miprimita.com

Historia de mi primera paja

en Gays

¿Os acordáis de cómo fue vuestra primera paja? No me refiero a tocarse, sino a una paja de verdad. Seguro que la mayoría no. En mi caso, fue tardía y, debido a las circunstancias especiales en que se produjo, siempre la he tenido fresca en la memoria…

Había cumplido trece años hacía tres meses y estaba cursando primero de la ESO. Era una mañana lluviosa, lenta y pesada, y la clase entera languidecía con las explicaciones del profesor de matemáticas. En medio de aquel ambiente soporífero, mi compañero de pupitre, para mi sorpresa, conservaba una chispa de vida en sus ojos y se le notaba inquieto.

A decir verdad, de él uno podía esperarse cualquier cosa: Eric, que se hacía llamar Klaus como homenaje a sus raíces alemanas, era un chico especial. Había llegado al instituto a principios de curso, lo que le otorgaba la poco deseable condición de novato, pero, a pesar de no destacar en los deportes ni ser especialmente gracioso, pronto ganó popularidad gracias a su vasto conocimiento (para el nivel de la época) en materia de porros y a que pintaba grafitis, algunos en las propias paredes del instituto. Además, frecuentaba -o eso decía- los bajos fondos de la ciudad, completando su aureola de chico rebelde y un tanto problemático. Los demás podían ser más fuertes o apuestos, o jugar mejor al fútbol, pero no podían conseguir una china, ejecutar una elaborada pintada o una firma elegante en pocos y rápidos trazos o seguir a aquel chico a esos bajos fondos, fuesen lo que fuesen.

Físicamente, pese a su origen alemán, no era gran cosa: rubio y de ojos marrones, enjuto, flaco, tirando a blancuzco de piel y de corta estatura, más o menos como yo. Solía ir vestido con ropa ancha, al estilo rapero, y su prenda favorita era una sudadera negra con bolsillo central en el que guardaba su piedra de rayar, con la que hacía garabatos en los bancos de madera del instituto.

A mí me había caído bien desde el principio, y como los dos teníamos en común la nula afición por el fútbol y unas cuantas rarezas más, habíamos entablado una profunda amistad.

Era muy interesante tenerle de compañero de pupitre. Siempre estaba dibujando o jugueteando con su piedra de rayar. Cuando el profesor le preguntaba algo, daba unas respuestas completamente disparatadas, y le importaban poco los reproches o las opiniones ajenas.

Me di cuenta de que se estaba moviendo, levemente pero de un modo constante, y en un momento dado se relamió, como si estuviera probando algo delicioso. Según comprobé después, efectivamente así era.

Giré la cabeza para observarle con detenimiento. Primero su rostro, que expresaba una concentración que no podía deberse a las explicaciones del profesor. Después, su enorme sudadera, debajo de la cual algo se bamboleaba. Tenía la mano izquierda metida en el bolsillo de sus pantalones, también anchos, y allí dentro parecía estar moviéndola sin cesar.

No me di cuenta de que él se había percatado de mi curiosidad hasta que dijo:

--¿Qué estás mirando, Andrés?

--Eh…, nada… Es que… ¿Qué estás haciendo, Klaus? –balbuceé. Casi siempre le llamaba por el nombre que él mismo se había puesto.

Eric, sin dejar de mirar al frente, dijo:

--Una paja, tío. ¿Es que no está claro?

La palabra, obviamente, no era nueva para mí. Otros chicos de la clase la utilizaban para referirse a lo que hacían en la intimidad de su cuarto de baño, pero generalmente estas conversaciones eran más bien confidenciales, llenas de sobreentendidos y limitadas a unas cuantas frases y sonrisas de complicidad. Por mi parte, no sabía muy bien si lo que yo me hacía podían considerarse pajas. A veces me estimulaba lo de abajo frotándome contra las sábanas de la cama o presionando contra el suelo. Y sí, jugaba con mi pene, aunque no demasiado.

--Ah, vale… --repuse, inseguro.

--Seguro que no sabes lo que es –apostó Eric, burlón--. Si te portas bien, a lo mejor te enseño a hacerte una.

Antes de que pudiera contestar, se levantó y pidió al profesor ir al baño. Aunque sus pantalones eran muy holgados, era visible a la perfección lo que se conocía como tienda de campaña. Varias chicas cuchichearon entre sí y soltaron risitas. Eric, consciente de ello, se hinchó un poco, orgulloso de su virilidad. No tenía nada que ocultar.  

El profesor le dio permiso y Eric salió de la clase, supongo que para concluir lo que se traía entre manos (nunca mejor dicho).

