miprimita.com

El equipo de mi hermano

en Dominación

Había llegado la mañana del domingo. Durante la noche apenas había podido dormir, poseído por la excitación sexual y los recuerdos de la humillación a la que me había sometido Jorge, mi hermano pequeño. Amaneció un domingo de cielos despejados y temperatura agradable. El día perfecto para que un grupo de adolescentes jugara su partido de fútbol… y después hicieran conmigo lo que les pareciera, según los planes de Jorge.  

Fui a su habitación, sin atreverme a extraer el consolador que había albergado mi ano toda la noche ni cambiarme de calzoncillos, regados el día anterior con la corrida –ya reseca-- de mi viril hermano.

Le encontré vestido con el uniforme de su equipo. La camiseta naranja le sentaba genial, destacando lo suficiente sus pectorales y sus anchas espaldas. Los pantalones, de color negro, eran más cortos de lo habitual, así que pude admirar sus muslos endurecidos de futbolista.

--Ya te puedes quitar eso –dijo nada más verme, en referencia a mis calzoncillos manchados--. Y también el consolador. Supongo que tendrás el agujero lo bastante dilatado como para que te lo peten hoy siete buenas pollas.

Asentí con la cabeza. Ni siquiera me preocupaba, después de lo que había pasado la tarde del sábado, que mi pene se empinara ante la presencia de Jorge, como si se pusiera en posición de firmes ante quien me había superado en todo con cinco años menos.

A continuación, me cambié, salimos de casa y pronto llegamos al campo donde iba a jugar el equipo de mi hermano, del que era capitán.

Sentado en las gradas, no presté mucha atención al desarrollo del partido, sino a los jugadores. Había tenido ocasión de examinarles en fotos de mi hermano y sabía que estaban en plena forma, pero verles en acción era mucho mejor. Me sorprendió su energía inagotable, su garra, la manera en que disputaban cada jugada y corrían sin parar arriba y abajo del campo… Y, por supuesto, me recreé analizando su físico. Lo que más destacaba eran las piernas. Observando con asombro lo musculosas que eran, no me extrañé en absoluto de la potencia con que disparaban los balones, verdaderos cañonazos que ni yo ni mis amigos podíamos imitar ni en sueños.

Supe enseguida que eran auténticos machos, depredadores competitivos altamente cualificados. Hubo varias faltas, roces y pequeños enfrentamientos entre jugadores de uno y otro equipo. Al final, uno mordía el polvo y otro seguía adelante con el balón, una perfecta metáfora de la lucha por la supervivencia.

Aunque al principio estuvieron igualados, el equipo de mi hermano fue minando a su rival gracias a su mayor fuerza física, destreza y uso de las faltas. Cuando quedaban diez minutos para que acabara el partido, los jugadores de mi hermano simplemente arrollaban a los otros, y eso si estos últimos se atrevían a ponerse en medio. Uno que se quejó por una falta recibió un codazo que le dejó con la nariz sangrando y sin el coraje para defenderse. Casi a disgusto, el árbitro, calvo y de unos treinta años, decidió intervenir. Mi propio hermano, delante de todos, se le encaró y le intimidó. El árbitro no hizo nada y hasta se dejó abofetear cariñosamente por Jorge.

Ese incidente me hizo acordarme de un partido, muy atrás en el tiempo, al que también había asistido acompañando a mi hermano. Él tenía once años, y ya era un luchador nato al que le sentaba muy mal perder. Un chico mayor que él le hizo una entrada que frustró una jugada que podría haber terminado en gol. La reacción de mi hermano fue coger del cuello al otro chico mediante una llave y apretar hasta que su víctima, medio ahogada, cayó al suelo casi inconsciente.

En cualquier caso, como había comprobado, el equipo de mi hermano rebosaba testosterona y pronto lo iba a sentir en mis propias carnes.

Al finalizar el partido los ganadores corrieron hacia los vestuarios de las instalaciones municipales armando mucho revuelo y jolgorio. Los perdedores, por su parte, abandonaron el lugar cabizbajos.

Seguí a mi hermano, que me había llamado desde el campo. Dentro de los vestuarios, los jugadores se habían entregado a distintas actividades. Había tres duchándose, otros tres jugando entre ellos y celebrando la victoria y, por último, mi hermano, que se desnudó ante mí y me dirigió una mirada provocativa. Sin poder evitarlo, sufrí una erección y empecé a babear. Jorge y sus compañeros eran un espectáculo sublime: chicos de entre quince y dieciséis años en su elemento, saboreando la victoria, presumiendo de sus músculos y su fortaleza, comparando entre ellos su hombría... Un derroche de virilidad.  

