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Caníbal

en No Consentido

CANÍBAL

Le gustaba sentir el agua del barreño sobre el vientre, lamiéndola como la orilla de un río o las olas de una playa, tibia, pero cada vez más fría. Todo lo contrario de como lo había hecho él.

Habían pasado dos semanas, y aún recordaba la boca del caníbal, el roce de su barba de tres días entre las piernas, lijándoselas. Su voracidad de alimaña hambrienta, inclinado como un buitre sobre su cuerpo. Su lengua ¡oh, su lengua! lamiéndola como una herida abierta, como una fruta que se exprime directamente sobre la garganta.

 

Comiéndosela, rebañándola, metiéndole el hocico hasta el fondo, como si pretendiera destriparla. Manchándose hasta la nariz de ella, pero manteniéndole la mirada, buscando encontrarla desprevenida... y entonces sí, morder...

Sabía de sobra el miedo que le daba su dentadura, adicta a la carne.

Creía (y él lo creía también) que en algún momento acabaría llevándose un pedazo de sus entrañas. Que se cansaría de saborear y terminaría por devorarla. ¡Pero cómo le gustaba su saliva! Sentir su respiración por dentro, el eco interior de sus palabras: el beso perverso de dos tipos de labios distintos que se abrazan. Se sorben. Se embarran...

 

El mayor crimen de ese hombre había sido hacerle perder el asco, perdonarse a sí misma por retener su cabeza entre las rodillas y acariciarle la sucia melena, como a una fiera demasiado resabiada y viciosa para ser domesticada.

Por Dios ¡había llegado a besar su cara llena de sangre! Su sonrisa partida, de dientes afilados... Y había temblado, primero de frío y luego de pánico. Finalmente, de placer. Con él se sentía como papel mojado: extremadamente débil.

 

Nacida para ser ordeñada y comida.  Derribada, tomada sobre la tierra por el más fuerte de los machos. Casi, casi como ganado.

Una vaca escuálida y tozuda, a la que tuvo que marcar con su hierro y echar el lazo, atar en corto. Llenarle  de mordiscos los muslos sobre sus hombros y hacerla gritar de dolor. Después de todo, demente o no, era un vaquero y entendía de nudos.

Conocía lo importante que es en el desierto mantener la humedad. Disfrutaba de sus ciclos lunares y aullaba, sí, como un lobo al matar una presa; la boca chorreante entreabierta, como si le faltara el aire. Gruñendo al chuparle el cuerpo de pies a cabeza, siguiendo el caudal de su circulación.

Era su hombre salvaje. Su secuestrador y enemigo, pintado como un indio por su propia menstruación. Aún no se atrevía a llamarlo amante.

De hecho, seguiría refiriéndose  siempre a él por su apellido. Desnudo o vestido, aquel era el señor Cavendish. Nada demasiado familiar, aunque llevara su aliento de sabor a metal incrustado hasta  la matriz, hasta los pulmones, y cada palabra le supiese a él.

Aunque llorara y se retorciera cada vez que le levantaba las faldas, se escupía sobre la palma y le hurgaba entre las piernas. De nada le había servido encabritarse como un potro ante aquel que sabía domarla.

 

El criminal no temía disciplinar a una dama, y sus dedos ásperos se habían acabado grabando en su piel a fuego. El juego (ambos lo sabían) consistía en negarse a complacerle cada cierto tiempo, para que la insultara, para que la golpeara y le tirara del pelo... para que siguiera siendo una cosa más o menos involuntaria, culpa exclusiva de él.

...Y así poder vivir con ello.

No volverse loca.

 

Porque no se puede desear de veras a una persona tan repulsiva y que te ha hecho tanto mal. No se debe querer que te haga daño, para compensarlo. Como si le debieras algo a la gente o al Señor, a todos los que miraron hacia otro lado cuando el monstruo la tomó con tu marido. Todos los que se atreverían a hablar...

 

Y aún así, había algo delicioso y enfermizo en la idea de llegar a parir un hijo con sus ojos. Fiero como un lobezno, que los destrozara a todos y redujera su pueblo de cobardes a cenizas.

Tenían una deuda de sangre, y porque había asumido ya que no lograría matarlo, le parecía un trato justo: una vida por otra vida. De todos modos, ella ya sabía que nunca volvería a casarse, porque ¿quién querría los despojos de un bandido?

¿Quién desposaría a una mujer que había permitido que ese perro rabioso la tomase noche tras noche, en lugar de matarse, por simple dignidad...?

 

La navaja recorría sus piernas jabonosas mientras  se las afeitaba, lenta, concienzudamente, sólo para él. Para cuando volviera a su cabaña a  reclamarla, con la mugre de varios días sobre las espaldas y quizás nuevas heridas. Tal vez lo bastante roto como para poder cortarle el cuello... Clavarle el filo bajo la axila, o en la ingle palpitante cuando le pidiera (¡y lo haría!) que ella le cabalgase, apoyándole el cañón de la pistola contra el pecho, hediendo a pólvora y carne cruda.

Y pese a todo, le temblaba el pulso al pensar en su olor animal, en su fuerza bruta, en cada uno de los movimientos de sus caderas de jinete. Conocía ya el relieve de todas sus cicatrices, los huecos donde encajaban en su propia anatomía, cosida a arañazos por sus uñas. Quemada por fornicar a pleno sol.

También ella se había vuelto morena y agreste como la estepa. Cada vez más seca y dura, irascible, violenta. Incapaz aún de orientarse y volver a casa, o de procurarse alimentación, pero sintiendo crecer dentro de sí ese impulso, esa urgencia. Esa interna quemazón...

Trémula de inconfesable excitación al oír caballos en la distancia. Perpetuamente en celo, ya no mujer, sino hembra.

 

Sobresaltada al sentir vibrar el agua en la tina, la cuchilla rasguñó su tobillo, tiñéndole de rojo la pantorrilla. Hipnotizada, recogió con sus papilas cada gota que se deslizaba sobre su pierna, anticipando ya cómo él la degustaría, cómo se la bebería hasta secarla, apretándola contra sus labios como una botella.

Le daba francamente igual qué otras cosas trajera esta vez entre sus encías. Francamente, se moría por su aliento de tumba; incluso si compartía su locura con ella, como un pájaro regurgitando para sus crías.

Desnuda y armada de valor, limpiaría sus colmillos de carroña y se atragantaría con su lengua. Lo besaría hasta partírsela. Puede que hasta se la mordiera.

Y a él le gustaría, claro que sí...

Entendería que su niña estaba tan, tan hambrienta...

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No sabía muy bien en qué categoría poner esto, porque de "parodia" tiene poco, aunque se me ocurriera mientras veía una película de aventuras infantil. (¿Se adivina cuál?) Deberían crear una categoría de "terror erótico", (como digo en el resumen) o algo así...

Espero sinceramente que os haya gustado, o al menos, que no os haya repugnado mucho. Como siempre, me gustaría leer vuestras impresiones y comentarios, porque las calificaciones anónimas no me dicen gran cosa. Contestaré a todos :)