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Los placeres prohibidos 12

en Amor filial

*DAVID*

El motor del autobús comenzó a sonar, devolviéndome a la realidad. Miré un momento por la ventanilla, observando la noche, y sentí la necesidad de cerrar la cortina para evitar ver el exterior. Me crucé de brazos y suspiré nervioso. “Ya está, ya no hay vuelta atrás”, me dije. Todo lo que había ocurrido en las últimas horas me había hecho tomar la decisión de marcharme, pero todavía no era capaz de asumir las consecuencias de lo que iba a hacer.

Había perdido la cuenta del tiempo que había permanecido escondido. ¿Dos meses? ¿Tres? En aquél lugar el tiempo pasaba diferente a cualquier otro sitio en el que hubiera estado antes. Estaba tan solo a unos 400 kilómetros de mi casa, de mi ciudad, pero a la vez a más de medio siglo de distancia. Había pasado del asfalto y los parques sin árboles de la urbanización a las calles embarradas y los prados para el ganado.

La verdad era que tras la primera semana de adaptación y de sentir que nunca podría dejar de echar de menos la cobertura, o la pantalla de un ordenador, mis ánimos habían ido mejorando. Incluso había comenzado a apreciar el encanto de la pequeña aldea en la que me habían ocultado. Había estado perdido en la meseta, en un lugar en el que podíamos contar diez casas, un bar, quince corrales y varias hectáreas de eras, viñas y huertos. Habitantes había pocos; ovejas, en cambio, más de quinientas.

Los hechos que me habían llevado hasta aquél lugar habían comenzado al día siguiente de “mis deberes” con Becky. Aquella mañana me encontraba con mi padre, mi tío y Quique recogiendo la lonja alquilada que habíamos utilizado. Vanesa me había llamado por teléfono, diciendo que había estado reflexionando y que sería más seguro si me marchaba de la ciudad. Le pregunté a dónde me iba a mandar con el fin de encubrirme. No me lo explicó, pero media hora más tarde apareció  con un billete de autobús, una nota con los nombres de unos tales “Ramón y Encarna” y un sobre con instrucciones sobre el transporte que tendría que coger y algo de dinero. Según me lo iba entregando, me fui dando cuenta de que tenía todo aquello planeado desde hacía tiempo, sobre todo porque la fecha en la que había comprado el billete era antigua.

-          Móntate en el coche. – me dijo, poniendo todo en mis manos antes de rodear de nuevo el automóvil, del que acababa de salir, y sentarse en el asiento del conductor –  Nos vamos a la estación de autobuses.

-          Pero…

-          ¿Quieres ser libre o acabar unos cuantos años entre rejas, sobrino? ¡Monta!

Mis piernas se habían movido solas, ni siquiera me había despedido de mi padre y de Víctor, que estaban todavía recogiendo la lonja. Solo hubiera tenido que girarme un momento y decirles adiós, pero no lo hice. Cuando llegamos a la estación, Vanesa bajó y sacó una maleta de la parte de atrás del vehículo. Me dijo que estaba llena de ropa y alguna otra cosa que con bastante seguridad iba a necesitar. Me guió hasta un autobús que rezaba el nombre de una capital que nunca había visitado en la parte delantera, y me plantó un sugerente beso en los labios antes de girarse y no volver a mirar hacia mí.

Y hasta allí había llegado, tras algunas horas de autobús, tren y minibús. Acabé ante un matrimonio que rondaría los 70 años y que me esperaba sonriente en una pequeña parada hecha de cemento y pizarra, con una furgoneta que algún año debió haber sido blanca aparcada a sus espaldas. La imagen hubiera resultado pintoresca si no fuera porque mis ánimos no estaban por la labor de apreciar ningún detalle.

Cuando bajé y llegué hasta ellos el hombre me dio una palmadita en el brazo, alcanzó mi maleta y la llevó al maletero de la furgoneta.

-          ¿Son ustedes Ramón y Encarna? – les pregunté titubeante, leyendo de nuevo los nombres en la nota.

-          Sí, hijo. – me respondió la mujer – Y tú eres David, ¿verdad? – esperó a que asintiera – Somos los padres de tu tío Víctor. Tu tía nos llamó diciendo que venías a pasar una temporada. Tranquilo, si tienes problemas en casa seguro que se arreglarán. Mientras tanto, te puedes quedar todo el tiempo que quieras. Eres bienvenido.

Vaya… Así que “problemas en casa”. Ya me parecía a mí que decirle a esa buena gente que estaban acogiendo a un futuro fugitivo de la ley no era una opción viable.

La verdad es que necesité poco tiempo para darme cuenta de que eran agradables. Me recordaban a mis propios abuelos. Tras el primer día, en el que me permitió recuperarme del viaje, Ramón me despertó mañana tras mañana para que le ayudara en el trabajo de campo. Era un hombre callado y bastante tranquilo. Me había enseñado cómo cuidar la huerta, al ganado, a cortar leña o a afilar guadañas. A pesar de que las seis de la mañana era una hora a la que yo no acostumbraba a salir a la calle, no le puse mala cara ni siquiera la primera mañana que salí con él. Sentía que, ya que les estaba ocultando la verdadera razón por la que me encontraba ahí, al menos debía pagar mi estancia con sudor.

Por otro lado, Encarna era una mujer con bastante genio, pero buen corazón. Se preocupaba por mí como si fuera su verdadero nieto. “¡Como no me comas más te vas a quedar tísico!”, me repetía cada comida y cada cena. Me estaba marchando de su casa sin encontrar la manera de explicarle que era incapaz de comerme medio pollo (de corral, que tienen más tamaño de pavo que de pollo) yo solo, pero esa insistencia formaba parte de su encanto.

En pocos días fui conociendo al resto de habitantes de la aldea, y pronto me acostumbré a saludar a cualquier persona que viera por la calle, les conociera o no. Las costumbres en aquél lugar eran distintas a las de una ciudad. Me di cuenta de que, aunque no todos eran familia (ni siquiera lejana), siempre ayudaban en lo que podían a sus vecinos. El proverbio “Hoy por ti, mañana por mí” no iba a encontrar mejor ejemplo para ser explicado que aquella aldea.

Una de las mañanas que me encontraba con Ramón en el corral de los pollos, me pidió que le ayudara a construir un medio muro con ladrillos para guardar tras él las herramientas con las que los animales se pudiesen dañar. Fue entonces cuando descubrió que había trabajado de albañil la última época, pues le enseñé algunos trucos para mejorar la estructura.

-          Oye, mozo, pues Vicente está construyendo una casa nueva para su nieta en la punta abajo. – me dijo mientras medía un ladrillo para cortarlo – Seguro que le viene bien tu ayuda.

-          ¿La está haciendo solo? – le pregunté, secándome el sudor de la frente. Hacía frío, pero el trabajo me sofocaba en exceso.

-          Le suelen ayudar el hijo y el nuero, pero sólo algunos fines de semana. ¿Por qué no le preguntas si te necesita? Seguro que está allí ahora.

-          Bien – me levanté, sintiendo cosquilleos en las piernas por permanecer de cuclillas demasiado tiempo – Era cerca del pilón, ¿no?

Me asintió y salí sacudiéndome las manos en busca de Vicente. Como me había dicho Ramón, estaba en el segundo piso de la casa a medio construir, asomado a una de las ventanas aún sin cristales.

