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El verano en que vivimos peligrosamente

en Grandes Relatos

Habría dado los brazos por él. Por llamarme la chica del gangster, y besar su calibre 22 o la pistola de cachas de nácar; despacito, como en una felación.

Las llevaba siempre a ras de cinturón, integradas bajo el pantalón y eran casi más suyas que su polla.

Lamentablemente, nunca quiso una relación seria.

 

Él vestía generalmente de añil, por completo o algunos detalles, combinado con blanco algodón, para que no hubiera manchas de droga. Se preparaba como para una boda, repeinadito y resultón, mientras pensaba en los entierros.

Quería estar elegante, por si resultaba ser el suyo.

 

-Que conste que lo hago por mi madgue...- Solía decir, mientras se embadurnaba de gomina.

 

Adoraba sus gafas de sol, metálicas y con un aire "retro", sus muchos pares de ellas excéntricos, que llevaba hasta de noche. Su manera de presentarse, como diciéndole al mundo "aquí estoy yo".

Siempre fue una puta sedienta de atención.

Por desgracia, aquello habría de causarle algunos problemas...

 

Le gustaba demasiado la coca. Me gustaba demasiado él. No sé quién era más adicto o si habríamos quedado empatados. Inútil pensar en la desintoxicación: para curarse hay que desearlo.

Éramos dos yonquis felices.

Dos idiotas contumaces.

Y así acabamos...

 

Se apellidaba Pilicci, y aunque eso era un mal indicio, habría muerto si me lo hubiera pedido. Como una perra, a sus pies. Por ese corso con nombre de judío, arrogante y sin demasiadas luces. El dulce, el querido Jean-Claude.

 

Nervioso y farlopero (que es llover sobre mojado), con la inteligencia justa para pasar el día, se las había arreglado para sobrevivir hasta los treinta-y-pico sin demasiados problemas, que ya es mucho decir. Sin restarle valía, hay que admitir que siempre tuvo quienes cuidaran de él.

Era el menor de los hermanos. El más joven. El más guapo. El niño de mamá.

(Nunca se vio en la necesidad de superar la edad mental de cinco años. Vivía en su mundo de fantasía. Al final del arcoiris, justo al margen de la ley)

 

Como tal, se pasaba tres cuartas partes de la semana eufórico y la otra encabronado. Si me preguntaran cuándo era más peligroso no lo sabría decir.

Sufría de propensión a las estupideces. Como todos los valientes, supongo.

 

Porque para este tipo de trabajo hace falta tenerlos cuadrados, y eso le viene de familia. De esa clase de "familia", justamente. Era un entusiasta de su empleo, hasta caer en cánones cinematográficos. Sentía preferencia por lo espectacular. ¿Cómo pudo cambiar después tanto?

Había visto cuatrocientas veces las tres partes de "El Padrino"... y no había aprendido nada. Seguía siendo una especie de Tony Montana que "pgonunciaba mal las egues", con un leve deje italiano.

El orgulloso ciudadano de ningún sitio.

 

Uno de tantos turistas por cuestión de negocios.

 

Es posible que nuestros caminos jamás se hubieran cruzado de no ser por su risa de cabra, que hirió mis oídos y me enfureció, sin sospechar la cantidad de ocasiones en las que tendría que soportarla. Aquel sonido, sumamente irritante, se abrió camino por encima de la potente música electrónica de mis auriculares hasta llegar a mí.

Me giré y le vi, hablando por el móvil.

Llámalo señal divina. Ciencia infusa. Conocimiento instantáneo.

"He ahí, cariño, un tío al que no deberías ni acercarte."

 

Pero aquel día yo no estaba como para aceptar buenos consejos. Aunque vinieran de Dios.

Estaba harta de portarme bien, de ver cómo mis ex, que nunca valieron nada, rehacían su vida frente a mis narices. Cómo la novia perfecta, sumisa y atenta, no resultaba del gusto de nadie, por mucho que bajara el listón.

Era joven, era guapa y, modestia aparte, inteligente ¿Qué había llevado a aquella horrible colección de pordioseros a abandonarme, pensando que podrían encontrar a alguien mejor que yo? Más aún ¿podían esos mierdas permitirse elegir?

Para colmo de males, me había torcido el pie días antes y aún llevaba la venda.

 

Lo único bueno de aquella situación es que seguiría libre durante los meses de verano y en una zona turística...Otro año más.

No confiaba, sin embargo, en el supuesto exotismo de las españolas para los extranjeros: los pocos europeos que no murieran ahogados en su propio vómito se llevarían al hotel a una sueca. Moléstese usted en dominar el inglés para esto.

Injusticias genéticas y demás.

 

Mi única aliada era la barrera idiomática. La mala educación ofrecida por nuestro sistema impediría a mis compatriotas emular a Pajares. Se quedarían con lo malo conocido.

Lo mismo que yo.

 

Frecuentar los bares me parecía demasiado seguro para una situación desesperada. Bajo riesgo, baja rentabilidad (acabo llevándolo todo a lo profesional, me temo). La fauna de bebedorcillos, veinteañeros y viejos verdes no me estimulaba. Estaba tan aburrida de niños como lo estaba de imbéciles... aunque sería más exacto decir que simplemente buscaba una clase de imbécil distinta.

