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Los placeres prohibidos 5

en Amor filial

*EDUARDO*

Ese sábado tras la cena con los amigos no tardé mucho en retirarme. Quería dormirme a una hora prudente para poder salir a correr a la mañana siguiente, así que algo antes de las 2 de la madrugada, estando algo ebrio, caminé hacia mi casa perdido en mis pensamientos.

Hacía dos semanas a esa misma hora me encontraba durmiendo en una casa rural, tras haber pasado un improvisado día a solas con mi prima. Todo había cambiado desde entonces. Becky se comportaba conmigo como la recordaba, siempre bromista y sonriente. Los únicos momentos en los que parecía volverse tímida era cuando debido a algún ejercicio en el gimnasio acabábamos el uno muy cerca del otro. Era normal. La tensión sexual no había desaparecido, más bien todo lo contrario, y nosotros intentábamos impedir por todos los medios que volviera a pasar algo. Creo que en esos momentos de tanta cercanía el aire entre ambos se podría haber cortado con un cuchillo.

Tenía que concedernos que no habíamos caído en la tentación de nuevo. Habían pasado dos semanas, viéndonos a diario, con algún momento en el que a punto estuvimos de olvidarnos de la gente que nos rodeaba... “Realmente,  salir impunes ha sido todo un reto”, pensé.

Por otra parte, ya que me ponía a pensar en tentaciones, estaba Vane intentando hacer que volviera a caer en la de su cuerpo. No había vuelto a corresponder a sus deseos. ¿Que por qué la rechazaba? No lo tenía muy claro (razón de más para que me resultara más difícil decirle que no), pero ahora sé que tenía que ver con Becky. No me hubiera gustado que ella se estuviera acostando con otro, al menos no tan pronto tras nuestra aventura. Así que yo tampoco quería hacerle ese feo. No quería que pensara que había sido un rollo más.

Lo malo era que mi cerebro de abajo me lo ponía difícil. Día tras día diciéndole que no a Vanesa. Agotador. De hecho, creo que la última vez que le había rehuido se lo había tomado realmente mal. Me había dado un ultimátum: Ya no me necesitaba en las clases. Se las podía arreglar sola. El jueves y el viernes, por tanto, había pasado dos horas como chico de los recados en el polideportivo, haciendo apaños en uno y otro sitio "hasta que reorganizasen los horarios".

El camino a casa se me estaba haciendo largo. Iba incómodo, tenía la sensación de que alguien me seguía. No estaba equivocado. Dos calles más tarde, cuando pasaba cerca del barrio de Becky, alguien me llamó por mi nombre. Cuando me giré, vi a tres hombres de unos treinta años. Esperé a que se acercaran para ver si conocía a alguno de ellos, pero cuando llegaron a mi altura comprobé que no, aunque el más bajo me sonaba de algo.

-          ¿Eres Eduardo, el que trabaja en el polideportivo central? – me preguntó el que iba en el centro, que parecía el mayor de los tres.

-          Si – respondí –, Soy yo. ¿Os conozco de algo?

-          Puede que no – Habló el bajito, con una sonrisa que no me gustó un pelo.

-          A la que seguro que conoces es a Vanesa, tu compañera – dijo el de en medio – Y muy a fondo, por lo que me han contado.

Les miré nervioso. No tenía ni idea de qué iba todo aquello, pero me daba mala espina.

-          ¿Quiénes sois? – pregunté.

-          Soy el marido de Vanesa – contestó el del centro.

Joder… ¿Vanesa estaba casada? ¿Pero qué diablos me pasaba últimamente? Parecía que cuando podía dar algo por solucionado aparecía un nuevo problema ante mí. No sabía qué decir para disculparme.

-          Yo… – empecé – No sabía que Vanesa tuviera marido. Si lo hubiera sabido…

-          ¿Si lo hubieras sabido, qué? – el hombre estaba que echaba chispas y se estaba acercando hacia mí – ¿No la hubieras forzado? – se rió con gesto incrédulo.

-          Espera… ¿Qué? – ¿Había dicho la palabra forzar? – ¡Yo no he forzado a nadie!

-          Ella no dice lo mismo, chaval – Habló el tercer hombre, pelirrojo y con rasgos muy cuadrados.

-          ¿Vanesa ha dicho que yo la forcé? – la rabia empezaba a burbujear en mi interior - ¡Joder, lo que hay que oír! Te lo repito: Yo no he forzado a nadie.