Agradeció mi ayuda. Era un hombre muy despistado. Comenzaba a contar algo, se concentraba en alguna tarea y cuando volvía a hablar ya se le había olvidado lo que estaba diciendo. Era mayor, puede que más que Ramón, y cojeaba un poco. Desde luego, esa gente estaba hecha de otra pasta. Me imaginé a mi padre con unos años más, confiando en un chaval que no conoce de nada para ayudarle a construir una casa que él mismo está levantando aún siendo mayor y cojo. “Ni lo sueñes…”, pensé. Tenía claro que alguien de la ciudad no haría algo así.

Vicente me contó que era viudo desde hacía más de diez años, que a su mujer se la llevó el cáncer ‘cuando todavía se le tenía más miedo que al diablo’. Tenía tres hijas, dos de ellas casadas, y un hijo que parecía que fuera a ser soltero toda su vida. Sonreí escuchando sus expresiones para contarme todo aquello. Lo vivía, daba la sensación de que mientras me lo contaba lo estaba viendo pasar ante sus ojos.

-          ¿Y tu nieta? – le pregunté una de las veces que se quedó callado – Ésta casa es para ella, ¿no?

-          Sí, hijo. Noelia. Es una buena moza. Siempre le ha gustado el pueblo, y ahora que ha terminado de estudiar quiere relevar a Mauro en el bar.

-          ¿Por eso viene a vivir aquí? – no sabía la edad que tendría, pero no podía ser mucho mayor que yo. Me extrañaba que alguien joven quisiera pasar el resto de su vida en éste lugar.

-          Sí. – suspiró de ese modo que se hace cuando recuerdas algo que te despierta ternura – Aún me acuerdo de cuando no medía más que aquel castaño – señaló un árbol joven que crecía solitario casi en el medio del camino, de aproximadamente un metro de altura – Cada vez que sus padres se la llevaban del pueblo montaba una pataleta que podía hacer temblar hasta al más valiente. Más adelante, se empezó a escapar de su casa y aparecía aquí para pasar días o semanas enteras. Mi Noe… Creo que si la sacaran de este lugar para siempre le robarían un trocito de alma.

-          Vaya…

-          Aún no lo entiendes, porque llevas poco tiempo. – me sonrió – Pero este lugar engancha, te lo digo yo.

Había tenido razón. Me había quedado enganchado, y en menos tiempo del que pensaba. Solo que no era el pueblo en sí lo que había hecho surgir en mí el deseo de no marcharme. Había sido Noe.

Un día, una semana tras mi llegada a la aldea, Vicente me había invitado a comer para agradecerme lo que le había ayudado hasta entonces. Su nieta llegó ese mismo día al pueblo, y me la presentó antes de que nos sentáramos los tres a la mesa.

Recuerdo la primera impresión que tuve sobre ella. No me había equivocado: era sólo un año mayor que yo. No era especialmente bonita, pero su rostro era armónico. La corta melena color azabache le enmarcaba el rostro hasta poco más abajo de la barbilla. Su nariz era un tanto desproporcionada en tamaño, pero su forma era graciosa. Los ojos almendrados le daban aspecto de extranjera, acentuado por el moreno de su piel. Era pequeña, hubiera parecido casi una niña de no ser por el gesto de dureza que reflejaba su rostro. Su ceño se mostraba permanentemente fruncido y sus labios, pequeños y rosados, estaban tensos. Sólo cuando se acercó a saludar a su abuelo pareció relajada.

En aquella comida me dio una imagen de rudeza que se alejaba demasiado de la realidad. No se mostró nada contenta de ver a un chico de la ciudad invadiendo su propio universo de paz. Enseguida comprendí que era muy posesiva en ese aspecto, y yo no era bienvenido en su mundo. Cada vez que intenté hablar sobre temas banales, sus respuestas fueron cortantes. Finalmente, me encontré tan incómodo que me inventé una inexistente tarea en casa de Ramón y Encarna. Me marché casi con prisas tras la comida y no aparecí por donde Vicente durante el resto del día.

A la mañana siguiente, en cambio, me vino a buscar para que siguiera ayudándole. No tenía escapatoria, así que fui con él hasta la futura casa de Noelia. Me pidió que no tuviera en cuenta las palabras de su nieta, pues según él le costaba trabajo fiarse de la gente. “De mí no debería fiarse”, pensé, “y menos después de lo que he hecho no hace tanto tiempo”. Recordar la razón por la que me encontraba allí me hizo sentirme una mierda. La gente se estaba portando bien conmigo, y era algo que yo no me merecía. Les estaba engañando a todos de una forma incluso cruel. No quería ni pensar lo que dirían si algún día descubriesen que estaban dando cobijo y trabajo a un violador. Sabía que no me merecía todo aquello, pero ¿qué iba a hacer? Era demasiado cobarde para entregarme… Lo era, ¿verdad? Sí, lo era. Al fin y al cabo me había pasado casi tres meses escondido.

Los siguientes días vi a Noe casi a cada hora. Al principio sólo pasaba para llevarnos agua, algún aperitivo y alguna herramienta que nos hubiéramos olvidado. Poco a poco parecía menos incómoda en mi presencia. Sus cortas visitas de obligación se fueron alargando, y empezó a acompañarnos a todas horas y a irse sólo cuando le pedíamos que nos trajera alguna cosa. Mañana y tarde nos hacía compañía, al principio sólo hablando con su abuelo y más tarde también conmigo, como si aquellas primeras horas llenas de desaires hacia mi persona nunca hubieran existido.

Fue entonces cuando empecé a conocerla en realidad. Tenía buen corazón, igual que la mayoría de la gente que vivía en aquella aldea. Era sensata, y parecía que necesitaba allanar el terreno antes de pisarlo, para estar segura de que ninguno de los pasos que daba le iba a hacer caer. Por esa misma razón, supuse, a veces se mostraba como si estuviera construyendo una pequeña muralla a su alrededor.

Una mañana, cuando llegué al lugar de trabajo, no me encontré a Vicente. Noe, en cambio, sí estaba. Se encontraba sentada en el saliente que iba a ser su balcón, con la espalda apoyada contra la pared y mirando hacia las colinas verdes y ocres que se extendían ante la vista.

-          Buenos días – le saludé, respirando una bocanada de aire de la sierra.

-          Hola – me miró y dio unas palmaditas a su lado, sobre el suelo – Siéntate un poco, anda.

-          ¿Y tu abuelo? – le pregunté mientras le obedecía.

-          Se ha levantado con algo de catarro y le he dicho que se quedara en casa. – me miró, con los ojos entrecerrados por el sol. Me fijé en que la luz hacía que parecieran grisáceos, a pesar de que su verdadero color era negro – Lleva trabajando sin parar desde que empezó a construir. No es un pecado que descanse algún día.

-          Sí, la verdad – la observé mientras alejaba su mirada de mí para volver a mirar al horizonte – Pero podías haberme avisado también, ¿no? No acostumbro a levantarme a las cinco y media de la mañana para no hacer nada.

-          ¿Y quién te dice que no vayas a hacer nada? – me miró de nuevo, con un gesto que no sabía si era molesto o misterioso – Vas a conocer lo que es éste lugar, urbanita.

-          ¿Conocerlo? – me extrañé.

-          A ver si piensas que me gusta el pueblo sólo por sus cuatro casas, chaval. – se levantó con una sonrisa en la cara – Ven. Nos vamos de excursión.

-          ¿A las seis de la mañana?

-          Sí, a las seis de la mañana – entró por lo que iba a ser la puerta del balcón y cogió una mochila del suelo antes de comenzar a bajar las escaleras.

