miprimita.com

Duelo de cachorros al atardecer

en No Consentido

La familia de gitanos rumanos llegó al final del verano en que yo cumplí dieciséis años. Era una pareja no muy mayor con un hijo más o menos de mi edad. Mis padres les contrataron para efectuar unos arreglos en la casa en que vivíamos, que estaba a las afueras del pueblo.

Sólo había escuchado hablar de gitanos –normalmente para mal-- a mis primos de la ciudad, así que me interesé por aquella familia que trabajaba para nosotros. Según me dijo mi madre, ellos querían llevar una vida honrada, no como otros gitanos, y dar una educación a su hijo, al que habían alejado del mal ambiente de la ciudad.

Pronto pude conocer al chico en cuestión, que tenía catorce años, dos menos que yo. No es que hablara con él ni nada. Pero le vigilaba desde mi ventana cuando iba y venía por la propiedad transportando tablas o botes de pintura. Era sumamente trabajador y debía de estar muy en forma para aguantar tanto esfuerzo.

Lo segundo lo pude comprobar el primer día que le vi sin camiseta. Yo estaba en la piscina, a punto de lanzarme al agua, y sentí unos pasos detrás de mí. Al girarme descubrí al gitano mirándome con atención y con algo de envidia, ya que yo me estaba relajando y él, a juzgar por la pesada caja de herramientas que transportaba, tenía que trabajar.

Como he dicho, iba sin camiseta. Yo también, así que nos evaluamos mutuamente. Saltaba a la vista que el gitano poseía una musculatura mejor y más desarrollada que la mía, a pesar de la diferencia de edad. Yo era de los más fuertes del pueblo y no tenía mal cuerpo, pero los músculos bien torneados del gitano, su piel tersa y bronceada, sucia de polvo y sudor, sus brazos fornidos y compactos…, me hicieron palidecer de envidia. Hasta sus piernas –llevaba pantalón corto— estaban dotadas de dos gemelos mucho más esbeltos y grandes que los míos, ¡y eso que yo montaba en bicicleta a veces y estaba orgulloso de los míos!

Para rematar, una línea de vello visible ascendía desde la cintura de sus pantalones hasta el ombligo. Desde que nos había salido vello púbico, mis amigos y yo siempre habíamos estado atentos a ver a cuál le salía primero esa línea, indicativa de mayor hombría. Ninguno la teníamos aún. En cambio, aquel chico, dos años menor, ya la enseñaba con orgullo.

El gitano, sabiéndose ganador de aquella comparación entre machos, esbozó una sonrisa, cargó la caja de herramientas sobre su hombro y se dirigió a la zona en obras.  

Yo me quedé allí plantado como un bobo, con la vista fija en sus anchas espaldas. Había sido un contraste interesante –el hijo del jefe y el hijo de los trabajadores-- y un duelo que había perdido por goleada.  

En los días siguientes sentí algo más que envidia y sensación de derrota. Deseaba hacer algo con el gitano, lo que fuese. Yo no era homosexual, nunca me habían atraído otros hombres. Si no lograba quitarme de la cabeza al gitano, era por razones no sexuales.  

Se hizo muy famoso en el pueblo. No era sólo atlético y fuerte, también muy apuesto. Ojos verdes, rasgos bien perfilados y pelo castaño, medio rubio por el sol. Su estilo era el de típico chico duro y chulo, por lo que no faltaba en él un pendiente brillante y un corte de pelo a lo quinqui, rapado por los lados y la nuca. También lucía un colgante dorado cuya medallita adornaba sus pectorales firmes y resaltados.

Se llamaba Andrei y no solía hablar mucho, no porque no supiera español sino porque creo que en el pueblo se aburría casi siempre.

Circulaban rumores. Al parecer, todas las chicas andaban detrás de él, babeando e intentando llamar su atención. Yo, resentido ante tal capacidad de seducción, me imaginaba comparando mi pene con el suyo. Creía que en eso sí podría ganarle y reparar un poco mi maltrecho orgullo.

Una tarde, cuando volvía de un paseo en bicicleta, me llamó la atención que la puerta de una caseta que había a la entrada de nuestra propiedad estuviera entreabierta. La usábamos como trastero y siempre estaba cerrada a cal y canto.

