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Un asunto interno

en Grandes Relatos

UN ASUNTO INTERNO

-Ya sabes que no depende sólo de mí...

-Lo sé.

-Están también Roberts y McKenna...

-Ajá...

-Podría intentar convencerlos, pero cariño, puede que...

-Jim, ¿no me escuchas...? He dicho que lo sé- respondí, besando con más intensidad aún sobre la cremallera de su pantalón, el cuero de su cinturón. La hebilla me ardía en los labios, como si hubiera estado toda la tarde al sol, aunque ya fuera de noche. Concretamente, las dos menos cuarto.

Lo había dicho un agente por la radio, antes de que la apagáramos para poder poner algo de música.

Él observaba su reflejo en el retrovisor del coche patrulla camuflado, concentrado en su propia mirada, rumiando culpabilidades futuras. Sopesando los pros y los contras de ser legal por una vez y hablarme claro. Quedarse, quizás, sin follar.

 

-Lo que quiero decir -explicó, acariciándome el cabello grave, casi paternalmente - es que no importa lo que hagas. Los detectives del departamento se eligen por méritos y consenso. Esto...- dijo y tiró perezosamente de mi melena, para que alzase la cabeza y le mirara un momento- no voy a decirte que no sirva de nada, pero tampoco es suficiente para lograr un ascenso.

-¿Estás sugiriendo que debo de tirármelos a todos? -Los botones de su camisa sucumbían, uno a uno, a la habilidad de mis dedos- ¿Que tengo que mamársela a cada puto policía de narcóticos...uhm? ¿A los de antivicio...? ¿A cada chupatintas, a cada brigada, a cada fiscal de distrito de este enfermo y jodido país?

 

Podía escucharle suspirar mientras rozaba mi nariz contra su abdomen tenso, sentir flaquear su voluntad ante mis palabras, hostiles sólo en la forma, melosas en el fondo, que vibraban y se introducían por su ombligo, llegándole tan profundamente como pretendía estarlo él conmigo.

Su palma me arrugaba la falda del uniforme de gala, delineándome el contorno del trasero. Ya se veía dentro de mí.

-No he dicho eso...

Lamí pausadamente el sudor que se deslizaba por su pelvis. Me gustaba notar sus huesos. De hecho, me sentía internamente agradecida con él por ser precisamente eso, un tío de más de cuarenta que no hubiese criado barriga.

 

-Tal vez debería... Sólo por comparar...

-Nena...

-Sólo por poder poneros motes y hacer chistecitos... Veamos...-desanudé su cinto cuidadosamente, como quien desenvuelve un regalo- ¿Cómo debería llamarte a ti?

Le oí resoplar por la nariz, de ese modo en que los hombres lo hacen al sonreír involuntariamente, cuando consienten un capricho que saben que resultará contraproducente a la larga, sin poder ni quererlo evitar... Pero él lo había dicho ( ¡y varias veces a lo largo de la noche! ): yo era su nena. Su princesa. Su cariño. Su problema en la mayor parte de las ocasiones, cuando cometía errores de novata o me excedía en entusiasmo.

Una hostia a un traficante es sana. Dos, ya son vicio, y para eso no se nos paga.

¡Que se busquen -había exclamado- una Dominatriz!

 

Jim era, a su manera hortera y machista, algo así como mi caballero protector. Intentaba mantenerme al margen de los chanchullos del resto de compañeros. Que permaneciese tonta e inocente, cobrando mi pequeño porcentaje a cambio de no escuchar, evitar ver y no hacer demasiadas preguntas, como los tres monitos sabios. No hacía falta que me dijese que era el último interesado en que ascendiera. Le gustaba tener mis caderas girando en torno a su mesa, al alcance de su mano; rellenando formularios en su nombre, para que le tuviera siempre presente y supiera exactamente a quien debía de agradecerle mi trabajo.

Intuía seguramente lo mucho que me ponía esa dinámica de jefe y secretaria.

Que no lo denunciaría por acoso, la primera vez que me dio un azote.