Salí tras ella. La temperatura era primaveral. Veintitrés grados en febrero… desde luego, lo que pasaba en ese pueblo no pasaba en ningún otro sitio.

Anduvimos buena parte de la mañana por los caminos que salían de la aldea. Más bien, ella andaba y yo la seguía a trompicones, tropezándome con cada una de las piedras que me encontraba en el suelo. Noe se reía cada vez que maldecía por mis casi-caídas. “¿No sabes levantar los pies del suelo, o qué?”, me preguntó. Empecé a caminar imitando a una gallina, levantando ridículamente las rodillas. Ella se rió aún más. Me descubrí a mí mismo disfrutando de aquél sonido de alegría que salía de sus labios.

Hablamos sobre nosotros. Me contó que el pueblo le gustaba, pero que la razón de mayor peso para venir a vivir aquí era su abuelo. No quería que estuviera solo toda la semana. Sus hijos le visitaban cada poco, y con eso por ahora bastaba, pero Noe sabía que llegaría un momento en el que iba a necesitar a alguien que estuviera con él cada día. “El trabajo de campo es muy duro, David, y la gente que vive de ello envejece muy mal. No quiero que mi abuelo acabe en una residencia, porque sería como si le matasen. Necesita estar en el pueblo, igual que yo”. Escuché aquella y alguna otra confesión con maravilla. Cada día que había hablado con ella me había sorprendido de su buen corazón, pero algunas de las cosas que me dijo aquella mañana me cautivaron por completo. Era capaz de sacrificar muchas de las cosas que tenía en aquél momento para dedicarse a la gente que quería. Era admirable.

Cuando me preguntó sobre mí, sobre el por qué de mi estancia en el pueblo, le tuve que mentir. Le hablé de los problemas entre mis padres, y le di a entender que era aquella la razón por la que me había marchado. Para entonces tenía el tema más que superado, pero hablar de los sentimientos que me preocuparon cuando era niño con ella me reconfortó como nunca antes lo había hecho. Noe me miraba con los ojos muy abiertos mientras caminábamos, y yo sentía que en el fondo me compadecía. Me dijo que no era capaz de imaginar a unos padres separados, porque su familia siempre había estado muy unida.

Al mediodía mis pies pidieron tregua. Me hizo caminar un poco más, para mostrarme un paisaje que me obligó a contener el aliento. Habíamos llegado a un valle completamente verde, inundado de amapolas y margaritas que le daban aspecto de estar parcheado. Me señaló un riachuelo que lo cruzaba, hasta crear un pequeño estanque sostenido por las colinas, que formaban una U.

-          Ese agua sale del manantial de aquella montaña. – me señaló – Es limpia, y más sana que la que sale del grifo. La gente del pueblo viene a veces para llenar garrafas y poder beber de ella.

-          ¿Bebéis agua sin tratar? – hice una mueca – Eso tiene que ser peligroso, ¿nadie ha pillado nunca una diarrea o algo?

-          ¡Urbanita! – se rió, y comenzó a trotar cuesta abajo hacia el riachuelo.

Sonreí y me tumbé en el suelo. Rodé para bajar, como un crío, pero es que hacía mucho que no actuaba como tal. Escuché cómo Noe volvía a reírse, y de pronto me gritó un “¡cuidado!”. Demasiado tarde… Me empapé con el agua que corría, desagradablemente fría para un baño. No había calculado que llegaría tan pronto abajo del todo. Me puse en pié mirando la camiseta y los pantalones oscurecidos por el agua y vi a Noe desternillándose en el suelo. Yo también me reí, a veces había que tener poco sentido del ridículo y tomarse las cosas con humor.

Tras dejar la ropa colgada de la rama de un arbusto y envolverme en una toalla que había traído Noelia en su mochila para que nos sentáramos, comenzó a sacar comida de la misma bolsa. Jamón, chorizo, lomo, tocino, tomates, pan… Con el hambre que tenía, se me hizo la boca agua. Charlamos mientras dábamos buena cuenta de los alimentos.

Al acabar, ambos nos tendimos sobre la hierba y miramos las nubes algodonosas que cruzaban el cielo.

-          Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. – le dije, tras un rato callados – Gracias por enseñarme todo esto. Se me había olvidado lo que era estar un día entero sin trabajar.

-          Y si continúas aquí se te va a volver a olvidar, créeme. – me respondió – En el campo no existen los domingos. Ni las vacaciones. Todos los días son laborables.

-          ¿A qué viene eso?

-          A que no es tu sitio, David, y lo sabes. No estás hecho para esto. No te digo que no te guste para estar una temporada, pero no aguantarías un año entero, te lo digo yo.

-          ¿Y tú sí? – le miré, tenía de nuevo una expresión dura.

-          Es diferente.

-          ¿De qué estás huyendo, Noelia?

-          ¿Cómo? – me miró asustada, mostrándome que había adivinado su secreto.

-          Entiendo que te guste éste sitio, pero cuando me has dicho que aquí no hay vacaciones lo has dicho con amargura. Te he pillado. Algo te ha pasado donde sea que vives, porque nadie lo deja todo por trabajar de camarera en un bar de un pueblo con tan pocos habitantes.

-          No tienes ni idea. Mi abuelo…

-          Sí, sí, todo lo que tú quieras – le corté – Pero no me voy de aquí hasta que no me lo cuentes – le miré sonriendo, mostrando que no era del todo una amenaza, sino más bien una forma de decirle que estaba dispuesto a escucharle. Le tomé la mano – Y tú tampoco te vas.

Me miró casi con odio y retiró la mano que le había sujetado con brusquedad. Pensé que simplemente se iba a levantar para marcharse de allí, pero su gesto se fue suavizando a medida que parecía pensar en algo. Entonces suspiró.

-          Digamos que los tíos sois unos hijos de puta. – me dijo de golpe, y sus ojos se estrecharon cuando su ceño volvió a fruncirse – He tenido un novio durante un año, que cuando se ha dado cuenta de que no estaba preparada para darle algo que él quería, me ha dejado hundida en la mayor de las miserias. Me ha destrozado la vida en muchos sentidos.

-          ¿Qué te ha hecho? – sentí de pronto un vacío en mi interior. A ella le habían hecho daño… Yo había hecho daño a otra chica. Pensé en cómo habría cambiado la vida de Becky a causa de mis actos. Demasiado doloroso para intentar imaginarlo, así que cesé en el intento.

-          Chantajes, amenazas… Mira, no quiero hablar de ello. – la noté vulnerable, para mi sorpresa, pues pensaba que jamás iba a deshacer del todo su armadura – Estoy aquí para olvidar. La gente en el pueblo no es mala, no vas a encontrar a quien te haga daño. Es un buen sitio para curar heridas, por eso he venido.

-          Lo siento. No quería hacerte recordar.

-          ¿Ves? – me miró con una expresión que no supe interpretar – Tú también eres buena gente. Si no lo fueras no estarías disfrutando tanto de éste lugar.

-          ¿Qué utilizas, tu pueblo como un cribado? – reí divertido – No estoy seguro de ser tan buena gente como tú dices, Noe.

-          ¿Por qué? ¿Tienes un pasado oscuro, acaso? – me lo decía bromeando.

-          Podría ser –impregné la frase de un halo de misterio. No quería que siguiera preguntando, porque me veía capaz de acabar contándoselo a modo de estúpido sinceramiento. Para deshacer la tensión del ambiente, me levanté y miré la toalla – Podías haberme dejado una toalla que no fuera de las princesas Disney, ¿no?