Dejé la bicicleta y entré a investigar lo que sucedía. Me entró algo de miedo, no sabía quién podía andar por allí a esas horas… Se escuchaban ruidos en la habitación contigua a la sala por la que se entraba. Reuniendo coraje, abrí la puerta de la habitación.

No daba crédito a lo que veía. El joven gitano estaba allí, curioseando entre los trastos viejos y mobiliario destartalado… Y vestido tan sólo con sus pantalones cortos raídos.

    Se dio la vuelta muy rápido y me lanzó una mirada que no era hostil, sino más bien de curiosidad.

    Por mi parte, estaba paralizado, incluso avergonzado. Él gruñó algo en su idioma.

    Entonces comprendí lo inapropiado de aquella situación. Andrei no debía estar en la caseta, y yo no podía perder más tiempo allí.

--No puedes estar aquí –dije--. Vete. 

 Andrei negó con la cabeza. Parecía muy complacido cotilleando todo… y buscando algún tesoro que meterse en el bolsillo.

--Debes marcharte de aquí –le conminé, y avancé un paso hacia él.

Me miró de arriba abajo y, a continuación, dijo muy despacio:

--No me da la gana.  

A mí el inesperado encuentro me estaba empezando a causar una indefinible mezcla de excitación y nerviosismo. Por un lado, me excitaba haberme encontrado con el gitano en la intimidad de la caseta, y poder contemplar de cerca su cuerpo musculoso y bronceado, alumbrado por la luz del atardecer que se colaba por la ventana. Pero, por otro, sabía que tenía que sacarle de allí de alguna manera, imponer mi autoridad.

No era tan sencillo. Andrei no se dejaba intimidar con facilidad. Después de la comparación visual en la piscina, se las había apañado para dejarme mal cada vez que nos cruzábamos. Por ejemplo, una vez en el pasillo al pasar junto a él se había echado a un lado con la intención de empujarme con el hombro, cosa que logró, estampándome prácticamente contra la pared.

Mi única respuesta consistía en masturbarme por las noches pensando en la revancha, en tener un duelo a solas con él. 

Tenía que lograr que me hiciera caso.

--¡Vamos, fuera! –le grité, acercándome más. Éramos igual de altos. Sus ojos brillantes y pícaros me miraban divertidos, como si no me tomara en serio. Añadí --: Venga, vete ya.

Fui a cogerle del brazo y, antes de que pudiera cumplir mi objetivo, me apartó de un empujón. A duras penas me mantuve en pie, y en cuanto me repuse exclamé:

--¿Qué estás haciendo?

Se notaba que quería pelea. Estábamos allí solos, los dos cachorros de la casa, aunque de razas distintas: una ocasión ideal para medir fuerzas.

Me hizo un gesto indicando que me aproximara, un gesto de desafío.

Como no tenía otra opción, y sin estar muy seguro de lo que hacía, me lancé contra él para intentar derribarle. Sin embargo, Andrei paró con facilidad mi embestida y me empujó hacia el otro lado de la habitación.

Los dos nos observamos fijamente. A él se le veía soberbio, dominante. Me tiré otra vez contra él, me esquivó con buenos reflejos y de una zancadilla suya acabé en el suelo.

En vez de aprovecharse de la situación, me dejó tiempo para que me levantara. Muerto de rabia y humillación, busqué rápidamente el contacto.

Nuestras manos se agarraron a la vez y empezamos a forcejear. Pronto se hizo patente su superioridad física, pues no conseguía doblegarle y mis rodillas empezaron a doblarse ante su fuerza. Mis manos, aplastadas por las suyas, ya casi ni hacían presión.

Ahora Andrei me miraba desde arriba, medio arrodillado como estaba yo, y sonreía con suficiencia. Yo, dolorido y rojo por el esfuerzo y la humillación, me admiraba cada vez más de su potencia, de los músculos flexionados y marcados que me estaban derrotando.

Cambió de posición de golpe, dejando de forcejear conmigo, y poniéndose a mis espaldas rodeó mi cuello con su poderoso brazo derecho. Sentí cómo se hinchaba su bíceps y bloqueaba mi respiración. Lo único que pude hacer fue agarrarme a su brazo inútilmente, porque era incapaz de aliviar la presión, mientras trataba desesperadamente de coger aire.