Tíos en una sana treintena, cabrones irredimibles. Hombres peligrosos.

 

Jean-Claude tenía aspecto de ser justo así, aunque yo no sabía hasta qué punto.

Acababa de entrar en el banco, pipa en mano, mientras yo esperaba fuera en el cajero, para saber si los inquilinos de mi padre, una pareja gay, habían pagado ya el alquiler o habría que echarlos a patadas.

Llevaban tres meses de retraso.

 

Él era castaño, con un corte de pelo clásico y un peinado inamovible, merced a algún fijador atómico y probablemente cancerígeno, brillante como el barniz. Hiciera lo que hiciese, nunca se le movió un pelo.

(Jódete, James Bond: te robaron la patente.)

 

Me gustó desde el primer momento: facciones bien definidas, mandíbula potente y una nariz francesa y grande, que es como me agradan a mí. Digo esto porque el señor Pilicci, por supuesto, iba con gafas de sol, pero a cara descubierta. Con dos cojones ...y un CI de menos de 90, dicho sea de paso.

 

Le vi pasar como quien tiene una alucinación, sin saber muy bien lo que había presenciado. Como si me hubiera transmitido por contagio el colocón. Era demasiado ilógico para creerlo.

Si el impacto de su estupidez formaba parte de algún plan maestro, lo ignoro.

 

En alguna parte de mi cerebro se archivó, además, el dato de que tenía buen culo. Quizás por eso le seguí con la mirada, paralizada por el shock.

-¡Todos al sueló! ¡Va-mós!

Tejero de civil... y con acento, para que no quedasen dudas de su procedencia: gabacho a su pesar.

De haber sido español, como pensé en un primer momento (¿cuántos hombres morenos y tirando a bajitos pueden encontrarse ahí fuera?), podría haber pasado por facha. A saber: traje caro, camisa semiabierta, crucifijo al cuello. Prepotencia marca de la casa, que en Córcega también se produce a lo grande.

Un chulo de putas. Lo que necesita cualquier mujer.

 

La detonación de un disparo sobre el techo me sacó de mi estupor y vino a demostrar que aquel tipo no era parte de mi imaginación calenturienta. Había visto bien: se trataba de un atracador. Un delincuente solitario. ¡Qué valor! (Qué poquita inteligencia...)

 

Como ante todo soy una persona práctica, intenté finalizar la operación para que el aparato me devolviera la libreta, que no pensaba dejar allí, a disposición de cualquiera. Ante un cajón abierto, el más honrado peca... y éste es un país de ladrones, empezando por mí.

Mejor prevenir.

 

Apreté frenéticamente el botón de devolución, o eso creí, porque, con la mirada puesta en el interior de la sucursal, demasiado interesada en la película para perdérmela, debí presionar todas las teclas menos la que me convenía. En las miradas de reojo que dirigí a la pantalla seguía el perenne mensaje: "Un momento, por favor..."

Mi nerviosismo iba en aumento, parejo al del único guardia de seguridad.

 

Tumbado sobre las baldosas negras, no parecía hacer mucho caso del asaltante, al que sólo oteaba de tanto en tanto, fija la mirada en mí.

-¿Qué? -gesticulé con los labios, encogiéndome de hombros- ¿No querrás que entre ahí?

Negó discretamente con la cabeza, mientras llevaba lentamente su mano hacia la oreja. Nada, no entendía.

Miré a mi alrededor, intentando encontrar a alguien a quien cargar con la responsabilidad y la tarea. Yo era así: una chica que no quería problemas, especialmente con señores armados. Sensata... hasta que le conocí.

 

Eran las doce y media de la mañana y todo el mundo parecía haberse ido a la playa o a las piscinas de las urbanizaciones privadas de alrededor. Gente lista, estos turistas que no se aventuran en la ciudad cuando se puede freír un huevo sobre el asfalto. Por eso apenas había cuatro clientes en el local y nadie en quien delegar la misión.

No podía marcharme, porque la cámara de seguridad del cajero me había filmado ya...y también al sujeto. Con un poco de mala suerte, no sólo me acusarían de omisión de auxilio, sino de complicidad con el criminal. Dirían que primero había llegado yo para vigilar la zona y... ¡Ni pensarlo!

 

La máquina seguía procesando los datos, emitiendo ruiditos de ordenador viejo y cargado de pasta, listo para casarse con una chica Playboy. Aporreé la pantalla. Me estaba poniendo de los nervios.

-¡Vamos, joder!

 

El empleado continuaba moviendo el brazo, formando con sus manos el signo universal que indica "teléfono". Incluso el ser más limitado del mundo -Jean-Claude- pudo entenderlo sin muchos problemas.

Le había descubierto por casualidad, cuando comprobaba que todo siguiera en su sitio. Darse cuenta de que podía dejar de controlar la situación disparó todos sus mecanismos de defensa... a la vez. La reacción, como todo en él, fue desproporcionada.

Comenzó a darle patadas en la cabeza, para el horror de todos los que lo contemplábamos.

-¡Dije-que-nadie-se-moviegá!