La primera vez que me introdujo su lengua hasta la garganta, en los baños de la estación de policía.

 

Me mataba de morbo, me gustaba de un modo inconfesable y asqueroso sentir su aliento sobre la nuca desde por la mañana, oliendo todavía al alcohol de la noche anterior (a mí, que hasta entonces no había bebido ni el vino de misa el día de mi comunión), servirle los cafés mientras se esforzaba en parecer terriblemente ocupado.

El tono descarado con el que hacía bromas sexuales e insinuaciones -más o menos explícitas- sobre la forma en que yo le pertenecía, sólo para liberar la tensión. Su brazo, con el que me rodeaba a la mínima oportunidad, sus incómodas caricias en la mejilla.

Siempre se ocupó de que faltase una silla, para que tuviera que sentarme sobre él. Tener mi peso sobre sus rodillas.

-En realidad... estoy bien donde estoy.

-¿Seguro? -preguntó, manipulándose el cierre del pantalón- Porque puedo desplazar el asiento...

-Sabes de sobra que no me refiero a eso.

-Ya estamos... -sus yemas tamborilearon nerviosamente una, dos veces, en el reposabrazos de la puerta- Lo cierto es que nunca he entendido qué pretendes sacar a cambio de todo esto, corazón...

- Con el debido respeto, sargento... -mi mano se cerró firme, pero cariñosamente en torno su miembro, empuñando la silueta sobre el calzoncillo- llevas demasiado tiempo tratando con putas...

-El suficiente como para reconocer a una cuando la veo...

-¡Jim!

Le palmeé el muslo, y él rompió a reír, juguetonamente.

 

Bromas o no, mi superior no parecía entender que me atrajese de verdad, que no aspirase a nada más que mi sueldo y el pellizco de trescientos pavos que me quemaban ya en el bolsillo, cuando intuía que tenía pruebas suficientes para hacerlo empapelar. Mis únicos intentos de chantaje consistían en pedirle que me llevara a cenar a algún lugar respetable de vez en cuando, lejos de las zorras y camellos con los que lidiábamos cada día.

Siempre supe que pagaba el cine y la comida con dinero de la droga. Pero ¿y qué?

No soy de esas que pretenden convertir a un cabrón en buen chico, sólo que pareciera legal. De hecho, hay días en los que creo sinceramente que decidí dedicarme a esto para conocer delincuentes, hombres malos que no pudiera presentarle a papá. ¿Y acaso hay algo peor que un policía corrupto...?

Un putero casado, trasnochador y juerguista, con la desfachatez suficiente para llevar a su amante a las barbacoas y sentarla junto a su mujer mientras asaba las salchichas, sin perder la sonrisa: treinta y dos carillas nuevecitas, blancas como la coca. ¡Dientes, dientes! (pagados a medias por el contribuyente y los capos de la mafia) Presumía continuamente de una boca preciosa.

 

Ni que decir tiene que semejante cantidad de cinismo me ponía total y absolutamente cachonda.

Había llegado a un punto realmente descarado, en el que no se molestaba en elaborar mentiras verosímiles. Se estaba volviendo feliz y descuidado, como un ladrón que hace todo lo posible por ser cazado, menos (lógicamente) entregarse. Nos buscábamos de la forma más evidente, salíamos de las fiestas al unísono, bebíamos del mismo vaso. Tras una raya, nos sobábamos como posesos en casi cualquier sitio, un erotismo básico, maníaco y sin florituras.

Sus manos tan largas, que me acariciaban la braga y la nuca, me estaban volviendo loca. Eso y sus ojos azul cielo, azul hielo. Color viagra o metanfetamina, que intuía fosforescentes en la oscuridad del parking.

-Así, preciosa... así, mi niña...

 

Enterraba sus uñas en mi pelo, con una crueldad no calculada, fruto del deseo. Me arañaba el cuero, me marcaba el ritmo, me arrastraba sobre su cuerpo, dejándole un reguero húmedo sobre el pecho, hasta llegar a su boca, aun cuando la mía acababa de estar llena de él.