-          ¿Me estás insinuando que mi Vane me ha mentido, gilipollas? – El marido me agarró por el cuello de la camisa y me zarandeó. Tenía bastante fuerza, aunque a simple vista no lo parecía tanto.

-          Sí – le encaré. Agarré su brazo con mi mano para evitar que siguiera apretándola –. Si te ha dicho eso te ha mentido.

Cuando recibí el primer puñetazo ya sabía que me iba a dar. Traté de esquivarlo, pero la camisa me ahogaba si me movía lo más mínimo. Noté un dolor agudo sobre la mejilla izquierda y, a continuación, calor. Tras ese vinieron más. Pude defenderme lo suficiente mientras fue él sólo el que intentaba sacudirme, pero cuando se le unieron los dos amigos no tardé en desplomarme en el suelo. Me quedé en postura fetal, protegiéndome la cara y la cabeza, hasta que acabaron. El dolor me nublaba la mente y cuando les escuché hablar parecía que estuvieran muy lejos.

-          Déjale ya, Víctor. Le vas a matar…

-          ¡Se lo merece, por hijo de puta!

-          Yo no creo que lo hiciera realmente. Sí que se la tiró, me dijo Guillermo que les había visto en el aula, pero decía que ella parecía muy dispuesta – así que era eso: el bajito era amigo de mi compañero de trabajo, por eso me sonaba –. No tiene pinta de ser alguien capaz de forzar a una mujer, por lo que me ha contado.

-          Pero ha tocado algo que es mío.

-          Venga, déjalo. Vámonos, anda.

Cuando se marcharon pude haber estado horas tirado en el suelo. Perdí el conocimiento, creo. No estoy muy seguro. Lo único que tenía en mi mente era el nombre de Becky. Cuando mi mente empezó a aclararse lo suficiente como para saber que debía moverme de ahí, sólo quería ir a su casa. Estaba más cerca de la mía y seguro que sabría lo que hacer conmigo. Al fin y al cabo, estudiaba medicina. Cuando me levanté, comprobé que al menos a simple vista no tenía nada roto. La mayoría de los golpes me los había llevado en la espalda y en las piernas. Me dolía todo el cuerpo, pero era capaz de caminar. Llegué a su portal y llamé al timbre del telefonillo. De pronto me acordé de la hora que era y pensé que podía no estar en casa, o si estaba podía estar dormida. Pero respondió, aunque tardó unos minutos.

-          ¿Quién es?

-          ¿Becky? – logré articular, aunque temía que hubiera hablado muy bajo. Me aclaré la garganta – Soy Eduardo.

-          ¿Qué quieres? ¿Ha pasado algo?

-          Creo que sí… ¿Puedo subir?

-          Eh… – Dudó un momento – Sí, sube.

Cogí el ascensor, agradeciendo que lo tuvieran. Cuando llegué a su puerta, que estaba cerrada, golpeé dos veces con el puño y me apoyé con un brazo en la pared. Se oyó el ruido de que alguien destapaba la mirilla. Me abrió enseguida, con una cara de preocupación que hasta hoy no he podido olvidar. Llevaba un batín corto, se notaba que se lo había puesto a todo correr porque aún se estaba atando el cinturón. No sé ni cómo tuve fuerzas para pensar en ello, pero mi cabeza se preguntó cómo sería lo que llevaba debajo si un batín tan corto le tapaba el resto de las prendas. Sus piernas se veían largas y sus pies estaban descalzos.

-          ¿Qué te ha pasado? – Volví a mirar su cara. Parecía tan asustada que creía que se echaría a llorar.

-          Nada, me he pegado con una puerta – Le sonreí para intentar quitarle hierro al asunto, pero al mover la mejilla me dolió la herida que supuse que tendría.

Sacudió la cabeza y suspiró, como diciendo que no era momento para bromas. Se acercó a mí y me rodeó la cintura, para servirme de apoyo. Yo coloqué mi brazo sobre sus hombros y dejé que me guiara hasta el baño. Me hizo sentarme en la taza del inodoro a modo de silla y sacó un botiquín. Con una gasa y un poco de suero, empezó a limpiarme la herida de la mejilla.

-          ¿Dónde más te han dado? – me preguntó – Aparte de en las piernas, que eso ya lo he notado por cómo has tenido que caminar.

