miprimita.com

Los placeres prohibidos 11

en Amor filial

*BECKY*

Martes, otro día más de estudio. Habíamos terminado las clases del cuatrimestre debido a la cercanía de los exámenes, y las jornadas se me hacían eternas. Madrugábamos para ir a la biblioteca, nos marchábamos a comer cuando ya llevaban horas rugiéndonos las tripas y volvíamos con la modorra postprandial. Lo único que hacía que mis días salieran de una rutina mortífera eran las clases con Edu en el polideportivo.

Ese día ocupábamos una mesa de cuatro personas. Dani y yo nos sentábamos en un extremo y Julia y Alberto enfrente de nosotros. En una de las ocasiones que levanté la vista de los apuntes, pillé a Alberto mirando a mi amiga, con una cara que dejaba leer demasiadas cosas. “Sería genial que acabasen juntos”, pensé.

Recordé la conversación que había tenido con Julia dos días tras la fiesta de Nochevieja y sonreí para mis adentros. Me había contado cómo Alberto le había acompañado hasta casa tras la marcha de Dani. Mi primo y yo ya nos habíamos retirado un rato antes, por lo que ambos se quedaron solos. Julia me confesó que habían compartido unos cuantos besos y alguna que otra caricia en un parque cercano a su casa. Ella recordaba todo lo que hicieron, pero me admitió que si no hubiera llevado alguna copa de más, no habría permitido que pasara nada.

-          ¿Entonces no te gusta Alberto? – le pregunté aquél día al teléfono, tras su confesión – Pensaba que sentías algo por él.

-          No sé, Beck, estoy hecha un lío. – me dijo, con voz nerviosa – Alberto me atrae, me hace reír y me siento a gusto a su lado, pero eso no es suficiente para olvidarme de… Bueno, ya sabes.

-          Sí, ya sé. – Suspiré, cansada de la misma historia. Julia tenía un amor perdido en el pueblo natal de su madre, que en mi opinión lo único que hacía era jugar con sus sentimientos. Sin embargo, mi amiga parecía incapaz de olvidarle a pesar de ser consciente de que no era alguien adecuado para lo que ella buscaba.

-          Alberto se ha portado muy bien conmigo, y después de marcharnos del parque me dijo que sentía algo por mí. – no supe interpretar si la voz de mi amiga sonaba emocionada o culpable – Beck, no puedo jugársela, no quiero hacerle ilusiones.

-          Lo que no puedes hacer es estar esperando toda la vida a ver si pasa algo con el otro, Julia. – le dije – Alberto es un buen chaval, y le gustas. No lleváis tanto tiempo conociéndoos, así que si es capaz de decirte que siente algo es porque lo que sea le enganchó a ti desde el primer momento. Y a ti te gusta, ¿qué hay de malo en intentar algo? No digo que os vayáis a casar, pero no sé, hablando las cosas podéis llegar a entenderos.

-          ¿Y si se vuelve demasiado serio? Imagínate que surge algo en el pueblo y le hago daño. Hay muchas cosas que pueden salir mal.

-          No sé, chica. Lo que está claro es que Alberto estará esperando una respuesta. Si te dijo lo que te dijo era con un propósito, no creo que lo dejara caer sólo por charlar de algo. – la frase consiguió que Julia se riera nerviosa – Habla con él, ¿vale? No le dejes en vilo al pobre hombre.

Me había hecho caso, por una vez. Alberto conoció toda la historia de amorío y desengaño de mi amiga de primera mano. Alguna vez habíamos hablado ambos sobre el tema, y había buscado mi consejo para saber cómo hacerle olvidar a Julia. Por desgracia, no supe responderle.

Aún y todo, la relación entre los dos se había vuelto más estrecha. Me recordaba a cómo habíamos estado Eduardo y yo en la etapa que siguió a nuestro encuentro en la casa rural. No estaban juntos, pero salvo por la ausencia de cualquier intercambio físico se comportaban como una pareja. Estoy segura de que la gente que les conocía era consciente de la atracción que sentían el uno por el otro, a pesar de que intentaran disimularlo. No hacía falta saber que se habían liado para darse cuenta de aquello.