No se fijaron en mí en un primer momento; sólo al cabo de un rato empezaron los cuchicheos y las risas a mi costa. Lógicamente, desentonaba mucho en aquel lugar, no estaba a su nivel. Consultaron algo con mi hermano, que no dejaba de sonreír con soberbia, e inmediatamente me rodearon los siete.  

--Os presento a mi hermano mayor –dijo Jorge--. Tiene veintiún años y está deseando que le enseñemos lo que es un hombre de verdad.

El chico que tenía a su derecha, que se llamaba Borja, me miró de arriba abajo. Más bajo que yo, pero de complexión fuerte, era de piel bronceada y lucía varios oros (pendiente, sello y colgante). Me pareció el más quinqui de todos. Le colgaba entre las piernas un largo rabo flácido al que no pude por menos que echar un vistazo.

--A ver, chaval, quítate la camiseta para que comparemos –dijo Borja, y pasó una mano por sus abdominales--. El que tenga menos le lame la tableta al otro.

Hice lo que me pedía. Obviamente, no tenía ninguna oportunidad. Mi tripa, ya camino de ser barriga, era ridícula al lado de aquella tableta perfecta.

Borja se carcajeó a mi costa durante unos segundos, y los demás hicieron lo mismo.

--Ya sabes lo que te toca, chaval. Venga, a chupar abdominales. Que sepas que te acaba de ganar uno de quince.

Me arrodillé y pasé la lengua por aquel abdomen rocoso, lento al principio y luego con fluidez, dejándome llevar. A Borja le debió de gustar mi forma de cumplir el castigo, porque vi con el rabillo de ojo cómo su pene se alzaba hasta alcanzar un tamaño inmenso.

Podría haberme pasado el resto del día lamiendo, pero una mano me agarró del pelo y me echó hacia atrás. El que me había cogido era un chico que llevaba el pelo largo, casi como mi hermano, con la diferencia de que era castaño oscuro en vez de rubio. Su polla, a resguardo bajo unos boxers verdes, estaba erecta: la punta asomaba por el dobladillo de lo grande que era.

--Soy David –se presentó, sin soltarme del pelo. Tiró hacia arriba para levantarme--. Mi reto es un duelo de espadas.--Señaló con un dedo su paquete--. El que pierda lamerá los pies del otro hasta dejarlos bien limpios.

No tenía más remedio que aceptar. Nos bajamos a la vez los boxers y pude escuchar unas risas burlonas. Mi polla, ya empinada, era poca cosa. La virilidad de David era muy superior a la mía, y enrojecí por la humillación.

--Que comience el duelo –dijo mi hermano.

El asunto consistía en juntar la punta de ambos penes y, sin usar las manos, empujar hasta que uno de los dos cediese frente al otro. El forcejeo, por así decir, no duró demasiado. La polla de David, mucho más larga y ancha, y sobre todo con mayor dureza, pronto aplastó la mía contra mi tripa, no sin antes haberla empapado de un jugoso líquido preseminal.

Agarrándosela con la mano, el chico aprovechó para aporrear mis genitales a gusto. Una vez que consideró que me había apaleado lo suficiente, dijo:

--Ja, ja, has perdido. ¡Lame mis pies, perdedor!

Dicho esto, tomó asiento en uno de los bancos del vestuario y me hizo una seña para que me arrodillara. Así lo hice, y cogiendo su pie derecho entre mis manos empecé a chuparlo con timidez. Olía fuerte, algo normal después de una hora de partido encerrado en un calcetín grueso, y su sabor no era agradable.

--¡Con más ganas! –exigió David, y me propinó un pescozón.

Le puse más empeño a la limpieza de pies, introduciendo la lengua entre sus dedos y metiéndolos en la boca, repasando una y otra vez la planta, hasta que no quedó piel sin lamer. Me ocupé también del izquierdo, claro. El chico era zurdo y me volvió loco de excitación recordar que con ese pie había disparado varios balonazos que acabaron en gol, amén de haber dado unas cuantas patadas que hicieron retorcerse de dolor a sus rivales.