-          No sé… – parecía que la fuerza me estaba volviendo a abandonar – En la espalda, pero no sé dónde más.

-          Te estás mareando, ¿verdad? – Volvió a suspirar preocupada – Ven, túmbate sobre la alfombra.

Me ayudó a tumbarme y comenzó a desatarme los botones de la camisa. Me reí, un poco debido al mareo y un poco al alcohol.

-          ¿Vas a desnudarme así, sin un besito ni nada?

-          Edu… – Ella se rió también – Estás borracho.

-          Sólo un poco – Cerré los ojos y dejé caer la cabeza a un lado. Sus dedos empezaron a tocar mi vientre, examinando. Pero yo sólo los notaba suaves y cálidos. Me gustaba.

-          Vas a tener que ir al hospital.

-          ¡No! – me negué como un chiquillo que no quiere entrar en la ducha – Mírame tú, Becky, por favor. No quiero agujas.

-          Siéntate, voy a mirarte la espalda.

-          Pero no me llevarás, ¿verdad? – me incorporé – Quiero quedarme contigo.

-          Ay, madre mía… – Me quitó la camisa y, poniéndose detrás de mí, deslizó los dedos por mi espalda, presionando en algunos puntos – Lo que hay que hacer por la familia.

-          Gracias.

-          No he dicho que no te vaya a llevar, Edu.

-          No me vas a llevar – Le miré, girando el cuello para intentar buscar sus ojos. Ella seguía concentrada en mi espalda, con el ceño fruncido y cara de preocupación. Cuando levantó la vista y descubrió que la observaba, sonrió.

-          ¿Qué haces? Ponte recto, anda.

-          ¿No me vas a mirar las piernas? No sé si tendré alguna herida.

-          Tú lo que quieres es que te quite los pantalones – lo decía en broma, pero realmente quería que lo hiciera, aunque no precisamente para examinarme.

-          Por favor, Becky – torcí la sonrisa –. No quiero quedarme cojo…

-          Pues vamos al hospital.

-          No quiero…

-          ¡Tienes un morro!

Se puso de rodillas frente a mí y fue a desabrocharme el botón del vaquero, pero se dio cuenta de lo que estaba haciendo y paró, intentando disimular palpando mi tripa por encima de la cintura de los pantalones. No le quise hacer ningún comentario y me los desabroché. Levanté un poco las caderas del suelo para que pudiera quitármelos con facilidad. Cuando se acercó a mí, de rodillas, con cada una de sus piernas a un lado de las mías, volví a sentarme. Estaba muy cerca. Levantó la vista, sonriendo al pensar que le estaba tomando el pelo.

-          ¿Quieres levantar el culo para que te pueda bajar esto?

Su cara estaba apenas a quince centímetros de la mía. Estaba preciosa, con una trenza informal a un lado controlando su largo cabello. Algunos mechones le caían graciosamente sobre la cara. Sus labios estaban rojos. Se los había estado mordiendo por la preocupación, lo sabía. Siempre que lo hacía se le quedaban de ese modo, tan apetitosos.

-          ¿Edu? – frunció el ceño de nuevo – ¿Me estás oyendo? ¿Qué miras?

No pude aguantar el impulso. Alargué un brazo hasta su nuca y me acerqué. La besé con deseo, cerrando los ojos con fuerza. Aunque al principio parecía paralizada, me devolvió el beso, pero yo lo hubiera hecho durar eternamente. Ella, en cambio, lo paró y me separó empujando mi pecho con una mano, casi con ternura, pero con firmeza.

-          Edu, no…

-          Por favor, Becky, por favor... – Aproveché que el brazo que nos separaba se había debilitado para darle cortos besos entre una y otra palabra. No podía soportar más no besarla. Deseaba esos labios.

-          No podemos, ya lo sabes.

-          Sí podemos – Un nuevo beso, más largo y húmedo que los anteriores – No debemos, pero sí podemos.

La siguiente vez que le besé la boca, no se resistió. Al primer momento pensé que estaba dejándome hacer, pero no sentía que ella me correspondiera. Sin embargo, al de poco empezó a devolvérmelo. Noté cómo se rendía a mí. La mano que descansaba sobre mi pecho me acarició hacia arriba y llegó a mi hombro. Sus dedos exploraban cada rincón de la piel por la que pasaban. Finalmente, la llevó hasta mi nuca y empezó a jugar con mi pelo, atrapándolo en un puño. Sabía que tampoco ella estaba dispuesta a dejar que me despegara de sus labios.