Su víctima seguía mirando en mi dirección, pese al dolor, al borde de la inconsciencia. Una imagen difícil de soportar. El ladrón, jadeante por el esfuerzo, se volvió hacia la cajera:

-Si das a la alagma, te mato. Tú vegás...

 

El móvil que acababa de encontrar en mi bolso tardó unos segundos en encenderse, emitiendo esa musiquita asquerosa con la que los viejos Nokia que aún sobreviven delatan su presencia.

"Parabín-parabín-pam-piiiim".

Él se giró como si alguien hubiera presionado el resorte equivocado, mecánica y velozmente. Sólo tuvo que seguir el sonido para localizarme. Me encañonó a través del cristal. Es obvio que hasta entonces no había reparado en mi presencia.

Un dato muy poco halagador.

 

Me quedé como un ciervo en la carretera, inmóvil ante el peligro. No sabía hacia dónde correr.

La inquietud me subía por el estómago, oprimiéndome la vejiga. Por un momento pensé que me iba a mear encima. También él lo pensó...y de hecho, la posibilidad le divertía.

Podía ver su fea sonrisa ampliarse cada vez más al advertir el terror en mis ojos. La mueca canalla le daba a su cara un atractivo especial: el de los hombres que no nos convienen.

-No has llamado, ¿vegdad?

Estaba demasiado asustada para contestar.

-Que si has llamado ¡jodeg!

Ladró la pregunta en varios idiomas, señalando mi brazo con el mentón. El cabrón era políglota.

Levanté ambas manos, en señal de rendición.

 

Los dedos empezaron a aflojarse en torno al aparato, pero me obligué a apretarlo con más fuerza. Mi mano temblaba tanto que no habría podido teclear, de todas formas. Lo que sí cayó fue mi reproductor de música, que no había soltado hasta ese momento, por aquello de que todas las escenas de acción precisan de una banda sonora.

Siguió con la mirada el movimiento de la pequeña carcasa roja al golpear contra el suelo. Uno. Dos. Tres botes antes de abrirse por uno de los laterales y revelar su contenido. Doscientos euros a la basura.

Él fingía observar el desastre a mis pies, cuando en realidad me miraba las piernas. Torció el gesto al advertir la tobillera.

 

Agradecí internamente haber decidido depilarme aquel día. No era cuestión de horrorizar a los de la funeraria.

Dirigí mis plegarias a sus ojos desconocidos, que intuí despiadados bajo las gafas.

"Por favor, Señor, haz que le guste y me perdone la vida..."

 

En sus cristales me reflejaba cabezona y patética, un tembloroso muñeco de cabeza de burbuja con unos iris grandísimos. Nada demasiado atractivo: tenía cara de bebé llorón. ¿Por qué les gustará tanto la inocencia a los viciosos...?

Jean-Claude se relamía, un tic nervioso de drogata que no contribuía en nada a aumentar mi seguridad. Aún tenía algo de polvo blanco en torno a su aleta nasal, lo que explicaba muchas cosas.

 

Aparté la vista de mi imagen duplicada, y justo en ese momento comprendí que uno de los clientes había decidido jugar a los héroes, pensando en la cantidad de lolitas que mojarían las bragas en casa al verle por la tele, tan valiente y gallardo.

Tan gilipollas.

Se había acercado al atracador por detrás, agachadito como una rana, en la posición idónea para cagarse encima.

-¡Cuidado!

En realidad no pensaba en advertirle a él. Juro que no. Pero cuando mi corso se dio la vuelta y le endiñó al idiota cuatro buenas hostias con la culata del revolver, sentí una especie de alivio. Algo tan absurdo no podría haber salido bien.

Francamente, no me veía en la situación de explicar ante una cámara cómo yo, que lo había tenido mejor, no había hecho nada.

-Grazie mille!

 

Aprovechando la distracción, la empleada de la ventanilla presionó la alarma silenciosa con un golpe tan fuerte que la supuesta discreción del mecanismo no sirvió de nada.

Cuando el malhechor se encaminó hacia ella, rompió a llorar histéricamente, alejándose hasta donde la pared del cubículo se lo permitía, esperando las consecuencias. Él se limitó a guardarse cuantos fajos de billetes pudo en la chaqueta, bajo cuyas mangas se advertían dos manchas de sudor.

Raro que no hubiera muerto de asfixia, con 35 grados.

 

Salió como una exhalación, de modo que no tuve mucho tiempo de alejarme de la puerta, coja como iba. Por el gesto de su cara, le sorprendió verme allí aún. Me agarró de la muñeca, obligándome a caminar a su ritmo.

-No podías magchagte sin sabeg el final de la función, ¿ah?

Le seguí como una zombie, silente y sumisa, soportando sus bruscos tirones, porque, en el fondo, sabía que tenía razón.

Si hay un defecto genuinamente español, además de la envidia, es la curiosidad. Lo que mató al gato, por idiota, podía haberme costado la vida. Afortunadamente, había topado con Jean-Claude.

 

El contacto de su mano, tan suave y cálido, me sorprendió. Aquel hombre no estaba habituado a trabajar. Por lo menos, no en el sentido convencional del término. La ausencia de asperezas le descartaba como miembro del colectivo de padres desesperados y sin empleo, los locos aceptables.

