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Martina y el señor Müller

en Fetichismo

MARTINA Y EL SEÑOR MÜLLER

Martina, bailarina. Su nombre, toda su vida tiene rima, ritmo; palabras como pequeños saltos de la mujer minúscula que es, siempre aplastada bajo la bolsa de gimnasio -más gruesa que su cintura- a la que a veces suma el peso del tutú.

 

Su cuerpecito musculado de muchacho atraviesa los pasillos del conservatorio a las ocho, con la puntualidad masoquista de quien tiene una cita con el dentista o teme enfurecer a su torturador. Se diría que existe en una libertad vigilada, con su paso diligente y esa sonrisa fingida, neurótica y tensa como su moño, que dedica a un público invisible. En el fondo ella nunca deja de actuar. Baila al moverse, al respirar, con gestos fluidos y ensayados.

 

Podría cronometrar el momento en que cruzará el pasillo delante de la puerta de mi clase, poner el reloj en marcha y apostar cuándo recorrerán el corredor sus pisadas deliciosas, sus suelas con cadencia propia. Si dará o no un par de giros juguetones al escuchar la cacofonía desastrosa que sale de este agujero. Probablemente fuera una manera más fácil de ganar dinero sin tener que escuchar a todos estos memos con ortodoncia maltratar sus instrumentos, todas esas cuerdas amenazando con dejarme sordo, idiota,  y desafinar para siempre los huesos de dentro de mi oído. Estribo, yunque y...¿qué más? ¡Martillo, sí! Como si me golpearan en la puta cabeza una y otra, y otra vez. ¿Quién me mandaría a mí meterme en esto, venir a este país...? Con lo feliz que podría haber sido en una oficina o un andamio... Treinta y nueve años son un poco tarde para aprender nada desde cero, de todos modos.

 

Supongo que soy una de esas personas que nacen con una habilidad, un talento... pero solo uno. Lo tengo ya asimilado: me voy a morir con el cuello torcido y las falanges insensibles  de sostener el arco.

Rigor mortis prematuro, lápida personalizada: "Aquí yace un violinista"

Cualquier día, seguro. Me pregunto cuánto tiempo tardarán en devorarme la cara mis dos gatos...

 

Pero mientras tanto sigo aquí, ejerciendo de profesor y esperando -espiando- las idas y venidas de Martina, como mareas precisas, dándole sentido a mi vida de músico frustrado y admirador secreto, haciéndome estremecer en el asiento al escuchar sus tacones huyendo, consumiéndome por el deseo imposible de ser baldosa, plantilla, media. Un humilde apósito para talón. Guardar el tesoro que maltratan sus zapatillas de puntas, sus pies mínimos , como de hada, que la hacen volar ingrávida por las tablas de la sala de ensayos.

 

Acudo sin falta a cada recital que prepara con sus alumnas para adorarlos desde lejos, envueltos en lazos como un regalo, blanquísimos bajo los focos. Debo ser el único que no se aburre ni es un familiar y que saca fotos de todo. Permanezco siempre sentado, con la funda de la cámara sobre el regazo para tapar mi erección y que a ninguno de los padres le dé por pensar equivocadamente que miro a sus crías como un pervertido.

En realidad solo tengo ojos para mi muñeca. Empequeñecida apropiadamente por la distancia, me permite sentir que la tengo en una cajita de música donde puedo cerrar la tapa a voluntad; que es tan mía como yo de su propiedad.

Mucho, muchísimo.

 

Desde la última fila, me imagino sin público y arrodillado frente a ella, desatando su calzado poco a poco. Dándole varias vueltas a las cintas hasta descubrir sus tobillos genéticamente gruesos pese al ejercicio, sus pantorrillas fibrosas y potentes, capaces de propulsarla en cabriolas increibles... Rompiendo a mordiscos sus leotardos, haciéndoles carreras, sí, recorriendo con la nariz la curva de nata de su empeine combado y colocándome finalmente su dedo gordo entre los labios. Justo como con el zapatito de Cenicienta, su puntera reconocería que mi lengua es su legítimo lugar, el calzado más adecuado. Ninguna otra boca podría adaptarse tan bien a ella, y yo jamás osaría soñar con otro pie. Imagino sus deditos, sus uñas rosas de niña entre los dientes como un manjar exquisito. La suavidad de su esmalte cuidado -seguro que lo tiene- contra mi paladar, como recubrimiento para caramelo, hecho para ser chupado hasta desgastarse.

 

El Do sostenido de su orgasmo en mis oídos cuando le lama el puente, ensalivando su planta y repasando con esmero sus tendones. El cosquilleo mutuo mientras me pisa la cara, reafirmando su dominio,  como si estar a sus pies nacarados no fuera suficiente. Como si quisiera demostrarme su superioridad infinita, la razón por la que ha llegado a los cuarenta sin pareja y sin hijos: ningún otro hombre ha pasado el corte. Ningún hombre más entiende su belleza entre infantil y masculina, mortal y divina, de talones alados. Yo no sé, como decía la monja en la catequesis, cuántos ángeles pueden danzar sobre la punta de una aguja, pero cada día estoy más seguro de que Martina podría hacerlo sobre mi boca y sería igualmente un milagro.