-          Si te queda muy bien, hombre… – sonrió. Parecía aliviada porque hubiera cambiado de tema – Deberías haber nacido mujer. Te favorece el rosa.

-          Ya, claro – me acerqué a ella y me agaché a su lado. Seguía tumbada, y le alcé en volandas.

-          ¿Qué demonios haces? – me dijo, descolocada.

-          ¿Te apetece un chapuzón? – no le di tiempo a responder y enseguida terminó en el estanque, con ropa y todo. Su grito por poco me perfora los oídos.

-          ¡Te mato! ¡Cabrón! Voy a pillar una pulmonía de caballo por tu culpa – dijo mientras salía del agua, acercándose a mí.

Me reí mientras me perseguía. Yo tenía difícil lo de correr, pues con una mano tenía que andar con cuidado de sujetar la toalla. Estaba claro que el monte no era lo mío. Me tropecé con una pequeña piedra que sobresalía de la hierba y caí de bruces. Noelia aprovechó para sentarse sobre mis piernas de modo que no pudiera levantarme. Al estar boca abajo, no la alcanzaba con las manos, así que sus pellizcos en mi espalda y en mis costados no pudieron ser devueltos.

Me quejaba y me reía a partes iguales, y ella parecía disfrutar de poder vengarse con tanta facilidad de mí. Comenzamos una pelea en la que ambos terminamos rodando por la hierba, y finalmente me situé sobre ella inmovilizándola bajo mi cuerpo.

-          ¿Ahora qué, chica de pueblo? ¿Quién gana, el urbanita o tú? – me reí, sujetándole los brazos a ambos lados de nuestros cuerpos.

-          Vale, tú ganas. – respondió con la respiración agitada – Vamos, anda. Tenemos que volver antes de que se haga de noche.

Me miraba con una sonrisa que nunca le había visto plasmar. De pronto me pareció la chica más bonita que había visto. Sabía que no debía hacerlo, pero el deber quedó ignorado en un pequeño rincón de mi mente. Solté sus manos y llevé una de las mías a su rostro, para acariciarle una mejilla con las yemas de mis dedos. Noe no dejó de mirarme, pero sus ojos parecían entre asustados y sorprendidos. No me apartó. Y yo sentí que necesitaba a alguien como ella, alguien que no me utilizara para sus fines o sus intereses, “alguien que no sea como mi tía, alguien que pueda quererme de forma transparente y pueda hacerme mejor persona”. No la merecía, pero mis impulsos también ignoraron aquello. Mis labios bajaron hasta su mejilla y la rozaron en un beso que apenas lo fue. Dejé un segundo beso en su piel, un poco más abajo, y terminé con un tercero en la parte más alta de su garganta.

Sus manos se posaron en los costados de mi cintura, casi con miedo, pero estaban ahí en lugar de apartándome de ella. Recibí la señal y subí rozando su mandíbula con la punta de mi nariz. La miré, y de sus ojos no había desaparecido el asombro. Entreabrí los labios y los apreté con suavidad contra los suyos, que no devolvieron gesto alguno. Lo intenté una segunda vez, tomando su labio inferior entre los míos. Noté que se tensaba entre ellos, y entonces Noe giró la cabeza hacia un costado.

-          David, levanta, por favor.

Mi nube de fantasía se deshizo al escuchar esas palabras. Me levanté, recolocando la toalla alrededor de mi cintura.

-          Lo siento – le dije antes de acercarme al árbol del que colgaba mi ropa para cogerla. Se la lancé – Toma. Póntela, no quiero que enfermes.

-          ¿Y tú qué vas a llevar?

-          Creo que antes has dicho que el rosa me sienta bien, ¿no? – sonreí sin ganas.

Volvimos hasta el pueblo sin cruzar apenas palabras. Su voz únicamente sonó para advertirme de algún bache o alguna planta con pinchos, nada más. Yo tampoco intenté sacar conversación. Me sentía avergonzado. Conocía a Noe desde hacía una semana aproximadamente, no entendía cómo podía haber pensado que ese tiempo era suficiente para saber si sentía algo o no. Me atraía, eso estaba claro, pero si ella había sufrido tanto por su anterior relación lo más lógico era que no quisiera oír hablar de hombres en una buena temporada. “Y menos aún de hombres que son capaces de hacer lo que he hecho yo”, pensé. Volví a sentir la presión en el pecho; la que me advertía de que era la mayor basura que alguien pudiera encontrarse en el camino.

Las siguientes semanas fueron incómodas. No del modo en el que lo fueron los primeros días que conocí a Noelia; fueron incómodas de un modo diferente. Ella no mostraba desprecio, ni se mostraba cortante. Simplemente parecía tímida, asustadiza. Yo evitaba hablar con ella, pero no era fácil teniendo en cuenta que había empezado a trabajar con Vicente y conmigo para mejorar los acabados de la casa. Podría decirse que la tensión se palpaba en el ambiente. Vicente empezó a preguntarme si había sucedido algo, pues nos encontraba raros a ambos. Yo me hacía el tonto, prefería simplemente no responder a tener que mentir. No quería mentir sobre más cosas…

Fueron pasando los días. El día de Nochebuena, llegó toda la familia de Vicente para celebrar la fecha todos juntos. Me sorprendió descubrir que Encarna y Ramón iban a estar solos. Me avergonzaba la actitud de Víctor al dejar a sus padres sin compañía en una fecha que supuestamente debía ser familiar. Me dijeron que este año al menos estaba yo, y que siempre era agradable tener a alguien más en casa. La cena fue llevadera, aunque yo también echaba de menos a mi madre, y a la mayoría de mi familia. No es que fuéramos una familia modelo, pero en éstas fechas sí que solíamos juntarnos y pasábamos buenos ratos.

Cuando terminamos de cenar, Noe entró en la casa tras llamar a la puerta con los nudillos. Me sorprendió verla, pero imaginé que traería algún recado.

-          ¡Hola! ¡Felices fiestas a todos! – saludó. Dio dos besos a Encarna y a Ramón antes de continuar hablando – David, vengo a por ti.

-          ¿Por? – pensé en que igual debía haber ido a felicitar las fiestas a casa de Vicente, pero no me encontraba de buen ánimo. Más bien estaba decaído por estar fuera de casa en esas fechas.

-          Todos los años en ésta fecha suelo ir al pueblo de al lado. Allí tengo unos amigos con los que celebro la noche. El pueblo es algo más grande que éste, así que tienen una especie de pub. ¿Te apetece venir?

-          Bueno… – vaya, no me esperaba un pub en un lugar como aquél… Y me esperaba aún menos que Noe viniera a invitarme cuando llevaba semanas huyendo de mí - ¿Te vas ya?

-          Sí. Te dejo cambiarte. Tengo fuera el coche, así que te espero, ¿vale?

-          Bien. Me daré prisa.

Tras ponerme unos vaqueros y una chaqueta algo abrigada, salimos de la aldea. Ella conducía. Fuimos callados los primeros minutos, y dado que la radio se oía más bien poco, el silencio del coche era incómodo.

-          Oye, gracias por invitarme. – le dije para cortar el hielo – No tenías por qué.