Las pequeñas callosidades del índice y la palma demostraban que estaba acostumbrado a sostener un arma...y a dispararla. Razón de más para no intentar ninguna tontería. Como debatirme y chillar, por ejemplo.

 

Nos dirigimos hacia el coche más llamativo de toda la calle, aparcado en doble fila, desafiando a los municipales. Mi acompañante tenía auténticos huevos, suficientes para suplir la ausencia de neuronas.

 

Me introdujo por el lado del conductor, a empujones y palmaditas en el culo. Lo tomé como un indicio de que nuestras relaciones -fueran las que fuesen- no iban a estar marcadas por la caballerosidad.

Predicción correcta.

 

En cuanto entró, bloqueó las puertas, para que no pudiese escapar por el otro lado. Se abrochó el cinturón, mientras yo miraba por la ventanilla el cajero y la cartilla que me había resignado a no recuperar.

¡Bon voyage, ahorros míos...!

 

Acercó su mano a mi pecho, haciéndome dar un respingo. Sólo pretendía atarme el cinto, cosa que hizo con un tirón suave y una sonrisa irónica, atravesándome el torso en diagonal. Enarcó una ceja, como preguntándome qué demonios creía que iba a pasar, mientras ponía en marcha el vehículo.

Me hizo sentir una zorra desesperada y fea.

 

Sobre el salpicadero seguía una bolsita plástico hermética y llena de cocaína, que venía a confirmar mis sospechas. Sólo por la cantidad que quedaba, podían haberle caído unos cuantos años a la sombra. Yo aún no lo sabía, pero lo que acababa de presenciar tenía mucho que ver con aquello.

 

Conducía con bastante más prudencia de la que podía haber imaginado, señalando con el dedo algunos rincones que sólo tenían interés para él. Me daba charla en una jerga entre francesa e italiana que debían entender sólo en su casa, y con dificultades. Pretendía tranquilizarse y tranquilizarme, aparentando normalidad.

El mundo, en definitiva, había perdido un gran taxista.

Mientras esperábamos en uno de los semáforos conectó el navegador de a bordo, seguramente para averiguar la salida más cercana de la ciudad. Tecleaba muy rápido, a la velocidad a la que debía de apretar el gatillo.

 

Sin previo aviso, me tomó del cuello, obligándome a agachar la cabeza y tumbarme sobre sus rodillas. Tardé unos segundos en comprender el por qué. Sólo noté la rozadura de la áspera tela del cinturón en el hombro, donde me había levantado la piel: uno de los inconvenientes de los vestidos de verano es que son estrechos de tirantes.

 

Jean-Claude olía a la pasma a kilómetros, una capacidad casi sobrenatural. Yo también había visto el vehículo de la Guardia Civil reflejado en el cristal de uno de los escaparates, pero no había sabido reaccionar. Ni siquiera pude procesar la información a tiempo.

Supongo que lo de los reflejos es algo genético: ventajas evolutivas de varias generaciones de criminales.

Bendita endogamia...

 

Aún me aplastaba la cara contra su entrepierna cuando volvió a poner el coche en marcha. Procuré no dejar que la situación me pusiera demasiado nerviosa, cosa harto difícil cuando se abre los ojos y lo que rozan las pestañas son una Magnum grandísima y una cremallera.

Ya no podía escuchar las sirenas, lo que no dejaba de ser una buena señal. Nadie sentiría la tentación de emplearme como escudo humano, al menos, por un rato. La simple idea de encontrarme frente a un pelotón policial apuntándome me hizo hiperventilar.

 

Supongo que fue la sensación familiar de tener una respiración en sus bajos lo que le hizo ponerse a tono. Eso, y la excitación del peligro, claro. Al menos la mitad de su líbido se activaba con aquello.

Intenté removerme un mínimo, para aminorar mi incomodidad y en lo posible, alejarme de su bragueta. Me lo permitió a regañadientes. Podía sentir la tensión de su aparato contra mi mejilla, reaccionando al roce mientras me acomodaba.

Incluso el calor asfixiante del deportivo, que había estado sus buenos veinte minutos al sol, parecía irrelevante en comparación con el hierro al rojo que tenía en la cara.

 

El olor almizcleño que se desprendía de sus pantalones poseía cualidades de opiáceo. Mi secuestrador era una fuente de feromonas andante. Junto con su horrible colonia y mi posición, tuvo la virtud de marearme.

Me costó darme cuenta de que me estaba hablando. Dirigí la mirada hacia su rostro.

 

-Así que no entiendes fgancés, ¿ah?- Negué con la cabeza. Nivel B2 y nada son equivalentes- Digo que no tienes pog qué chupágmela.

-No pensaba ha...

-...Pego que seguía un detalle si lo hiciegas.

Miró hacia abajo, con gesto divertido, para poder disfrutar de mi reacción.

-¡Vete a la mierda, cabrón!

Rompió a reír, llenando el espacio de sus carcajadas estruendosas y desagradables, antes de retirar sus dedos y permitirme levantarme.