Martina, la diosa española que ha actuado en Londres, en Moscú, en medio mundo, ha echado finalmente el ancla en el mismo lugar que yo. Llámalo suerte, llámalo destino o fracaso profesional; combustible para una obsesión que ha llegado ya a su punto álgido. Porque hoy es un día muy especial, y mientras toco una demostración improvisada para los críos, la vista clavada en el reloj del aula, tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para que no me tiemblen las manos del nerviosismo. Estoy esperando un sonido muy especial, sordo, orgánico... el de su cuerpo rebotando sobre los escalones embadurnados de cera, cayendo de uno a otro como quien toca con fuerza creciente las teclas de piano.

Pam. Pam-pam-pam. ¡Pam-paaaam!.

 

Me ha costado trescientos euros sobornar a la tipeja de la limpieza y comprar su silencio. Me da igual si piensa que esto es por despecho o una vendetta personal por temas del sindicato. Hace un cuarto de hora que la he sentido pasando su mopa por este ala del edificio, y sé que cumplirá.

Ahora solo tengo que aguardar, cerrar los ojos e iniciar la cuenta atrás que me llevará al cielo. Cinco, cuatro, tres, dos... ¡Thump!¡Crack!

-¡Ahhh! Joder, me cago en su puta madre... ¡Ayyy! ¿Quién ha sido el gilipollas que ha dejado el suelo húmedo? ¡Dios, -la oigo tragar saliva, al borde del llanto- creo que me he roto un dedo!

Desde luego no jura del modo más delicado... pero yo, bien... no estoy en posición de andarme ahora con remilgos. Arrojo el violín a donde caiga, y sin pensarlo me lanzo como loco al pasillo, más empalmado de lo que he estado en cuatro años. Aún no puedo creer que por fin vaya a poder examinar sus piececitos.

 

Hay un segundo llanto por ahí, -es posible que le haya endiñado con el instrumento a algún niño- pero ahora mismo me da igual.

Resbalo yo también por el suelo encerado, apoyándome en mis propias manos, arañando el parquet para volver a incorporarme y seguir avanzando aunque sea a cuatro patas hacia donde sé que está. No es solo que me guíe por el sonido: doblo una esquina y puedo verla ya, encogida sobre sí misma y agarrándose el empeine, sin decidirse a descalzarse todavía.

Desde mi posición no es difícil echar un vistazo debajo de su falda, ¿pero qué son unas bragas, un coño pendiente de depilar cuando estoy tan cerca del premio gordo?

-¡Señor Müller!¡Fritz!-Me llama. ¡Sabe mi nombre! Todas esas larguísimas juntas de profesores han merecido la pena, si ella me reconoce. Manotea hacia mí.-¡Ayúdeme, Fritz!

 

Patino. Trastabillo. Persevero. Me acerco como un esquiador a sus miembros bellísimos, derrapando antes de estrellarme contra la escalera. Tantos inviernos austríacos con los abuelos dan para una maniobra profesional. Sonrío, orgulloso, antes de acuclillarme a su lado.

-No se mueva, Martina. Permítame...- Procedo con cautela, examinando primero sus brazos. Tengo que ser un caballero: no debe notarme la impaciencia por ir al grano. Puedo ver que tiene varias uñas rotas en la mano, nada de importancia.- Tranquilícese, todo está bien.

-No, si lo que me duele es la puntera.-Me señala con ella, posándola sobre mi rodilla; los ojos cerrados con fuerza, tratando de contener las lágrimas por vergüenza - Tengo miedo hasta de mirar...

-Permítame...

 

Con el corazón saliéndoseme del pecho y la polla a reventar, tomo la maravilla entre los dedos, tan frágil, tan perfecta... No me atrevo ni a respirar por miedo a correrme en los pantalones. ¡Esto, ESTO debe ser el peso la felicidad!. No los veintiún gramos del alma. No los kilates un anillo de compromiso, los tres kilos de un recién nacido, ni ninguna otra gilipollez.

La culminación de cuatro años de espera, de mi misma existencia -¡lo sé!- se da en el momento en que la descalzo de la prenda y...

Y...

Y yo... Yo quiero pegarme un tiro. Creo... que voy a vomitar.

¡No puede ser verdad!. Esas uñas amoratadas y anómalas, esos callos horribles, juanetes amarillos, los dedos gibosos... Esas cicatrices atroces no pueden ser de mi Martina.

¡Mierda!¡Joder!¡Tendría que haber pensado que como el mío, también su cuerpo sufriría de alguna deformidad profesional! ¿Por qué en todo este tiempo nunca me dio por googlear "pies de bailarina"...?

 

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Republicado, a la espera de que el troll que ensucia todos mis relatos no vuelva a pasarse por aquí con sus quince cuentas (algunas de ellas habituales, otras creadas para la ocasión) y comentarios supuestamente constructivos pero claramente insultantes. No se les contestará: se reportará directamente. Os ruego que en cuanto los detectéis hagáis lo mismo, aquí y en vuestros propios relatos.

A todos los demás os agradecería que COMENTARAIS mi primera incursión en el fetichismo, hecha en un par de horas. me interesan las opiniones de lectores de verdad. Gracias por el apoyo