Su bíceps era de hierro puro y mis dedos ya sólo lo acariciaban: no tenía energía para resistirme. Creí que tal vez iba a matarme y dejarme allí tirado como un muñeco. Apenas podía respirar. ¿Es que iba a morir a manos de un gitano menor que yo al que le bastaba un solo brazo para sujetarme y dominarme así?

--Por favor…, para –empecé a suplicar.

Cuando ya no podía más, relajó la presión y yo caí al suelo como un fardo, aspirando grandes bocanadas de aire. Escuché su risa burlona.  

Tranquilamente, se puso delante de mí, de manera que yo quedaba como arrodillado y postrado ante él. No podía ni respirar con normalidad, así que ni me planteé incorporarme y plantarle cara.

--Eres poco hombre –soltó Andrei entre risas.

Me había derrotado y se sentía con poder sobre mí. Quizá por ello se agachó, me cogió de del cuello de mi camiseta y, alzándome en el aire un momento, me tiró al suelo, dejándome boca arriba. Yo acusé el golpe y lancé un gemido de dolor, lo que pareció divertir mucho al gitano.  

Pensé que a lo mejor ya no quería hacer nada más, una vez había quedado demostrado quién podía más, y que me dejaría allí como uno de los trastos viajos e inútiles que llenaban la habitación.

Estaba equivocado.

Lo siguiente que hizo Andrei fue apoyar en mi estómago uno de sus pies descalzos. Presionó sólo un poco, lo suficiente para hacerme entender que si me resistía apretaría más y me dolería, y a esas alturas yo sabía que podía aplastarme como a un insecto.  

Mis ojos estaban clavados en su musculosa pierna y en su pie. Yo era como una presa cazada para él, un trofeo. Emitió un silbido para que mirara hacia arriba. Estaba flexionando sus bíceps, enseñando en todo su esplendor su musculatura. Mediante esa pose de victoria que quería dejar clara su superioridad sobre el debilucho que era yo.  

--Has ganado, eres más fuerte que yo –admití, avergonzado--. Ahora déjame irme, por favor.

Él se limitó a sonreír.

Levantó el pie y, esta vez, lo posó en mi cara. Por más que me quejé, Andrei fue inflexible y comenzó a restregarlo por todo mi rostro. Me daba asco aquel pie sucio y negruzco, pero a la par le estaba cogiendo el gusto a la sumisión.

En un momento dado, casi sin darme cuenta, empecé a lamerlo. El gitano no se sorprendió. Es más, dejó su pie quieto para que yo pudiera chuparlo con calma. Y así lo hice. Mi interior me decía que no podía caer más bajo. Sin embargo, sólo quería dejarme llevar. De todos modos, él podía humillarme como le placiera. Después de haber visto sus músculos en acción, yo no iba a resistirme. Prefería lamer su pie antes de volver a notar mi cuello triturado por su bíceps.

--Qué mierda eres –comentó. 

Cuando consideró que su pie estaba lo bastante limpio, se puso encima de mí. Sus muslos atraparon mi torso y se inclinó hacia mi cara. Al principio me sujetó las muñecas, pero las dejó libres porque asumió que yo no iba a ofrecer ninguna resistencia.  

Nuestros rostros casi se juntaban. Él, el vencedor, estaba arriba, sometiéndome totalmente, sentado sobre mí y manteniendo el control con sus muslos (un leve movimiento mío que le disgustara y haría fuerza: el dolor para mí sería inimaginable) y yo, el perdedor, abajo, rendido a él.

Irguió la espalda y volvió a flexionar sus bíceps. Sin duda, podía vanagloriarse. Desde mi posición podía ver, primero, el bulto que se marcaba en su entrepierna, y más arriba, siguiendo la línea de vello que él tenía y yo no, sus abdominales y pectorales. Envidié su forma física y deseé poder tocar ese cuerpo, recorrerlo con mis manos.

Tuve una erección.

Obviamente, él se dio cuenta y, sonriendo una vez más, me guiñó el ojo con cierta lascivia.

Entonces se levantó y me cogió del pelo para que yo hiciera lo mismo. Creí que me iba a dejar en paz por fin. Pero no me levantó del todo, sólo hizo que me quedara de rodillas.

Su bulto estaba justo delante de mí.

--¿Qué vas a hacer? –pregunté.

--Calla.