Nuestras lenguas empezaron el primer contacto. Un escalofrío me bajaba por la columna. El dolor se había quedado en segundo plano, Becky era mi mejor calmante. Cuando el segundo de sus brazos rodeó mi cuello, la tomé por la cintura y le atraje hacia mí. Se dejó caer, quedándose sentada a horcajadas sobre mis piernas. Necesitaba estar así, lo necesitaba día a día. No poder tenerla de esta manera estaba siendo muy duro, y pensar que no íbamos a poder comportarnos como en estos momentos delante de la gente hacía que deseara aprovecharlos al máximo siempre que surgieran. Se me escapó un suspiro de deseo y hundí mi cara en su cuello para besarlo. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y oí sus jadeos, que me incitaron a seguir. Bajé en una hilera de besos hasta el lugar donde su batín se cruzaba, en su escote. Alcancé el nudo con una mano para desatarlo. Tirando del cabo adecuado, enseguida liberó su cintura del abrazo que ayudaba a esconder su carne. Seguí besándole el pecho sobre el escote mientras le retiraba la prenda. Ella no opuso resistencia.

Llevaba un camisón de seda azul cielo, con tirantes muy finos. La prenda no estaba hecha con la idea de insinuar nada, pero sobre su cuerpo todo quedaba provocador. Me excité una vez más al ver su figura. Mi erección quedó marcada. No me importó, sólo quería seguir tocándola y besándola de esa manera. Me perdí en su canalillo, mientras ella acariciaba mi cabeza con su mano. Seguía jadeando, incluso gimiendo de vez en cuando. Sabía que no hacían falta palabras para saber a lo que queríamos llegar los dos. No iba a estropear el momento con mis bromas, simplemente iba a disfrutar de ella, de Becky… de mi prima.

El pensamiento me hizo revolverme hacia su boca de nuevo, le hice abrirla contra mis labios y volverla a cerrar. Noté su sabor y su calor, y cómo ella se acercaba más hacia mí. Posé mis manos en sus muslos y los acaricié de arriba abajo una y otra vez, apretando su carne entre mis dedos. Subí por sus curvas, metiendo las manos bajo la tela del camisón. Palpé sus braguitas, subí por su cintura y llegué a sus pechos, libres, sin sujetador. Los sujeté un momento por los costados y acaricié sus pezones con los pulgares. Ella tembló entre mis brazos y acarició mi labio inferior con sus dientes, para luego besarme multiplicando la pasión de nuestro intercambio.

Su piel era suave y estaba tan cálida que pedía a gritos ser acariciada. Era mi perdición, nunca había sentido algo así con ninguna otra mujer con la que había estado. Volví a bajar mis manos, esta vez por su espalda, hasta alcanzar sus nalgas. Casi me entraba cada una en una mano. Me encantaba poder palparlas completamente. La apreté contra mí, haciendo que frotara su entrepierna contra mi miembro. Gimió y empezó a moverse ella misma de ese modo. Yo mantenía las manos en su trasero, sintiendo cómo se tensaban y relajaban sus músculos bajo mis dedos. Su beso se aceleraba más cada vez, llevándonos del deseo al placer, del placer al morbo, al hambre por el otro…

Me empujó para volverme a tumbar sobre la alfombra. Siguió besándome, y bajó por mi cuello, mordiéndolo como más me gustaba. Reprimí un gemido grave. Sus manos tocaban mis costados mientras su boca bajaba besando y mordiendo mi pecho y mi tripa, hasta que mis vaqueros detuvieron su avance. Los cogió con sus manos y tiró de ellos hacia abajo dejándome en ropa interior. Siguió besando mi cintura, de lado a lado, amenazando con bajar. Sus manos acariciaban la zona, topándose con el bulto que presidía mi bóxer y acariciándolo ligeramente cada vez que lo hacía.

No sabía lo que me pasaba. La situación y las ganas de ella me provocaban tanto que solo tenía ganas de volver a tomarla. No quería que jugara conmigo, yo ya estaba preparado, sólo quería hacerla disfrutar. Tanto que ella no soportara volver a estar tanto tiempo sin hacer esto. Tanto que me suplicara mañana mismo que volviera a hacerla mía.