Dani, por supuesto, les había sacado los colores más de una vez con sus típicos comentarios comprometidos. Recuerdo uno de los días que habíamos comido los cuatro en la cafetería, cuando Julia y Alberto jugaban a picarse con cosquillas. Dani, que ese día tenía un dolor de cabeza horrible, les había espetado “¿Por qué no os besáis de una maldita vez y dejáis de armar jaleo?”. Ambos se habían quedado tan cortados que no se les escuchó ni respirar en los minutos siguientes. Reconozco que hasta yo me encontré sin saber qué decir, y es que Dani es mucho Dani…

Ese día, mi rutina bibliotecaria acabó llegadas las siete y media de la tarde. Recogí los libros y los metí en la cremallera inferior de la bolsa de deporte. Me despedí de mis amigos y salí de la biblioteca para dirigirme al gimnasio.

No iba a tener un entrenamiento convencional. Mi primo y yo iríamos a la piscina. ¿La razón? Mis nervios. Se me había juntado todo: La presión de los exámenes, las broncas con mis amigas y la indiferencia de Diana hacia ello…

Edu me había notado angustiada el día anterior, y me había obligado a hablar con él sobre mis preocupaciones. Cuando me acompañaba a casa desde el polideportivo, le había contado de sobre mis problemas con mi grupo, y sobre cómo me habían echado en cara que apenas saliera con ellas.

El día de Nochevieja me habían visto con Edu y habían creído que esa era la razón de mi desaparición. La verdad era que los estudios del último año de carrera acaparaban demasiado de mi tiempo, pero preferí no intentar aclarárselo. Me daba la sensación de que solo buscaban una excusa para enfadarse conmigo. Llevaba tiempo sin estar a gusto con ellas, y el hecho de que Diana, a la que yo consideraba mi mejor amiga, ignorara la discusión y no se dignara a decir nada a favor ni en contra de mí, había acabado por disipar del todo las pocas ganas que me quedaban de arreglar las cosas.

Había sufrido un desengaño con ella. Ambas habíamos perdido mucho contacto desde que empezó con Juanvi, pero al principio pensé que era porque estaría enchochada con él. Sin embargo, la manera de actuar en fin de año, me había dejado claro que era demasiado confiada en lo que respectaba a mi supuesta amiga.

-          Supongo que entonces por eso volviste enfadada – me había dicho Edu cuando acabé de contarle todo – Te vi, pero justo se te acercó Dani y en un rato con él ya parecías más tranquila, así que no fui a donde ti hasta más tarde.

-          Sí, fue ahí. La verdad es que no tenía ganas de amargarme la noche, prefería pasarla con la gente que sé que no me va a fallar – le sonreí al decirle aquello, dejando claro que le tomaba por una de esas personas.

-          Me encanta cuando sonríes así. – Edu me abrazó desde atrás, haciendo que yo dejara de caminar, y respiró contra mi mejilla – Nada de pensar en todo eso ahora. Mira, mañana para relajarte nos vamos a la piscina en lugar de a la sala de máquinas. Con lo que relaja el agua, seguro que haciendo unos cuantos largos a la noche duermes como un bebé.

-          ¿Unos cuantos? – me giré, mirándole algo dudosa – Quiero que sepas que nunca he logrado dar más de quince sin ahogarme.

-          Tranquila, boba, que si te ahogas ya te salvo yo… – Dijo, rodeando mi cintura con sus brazos, para darme un beso que me dejó sin aliento.

Pensando en aquella charla, llegué al vestuario. Cuando me puse el traje de baño, salí por la puerta trasera, que comunicaba directamente con la piscina del polideportivo. Edu aún no había llegado, pero faltaría poco para que terminara su clase de baile. Los niños que aprendían a nadar salían en una marabunta, saludando a sus padres y preguntando a voces si les habían estado viendo mientras hacían sus peripecias. En nada, la piscina se quedó casi vacía. Sólo quedaban dos personas, haciendo largos, y el socorrista, que estaba sentado tras una mesa de plástico con aspecto de estar aburrido.