Se bajó los pantalones y yo no pude reprimir una exclamación. Sus boxers ajustados color azul no dejaban nada a la imaginación. Gracias a eso comprobé que, aun sin estar empalmado, aquel miembro viril abultaba más que el mío en mis erecciones más brutales, como la que tenía en ese momento.

--¿Qué quieres que haga? –musité.

Andrei se quitó los boxers y señaló con el dedo su pene flácido y coronado por una generosa nube de pelo.

--Chúpamela –ordenó.

No hizo falta más. Tomé su pene con dedos temblorosos y me lo llevé a la boca. No parecía complicado darle gusto, porque en cuanto empecé a succionar fui notando cómo el pene del gitano crecía en mi boca hasta alcanzar un tamaño descomunal.

Andrei no se movía. Con las manos en las caderas, miraba con satisfacción cómo mi boca comía su polla sin parar. Yo intentaba meterla hasta dentro, abarcar más, pero era tan grande que no me cabía entera.

Ya llevaba un rato chupando cuando el gitano me apoyó la mano en la frente para que parara. Su polla, ya totalmente dura, tenía una punta gorda y jugosa mojada por mi saliva y su líquido preseminal. Calculé que debía medir unos veinte centímetros. Era mucho más larga que la mío, que no llegaba a los quince, y también más ancha, casi el doble. El volumen de sus bolas también era mayor que el de las mías.

Por tanto, mis expectativas de superarle en ese aspecto desaparecieron del todo. Pretensión que, por otra parte, ya me daba igual.  

--No te muevas o te mato –dijo Andrei de repente.

Usando su pene como una porra, me pegó varias veces en la boca y en la frente mientras yo, como un perro desesperado, intentaba con mi lengua volver a chupar su miembro.

Me humilló de esa forma un poco más y, después, me dejó continuar con la mamada. Pero esta vez me cogió de la cabeza para dirigir mi ritmo.

Confieso que lo pasé un poco mal. El gitano me obligaba a ir muy rápido y, respecto a cuántos centímetros de su carne debía comer, no se cansó hasta que mis labios rozaron sus huevos, señal que de toda su polla, que alcanzaba mi garganta, estaba dentro de mí.   

Me estaba ahogando y la sacó. Repitió la operación unas cuantas veces más y, a la cuarta, de nuevo con su polla en mi garganta, me propinó un cachete. Alcé la vista. Andrei quería ver mis ojos de esclavo, quería verme sometido y que yo supiera quién mandaba.

Continué mamando un poco más. Al cabo, puso una expresión de enorme placer y descargó una tonelada de corrida en mi boca.  

Obviamente, me tragué su semen, aunque se corrió con tal abundancia que parte se me escapó por las comisuras de los labios. Extrajo su polla. Automáticamente, procedí a limpiarla con unos lametones.

Mientras exhalaba un suspiro de satisfacción, Andrei se subió los boxers y los pantalones. Hizo amago de irse y, en el último momento, se dio la vuelta. Yo seguía de rodillas. Durante la mamada me había corrido sin necesidad de tocarme, por la pura excitación, a pesar de lo cual se me había vuelto a poner dura. Aparte del bulto, una mancha en mis pantalones claros me delataba.

El gitano vino directo a mí y acercó su rostro al mío. Por un momento pensé que me iba a besar.

Lo que hizo fue escupirme. Dos veces, una en la cara y la otra, tras obligarme a abrir la boca, en la lengua. Supongo que pretendía dejarme marcado del todo y comprobar que yo ya no era rival para él. Efectivamente, no me defendí ni dije nada.

Exhibiendo una amplia sonrisa, se estiró, volviendo a presumir de cuerpo, y antes de irse me metió la mano en el bolsillo y sacó mi cartera. Cogió los cincuenta euros que llevaba encima y arrojó la cartera entre las cajas que había en la habitación.

--Te ha superado un chaval dos años menor que tú –dijo Andrei para agrandar mi humillación--. A partir de ahora, me la chuparás cuando yo te diga y pagarás por ello. Si te niegas –apretó el puño derecho--, ya sabes lo que te espera, marica.

Afirmé con la cabeza. Era consciente de que nunca me atrevería a desobedecerle.

Y así fue como, para cuando comenzaron las clases y Andrei dejó de trabajar en mi casa, perdí seiscientos euros –todos mis ahorros— y me convertí en un experto mamón de tíos más machos que yo.