Me palmeó una pierna, la más cercana a él.

-No te enfadés, tía... Vamos a poneg algo de música.

Acaricié mi cuello entumecido.

Estar ahí abajo había sido como colocar la nariz al borde de una botella de suavizante: sabes que es veneno, pero huele tan bien que a poco que te descuides te encuentras bebiéndolo, aunque no tengas tres años. En el lateral de la cara aún me ardía la zona que había ocupado su tranca.

Es posible que creyese que eso le daba derecho a tantas familiaridades.

 

Me permití mirar por la ventana, para hacerme a una idea de hacia dónde nos dirigíamos, mientras él buscaba una canción adecuada.

-¿Cómo te llamás?

-Susana- mentí.

Me arrepentí de inmediato, porque acababa de sacar de su bolsillo mi tarjetero, colocándolo sobre el plano del volante. Cuándo me lo había robado era una incógnita.

-En el cagnet pone algo distinto...

-Vale, sí. -Reconocí, meneando la cabeza, avergonzada de haber sido tan idiota como para arriesgarme a enfurecer a aquel psicópata. Tan turbada estaba, que cometí otra estupidez- ¿Y tú?

-Espego que no cgeas en seguio que voy a contestag a eso.

La respuesta me hizo sentir tremendamente tonta.

-Puedes llamagme Clyde.

 

Le miré de arriba a abajo, sin acabar de creérmelo. Más allá del hecho de que estaba para comérselo (y que acababa de robar un banco), el apodo le caía como un huevo a una patata. No tenía un átomo de americano.

-Puedes seg Bonnie tú, si quiegués. ¿Has visto la cara que se le quedó a la puta cuando yo...? ¡Cgeía de vegas que iba a mataglá!

Volvió el rostro hacia mí.

-¿Debeguía habeglo hecho?

Es posible que las cosas sean menos divertidas cuando no tienes con quién hablarlas. El maníaco necesitaba urgentemente hacer amigos.

-Bonnie estaba de acuerdo con todo aquello. Creo.- Las palabras se atropellaban unas a otras en mi boca- Al menos no parecía muy disgustada en las fotos...

-¿Y tú sí?

-¿Qué?

- Que si a ti te molesta. -Soltó el volante, para agarrar de nuevo el arma- Esto.

 

Coloqué las dos manos sobre el cañón, suavemente, para empujárselo hacia abajo. No quería ni pensar en la que podía montarse si algún otro conductor veía aquello.

-¡Aaaah! ¿ves?- Me besó en la frente. Un contacto fraternal y caliente. Casi incestuoso- ¡Ya te has implicado!

-¿Cómo...?

-Tus huellás- contestó- En la pistolá.

Retiré los dedos tan rápido como si me hubiera quemado, sacudiéndolos unos contra otros, por si se me había pegado algo de aquello.

-Diré que la toqué mientras trataba de defenderme. Que estuvimos forcejeando.

-¿Y quién digás que ganó, chica lista? -Me empujó el hombro con el revolver- ¿Eh? Sonagá más ciegto si apareces herida. ¿No cgees?

Estiró al cuello, para aproximar su boca a mi oído y susurrar, despacito:

-¿Qué dices, nena, dispago?

 

Mordisqueó el lóbulo de mi oreja, tirando de él con cuidado, sin prestar atención a la carretera. Era eso lo que más miedo me daba de todo: que podíamos matarnos.

-No...

La policía se presentaría en casa de mis padres con la noticia de que su hija, ladrona y drogadicta, se había empotrado contra un poste, una casa o volcado en la cuneta mientras huía con su novio de un atraco. Allá en donde estuviese, me jodería infinitamente que me acusasen de llevar una vida interesante y no haberla disfrutado.

 

Cerré los ojos, para que el pánico no enturbiase el momento. Me aferré con fuerza a su rodilla y el asa de la puerta, clavándole las uñas, porque el morbo y el miedo no dejan de ser dos caras de la misma moneda: supresión del instinto de supervivencia. Estupidez en estado puro

Noté cómo me hundía en el asiento: su respuesta había sido pisar el acelerador. Me estaba poniendo a prueba.

"Din-don"

El navegador avisó de que acabábamos de pasar un radar... a 160.

-No te pgreocutes. Es gobada.- Musitó. Y se dignó a precisar- La voiture. El coche, digo.

Grandísimo consuelo. En la foto que el cacharro nos habría echado apareceríamos en una actitud muy poco apropiada. ¿Cómo iba a justificar después aquello?

-Luego todo esto se limpia con gasolina y...- Hicimos un quiebro brusco.

-¿Y?- Quise saber.-¡Mira a la autopista! Por favor...

Volvió a sentarse correctamente en su asiento, mohino como un niño al que le estropean la diversión. La velocidad había disminuído notablemente para entonces.

-Y se deja por ahí. O se quema. Como pgefieras...

-¿Qué pasa con el dueño?

-¿Qué clase pgegunta es ésa? ¡Se jode! Pog teneg y no compartig, el viejo gata.

Genial: encerrada con un comunista.

-¿Es que le conoces?