La alcancé del hombro y la hice subir. Quería esos labios de nuevo. La besé, le comí la boca de una forma tan apasionada que ambos nos quedamos sin aliento unos momentos. Las manos iban solas, recorriendo todas las curvas de su cuerpo. Le retiré el camisón y sus senos cayeron sobre mi pecho, tan firmes y sugerentes. La apreté contra mí para sentirlos mejor y abarcar más de su cuerpo con mi piel. Me giré y la situé debajo. Me encantaba tenerla así, pues la sentía a mi merced. Cargué mi peso sobre un brazo y mi otra mano bajó hasta sus braguitas y se metió dentro de ellas. Las cosquillas de su corto pelo sobre mi mano. Bajé rozándolo hasta que mis dedos comenzaron a sentir la humedad, que para mi satisfacción era abundante. Introduje la lengua en su boca en ese mismo momento, impidiendo que liberase sus labios. Se vio obligada a gemir contra los míos.

Mis dedos pasaron rozando sus labios mayores, por fuera, a lo largo de su rajita.  La humedad ya había alcanzado esa zona, llegando incluso a sus muslos. Traspasé esa barrera y llegué a los menores. Los tomé dando suaves pellizcos, a modo de roces. Tuve mucho cuidado de no apretar demasiado. Su cuerpo pedía más. La sentía desesperarse y me lo hacía saber con su boca y su forma tan intensa de besarme. Seguí jugando, entrando entre sus labios menores y acaricié la entrada de la vagina. Ella movió la cadera hacia arriba intentando que los introdujera. Esperé unos segundos más y los hundí en su interior. Parecía una piscina. Su cuerpo se relajó un momento al sentir que cumplía sus deseos, pero enseguida empezó a estremecerse. Yo busqué su punto G con mis dedos, esa deliciosa montaña con la que lograba que arqueara la espalda y empezara a gemir ahogadamente, perdiendo el control sobre el movimiento de sus piernas.

Dejó de besarme para bajar su boca por mi cuello. Otra vez, sus dientes rozándolo. Había aprendido bien lo que me provocaba de esa manera y se aprovechaba de ello. Obtuvo una mayor intensidad en mi manera de masturbarla a modo de respuesta. Casi no podía sostenerme sobre el brazo y la piel se me ponía de gallina cada vez que me mordía. Me estaba haciendo perder la cabeza, más si cabe. Saqué los dedos de su interior. No quería que se dilatara tanto que no sintiera nada cuando la hiciera mía. Pero me detuve sobre su clítoris. Lo rocé de forma veloz debido a mi excitación. Me respondió con un mordisco que casi me dolió. Gimió intensamente, cerrando los ojos. Observar su cara y el gesto de placer que mostraba era increíble. Dejó de morder mi cuello, pero me daba igual. Sus gemidos eran música para mis oídos.

Alargó una mano y la colocó sobre mi sexo. Entró bajo mi ropa interior y lo tomó, abrazándolo con sus dedos. Por la manera de masturbarlo casi parecía que alguien se lo fuera a robar. Lo hacía rápido, pero no tanto como para que no sintiera la totalidad de sus movimientos. Notaba su fuerza contenida, en un estímulo tan placentero que mis caricias en sus bajos se aceleraron todavía más. Sus mejillas estaban rojas y sus labios abiertos, sus ojos cerrados y su respiración elevada.

Podría haberme corrido tranquilamente de esa guisa, pero no quería. Quería poseerla. Dejé de masturbarla y le bajé las braguitas con una mano, tirando de ellas. Ella enseguida hizo lo mismo con mis bóxers. Volví a tumbarme sobre ella en cuanto los dos estuvimos desnudos. Me miraba con la excitación impresa en sus ojos. Antes de pensarlo de nuevo me moví hacia arriba, penetrándola. Su sexo le dio la bienvenida al mío una vez más. Esperaba que no fuera la última.

Me moví a un ritmo regular, que me permitía besarla mientras nuestros cuerpos se fundían. La anterior vez había sido un sexo casi cuidadoso, pero esta vez ambos nos moríamos de hambre. Queríamos saciarnos, entre suspiros contra la piel del otro y besos llenos de lujuria. No escondí más mis graves gemidos. A veces casi gruñía, pero a cada movimiento volvía a buscar su boca y su cuello para besarlos. Tenía calor… pero se sentía bien.