Tras terminar con David, se me acercó Lorenzo, el más delgado y, en principio, débil del equipo. Su tez pálida y rasgos suaves, y sus enormes ojos pardos, le hacían parecer un niño crecido. Algo dubitativo, me propuso echar un pulso: el perdedor tendría que hacerle una mamada al otro. Una apuesta importante. Como era claramente el menos fuerte del grupo, supuse que la idea había sido de mi hermano, pues si perdía mi humillación sería mayor.

Lorenzo, que ya tenía pelo por el ombligo, estando más desarrollado en ese aspecto que yo, se tumbó frente a mí en el frío suelo del vestuario y alzó el brazo derecho. Tras una rápida comparación, concluí que podía ganarle. Mi brazo era más ancho. El suyo, muy fibroso y flaco, no debería ser difícil de controlar.

Mi hermano dio la señal. Usé todas mis fuerzas de inmediato. Como pensaba, iba a ganar: el brazo de Lorenzo fue cediendo fácilmente ante mi empuje hasta que el dorso de su mano quedó a pocos centímetros del suelo. Al chico se le veía apurado. Por mi parte, estaba deseoso de ganar y demostrar al equipo de mi hermano que no era tan patético como ellos creían.

Pero algo iba mal. Aunque Lorenzo estaba a punto de perder, no conseguía que su mano tocara el suelo. Estaba resistiendo contra todo pronóstico y en una posición complicada. El chico esbozó una sonrisa.

--¿Vale ya con la ventaja? –preguntó, dirigiéndose a mi hermano. Éste movió la cabeza afirmativamente--. Entonces le gano ya –agregó Lorenzo, a quien dejé de ver como un niño inocente.

Realizando un esfuerzo considerable, que se reflejó en los músculos que de pronto se marcaron en su brazo y en una cara completamente roja, Lorenzo revertió su desventaja y llevó mi mano a la posición de inicio. Necesitaba tomarse un respiro, por lo que intenté atacar en ese momento. Gané unos cuantos centímetros, nada más. Finalmente, el chico más débil del equipo, resoplando y gruñendo, torció por completo mi brazo y mi mano tocó el suelo.

Los integrantes del equipo jalearon a Lorenzo y me dedicaron unas cuantos burlas y procacidades. Me tocó ponerme otra vez de rodillas para recibir en la boca la polla de Lorenzo, que resultó ser de tamaño semejante a la mía pero más ancha y, sobre todo, con unas bolas impresionantes que también tuve que tragar.

Concluida la mamada, sin que Lorenzo llegara a correrse por indicación de Jorge, todos me rodearon. Mi hermano se adelantó un poco y habló:

--Ya habéis visto que somos superiores a este mequetrefe. Seguro que si probáramos con sus amigos pasaría lo mismo. Son débiles, afeminados, están gordos y hace mucho que no ganan nada. En cambio, nosotros estamos más desarrollados, tenemos mejores músculos, entrenamos duro y conseguimos siempre lo que queremos. Por eso este mierdecilla que tenemos aquí va a ser nuestro esclavo hasta que nos cansemos, no vale para otra cosa que para darnos gusto y poner el culo. ¡Somos mejores! ¡Veréis cómo trato a mi hermano mayor!

Yo seguía de rodillas, aguardando a mi destino. Jorge me ordenó que me colocara a cuatro patas. Se inclinó sobre mí y sentí la punta dura de su polla en mi agujero.

--Más te vale que chilles como si fueras una piba –me susurró al oído, tirándome del pelo.  

Nunca había pensado que mi hermano fuera a llegar tan lejos. Iba a sodomizarme allí mismo, delante de sus amigos, y yo no estaba en condiciones de negarme. Sin ninguna delicadeza, inició la penetración. Por suerte, el consolador había hecho su trabajo y su fabulosa barra de carne entró con relativa facilidad.

Ajustándome a sus deseos, chillaba como una nena mientras él me follaba a toda velocidad y sin pausa, y si osaba pararme me tiraba del pelo o de la oreja para que siguiera chillando. Era, una vez más, su perra, plenamente sometido a su voluntad.

La presión y el dolor en mi culo fueron atenuándose y las embestidas de mi hermano me empezaron a proporcionar un intenso placer. Mis chillidos de mujer se volvieron gemidos de gusto. Mi hermano lo hacía bien, tal y como ya había podido presenciar la tarde anterior, y nunca antes había sentido tanto placer. Tan es así, que me corrí sin apenas tocarme.