-Bueno...-Su expresión de autocomplacencia indicaba que había dado en el clavo- Tuve que sacarle de aquí ¿non? El muy maguicón se pegaba a la silla como cagacol a su concha...

Empujó la bolsita de coca en mi dirección, antes de decidir salirse en una desértica área de descanso.

-¿Te apetece una línea? Una fila. Una... ¿gaya? ¿se dice así?

-No, gracias.

Fuera lo que fuese, estaba claro que le había sentado muy mal.

-¿Y cómo se dice, entoncés?

-Me refiero a que no quiero.

-Oh... -Buscó en los bolsillos internos de la chaqueta, arrojando fajos de billetes al salpicadero, hasta dar con un paquete distinto- Haces bien. Más paga mí. ¿Una gomita de fresa?

 

Puse la mano, para que depositara en ella el chicle ya peladito, como un padre con una niña buena. Podía habérmelo dado al principio del viaje, para que no me marease... pero supongo que no hubo mucho tiempo. Arrojó la envoltura a la alfombrilla, con un desapego que demostraba que había dicho la verdad: el auto no era suyo.

 

Tanta droga le había destrozado las papilas gustativas. Aquello sabía a sandía. Masticar trasladaba a la mandíbula la tensión del resto de mi cuerpo.

Presionó el botón que desbloqueaba las puertas.

-Ahoga que estamos todos contentos, vamos a despedignos. Tú te bajas aquí. Sin teléfono: no me gustaguía que le sacases una foto a la matgícula.

Iba a hablar, pero me lo impidió, interponiendo entre nosotros su dedo, con el que me golpeó suavemente la nariz.

-Y no me digas que no vas a hacegló. No me lo tgago.

Aunque ya tenía las dos piernas fuera, preparada para volar si cambiaba de opinión, me volví hacia él. Tenía que haber alguna trampa para dejarme escapar después de todo lo que habíamos pasado.

-¿Y cómo se supone voy a volver a casa?

-Eso ya es cosa tuya. Convencé a algún camionego. A algún coche. Enseñá la piegna...

-No puedes hablar en serio...¿Y si me violan? ¿Y si me matan?

-¿Y si te violo y te mato yo?- Pero Jean-Claude no tenía cara de violador. De pervertido sí, pero para todo hay grados. Además, lo había dicho en un tono divertido que descartaba de plano la posibilidad.

Se lo hice saber.

-Pareces un buen chico.

-¿Un marica?¿Es eso lo que piensas?- amagó una embestida contra mi tabique nasal, sin llegar a nada más que a rozarlo con el suyo. Jean-Claude tenía una nariz peculiar, recta y bonita a su modo, que iba a terminar destrozando si se descuidaba.

Inclinó la cabeza, como si necesitase comprobar mi expresión desde todos los ángulos.-¿Un...amiguitó con el que igte de compgas?

Tiró de una de mis manos, llevándola hasta su pantalón antes de que supiera qué iba a pasar. Para mi propio asombro, la palma se amoldó enseguida a su forma, como si hubiera sido hecha para contenerla. Presionó ligeramente y mis dedos rodearon el instrumento, atrapándolo entre índice y pulgar.

-¿Te parece ésta la polla de un afeminado?

La palabra escogida me resultó cuanto menos curiosa. Demasiado clásica y respetuosa para venir de la boca del renegado francés.

-No lo sé. No tengo con qué compararla. Creo que ellos no van pidiéndole a las mujeres que se la toquen. Como mucho, se la agarran entre sí.

Sonrió, porque aquel también era un modo de darle la razón.

Aproveché la cercanía para apoderarme de sus gafas, tomándolas por una patilla, con más valentía de la que nunca creí tener. Usando su misma desfachatez, me las coloqué yo misma.

Escudada tras ellas, le miré de frente por primera vez.

-Escucha, "Clyde", no te voy a mentir: no soy demasiado exigente, pero lo mínimo que pido en un tío al que le estoy sobando el paquete es poder verle la cara.

 

Me devolvió una mirada de color miel, furiosa y cansada, de ojeras negrísimas. Imposible saber cuánto llevaba sin dormir.

Aunque yo siempre he preferido los ojos claros, los de mi nuevo amigo no me desagradaron: eran penetrantes y honestos, si tal cosa es posible en un criminal. Su transparencia era total y delataba que su dueño estaba realmente enfadado.

-Ojalá no hubiegas hecho eso...-empezó a decir, poniendo su mano sobre mi hombro.

-¿Y quién coño te has creído que eres? ¿Supermán? ¿Te quitas las gafas y ya no te conoce nadie? No-me-jodas. Ibas a matarme de todas maneras.

Su expresión cambió radicalmente, aliviado por el hecho de que le conociera tan poco. Me acarició la nuca, atrayéndome hacia sus labios. Así era él. De cero a cien, y viceversa.

Absoluta inestabilidad.

 

Dijo un filósofo -no recuerdo exactamente quién- que no hay mujer besada cuya boca no haya sido tomada con alevosía y por sorpresa. Poesía trasnochada aparte, eso se ajustaba bastante a la situación.