Alguien me tapó los ojos desde atrás.

-          ¿Quién soy? – aunque intentó poner voz ronca, seguía reconociéndole.

-          ¿El coco? – me reí.

-          Umm… casi – me giró y me dio un pequeño beso en los labios – ¡Ponte el gorro, Caperucita! Vamos a por los largos.

Salió deprisa de mi alcance, pero no lo suficiente como para que mi mano no le diera un cachete en una nalga por la broma. Tenía puesto un bañador negro de piscina, de esos que solo tapan lo imprescindible, y un gorro naranja chillón. Vaya pintas… Aunque el gorro verde que tenía yo en las manos tampoco es que fuera un regalo para la vista. Me lo puse y me acerqué a mi primo, que se encontraba hablando con su compañero.

Nos pusimos en carriles contiguos y empezamos los largos. Mientras yo hacía los dos primeros, mi primo había hecho casi cuatro. En los siguientes amoldó su ritmo al mío, pero poco a poco volvió a aumentar su velocidad sin darse cuenta de que me volvía a pasar por bastante.

Cuando noté que necesitaba un descanso, aprovechando que Edu parecía demasiado concentrado en su recorrido como para darse cuenta de que me detenía, me apoyé en uno de los bordes mientras observaba cómo nadaba. Me asombraba la facilidad con la que se deslizaba sobre el agua. A mí siempre me había costado. Se me daba mejor bucear que nadar, la verdad. Mi primo, en cambio, aún sin poseer la velocidad de un campeón de natación, tenía cierta gracia al moverse en el líquido elemento.

Llegó a mi lado y se apoyó en el bordillo. Se pasó la mano por la cara para retirarse el agua que le pudiera entrar en los ojos y me miró.

-          ¡Oye! ¡Eso es hacer trampa! – me dijo, pasando a mi carril de la piscina con cara de ir a hacerme alguna diablura.

-          Usted me perdone por no tener la resistencia de un deportista – respondí, riéndome mientras me preparaba para escapar de sus bromas si era necesario.

Intentó hundirme en una aguadilla, pero me escurrí antes. Le estaba viendo venir. Le salpiqué con la mano haciendo que cerrara los ojos para que no le entrara el agua de lleno. Los dos nos reíamos, llenando el recinto de ecos. En ese momento, se acercó el socorrista.

-          ¡Eduardo! – le llamó – Oye, que sólo quedáis los dos. ¿Te importa que me marche? Supongo que no os ahogaréis, ¿no?

-          No, no. – mi primo le hizo un gesto tranquilizador con la mano – Vete tranquilo, Jose.

-          No hagáis cochinadas, ¿eh? – el compañero le guiñó un ojo mientras recogía su bolsa del suelo y se dirigía a la puerta.

-          ¡Descuida! – le dijo Edu en alto, para que alcanzara a oírle.

Miré a mi alrededor. Las dos personas que hacían largos se habían marchado. Teníamos la piscina sólo para nosotros.

-          ¿Te hace un campeonato de buceo? – me preguntó Edu, con una mirada que provocaba a un reto – Antes siempre me ganabas, pero estoy seguro de que ahora te puedo pedir la revancha sin perder mi honor.

-          ¿Honor? – resoplé, como quitándole crédito – Que sepas, señor musculitos, que no hay ningún honor en ganarle a alguien que tiene la mitad de avance que tú.

-          ¿Tanto miedo tienes? ¿Qué pasa, que estás picada porque nado más rápido? – preguntó, con una mirada juguetona en el rostro.

-          ¡No, tonto! – le volví a salpicar, haciendo que cerrara los ojos de nuevo – Estoy intentando ganar.

Aprovechando la ventaja de pillarle por sorpresa, me sumergí en el agua y comencé a bucear. No sabía si llegaría hasta el otro extremo de la piscina, pero confiaba en que aún no hubiera perdido esa capacidad.

Cuando toqué el muro del otro lado, casi con mis últimas fuerzas, me alcé con rapidez por la urgencia de tomar una bocanada de aire. Como sospechaba, no vi a mi primo por ningún lado. Yo había hecho trampa al comienzo de la carrera y estaba segura de que se cobraría su venganza con alguna broma.