Becky gemía, casi a modo de pequeños grititos. No podía estar quieta. Levantaba la cadera del suelo para moverse a mi ritmo, dejando que entrara más profundo en ella. Sabía que necesitaba algo más para sentirse totalmente excitada. Me levanté de encima de ella y dejé que me hiciera un sitio en la alfombra. Me tumbé y la tomé de la cintura para indicarle que se pusiera sobre mí, pero de espaldas. Así lo hizo. Se sentó sobre mi miembro y comenzó a moverse de forma rápida, cosa que me pilló casi por sorpresa. No era eso lo que yo buscaba, pero le dejé hacer. Sus nalgas golpeaban contra mi tripa a cada penetración. El movimiento de su cuerpo me calentaba tanto como el propio acto. Cuando sentí que empezaba a estar tan excitado que no sabía lo que podría durar, me senté poniendo mi pecho pegado a su espalda. Le rodeé la cintura y le hice tumbarse sobre mí, dejándome caer de nuevo contra el suelo. Doblé las rodillas colocándolas entre sus piernas y las separé. Quedamos los dos en una postura similar a una rana que se tumbara sobre otra.

Con el impulso de mis piernas comencé a moverme para entrar y salir de ella con movimientos rápidos. Mantenía a Becky sujeta por el vientre mientras bombeaba. Tenía su cuello a mi disposición y me entretuve en él de lo lindo. Creo que incluso se llevó alguna marca de mi pasión pintada sobre la piel de esa zona. Con la mano que tenía libre, bajé hasta su entrepierna y busqué su clítoris. Eso es lo que quería hacer, estimularla a la vez que la penetraba. Su respuesta fue de mi agrado, notando su temblor sobre mi cuerpo. Y sus gemidos volvieron a hacerse más intensos.

Le quería hacer volverse loca. Usaba mi boca sobre su cuello. Besaba, lamía, absorbía, mordía. Ella movía la cabeza hacia los lados y alzaba los hombros como respuesta cada vez que le provocaba algún escalofrío. Mis dedos se entretenían sobre su mágico botón del placer. Los movía en círculos, empapados como estaban, escuchando sus gemidos a cada estímulo. Mi pene en su interior era todo el placer que yo necesitaba, y su vagina se contraía a su alrededor en un caliente abrazo lleno de humedad. Me hallaba en el éxtasis, disfrutando de ella de esa manera. Subí la mano de su vientre hasta sus pechos, y cubrí uno de ellos sin impedir que se moviera cada vez que la embestía. Mis penetraciones eran cada vez más desesperadas. En esa postura no llegaba hasta lo más profundo de ella, pero notaba una presión realmente placentera sobre mi frenillo que me debilitaba las piernas.

Estaba a punto, lo que me invitó a acelerar. Becky literalmente gritaba, se sacudía, agarraba la alfombra con desesperación en su puño y no encontraba un momento para relajarse de tanto placer, aunque no creo que tampoco lo quisiera. Todas mis caricias eran más veloces. Gemía cerca de su oído, para que escuchara un testimonio de cómo me encontraba de excitado.

Tras un intenso “Aahhh” por su parte, se sacudió violentamente y noté cómo me empapaba, cómo sus paredes se apretaban rítmicamente rodeando mi sexo. Cerró los ojos con fuerza y se quedó un momento con la espalda arqueada. Luego se relajó, pero yo no podía más. El último movimiento que hizo, provocó mi eyaculación. Me corrí en su interior, inundando su sexo con mi cálida leche. No se levantó de mí. Nos quedamos tumbados y unidos. Ni siquiera nos levantamos cuando mi pene perdió su erección y salió de ella, dejando que el semen cayera en la alfombra. Tardamos un rato.

Cuando se levantó de encima de mí, en sus ojos no había ni miedo ni culpa. Estaba feliz. Yo también me encontraba en una nube. Se me había olvidado todo lo que había pasado en la noche antes que ella… Solo que lo recordé cuando intenté levantarme y una punzada de dolor me hizo llevarme la mano a la espalda. Becky vio mi gesto.

-          Tenía que haberte llevado al hospital – me dijo.

-          ¿Y perderme esto? ¡Prefiero perder una pierna!

Me sonrió.