Había pasado de darme por muerta a explorarle la garganta. Mi cuerpo rebosaba adrenalina (llevaba horas haciéndolo) y eso me volvía bastante agresiva. Aunque a Jean-Claude siempre le gustaron los besos salvajes, supo reconocer lo que era una crisis nerviosa en toda regla.

 

Su aliento sabía a gasolina, como resultado de lo que se había metido antes de conocernos, pero eso, por supuesto, no me detuvo. La impresión general estaba siendo más que buena.

No pidió permiso para tomarme de la cintura y sentarme de golpe sobre sus piernas, con una facilidad que me aterrorizó.

Adoraba la manera en que respondía a mis bruscas caricias y renunciaba -él también- a fingir ser delicado. Se inclinaba sobre mí de una forma avasalladora, hasta donde se lo permitía el cinturón, que acabé desatándole yo, para tener una mayor libertad de movimientos. De hecho, le despojé de los dos.

 

Pese a que aquello, desde luego, no era un beso de colegiales, sentí que retrocedía a la adolescencia cuando me arrebató el chicle con la lengua, introduciéndolo en su propia boca. Reclinada contra el volante, me quedé viéndole mascarlo, saboreando mi saliva. Exprimiéndolo entre los dientes, como siempre hizo con la vida: hasta la última gota de jugo.

Creo que por eso se lo permití todo: era el tipo de persona que me habría gustado ser, de haber podido hacer borrón y cuenta nueva.

 

Su actitud chulesca me habría repugnado en cualquier otro hombre y situación, pero él tenía la virtud de volverlo todo aceptable. Incluso su drogadicción.

Especialmente eso.

Masticaba al mismo ritmo al que latía su corazón, demasiado veloz para el resto de los mortales. Jean-Claude - me confesó- veía el mundo a cámara lenta, como si hubiera esnifado un poco del "Nuevo Acelerador" de H.G.Wells. Era un cúmulo de hiperactividad e impaciencia.

Debía de haber sido un niño horrible.

 

Mis manos, que habían mediado entre nuestras pelvis, comenzaron a ascender por sus caderas, evitando tocar la pistola en todo momento. No quería ponerle nervioso de nuevo.

Tomé los dos extremos del cinturón suelto y los enrollé en torno a mis dedos, para atraer su cuerpo hacia el mío y facilitar el contacto.

Pese al calor, le quería contra mí. Bien aplastado.

Dí un tirón, haciéndole levantarse ligeramente: ahora que tenía las riendas, me moría por cabalgarl.

Se sacó el arma de los pantalones, subiendo por el escaso espacio entre nuestros vientres, para acabar colocándomela bajo el mentón, la mandíbula descolgada en una expresión absolutamente viciosa:

-¿Todavía no has entendidó que aquí mando yo?¿Ah?

Me mordió la barbilla, acariciando con el cañón la línea del maxilar, rumbo al oído. Amartilló el revolver.

El crucifijo se descolgó desde su camisa hasta mi pecho, cobijándose en mi escote. Plata fría para dominar a la bestia. El Señor reconoce y protege a los de su rebaño.

"Aunque camine por el valle de las sombras..." Etcétera, etcétera.

-¿Nunca has tenido miedo de volarte los huevos?

Esbozó una artera sonrisa y pegó el chicle en el cristal (lo que en verdad era una asquerosidad), antes de volver a lamerme la comisura de los labios.

 

Incluso por encima de la tela me di cuenta de que no tenía una tableta de chocolate. Difícil, a su edad. Estaba aceptablemente duro; atlético, incluso, pero distaba mucho de ser -o de haber sido alguna vez- un figurín de anuncio.

Tanto mejor. Yo tengo mi propio concepto del "hombre 10".

Aquella carne me llamaba, y la fina película de seda azul no era suficiente para ocultar el reclamo. A pesar de eso, procedí a terminar de desatársela. Estiró el brazo para subir el volumen de la música.

Tal vez temiera que su autoritaria "mamma" nos oyera a quinientos kilómetros.

 

El automóvil vibraba bajo los efectos del caro equipo de sonido. Yo lo notaba en la espalda y, por alguna razón ilógica, temía que aquello activase el airbag. Me atusó los cabellos con la Magnum, colocándola bajo la nuca, para que su contacto me helara.

El escalofrío me provocó un espasmo.

 

Dentro de su alucinante mundo de parafilias, Jean-Claude no concebía el sexo sin música o violencia, aunque fuese fingida. Los golpes de la canción eran un corazón asustado, vencido y listo para la muerte o el orgasmo. Activaban su instinto depredador.

 

Tal concepto requería de un mínimo de resistencia pasiva. Mi piel de gallina- aunque se debía principalmente a la temperatura del metal- le pareció algo muy apropiado.

Siempre prefirió ser más temido que amado, aunque le hubiese gustado no tener que elegir.

Conmigo nunca tuvo que hacerlo.

 

Me obligó a arquear la espalda, dándome un suave golpe en los riñones.

Hundió el rostro entre mis pechos (donde para mi gusto siempre hubo demasiado espacio) con una alegría infantil. Ni circulitos, ni pellizcos, ni pérdidas de tiempo innecesarias. Ni siquiera una proximación gradual. Mordía con la boca entera, arañándome con los incisivos, prueba clara de que no había leído revistas absurdas.