-          ¡Eduardo! ¡No tiene gracia! ¡Sal de donde estés!

Silencio…

-          ¡Edu! ¡Mira que me enfado al final!

Silencio…

De pronto, sentí miedo de estar sola en la piscina. Serían casi las nueve y por los ventanales no entraba ni una gota de luz. La iluminación artificial del recinto apenas iluminaba la parte más profunda del agua.

Una mano tiró de mí hacia abajo. Solté un grito, que me hizo tragar líquido en cuanto sumergí la cabeza contra mi voluntad. Cuando volví a salir, lo primero que escuché fueron las carcajadas de Edu a mi lado.

-          ¡No … tiene … ninguna … gracia! – le dije, propinándole golpes que no pretendían hacer demasiado daño entre palabra y palabra.

-          Yo creo que sí – sonreía divertido, acercándose a mí. Volvía a tener su mueca de provocación.

Comenzamos una guerra de aguadillas, cosquillas, salpicones de agua y pequeños tirones del bañador. Nos reíamos y gritábamos entre protestas. En uno de mis momentos de ventaja, le quité el gorro y lo lancé hacia el banco donde descansaban nuestras toallas. Él me persiguió por la piscina, intentando alcanzarme. No le costó demasiado. Antes de que me diera cuenta, estaba atrapada entre el bordillo de la piscina y sus brazos. Edu todavía reía, mientras yo luchaba porque mi respiración volviera a ser regular. La “pelea” me había dejado agotada.

-          ¿Me puedes decir qué te hace tanta gracia? – le dije, haciéndome la ofendida al ver que no paraba de reír, aunque estoy segura de que notó que realmente fingía gracias a la pequeña sonrisa que no fui capaz de ocultar totalmente.

-          Tú – me dijo, acercando más su cuerpo al mío.

-          Ah, muy bonito…

-          Es que entre el gorro verde y lo roja que estás pareces una fresa, primita – se rió y sujetó mis manos, que intentaban propinarle otros cuantos golpes para hacerle pagar por sus palabras. Manteniéndome quieta, susurró – Tranquila, princesa. Sigues siendo la fresa más guapa que he visto.

Mordiéndose el labio tras decir aquello, terminó de hacer desaparecer el espacio que quedaba entre nosotros. Retiró nuestras manos hacia los lados y las apoyó sobre el borde de la piscina. Tenerle tan cerca y con tan poca ropa no era lo más adecuado para mantenerme tranquila. Supe que no recuperaría el aliento con facilidad en esa situación, y menos si me miraba de la manera en la que lo estaba haciendo en esos momentos.

Mis brazos se extendían casi formando cruz. Edu subió sus manos acariciándolos, desde mis dedos hasta mis hombros. Él llegaba con los pies al suelo en ese extremo de la piscina, el lado menos profundo, así que no necesitaba sujetarse.

Le miré a los ojos, enmarcados por el rostro brillante a causa del agua, con diminutas gotas adornando sus pestañas. Me quitó el gorro con cuidado, lanzándolo también al banco. Mi melena cayó hasta la superficie del líquido, abriéndose en abanico a mi espalda. Tomó un mechón para dejarlo escurrir entre sus dedos y luego siguió acariciando mi cara, mirándome como si fuera lo más especial que hubiera visto. Sujetó mi cabello detrás de la oreja y, continuando la misma caricia, levantó más mi barbilla, para acercar su boca hasta que nos unimos en un beso largo y lento. Me hizo suspirar. Su contacto me provocaba tanto como el primer día.

Su mano acarició mi espalda trazando círculos sobre la piel que el bañador dejaba al descubierto, bajó por la línea que trazaba mi columna y subió de nuevo para sostener luego mi nuca y enredar sus dedos en mi pelo. Apretó sus labios contra los míos con mayor fuerza. Sentí un estremecimiento recorriendo mi cuerpo. Noté el ansia que escondía su lengua, que pronto rozó mi labio inferior invitando al comienzo de un beso más profundo. Ambos jadeamos a la vez, y entreabrimos más los labios, compartiendo nuestros alientos. Alcancé su nuca con ambas manos y subí una de ellas por su pelo, acariciándolo con los dedos abiertos y bajando después por su mejilla. Noté el ligero roce de su barba incipiente provocándome un cosquilleo en las yemas.