-          Pensé que quizá te apetecía relacionarte con otra gente de tu edad. – respondió, concentrada en la sinuosa carretera, con un encogimiento de hombros – Sobre todo teniendo en cuenta que… bueno…

-          Ya, que no hemos estado muy sociables tú y yo últimamente – suspiré – De verdad que lo siento. No sé lo que me pasó ese día, Noe, no me suelo lanzar tan rápido cuando me gusta alguien.

-          ¿Cuando te gusta alguien? – sus nudillos se pusieron blancos cuando tensó las manos sobre el volante.

-          A ver, sé que es precipitado decir eso. No nos conocemos desde hace tanto tiempo, pero si hubiéramos continuado hablando como lo hacíamos hasta que metí la pata, en fin, probablemente me tendrías bastante pillado. – le respondí, girando después el cuello para mirarla – Eres diferente a otras chicas que conozco.

-          Sí, normalmente ese suele ser el problema, que soy diferente.

-          No lo veo un problema – ella seguía conduciendo, vi por el rabillo del ojo cómo su rostro se endureció – Me aburren las chicas que intentan ser como marcan las normas.

-          ¿Prefieres a las estrechas? Porque es eso lo que me llamaban en la ciudad, David. – me miró con el ceño fruncido, ese gesto tan común en ella. Volvía a estar a la defensiva – Si me aparté de ti no es porque no sintiera nada. Hay una conexión, no soy tan estúpida como para no notarlo, pero no tengo por costumbre conocer a un chico hoy y estar besándole dentro de cinco días.

-          ¡Ey! No me ataques, que no te he llamado estrecha. – me encontraba molesto – Prefiero lo que haces tú a las que hacen otras cosas, créeme. Ya te he dicho que lo siento, y por si no me has escuchado, yo tampoco suelo lanzarme tan pronto.

-          Perdona, desde lo de mi ex estoy bastante susceptible. Sé que me lo has dicho, y sé que me pediste perdón y ni te lo tomaste mal, ni tampoco insististe. – suspiró y su expresión se relajó. Me pareció verle incluso apenada – Pero fue por cosas de estas por las que rompí mi anterior relación, y eso hace que me afecten mucho.

-          Si alguien se enfada porque seas fiel a tus principios es que es alguien muy tonto – negué con la cabeza pensando en ello.

-          Ya. Es fácil hablar cuando a ti seguramente ninguna de tus parejas te habrá privado de nada. – se rió – Los tíos os ponéis muy pesados con esas cosas. Parece que lo necesitéis para subsistir.

-          Sigue sin ser una razón de peso para que tu ex te hiciera algo que te obligara a marcharte de casa, Noe. – volví a mirarla. No sabía por qué, sentía ganas de abrazarla y decirle que nadie volvería a hacerle daño – Ese tío no te merecía.

-          ¡Pero si no le conoces!

-          Por lo que me cuentas no necesito conocerle – me mantuve callado unos momentos, y ella parecía dudosa de preguntar algo.

-          Si no es tu estilo, ¿por qué me besaste? – su tono era en apariencia tranquilo, pero supe por la tensión de sus hombros que en realidad estaba nerviosa.

-          Un impulso, te vi sonreír y no pude aguantarme. Supongo que me atraes, que de verdad existe esa conexión que has nombrado.

-          Bueno, no vuelvas a hacerlo. – sonrió enigmática – Cuando sienta ganas de besarte, ya lo haré yo.

-          ¿Y si entonces yo no quiero? – me aseguré de dejar claro en mi tono de voz que era una pregunta hecha para picarle. No creía que no fuera a querer. Mucho tenían que cambiar las cosas…

-          David, no me engañas, eres un hombre. – me miró – Pero, si de verdad no quieres, sólo tienes que apartarte. Ahora… tú te lo pierdes, urbanita.

Nos reímos al unísono, y con esa conversación logramos que las cosas volvieran a la normalidad. Parecía que hubiéramos aclarado las cosas, y nuestra relación se hizo más cercana a medida que pasaban los días. Nunca había tenido una mejor amiga, pero estaba seguro de que si no fuera porque nos conocíamos de hacía poco, hubiera podido contar a Noe como eso. Me sentía muy a gusto, y ella parecía encontrarse igual. Era inevitable comparar su comportamiento de los primeros días que nos conocimos con el de los siguientes a la conversación. Se abrió mucho a mí, y una semana antes de mi marcha de ese pueblo para no volver, me besó. Sí, lo hizo ella, y como bien sabíamos los dos, yo no me aparté.

Fue una noche en la que me fue a buscar a casa después de que ambos hubiéramos cenado. “Te quiero enseñar lo que te pierdes en la ciudad por la puñetera contaminación lumínica”. Me llevó a pasear por los caminos que cruzaban la era y las viñas, y cada poco paraba para señalarme el cielo. La luna estaba casi llena, pero no era eso lo que me quería mostrar. Eran las estrellas. La verdad es que en la ciudad era imposible verlas, pero pensaba que alguna de las veces que habíamos ido de acampada al monte cercano a casa había logrado ver todo lo que el cielo podía mostrar. Hasta aquél día no comprendí lo equivocado que estaba. El cielo parecía un manto estrellado, con puntos de distinta luminosidad y tamaño llenando cada uno de sus rincones. Entre tantas estrellas, era incluso difícil encontrar la osa mayor.

La última vez que nos paramos, cuando miré de nuevo a lo alto, Noe tomó mi mano entrelazando nuestros dedos. “David”, susurró. Y yo bajé mi vista a sus ojos, que reflejaban la luz de la luna. Ella se puso de puntillas y me dio un pequeño pico en los labios, esperando luego a que yo avanzara en el siguiente paso. Me costó un momento reaccionar, pero mis brazos acariciaron su cintura y su mejilla, y por primera vez nos besamos, mutuamente, alargando un roce suave y tímido durante un tiempo que despejó mi mente de toda preocupación. No llegamos a más, pero me sacié de sus labios, los besé hasta que noté los míos hinchados. Acaricié su pelo y su rostro hasta que sentí que nunca iba a poder olvidar esa suavidad, pues mis dedos parecían haberla grabado a fuego en sus yemas.

Con el beso quedó sellado todo lo que podía surgir entre nosotros. Hablamos, ella me dijo que era el primer chico en el que confiaba desde todo lo que le había pasado. No le pregunté lo que esperaba de mí, pero sus gestos lo dejaban claro. No creía que ni uno ni otro estuviéramos dispuestos a considerar aquello un rollo de una noche, aunque tampoco sabía si había tanto sentimiento como para comenzar algo serio.

Aquella noche no pude dormir. Fue la primera vez que pensé en marcharme de allí para evitar dañar a más gente. Noelia no se merecía que le volvieran a engañar, y yo no podía contarle lo que había hecho. Le di muchas vueltas a la cabeza, pero por mucho que busqué no encontré el valor para salir de mi escondite. “Eres un cabrón”, pensé para mis adentros. Tarde o temprano se iba a enterar, lo sabía. En el pueblo no había televisiones, pero estaba seguro de que en algún momento ella saldría de allí y encontraría mi nombre en algún noticiario. Un desagradable escalofrío me recorrió, y yo me dormí en un sueño inquieto plagado de pesadillas en las que repetía mentalmente mis “deberes” con Becky y en las que, ante mi horror, su cara se cambiaba por la de Noe en el momento más desagradable. Recuerdo haber despertado gritando, con lágrimas en los ojos. Si seguía así, acabaría por volverme loco.

