se me antojaba, a ir más rápido cuando mi cuerpo me lo pedía, y le dejaban actuar a su gusto en algunos momentos.

Inclinó su cabeza hacia mí y me besó, dejando que nuestras lenguas fueran las protagonistas en ésta ocasión. Había dejado de votar sobre mi pene para moverse en círculos. Su pubis se rozaba sobre el mío, y lo humedecía mientras notaba cómo ella se estremecía por momentos. Con una de mis manos atrapé un pecho suyo y lo acaricié, rozando su pezón con un dedo. Lo liberé para acariciar todo su costado hasta su cadera y bajar luego a su culo.

Las paredes de su vagina se contraían, y yo ya no sabía ni dónde meterme. Me estaba volviendo loco con sus lentos movimientos. Si por mí fuera, la penetración sería más acelerada… Desde luego, verla con aquél conjunto me había provocado más de lo que yo creía. Becky había empezado un juego, y mi cuerpo estaba pidiendo a gritos seguirlo, aunque mi mente me decía que no era el momento, ni la ocasión.

Mi prima se levantó y se puso de frente al respaldo del sofá, dejando el culo en pompa. Me miró de forma juguetona.

-          ¿Por qué no te levantas y te pones detrás de mí? – me susurró.

-          ¿Pero qué te pasa hoy? – me reí, entre asombrado e incrédulo por lo que me estaba pasando – Esto no te pega…

-          Pasa que llevo toda la semana imaginando lo que sería volver aquí contigo. – respondió sin despegar sus ojos de mí – ¡Así que haz el favor de no cortarte y cumplir mis expectativas, anda!

-          ¿Expectativas? – levanté una ceja y me mordí el labio, conteniéndome un poco. Necesitaba airear la mente para no terminar en menos de medio minuto – Miedo me da no estar a la altura.

-          Debería dártelo – sus ojos me estaban retando.

Me levanté del sofá. Mi mente me decía que me lo tomara con calma, pero en cuanto puse las manos en sus caderas y mi miembro ante su vagina, mi cuerpo dijo que ni soñarlo. La embestí con rapidez, perdiendo la cabeza. En poco tiempo, Becky empezó a gemir, cosa que me calentó mucho más. Notaba mi sexo hundiéndose hasta lo más profundo de ella, y sus caderas acompañaban el movimiento de las mías para chocar con más intensidad.

Nos mantuvimos en esa postura, chocando su trasero contra mi pelvis, perdiendo la cordura y el pudor. Los dos gemimos al tiempo, los dos cerrábamos los ojos y fracasábamos en el intento de hacer nuestras respiraciones regulares. Jadeábamos, suspirábamos, gritábamos de placer. En el momento en el que sus piernas temblaron, mi vientre se tensó. Ya estaba ahí, y ella también.

Su vagina se contrajo repetidamente, sin darle un descanso a mi pene, que luchaba por aguantar más tiempo, sin resultado. Me corrí, se corrió. Gemimos profundamente, nos estremecimos, nos convulsionamos. Mi espalda sintió el escalofrío de mi éxtasis, poniéndome la piel de gallina.

Salí de ella, viendo cómo el semen goteaba de su interior. Se irguió y la abracé desde atrás, besando su mejilla. Quería decirle con eso que aunque el sexo hubiera sido más salvaje de lo que acostumbrábamos, lo que más me encendía no era lo que hacíamos, sino con quién lo compartía.

Se giró hacia mí y nos besamos con ternura, acariciando la piel del otro con suavidad. No nos despegamos en minutos, minutos que estuvieron plagados de “Te quieros” y de miradas llenas de significado.

Todavía tardamos un rato en salir del camerino, y cuando lo hicimos, tras asearnos y vestirnos de nuevo, el local estaba considerablemente más vacío. Encontramos a Alberto, a Julia y a Dani en la barra, uno con la corbata en la cabeza, el otro con una peluca de serpentinas y la tercera con cara de haberse pasado un poco con la bebida, aunque parecía que le había afectado más hacia la fase divertida e hiperactiva que hacia la depresiva y sedante.

Mientras hablábamos, le di la llave a Alberto, negando con la cabeza.

-          Eres de lo que no hay, macho – le dije.

-          Sí, sí… Ahora haz como que te he obligado a usarla, ¡no te jode! – se rió – Seguro que lo habéis disfrutado.

Dicho aquello, se alejó de nuestro pequeño grupo hacia un chico con la tarjeta de encargado, a quien le entregó la llave. En un primer momento, me recordó a David. En cuanto le volví a mirar me di cuenta que no se parecía a él más que en el blanco del ojo, pero en mi cabeza surgía una pregunta: ¿En qué agujero se habrá escondido ese degenerado para que nadie le encuentre?