Me pegué más a él, separándome de la pared ya por completo. El beso empezó a acelerarse, manteniéndonos a ambos con un deseo creciente, pero contenido. Uno de sus brazos rodeó mi cintura, y la otra mano bajó desde mi nuca, por un costado de mi cuerpo, hasta uno de mis muslos. La caricia fue firme, y apretó contra su cuerpo cada zona por la que pasaba. Levantó mi pierna, haciéndome doblar la rodilla, con lo que rocé su costado con mi muslo, hasta situarlo sobre el hueso de su cadera. Noté cómo hundía sus dedos en mi carne, mostrándome las ganas que tenía de aquello. La mano que rodeaba mi cintura bajó hasta el final de mi espalda, casi llegando a mi trasero, y haciendo que nuestras pelvis se juntaran sin remedio, con lo que fui consciente de los primeros síntomas de su estado de ánimo.

Leer en sus gestos y en las reacciones de su cuerpo lo que deseaba mi primo era la mayor provocación que podía esperar. Perdí la cuenta del tiempo que pasamos besándonos, con un intercambio que casi nos hacía devorarnos llegados a ese punto. Cuando frotó su erección con mi entrepierna, de forma sutil pero inconfundible, emití un gemido suave. Estábamos en una piscina, pudiendo ser descubiertos en cualquier momento y por cualquier persona. La situación me daba morbo, pero…

-          Edu… – suspiré, hablando tan cerca de sus labios que los míos los rozaban al moverse – ¿A ti no te habían dicho que no hicieras cochinadas?

-          ¿Desde cuándo besar a mi novia es hacer cochinadas? – me respondió, con voz contenida, mordiendo después mi labio inferior. Sus manos me apretaron más contra su cuerpo y su boca recorrió mi mejilla hasta llegar a mi oreja – Ahora… Si tienes ganas de hacer cochinadas podemos ir a otro sitio, primita.

Atrapó en su boca el lóbulo tras hablar, jugando con la punta de su lengua, y bajó hasta mi cuello mordiendo con deseo mi piel. No le respondí, pero doy por hecho que supo interpretar el modo en el que extendí hacia atrás mi cuello, dejándole paso; la manera en la que sostuve su cabeza y recogí en un puño su pelo, suspirando para contener un gemido; la forma en la que mis piernas se abrazaron a su cintura e hicieron lo necesario para que nuestros sexos tuvieran una primera insinuación entre ellos, cubiertos por las pocas capas de tela… Sí, desde luego supo interpretar todo eso, y el camino hasta su despacho fue literalmente una carrera.

Entramos de forma precipitada, y cuando la puerta estuvo cerrada Edu me miró de la manera que hacía que mi piel ardiera. Él caminaba hacia mí, y yo caminaba hacia atrás jactándome de marcar la provocación en mis ojos. Una invitación a ser perseguida. Su mirada no perdió detalle de cómo fui bajando los tirantes de mi bañador, de una pieza, y descubriendo la piel que había tapado la tela. La prenda terminó en el suelo tras un lento descenso en el que mis manos se preocupaban de rozar cada zona de piel que aparecía ante la vista de mi primo. Sus ojos brillaban de lujuria.

Ya desnuda, utilicé mis manos para enseñarle lo que le invitaba a hacer. Comencé el recorrido rozando mis labios con las yemas de los dedos, y acariciando ligeramente mi dedo meñique con la lengua. Bajé una mano por mi cuello, mi canalillo, a la zona de debajo de mi pecho. Lo sostuve y cubrí su redondez con la palma de la mano, amasándola entre mis dedos. La otra mano continuaba en mi rostro, e introduje mi dedo índice hasta el final del pulpejo en mi boca, en una demostración de todo menos inocente.