Mi cobardía hizo que aquella semana avanzaran las cosas. Cuando no la tenía cerca, pensaba en no echar más leña al fuego, en hablar con ella cuanto antes para decirle que no podíamos seguir con eso, que no quería correr el riesgo de lastimarla de nuevo. Pero cuando estaba frente a mí, con su sonrisa, sus negros ojos brillantes… Se me olvidaba todo propósito y sólo podía corresponder a sus caricias, sólo podía desear sus labios y devolverle los besos que me regalaba.

No era precisamente un cuento de hadas. Lo habría sido si el chico no hubiese tenido un continuo runrún de cabeza, plagado de culpabilidad y reproches, pero lo tenía. Podía mejorar, desde luego, pero también empeorar. Y si algo he aprendido en estos años es que si algo puede empeorar, lo hará. Por supuesto, en el caso de nuestra historia empeoró… y mucho.

El día anterior a mi viaje de vuelta, me encontraba solo en la casa a medio construir. Era mediodía. Vicente y Noe tenían la costumbre de echar la siesta antes de volver al trabajo, pero en mi caso sentarme tras la comida era sinónimo de no volver a estar activo hasta pasadas las seis de la tarde por lo menos, así que siempre iba directo a currar.

La sensación cuando la vi fue un remolino de odio, sorpresa y ganas de perderla de vista. Apareció en el pueblo sin avisar a nadie. Ni siquiera a sus suegros. Vino directa a mí, con su cabellera de fuego revolviéndose a sus espaldas por el viento. Sonreía, y yo tuve que parpadear para cerciorarme de que aquello no era una pesadilla.

-          Hola, sobrino – me dijo mientras se acercaba a mí, pasando la mano por una de las paredes todavía sin pintar.

-          ¿Qué haces aquí? – sequé el sudor de mi frente y me incorporé. Se me tensó la mandíbula.

-          Te echaba de menos – llegó hasta mí, y sin miramientos acarició mi entrepierna. Siempre era directa, pero en aquella ocasión yo no tenía intención de seguirle el juego. Le aparté la mano con firmeza – Víctor se ha marchado de viaje y yo sabía que aquí tendría a un hombre que calmara mi ansia… ¿no es así, cielo?

-          No, tía. Ya no – le di la espalda e intenté volver al trabajo, pero ella se situó de frente a mí de nuevo, y me miró sin comprender.

Yo fruncí el ceño, gesto que me hizo acordarme de Noe sin remedio. Noe… No podía hacerle eso. A pesar de mis remordimientos, estaba muy a gusto a su lado. No iba a traicionarla por alguien que quería usarme a modo de marioneta. Vi cómo el gesto de Vanesa cambió de la confusión a la decisión, y la sonrisa que quedó marcada sobre sus labios no me gustó un pelo.

-          Ya lo creo que sí, cariño. – me dijo, volviendo a acercarse y agarrándome esta vez con fuerza el paquete, a modo de amenaza – Vas a satisfacerme, porque sino esta boquita mía va a empezar a hablar. Va a hablar directamente con la policía, mi pequeño David, y le va a contar dónde te escondes, les va a decir que tu padre es cómplice, que también me forzasteis a mí… No dudes que lo haré, así que haz el favor de regalarme un buen polvo si no quieres arrepentirte de haber nacido.

Las aletas de mi nariz se ensancharon en una mueca de desprecio, y mi mente comenzó a cavilar sobre cómo hacérselo pagar. Apreté los puños para contener mi rabia. No era adecuado perder la cabeza en esa situación.

Mi tía se acercó a mí y me besó de una forma que casi me dio asco. No soportaba sus labios, al menos no sobre los míos. La empujé hacia atrás.

-          No me vas a chantajear esta vez, tía. Sé que no vas a hacer nada que pueda dañar a mi padre.

-          Sobrino, por favor. – se rió despectivamente – Me estás subestimando. Sabes que soy capaz de cualquier cosa con tal de salirme con la mía. Has visto hasta dónde he llegado. ¿Para qué te quiero libre si no me sirves de nada?

Una rabia animal salió de mis entrañas. La agarré del cuello y la estampé contra la pared. No le ahogaba con mi mano, sólo la inmovilizaba. Si hubiera sido otra persona, la mirada que le dedicaron mis ojos le habría hecho salir por patas, pero mi tía no se mermaba ante nada.

-          Eres una puta. – le escupí las palabras, diciéndole lo que en esos momentos opinaba de ella – ¿A cuántos hombres te has tirado a espaldas del tío? Dime, ¿compras los favores con sexo? Porque eso es de putas, Vanesa.

-          Si quieres que sea una puta, seré una puta. – su mueca era de provocación, y acarició mi mejilla con su uña – Pero yo quiero tu polla, sobrino, y como no me la des te vas a arrepentir.

Algo se apoderó de mí. Ya no era yo, ahora era de nuevo aquél chico que fue una marioneta, pensé en lo que le había hecho a Becky por culpa de la mujer que tenía delante. Se merecía lo mismo, o algo peor. Aún agarrándola del cuello la arrodillé ante mí, acorralada como estaba contra la pared. Con la otra mano desaté mis pantalones de trabajo los bajé junto a la ropa interior.

-          ¿Quieres polla? Muy bien, chúpamela – Le dije, y pegué su cara a mi sexo desnudo, simplemente rozándolo contra su mejilla, intentando que para ella fuera desagradable. Ni siquiera tenía una erección, estaba tan asqueado que ya ni me la provocaba.

-          Sobrino, la tienes colgando como un pendiente, si quieres que te la chupe primero tendrás que mostrarte algo más dispuesto, ¿no? – me miró juguetona, y mi rabia creció al ver que aquello no le repelía.

-          Te he dicho que me la chupes, tía – mi tono de voz no dejaba lugar a la desobediencia– Ya se pondrá dura si lo haces bien.

Me sonrió juguetona. No me lo podía creer. No iba a lograr hacerle sufrir, porque le gustaba aquél juego de desprecio. Joder… Mi miembro ya estaba entre sus labios, completamente en el interior debido al escaso tamaño que tenía en aquél momento. Cuando su lengua jugó en mi glande, supe que conseguiría su propósito. Iba a lograr mi erección. Fui creciendo entre sus labios, y el placer se mezcló con un sentimiento de culpa por lo que estaba haciendo, y de rabia porque mi tía me siguiera provocando aquello.

Vanesa emitía gemidos con su boca llena, al tiempo que me miraba a los ojos con los suyos inundados de provocación. Un vuelco en mi estómago surgió al darme cuenta de que aún después de todo, seguía deseándola. “Soy un hombre, y Vanesa está muy buena… Es normal”, me dije. Pero no era normal. Era un idiota además de un cabrón, y ella iba a pagar por haberme convertido en aquello.

Tomé su pelo y la obligué a hundirse mi pene hasta la garganta. En esa posición, empujé con mis caderas para moverme en lo más profundo de ella. Sólo cuando se quejó la solté, y vi satisfecho cómo tomaba una bocanada de aire con urgencia. Pero luego me sonrió, y volvió a engullirme para moverse rápidamente a lo largo de mi sexo. Gemí, sintiendo el placer que llevaba tanto tiempo sin probar. Volví a tomarle del pelo y la obligué en la misma maniobra de nuevo, solo que ésta vez esperé más tiempo hasta soltarla. Cuando pudo respirar, mi pene palpitaba notablemente y el rostro de mi tía estaba enrojecido por el esfuerzo de la falta de aire.

-          Me vas a ahogar, cabrón.

-          Eso pretendo.