Podrido hasta la médula como estaba, no se daba el lujo de ser escrupuloso.

Me dislocaba la mandíbula. Me atragantaba con su saliva y asfixiaba con el humo de su tabaco; mientras trataba de arrodillarme sobre él con aquella maldita falda, que se negaba a subirse más allá de la rodilla y formaba pliegues extraños. La discreta abertura lateral no resultaba suficiente para abarcar sus piernas, y el forro de raso no tardó en rajarse y reventar, como el himen hacía mucho que no podía.

Clavé mis yemas en su culo -pese a su edad, el mejor del departamento.

 

Aunque él mismo no acabara de entenderlo, el detective me ponía (fundamentalmente de los nervios, con aquella sonrisa artificial). Tenía el encanto de lo sucio, de lo ajeno, como uno de los grandes cubierto de mierda.  Y nadie le dice que no al dinero.

James. Jimmy. Mr Egan lo estaba hasta el cuello, pero si una toleraba medianamente el olor, terminaba encontrándolo divertido. Tenía potencial. Era listo y escurridizo como una rata, y gustaba de los mismos lugares. Sólo así se explicaba que estuviéramos haciéndolo en un aparcamiento a la salida de un bar, oculto el coche tras un contenedor de basura.

Lo que viene a llamarse una cita ideal.

¿Qué mujer no sueña con algo así en sus años de colegio?

 

Al final todo se reduce a eso: o te ríes, o te pegas un tiro. Cualquier cosa menos un ataque de conciencia de los que suelen acabar jodiendo a los demás. El lema extraoficial de la división de narcóticos era, desde hacía años, "somos una piña" y no sólo por estar todo el día pegados al Malibú.

Tuve la grandísima suerte de que el juego me gustase, porque nadie me habría ayudado.

La enorme mayoría apartaba la mirada o le reía la gracia cuando se propasaba. Les faltaban huevos para oponerse o incluso reproducían con otras el mismo comportamiento. Aún me parece extraordinario el hecho de que fuera capaz de tratar con gente tan peligrosa sin mearme en los pantalones.

En nuestro departamento había llegado a haber, incluso, rumores de violación.

Eran un puñado de matones y borrachos que pensaban que la vida era "Grand Theft Auto" y existían sólo para pasar de nivel, pero ¡hey! ¡Eran sus muchachos! MIS muchachos, forzosamente, porque la camaradería acaba haciéndose indispensable en este trabajo.

En cualquiera de los dos, el "A" o el "B".

 

Semejantes compañías me habían acabado intoxicando. De seguir así, el grupito feliz terminaría contagiándome todos sus vicios comunes, sus fetichismos extraños. La costumbre de salir los sábados, pero también los lunes; de dormir sobre la mesa, las resacas, las jaquecas... Hasta los vómitos, si -Dios no lo quiera- en una de estas se nos olvidaba el condón.

Egan no me respetaba, no me convenía y además, -pensé, mirando el cuadro que formábamos en la ventanilla, jadeantes y semidesnudos, iluminados vagamente por los neones del exterior- se estaba quedando calvo. Sólo tenía que sumar dos más dos para convencerme a mí misma de que estaba loca si creía que aquello sería un plan a largo plazo.

...Pero lo cierto es que jodía asombrosamente bien, y cuando un hombre rinde así, siempre se encuentran motivos para perdonarlo. Todo lo demás, queridas, son excusas de mal pagador.

El cretino simplemente me gustaba demasiado.

Sin embargo, y en honor a la verdad, no sé a dónde nos hubieran llevado nuestras vidas, de no haber ocurrido un acontecimiento que lo cambiaría todo... para peor.

 

Creo haber omitido el hecho de que veníamos de un velatorio, el del detective Mallory, un muchacho serio y -tal vez demasiado- cumplidor, caído en acto de servicio hasta que se demostrase lo contrario ( lo que, conociendo a los chicos, sería... nunca). Dos besos a la viuda, maquillada como si se hubiera propuesto encontrar su segundo marido desde ese mismo momento, y la excusa perfecta para darle al bebercio con la justificación de que las penas con whiskey son menores.