Volvimos a hablar después de la hora del comedor. En aquel largo rato hasta que se reanudaban las clases había tiempo para casi todo, y muchas veces, si Eric no estaba de humor para jugar al fútbol como los otros, se dedicaba a charlar conmigo y contarme sus aventuras como artista del grafiti. Mi definición de amistad es ésa, dos chicos sentados en un banco, charlando sobre sus cosas y con la confianza de que pueden contar el uno con el otro.

Había dejado de llover, pero hacía frío, y Eric propuso que nos coláramos dentro del edificio del instituto. Una misión nada difícil, ya que estábamos acostumbrados y apenas había vigilancia. Una vez dentro él se acordó del tema que habíamos dejado pendiente.

--Tío, no sé cómo aún no te haces pajas –me regañó--, si es de lo mejor que hay, y encima gratis.

--Es que nadie me ha enseñado –me excusé, algo confuso--, pero tocarme sí me toco de vez en cuando.

--Hay que saber tocarse –precisó Eric, y movió su mano como si estuviera agitando un batido.

--Supongo que voy con retraso… –tuve que admitir.

Eric se encogió de hombros.

--No se sabe… Muchos dicen que se hacen pajas y luego a saber.—Me guiñó un ojo--. Yo podría enseñarte –agregó.

Acepté su oferta al instante. Como he dicho, éramos amigos desde hacía tiempo y no me sentía inseguro o cohibido hablando de esas cosas con él.

Nos dirigimos a uno de los servicios a sugerencia suya. Aunque los pasillos, clases y recovecos del instituto estaban vacíos, el baño parecía el lugar más apropiado para bajarse los pantalones.

--Bueno, a ver esa pilila –dijo Eric nada más cerrar la puerta del baño.

Entonces sí dudé unos segundos, invadido por el pudor, pero cuando él se bajó sus pantalones con total naturalidad hice lo propio. También nos quitamos sudadera y camisetas. Nuestra complexión y musculatura eran similares. No obstante, sus boxers, en contraste con mis slips de niño pequeño, le hacían parecer a él más adulto.

--Ya estás tardando en quitarte eso –comentó Eric con una sonrisa.

Nos desnudamos del todo casi al mismo tiempo. Al principio, no bajamos la vista, temerosos de ser acusado por el otro de maricón. Fue un momento algo embarazoso. Al cabo de un rato, Eric habló:

--Mira, tienes que hacerlo así. ¡Mira abajo!

Se había llevado la mano a la entrepierna y la usaba para estrujar y estirar su pene. Le imité con torpeza y un tanto cortado.

--Piensa en alguien que te guste mientras –me aconsejó.

Estuvimos aproximadamente un minuto así, mirándonos a los ojos, y después comprobamos el resultado.

--¡Joder, qué grande! –exclamé al ver el pene de Eric empinado.

Aparte del mío, nunca había visto uno en estado de erección, y el suyo era mucho más grande que el mío. Tendría una longitud de unos catorce centímetros, mientras que el mío a duras penas llegaba a los once. De anchura también ganaba él. En lo demás, Eric estaba igualmente más desarrollado que yo: sus testículos poseían un volumen mayor y una fina capa de vello castaño adornaba su sexo.

--Siempre supe que la mía era más grande –se jactó Eric, y la humillación tiñó de rojo mis mejillas--. No te sientas mal –añadió--, la mía debe de ser de las más grandes de clase, así que es difícil competir conmigo.

--Bueno, ¿y ahora qué? –pregunté para cambiar de tema.

--La cosa es tocársela como te he dicho hasta que sientas un gusto un muy grande –respondió Eric--. Aunque, ya que estamos…

Sin mediar otra explicación, me la agarró y empezó a masturbarme con mano experta. No pude (ni quise) resistirme. Simplemente me quedé quieto, sintiendo un placer hasta entonces desconocido.

--¿Te gusta? –quiso saber Eric.

--Sí…, sí –jadeé yo.

Pronto experimenté una sensación placentera aún más intensa y dejé escapar un gemido. Eric apartó la mano.

--Vaya, has tenido un orgasmo pero aún no te corres –comentó--. Estás poco desarrollado, je, je. O a lo mejor es que tienes que tocarte más a menudo, no sé.

Nos quedamos en silencio. Yo estaba muy a gusto y agradecido, y también aturdido. Eric volvió a tomar la iniciativa y, señalando su pene, dijo:

--Ahora te toca a ti. Pero en vez de la mano usa la boca.

Tardé unos segundos en reaccionar.

--¡Eso es de maricas! No pienso hacerlo…

Eric avanzó hasta pegarse a mí, clavando sus ojos en los míos. Nuestros pectorales se estaban rozando, así como nuestros penes. Retrocedí un poco, intimidado.