La volví a acercar y le follé la boca con violencia, sin preocuparme de sus arcadas. Paré cuando me encontré a punto de correrme, momento en el que Vanesa me agarró las nalgas con fuerza y sustituyó mis movimientos por los suyos. Gemí profundamente una y otra vez, comencé a perder la cabeza  mientras mis piernas temblaban sin control. Después de todo, me estaba volviendo a ganar. Ella siempre acababa venciendo, tomando las riendas de cada uno de sus actos. “No, hoy no”, me dije, y la volví a tomar del pelo, se la volví a hundir en la garganta para mantenerla quieta. “Lámela”, le dije, y enseguida me obedeció, haciendo molinillos con su lengua en el frenillo, mostrando su experiencia. “¡Cómo para no ser experta!”, pensé.

Me corrí en su boca, y mi semen se escurrió por su barbilla en un hilo que se derramó sobre su escote. No soltó mi sexo, sino que continuó estimulándolo con su lengua, masajeándome los testículos con una de sus manos. Una vez más, logró que mi erección no disminuyera.

-          ¿Sabes que eres la persona a la que más asco le tengo en estos momentos? – le dije, consciente de que mi intento de castigo no había salido del todo bien. ¿Por qué cojones los hombres seremos tan débiles ante estas cosas?

-          ¿De verdad? – me sonrió como si yo fuera un niño diciendo que de mayor quiere ser astronauta. De nuevo su gesto despectivo despertó mi odio.

La agarré del pelo y la tumbé en el suelo boca abajo. Me arrodillé para bajar sus pantalones bruscamente, hasta descubrirle todo el trasero, y me tumbé sobre ella para inmovilizarla. Mi sexo quedó entre sus nalgas, y ella intentó elevar sus caderas para poner el culo en pompa, pero no se lo permití.

-          No me trates como a un crío, tía, porque no lo soy. Te puedo hacer mucho daño.

-          Sí, claro. – su cara estaba girada hacia un lateral y me miraba – Sobrino, eres un blando. Quique me contó que cuando tuviste a esa zorrilla entre tus brazos casi sollozabas en lugar de gemir. ¿Dónde han quedado tus huevos?

-          Resulta que no tenía por costumbre violar a chicas. No todos tenemos el corazón lleno de mierda.

-          ¿Me odias, David?

-          Si no lo hiciera sería imbécil. – le dije, destilando todo el desprecio que pude en mi voz.

-          Entonces demuéstramelo. Haz conmigo lo que te salga, veamos lo duro que eres. ¿Quieres vengarte? Adelante, me tienes a tu disposición. Hazme daño si puedes.

Se estaba burlando de mí. Se reía. Mis ojos se movieron por la ira, de forma espasmódica y sin ningún control. Gruñí, le arreé un cachete en una de sus nalgas, lo más fuerte que pude. Ella gritó, pero seguido del alarido su boca vibró de deseo. Volví a darle, y ella se mordió el labio inferior y susurró un “sí” mientras cerraba los ojos. Maldita sea, era insaciable… Pero se iba a enterar. No podía disfrutar de cualquier tipo de humillación.

Masturbé mi miembro unas pocas veces, para asegurarme de que adquiría su máxima dureza. Me arrodillé a horcajadas sobre su cuerpo, y con la mano que no estimulaba mi sexo abrí sus nalgas. Ahí estaba, rosado, prieto por la falta de preparación. Le iba a doler…

Escupí sobre él, más para no hacerme daño yo que para otra cosa. Coloqué la punta de mi miembro ante la entrada de sus entrañas. Sonreí, oliendo la venganza, y hablé.

-          No vas a poder sentarte en una semana.

No me respondió, pero vi cómo sus ojos se abrieron de par en par y sus manos hicieron amago de intentar apartarme. Pero se quedó quieta, apretando los ojos y los puños, esperando. No me iba a dar la satisfacción de verla suplicar. Lástima. Hubiera sido una ocasión perfecta para regodearme en la victoria.

Aún así sonreí, cubrí su espalda con mi torso y, de un fuerte empujón, la empalé sin piedad. Gritó de dolor, su rostro en una mueca, su cuerpo tenso bajo el mío. Salí por completo de ella y volví a situar mi sexo en su ano. Esperé. A veces la espera es la peor tortura. Ella gimió por el miedo, y tras ese sonido volví a embestir. Sentí Su esfínter apretando la base de mi miembro, y gemí profundamente por el placer de su abrazo. Vi una lágrima cayendo por la mejilla de mi tía, y me reí como enloquecido. No volví a salir de ella, pero comencé a follarle el culo con fuerza, sin cuidado, observando cómo poco a poco sus muecas de dolor fueron desapareciendo. No me importó, para entonces estaba ya demasiado excitado por mi triunfo, por mi victoria. Gemía en su oído, satisfecho de poder mostrarle el placer que le estaba robando mientras ella sólo había encontrado sufrimiento. “Eres una puta”, le repetí una y otra vez, mientras mis embestidas hacían que su cuerpo se moviera y que su mejilla rozara una y otra vez contra el suelo.

Empezó a gemir. Le empezó a gustar. No me importó, no creía que la irritación de su esfínter hubiera desaparecido por completo, y no iba a conseguir correrse. La conocía lo suficiente como para saber que necesitaba ayuda en su clítoris para llegar al orgasmo con el anal, y la postura en la que estábamos no le permitía llegar a él. Se iba a quedar a medias.

Mis caderas se movían descontroladas, mi sexo palpitaba, los dedos de mis pies se contraían con fuerza por el placer del sexo. La volví a agarrar del pelo y tiré de él, haciendo que doblara el cuello hacia atrás. Con fuerza, sujetándome de su cabello para darme impulso, mis últimas penetraciones estuvieron acompañadas de gemidos profundos. Mi tía también gemía ya sin control, su ano comprimía una y otra vez mi sexo como si lo estuviera exprimiendo.

Y me corrí en un éxtasis que sólo me produjo alivio, en una explosión que bañó su interior. Salí de su interior y me subí los pantalones, satisfecho. Ella seguía gimiendo, y su mano alcanzó su sexo. Vi cómo empezaba a masturbarse, pero no le dejé hacerlo demasiado tiempo. Le agarré del pelo y la levanté, tirando de ella para que me siguiera hasta la puerta. Caminamos un trecho en el que no había casas, ni gente. Sólo había corrales y prados. Ella aún llevaba los pantalones bajados, e intentaba subírselos sin éxito mientras yo prácticamente la arrastraba.

-          ¿A dónde me llevas? ¡Me has dejado a medias! ¡Necesito correrme, cabrón! – me repetía una y otra vez.

No recibía respuesta, solo una mueca satisfecha en mi rostro le advertía de que lo que iba a hacer no le iba a gustar. Lo entendió cuando vio la pocilga. Intentó huir, pero contaba con más fuerza que ella. La alcé y la lancé dentro del barro y la mierda que cubría el recinto, y ella gritó y me miró con odio.

-          ¡Eres un hijo de puta! ¡Te vas a arrepentir de esto!

-          Sí, sí, pero a ver cómo le explicas al tío por qué has llenado el coche de estiércol. – empecé a marcharme, pero me giré sonriente una última vez – Por cierto: Estar rodeada de cerdos te sienta genial. Me pregunto por qué será.