Edu soltó un bufido al ver aquello, mordiéndose el labio. No soy capaz de describir la expresión que marcaba su rostro, pero sé que verle con aquella mueca provocó que mi sexo se humedeciera notablemente. Se quitó el pequeño traje de baño con urgencia y se abalanzó hacia mí, para cubrir toda mi piel con caricias mientras me besaba sin control. Sus músculos estaban tensos, mostrando que estaba poniendo toda su fuerza de voluntad para contenerse, y su miembro firme presionaba contra mi vientre, palpitante.

Aquello invitaba a que se le prestara atención, y yo me descibrí queriendo ofrecerle todo el placer que pudiera. Coloqué mis manos en su pecho y le llevé hacia la pared. “Cada vez que me arrinconas temo por mi cabeza, Becky, porque siempre la pierdo…”, me dijo. La frase sólo aumentó mis ganas de hacérsela perder de nuevo.

Bajé con mis besos. Su cuello consiguió el mismo efecto, ya tan familiar para mí, desatando sus suspiros y gruñidos de contención. Su pecho, los firmes músculos de su vientre. Me arrodillé ante él y rodeé su pene con la mano, alzando la cabeza para mirarle.

-          Dios… Me quieres matar, ¿verdad? – me preguntó, con los ojos ardientes fijos en la escena que le ofrecía.

-          Puede… Deberías habértelo pensado mejor antes de hacerme la primera aguadilla – le dije, mientras comenzaba a lamer su glande con la punta de la lengua.

-          Mmmm… – intentó hablar, pero no le salió más sonido que aquél gemido – Ya… Pues mira tú por dónde, ya estoy pensando en cuándo te puedo hacer la próxima.

Me divertía verle luchando porque su voz sonara normal. Tras la siguiente lamida, recorriendo todo su miembro a lo largo, comencé a introducirla en mi boca con movimientos lentos. Le masturbaba al mismo tiempo, y notaba cómo aumentaba en dureza con mis movimientos. Sus primeros gemidos graves emergieron de entre sus labios, y sus piernas se tensaban a cada movimiento. Ya no me miraba, aunque lo intentaba. Mis ojos no perdían de vista su cara. Los suyos se cerraban en muecas de esfuerzo, y sus dientes atrapaban su labio con fuerza.

Aumenté la velocidad, y comencé a rozar mi sexo con mi otra mano. Recorrí mi humedad con los dedos e introduje dos de ellos en mi interior para lubricarlos. Tras alguna caricia más, busqué mi clítoris y lo rocé en círculos, amoldándolo al ritmo de mi boca y mi otra mano en el sexo de Edu. Jadeé con los labios llenos de su carne, y comencé a notar sus pálpitos entre mi saliva. Su cuerpo tembló, y yo noté el primer escalofrío gracias al estímulo en mi entrepierna.

Entonces tiró de mí hacia arriba, con un gemido, y se apartó de la pared para arrinconarme a mí. Mis pechos se apretaron contra el yeso, y mi primo se apretó contra mi piel. Mordió mi cuello mientras sus manos subían por mis costados hasta llegar a mis senos. Los cubrió y los apretó con ganas, mostrándome que llevaba demasiado tiempo conteniéndose. Su sexo quedó entre mis nalgas, y se rozó entre ellas mientras con una mano buscaba mi humedad.

No se entretuvo en medias tintas, y en seguida su dedo encontró mi clítoris. Lo rozó como más me gustaba, con rapidez, y cada vez que mi cuerpo vibraba su boca abarcaba mi piel con más ganas. Gemí sin poder contenerme, encontrándome entre él y aquella pared, de aquella manera. Estaba a su merced, pero me encantaba estarlo. Edu, mi primo, estaba cubriendo mi cuerpo con sus mejores caricias, sus mejores estímulos… Me estaba mostrando sin tapujos lo mucho que le excitaba mi cuerpo. Pensar en quiénes éramos y en lo que estábamos haciendo me volvió completamente loca.

-          Métela – le dije entre gemidos – Edu, métemela, por favor.