Y pese a todo, la jauría de sabuesos habían permanecido relativamente serenos, contrariamente a su costumbre, un detalle que habría parecido simplemente respeto a ojos de otro observador. En mi opinión, trataban de evitar que la lengua se les soltase con el alcohol. Comenzaba a conocer a esos niños listos, conspiradores y arteros.

 

Cuando, tras ayudar a recoger los desperdicios del sepelio, propusieron terminar la noche en una barra, no me cupo ya ninguna duda de que estaban de celebración.

 

No tuve valor para negarme a ir, para decir a las claras que creía que ellos habían tenido algo que ver con eso. Si estaba en lo cierto, sólo me quedaban tres opciones: callarme, pedirles mi parte y convertirme en cómplice o tratar de hacer algo al respecto, con cual acabaría habiendo dos cadáveres. Eso seguro.

Es fácil imaginar lo que terminé haciendo, en parte porque suponía que tragarme esas sospechas entraba en el pack de los trescientos jodidos papeles que se añadían con regularidad a mi sueldo, y en parte porque nunca he sido una persona demasiado valiente. Me limité a ocupar un taburete y observarlos en silencio, tratando de adivinar quien de todos esos hijos de puta sonrientes le había arrancado la lengua al muerto. Cuál de ellos le había rajado la garganta; porque las quince puñaladas estaba claro que se las habían dado en conjunto, como una comunidad. La alegre hermandad de policías renegados.

A pesar de que procuraba refugiarme en mi copa y no mirar insistentemente a ninguno, Jim había acabado percibiendo mi intranquilidad y la achacaba a mi timidez, suponiendo que deseaba solicitarle directamente ocupar la vacante que se había abierto en la plantilla. Pensaba que aguardaba el momento adecuado para pedirle mi oportunidad.

Que bajarme las bragas para él obedecía también a ese propósito. ¿Para qué malgastar tiempo en sacarlo de su error?

 

El interior del Volvo parecía un adelanto del infierno; agobiante, estrecho y maloliente por la mezcla de tabaco, sudor y un ambientador barato de patchuli que habían comprado los del otro turno, como si pretendiesen vengarse por algo. Lo que nos había golpeado como un puñetazo al entrar, era ya a esas alturas algo insoportable. Haber llevado las coronas de flores en la parte de atrás no mejoraba la cosa.

 

Recordaba demasiado a transportar un cadáver en el asiento de los pasajeros (aunque seguramente lo hubieran metido en el maletero de algún otro coche, robado para la ocasión). Esa sensación de tener un voyeur fantasma, nos hacía saltar cada dos minutos todas las alertas, e impedía disfrutar del adulterio con calma, sin sentir otro ojo furioso que el de Dios... Que ése a los dos ya nos tenía demasiado vistos y pasaría página por aburrimiento.

Jim me sorbía como si pretendiera extraerme por los pezones el veneno de la mala conciencia. Me mordía por puro bruxismo de drogadicto, mientras me espolvoreaba coca por la línea del esternón. Su respiración me hacía cosquillas al pasar la nariz a ras de mi piel, como una aspiradora que me limpiase el vello. Me ponía la carne de gallina.

 

Sus empujones me hacían golpear el volante, activando el claxon con mi espalda cuando arremetía. Si lo que pretendía era que llevaran desde fuera una cuenta exacta de su ritmo y aguante, lo estaba consiguiendo. Se encontraba horriblemente tenso, con más angustia que euforia. El pobre y viejo Egan no llevaba bien la presión, y a pesar de las risas y las bromas de las últimas horas, amenazaba con romperse.

Yo no estaba segura de querer escuchar una confesión. Sería difícil volver a mirarle a la cara, porque una cosa es hacerse una vaga idea, y otra saberlo a ciencia cierta, conociendo quizás, los detalles. Hay justo la diferencia entre tener sospechas y convertirse en cómplice.

Llevar un peso así sobre mi conciencia.