Y esa fue la razón por la que estaba en un autobús, viajando de noche, volviendo a mi ciudad con el cuerpo lleno de miedo. No me había despedido de nadie en persona. Había dejado dos notas: Una para Ramón y Encarna, en la que les decía que volvía a casa y que agradecía mucho su acogida. Otra, al lado de la primera, para que le entregaran a Noelia. “Lo siento. Me tengo que ir. Te quiero, pero tenías razón: Éste no es mi sitio. Te echaré de menos más de lo que te imaginas”, rezaba la nota.

Resultaba doloroso, pero lo que le había hecho a mi tía me había demostrado que era un peligro para cualquiera que me enfadara lo más mínimo. No había sido una violación, pero hubiera deseado que sí lo fuera. Eso me convertía en un enfermo, y un enfermo era peligroso.

Llegué a la mañana, cuando el cielo era ya claro pero el sol no había salido. Lo primero que hice fue llamar a mi madre desde una cabina.

-          ¿Mamá? – pregunté por la línea cuando su voz sonó al otro lado.

-          ¡Ay, dios mío! ¡ay, mi hijo, mi hijo! – sollozó - ¡Cariño! ¿Qué es lo que has hecho? ¡Ay, mi vida, por favor! ¡Dime dónde estás!

-          Mamá, estoy bien. De verdad que lo siento, yo no quería… – sentía que las lágrimas se me agolpaban, luchando por salir.

-          Lo sé, cariño – suspiró, con la voz medio ahogada – No puedes venir a casa. Por favor, vete al parque de siempre, en la zona de siempre. Quiero verte antes de… Por favor, cariño.

-          Ahí estaré, mamá. – y colgué.

“Antes de…”, me había dicho. Mi madre sabía lo que iba a hacer, supe que lo sabía. Fui hasta el recodo donde siempre jugaba de niño, un lugar apartado. Me encantaba escucharla leerme cuentos en aquél sitio cuando era un niño. Me senté en un banco y esperé. No tardó en llegar, y por poco me ahoga con su abrazo.

Me hizo contárselo todo. Me agarró de la mano todo el tiempo, apretándola con más fuerza cuando le emocionaba o le preocupaba algo que le decía. Le confirmé mi propósito, el por qué de haber vuelto a la ciudad.

-          Cielo, sé que no eres así. Sé que tú no lo hubieras hecho. – me dijo, rozando mi cara con una mano – Eres un buen chico, pero esa mujer… Es mala, David. Hizo que tu padre se pusiera en mi contra. Nunca le gusté, porque yo la tenía calada desde el principio.

-          Lo siento – fui capaz de articular de nuevo.

-          No pasa nada, hijo, pero quiero que sepas que si te decía que no te acercaras a tu tía ni a tu padre era por algo. Ahora ya lo sabes, has aprendido. Me daba miedo que pasara algo como esto, pero es tarde… – sus ojos brillaban por las lágrimas – Siento no habértelo contado, pero me tenías tanta manía cada vez que te decía que no hablaras con ellos… No quería que me odiaras.

-          Perdóname, mamá.

Ambos lloramos, abrazados, hasta que tuve que decirle que debía marchar. Me dio un beso en la mejilla y me dejó ir, aún sollozando. Me partía el corazón verla así. “Lo siento, lo siento, lo siento”, susurraba para mis adentros mientras me alejaba de ella lo más rápido que pude.

Me decidí pronto, pues el dolor me había dejado aletargado. Llegué a la puerta y llamé al timbre. En el momento en que no hubo vuelta atrás, mi corazón comenzó a latir con fuerza.

Abrió. “Hola”, dije… ¡estúpido de mí! Fue rápido. De un empujón me estrelló la espalda contra la pared. De un puñetazo me hizo notar el sabor de la sangre en mi boca. No es que yo fuera endeble, sino que no tenía fuerzas para defenderme de aquello que me merecía. Otro puñetazo. Sentí un dolor penetrante en la ceja. Desde luego, él tenía fuerza.

-          ¡Maldito degenerado, hijo de puta! ¡Te mato! ¡Te mato, cabrón de mierda!

Sus insultos acompañados de golpes fueron haciéndome caer, indefenso. No usó las patadas. Era demasiado noble para eso. Pero sus manos le sobraban para desahogar todo su odio hacia mí.

-          ¡Edu! ¡Edu, por dios, para! ¡Le vas a matar! – gritó una voz de hombre.

Abrí los ojos con dificultad. Vi a su padre. Nos había ido a buscar tantas veces cuando éramos adolescentes y se nos hacía tarde para volver andando a casa… Sujetaba a su hijo, que parecía más que capaz de soltarse en cuanto quisiera para seguir golpeándome. No entendía por qué no lo hacía. Me miró. Antonio, creo que se llamaba. Su gesto se volvió duro en cuanto me reconoció.

-          ¿Qué cojones estás haciendo aquí, chaval? – me preguntó.

-          Quiero hablar con Eduardo. – respondí, y comprendí lo absurdo de mis palabras – Yo… Quiero que me entreguéis a la policía, pero antes quiero aclarar una cosa. Hay más gente que merece pagar.

Terminé en el calabozo, tras haberle contado a Edu y a su padre todo lo que me había llevado a hacer lo que había hecho. El juicio fue el primer viernes de Abril, cuando habían pasado ya dos meses desde mi detención. Mis palabras condenaron a mi padre, a mi tío y a Quique. Sabían que había tres cómplices conmigo en la violación, pero hasta que no hablé con Edu primero y con la policía después habían sido incapaces de identificarlos. Becky no había podido dar descripción alguna.

Lo de mi tía fue otra historia. Salió como no-culpable. Los únicos que podíamos hacer acusaciones de valor contra ella éramos los cuatro culpables, y no todos hablamos. Mi tío y mi padre se negaron a delatarla, y la falta de pruebas fue demasiado convincente para el jurado… Aunque me pareció que el provocador atuendo que llevó mi tía al juicio, junto a su ensayada cara de ángel, fue más convincente todavía.

Eduardo había ido al juicio. Me crucé con él cuando me llevaban esposado, una vez terminado todo, al furgón que me dejaría en mi celda. Me miró dolido, supe que no ver a Vanesa entre rejas le resultaba tan frustrante como a mí. Sin embargo, para mi sorpresa, asintió también, como agradeciéndome haberlo intentado. Me reconfortó su gesto. Tarde, pero parecía que por fin estaba consiguiendo hacer las cosas bien. “Terminaré lo que he empezado”, me dije.

Dos semanas tras el juicio, por fin recordé algo que podía ayudarme. Mi padre, mi tío, Quique y yo estábamos encerrados. Mi tía no. Ahí contaba cinco personas, pero no habíamos sido sólo cinco cómplices.

Tres días más tarde tuvimos la llamada semanal que nos permitían a los presos. Pedí el número del polideportivo.

-          Polideportivo Central – dijo una voz de mujer - ¿En qué puedo ayudarle?

-          Quisiera hablar con Guillermo.

-          Enseguida…

Hablando con él, me di cuenta de que era un engañado más. Ayudó un poco que le dijera que Vanesa pretendía acusarle para asegurarse de que nadie la ponía en evidencia. No era del todo cierto, pero con esas palabras Guillermo parecía bastante más dispuesto a colaborar…

P.D.: Sé que he tardado una barbaridad en subir éste relato. Pido disculpas, y a los que lo hayáis leído os doy las gracias por vuestra infinita paciencia. En los próximos no tardaré tanto, pues por fortuna ya no estoy tan liada como hasta ahora. Un saludo a todos y hasta pronto.

Lau.