-          Creí que ya sabías que me gusta que me pidas las cosas adecuadamente – su boca no dejaba de cubrir mi cuello de mordiscos. Más tarde descubriría las marcas que había dejado su pasión.

-          ¿Por favor? – no podía más, necesitaba a mi primo en mi interior.

-          ¿Otra vez te lo tengo que recordar, primita? – gruñó contra mi espalda, sonando casi como un ronroneo - ¿Qué es lo que quieres que te meta?

-          ¿Te pone que te lo diga? – me reí, aunque mi risa se ahogó entre jadeos mientras notaba ese sexo que tanto deseaba frotándose entre mis nalgas.

-          Me gusta que de vez en cuando muestres con palabras que no eres el angelito que pareces ser – me respondió, susurrando en mi oído.

-          Penétrame – gemí – Fóllame, o lo que quieras, por dios, pero métemela ya… No aguanto más.

-          Me vale… - y dicho aquello, colocó su glande en la entrada de mi sexo.

Separé mi pelvis de la pared para poder poner el culo en pompa. Dejé mis brazos apoyados sobre la superficie, y noté cómo Edu me agarraba con fuerza de las caderas. De un golpe, me penetró profundamente. Gemí, y él siguió bombeando a un ritmo rápido. En ocasiones, introducía su sexo hasta el fondo y lo mantenía ahí, haciéndome sentir completamente llena. Llenamos el despacho de nuestros sonidos de placer mientras nos movíamos.

Una de sus manos sostuvo mi pecho mientras se movía. La otra subió hasta mi rostro y lo giró para alcanzar mi boca con la suya. El beso fue difícil por la postura, pero eso sólo aumentaba nuestras ganas de crear ese contacto. Mientras mi mano buscaba mi clítoris para acariciarlo, me alegré de notarme entre sus brazos, pues sabía que si no fuera así hubiera corrido el riesgo de caer al suelo.

No paramos en minutos. Cada vez me doblaba más por la cintura, hasta que acabé casi con la espalda perpendicular a la pared. Edu rozó toda mi columna con mi mano, bajando desde mi nuca hasta el final de mi espalda. Me sorprendió dándome un leve cachete en una nalga. Pero me sorprendió para bien, pues mi cuerpo reaccionó impulsándose hacia atrás para chocar con más fuerza contra su pelvis.

Nuestros gemidos aumentaron, nuestros movimientos ganaron velocidad. Su sexo presionaba mi punto G cada vez que realizaba el camino para entrar. Temblé de arriba abajo, sintiendo esas ganas de orinar que siempre traían los mejores orgasmos. Las paredes de mi vagina se contrajeron, notando su sexo palpitante, como devolviéndoles un saludo extraordinariamente placentero.

Y vino el escalofrío que me irguió, pegando mi espalda a su pecho, mientras mis gemidos descontrolados salían sin pudor alguno. Me corrí jadeante, temblorosa, rodeada por su brazos y aún embestida por su sexo, que aprovechó los segundos que me quedaban de aquél éxtasis para descargar en mi interior. Acompañó su orgasmo de un último mordisco sobre mi hombro, que si no hubiera sido por las sensaciones que me acababa de regalar seguramente hubiera sido doloroso.

Compartimos lentos besos tras separar nuestros sexos, y salimos del despacho tras una ducha en la que apunto estuvimos de volver a caer en el juego del placer.

Antes de cruzar la puerta del polideportivo nos cruzamos con un hombre mayor, con aspecto bondadoso.

-          ¡Edu! ¡Te quiero ver la semana que viene en la comida, ¿eh?! – le dijo a mi primo.

-          Sí, Angel, allí estaré. Dalo por hecho.

Cuando salimos, le pregunté y me explicó que era el jefe de personal del polideportivo. Se jubilaba en poco tiempo, y daba la comida de despedida la siguiente semana.

Nos dirigimos charlando hasta casa. Estábamos relajados, cosa que en mi caso era decir mucho.

Lo que no sabíamos, era que a 400km, en un autobús que acababa de arrancar, había un chico decidido, aunque temeroso. Sin embargo, lo más importante es que había tomado una decisión. Una decisión que nos afectaría a todos.