En ese momento, sus amigos, que hasta entonces se habían conformado con masturbarse, decidieron que querían dar el siguiente paso. El primero en ofrecerme su polla para que la comiera fue Borja. Su herramienta no tenía nada que envidiar a la de mi hermano. La encajó en mi boca, la punta rozando mi garganta y mis labios apretados contra la piel de sus huevos, y procedió a bombear con un incansable movimiento de caderas que se prolongó durante unos diez minutos. Su corrida fue directamente a mi estómago.

El resto se comportó igual. Uno a uno disfrutaron de mis servicios orales, eyaculando en mi boca, mientras mi hermano continuaba dándome por detrás. Sólo cuando el último de sus amigos, Lorenzo, se hubo corrido, decidió terminar, demostrando así que él aguantaba más que nadie.

Para entonces, tenía la boca rebosante de semen, que también mojaba mi barbilla, y comprendía que tardaría mucho en volver a sentarme sin dolor.

Jorge, por fin, se corrió dentro de mí. Me pregunté qué significaría para él esa experiencia incestuosa. ¿Pura dominación? ¿Usar a su hermano mayor como si fuera una de sus putillas? ¿O tal vez existía junto a ello una atracción, un deseo hasta entonces reprimido? En cuanto a mí, si bien cansado y vejado al máximo, tenía que reconocer que había disfrutado. Era mejor así, pese a los sentimientos de culpa que podría traer consigo el incesto, porque no había elegido estar en esa situación, y ya que no podía cambiarlo prefería pasarlo bien.   

--¿Alguno quiere metérsela a mi hermano? –preguntó Jorge, interrumpiendo bruscamente mis reflexiones.

Sólo Borja se prestó voluntario. Los demás ya habían tenido bastante, ahora iban a descansar.

El quinqui me folló rápido, sin dejar de insultarme entre jadeos, y, obligado por mi hermano, que tuvo que agarrarle del cuello para que le obedeciera, eyaculó sobre mi espalda. Al parecer, el privilegio de correrse dentro estaba reservado a Jorge.

Por supuesto, no me dejaron limpiarme. Tendría que hacer el camino de vuelta a casa con la cara manchada y el culo y la espalda chorreando semen. En un conmovedor gesto de amabilidad, varios de los miembros del equipo me hicieron regalos de despedida. Ernesto, el portero, orinó sobre mis calzoncillos, y tuve que ponérmelos para regocijo de los viciosos jugadores. Además, no se olvidaron de que limpiara con la lengua la meada que había caído al suelo. David, igual de amable, me azotó las nalgas con una toalla enrollada, dejándomelas en carne viva. Borja me escupió en la cara y en el pelo; no contento con ello, pisoteó mi camiseta con sus botas de tacos. Por último, Lorenzo tiró mis calcetines por el váter y los sustituyó por los suyos, bien sudados, para que me los llevara de recuerdo.  

Mi hermano se iba a quedar con sus amigos, pues iban a celebrar la victoria y supongo que, en general, su condición de machos dominantes. Se dignó a acompañarme a la salida. Allí nos quedamos un momento frente a frente, muy juntos. Él, en el esplendor de su adolescencia, más poderoso que nunca. Yo, derrotado, hecho una piltrafa, objeto sexual de su equipo.

--Te has portado bien –convino Jorge, usando un tono casi amable.

--Gracias –dije, agachando la cabeza.

--Ahora me perteneces –me avisó Jorge, serio--. No quiero verte salir con tías o tíos, y harás lo que yo te mande, ¿entendido? Si Lorenzo te puede, imagina lo que puedo hacerte yo.

--Tranquilo, sabes que estoy a tu disposición… Lo tengo claro.

--Genial.

--¿Qué será lo siguiente? –pregunté, un poco ansioso, pensando en qué intenciones tendría para conmigo.

Jorge fingió que dudaba. Una ancha sonrisa apareció en su rostro.

--Ya sé… --anunció, y me dieron ganas de besarle, seducido por el destello de sus ojos claros--. Nuestros primos pequeños se están haciendo mayores… Habrá que ayudarles a descubrir nuevos placeres, ¿no?

Con estas (excitantes) palabras se despidió mi hermano. Antes de dejarme ir, me dio un azote en mi maltratado culo. Volvió a los vestuarios, donde le esperaba su equipo, leal y combativo. ¿Alguien podría detenerles?

Para ellos, el domingo sólo acababa de comenzar.