--Hazlo, o si no te voy a obligar…

Eso me convenció. Ya habíamos medido nuestras fuerzas en otras ocasiones. Es normal entre chicos pelear, tratar de demostrar quién puede más. Nuestro principal reto había tenido lugar hacía dos semanas. Nos habíamos colado, también en las horas muertas después del comedor, al gimnasio para echar un combate de lucha libre y otro de boxeo.

Como he dicho, ninguno destacaba sobre el otro físicamente. La gran diferencia es que Eric era competitivo y audaz; tenía la mirada del tigre.  

En la pelea de lucha libre se aburrió de someterme mediante las más variadas técnicas. Lo peor era cuando me atrapaba con sus piernas, con las que era capaz de ejecutar una tijera mortal. Sus piernas no estaban duras de jugar al fútbol, sino de trotar con el skate. Creo que llegué a rendirme unas diez veces.

En boxeo me fue igual de mal. Obviamente, él encajó golpes y a punto estuve de tirarle al suelo. No obstante, al final se impuso aporreándome sin piedad en el estómago hasta que caí de rodillas y agarrado a sus piernas le supliqué que dejara de golpearme.

Prefería chupársela antes que recibir otra paliza y, además, él también me había hecho un favor en la misma línea al masturbarme, y con excelentes resultados.

--Vale, Klaus, lo haré –dije, poniendo una nota de resignación en mi voz--. Dime las instrucciones.

--Es fácil, te pones de rodillas, metes mi polla en la boca y la chupas como si fuera un caramelo.

Tengo que decir que no fue tan fácil como aseguraba Eric. No era ya que me diese asco comerle el pene a un chico, sino que se me daba mal mamar toda esa masa de carne que llenaba casi la totalidad de mi boca, presionando hacia dentro y dejándome sin respiración. Finalmente, a fuerza de intentarlo, y con ayuda de la mano de Eric en mi cabeza para regular mis movimientos, mis esfuerzos empezaron a dar sus frutos y mi amigo se estremeció de placer al tiempo que gruñía:

--Venga, más, más… Sigue así, joder.

La mamada duró unos diez minutos. Cómo no, la corrida de Eric me cogió por sorpresa. Cuando él se había referido a que yo no me corría, no había captado la idea, por lo que aquel inesperado chorro caliente me desconcertó y traté de apartarme, pero Eric me sujetó firmemente la cabeza, de manera que no pude sino tragarme la mayor parte de su semen.

--Ya sabes lo que es una corrida, Andrés –dijo con sorna, revolviéndome el pelo--. Te saldrá cuando seas mayor, ja, ja, ja.

Me fijé en la punta de su polla, de la que caían al suelo gruesas gotas blancas. Entendí que Eric me llevaba muchísima ventaja en lo referente a virilidad, a pesar de que yo era tres meses mayor que él.

--Alguien tendría que limpiar todo eso, ¿no? –comentó, bajando la vista hacia las gotas de semen del suelo.

Ya sabía lo que me tocaba. Saqué la lengua y rematé la faena limpiando los restos de su corrida de las frías (y supongo que no muy limpias) baldosas del suelo. E hice algo más. Cuando terminé con el suelo, empecé a lamer con deleite sus pies descalzos, como un perro, chupando cada uno de sus dedos. Él colaboró levantándolos para que pudiera lamer también la planta.

Ninguno dijo nada. Limpiar así sus pies era mi forma de reconocer su superioridad y ponerme a su servicio por completo. Ya no habría igualdad entre nosotros a partir de entonces, y estaba contento con eso. Años después, un amigo de mi pueblo me contó, en una noche de borrachera, que él había sido durante todo un verano el esclavo de un joven gitano que le había ganado en una pelea. Había aprendido a disfrutarlo. Salvando las diferencias, me sentí identificado con él.

En fin, volviendo a Eric y mi primera paja, salimos en silencio de los servicios, creyendo que aquella experiencia sería sólo la primera de muchas aún más agradables.

Nos equivocamos. Al día siguiente, un profesor descubrió a Eric liándose un porro en una zona apartada del patio. El castigo fue la expulsión, seguida del traslado a otro centro. Como en esos tiempos no estaba generalizado el uso de teléfonos móviles e Internet, y tampoco éramos vecinos, perdimos el contacto.

Pero nunca olvidé la primera paja de mi vida y al que la ejecutó, mi amigo Eric o Klaus.

Ahora acaban de llamar al telefonillo. Es él, vamos a volver a vernos. Han pasado seis años. Estoy ansioso, excitado y, lo mejor de todo, solo en casa. Al fin podré demostrarle que sigo fiel a la silenciosa promesa de esclavitud que le hice aquel lejano día en los baños del instituto.