 

Y sin embargo... sus dedos en mis caderas seguían siendo los de siempre. Implacables, exigentes. Largos e impacientes, como todos los jueves; con ese toque eléctrico. El cabrón de James me tenía idiotizada, subyugada a su sexo; tanto, que podría habérseme escapado un "te quiero" incoherente para intentar tranquilizarnos (o para conseguir que huyera y me dejara en paz definitivamente. Cada cuál tiene derecho a sus propias cobardías)

-Me encanta como hueles hoy. -Le susurré mientras chupaba su lóbulo, tratando simplemente de decir algo y llenar aquel silencio incómodo con algo más que pitidos y jadeos- ¿Que colonia dices que te has bebido?

Estalló en risitas, visiblemente más aliviado, antes de darme un mordisco en el pecho como venganza, provocándome escalofríos.

-¿Me estás llamando alcóholico?

-No, claro que no. O sí. Puede... No lo sé ¿qué crees tú?

-Que estoy demasiado borracho para poder opinar, la verdad. Y que si sigues...- calló un instante, para tomar una bocanada de aire-apretándome así, voy a correrme enseguida...

-¿Sí?-contraje los músculos, desafiante, dispuesta a darle una de cal y otra de arena.

-Sí... Joder que sí... ¿Es eso lo que quieres?

Negué pícaramente con la cabeza, sin aflojar la presión, contradictoria a propósito.

-Entonces ¿qué?-insistió, impaciente.

 

El detective me acunaba, me mareaba con sus vaivenes, ayudando a que el tequila que había bebido anteriormente se me subiera a mí también a la cabeza. Me agarré desesperadamente a su corbata, que aún llevaba colgando absurdamente del cuello, como la correa de un perro.

-¿De veras no lo sabes?- Tiré de la tela, hasta juntar nuestras frentes. Semiahogado pero sonriente, alargó la lengua para perfilarme los labios. En el fondo, el sargento detective Jim Egan era un hombre como los otros, amante de las cosas fáciles y la ley del mínimo esfuerzo. Un tipo vago, un chico malo que ansiaba órdenes y sabía que merecía un escarmiento.

-Pídeme lo que quieras. Día de paga, nena- dijo- Pídemelo y te lo doy, sea lo que sea. Valga lo que valga...

-¿Seguro?

-Sí, aprovecha...-me dio una torta en la nalga- pero no me mires con esos ojos de besugo... ¡Sigue! ¡Venga...!

-Quiero que te quedes conmigo esta noche, Jim. Quiero que te quedes también mañana: todo el fin de semana, hasta el lunes.

-Sabes que no puedo...

-Quiero que me folles en cada esquina, contra cada pared, hasta llegar a mi casa...

-Escucha, otro día...

-...que me rompas todas las bragas que tengo en el armario... Ten,- tomé su mano y la guié hacia la costura de las que llevaba, y que simplemente habíamos apartado a un lado por comodidad- puedes empezar por estas...

-Mi mujer,..

-Me importa una mierda. Y ahora mismo, creo que a ti también...

-No digas eso. No tienes por qué ser cruel... Dios...-juntó mis senos con sus manos, para hundir la cara entre ellos- Y pensar que cuando te conocí eras una niña buena...

-Sigo siéndolo -respondí- ¿acaso no te hago feliz?

 

Lo rodeé con mis piernas. Mejor que pensáramos sólo en el sexo. En nuestros cuerpos torpes, ebrios y cansados, pero vivos. No quería que me llorara, o le perdería todo el respeto. Pese a todos los defectos que tenía ese hombre, lo único que jamás podría tolerarle era tener miedo.

Si él lo sentía, me lo contagiaría a mí. Y entonces, se acabó.

 

Adiós a las cenas, a la ropa cara, a los amigos para siempre. A la vida peligrosa que empezaba conocer, y en la que parecía encajar perfectamente, gracias a él. De toda la cadena de corruptela que rodeaba a la policía, yo sería el eslabón más débil y alguien más listo que nosotros me acabaría por romper.

Y entonces, también a mí me matarían...