 

Sabía que el mayor aliciente para una mujer es sentirse deseada, ruda y vulgarmente, porque el ansia exige inmediatez, no buenas palabras. Todas queremos ser lo más importante para un hombre, aunque sea durante unos minutos. Algo sucio, algo sagrado, por lo que dar la sangre o provocarla.

Mi gangster no veía más allá del sujetador que pugnaba por bajar, las piernas que le comprimían... Y estaba bien que fuera así. No se complicaba la vida presionando botoncitos, como si cada uno de mis pezones fuera la rueda de una caja fuerte y quisiese averiguar la combinación.

El sexo no es "Operación", y a mí no iba a encendérseme la nariz si cometía un fallo.

 

Él mismo se quitó la americana, arrojándola hacia el asiento que yo había ocupado, antes de reanudar su labor.

Siempre tuvo un apetito desordenado, una inconstancia extrema: entendía los polvos como una maratón donde hay que recorrer la mayor superficie de piel posible, salvando los obstáculos. Sus besos caían aleatoriamente, lo que hacía imposible coordinarnos. Como consecuencia, cada arrebato me cogía por sorpresa.

Me aferré a su nuca, para poder seguirle el ritmo. Mis manos patinaban sobre la superficie casi plástica de su pelo, áspero y duro por la gomina, de dibujo animado.

Tenía un cuello y una espalda fuertes, acostumbrados a soportar el peso de su cabezota, tan grande como suele parecernos en los hombres bajitos. El menor de los Pilicci muy difícilmente llegaría al metro setenta y cinco, pero estaba relativamente bien proporcionado y podía llegar a ser brutal.

 

Manejaba mi cuerpo como lo hubiera hecho con una muñeca, moviendo, abriendo y cerrando, como si yo no sintiera ni padeciera. Mi opinión no contaba para nada. Me sentí liberada de la obligación de tener que adivinar sus deseos, mitad puta, mitad telépata, que ellos tienden a imponernos. ¡Como si hubiera forma de averiguar qué demonios les gusta desde el primer día!

 

Jean-Claude se restregaba de un modo poco ocurrente pero sumamente eficaz, lijando mi piel con su propio cuerpo. Marcándome con su olor, como lo haría un animal. Su sudor me empapaba el vestido de un modo que no acababa de ser desagradable, como si tuviera allí su lugar legítimo, junto al desodorante. El mismo derecho que no dejaba de reclamar su miembro: integrarse.

-Después de todó, es un ciudadano comunitaguio ¿non?

El corso bien podía saber de leyes, con todas las veces que había estado a punto de terminar en la cárcel.

Ladrón, drogadicto, secuestrador y prófugo de la justicia... ¡El yerno perfecto! No podía esperar a presentárselo a mis padres. De paso podía acudir también con las bragas que acababa de quitarme, y que miraba como alucinado de que algunas españolas siguiesen llevándolas blancas y de encaje.

Seguramente esperase un tanga fosforito con la leyenda "Cómeme"... pero no sólo de chonis y lolitas vive el hombre. Esto tampoco es Alicia en el País de las Maravillas: el nylon sólo le daría dolor de estómago. Era muy mayor para aspirar a crecer.

 

Hasta su amigo había alcanzado ya su tamaño máximo. Le desaté la cremallera, loca por comprobar si era verdad lo que se dice de los señores con grandes armas y un cochazo. El pequeño monstruo no lo era tanto. Ninguna de las dos cosas.

Para empezar, resultaba más bien dócil cuando salió a mi encuentro. Buscaba mi cuerpo con su único ojo ciego, como un cachorrito recién nacido... con la diferencia de que no me despertaba ningún tipo de ternura. En cuanto pude, empecé a estrangularlo.

Su tacto de goma hacía de aquella cosa algo un tanto irreal, como un consolador barato. Hacía tanto que no estaba con un hombre que las sensaciones me resultaban casi desconocidas. Sentir su respiración sobre mi cuello, las manos apoyadas sobre el volante para mejorar la tracción eran el tipo de cosas imposibles de recrear en las fantasías.

 

Se movía siguiendo el ritmo de la canción, electrónica, machacona y pegadiza, adecuando sus embestidas al fragmento de ese momento. El Dj de alguna rave como asesor sexual. "Clyde" hubiera encajado mucho mejor en Ibiza, con la gente guapa y rica. Con el resto de cocainómanos.

 

Yo vibraba como un flan, convertida en parte del equipamiento del coche. LLantas de aleación, faros de xenon, concubina. La instrumentalización de la que me hacía objeto no me dolía: soy el tipo de chica de la que se enamoran por su interior (una verdad intrínsecamente ofensiva). No me importaba variar.

De hecho, estaba al borde del orgasmo cuando sucedió.

 

A través de las gafas empañadas pude ver cómo apretaba los dientes...y algo más. Alguien se acercaba al coche por el lado de nuestra ventanilla. Los latidos de Jean-Claude me indicaron que había salido bruscamente de su trance y se preparaba para disparar. Le oí contar.

Trè

Dos

Unu

Giré la llave de contacto, cerré los ojos y me puse a rezar.

Estábamos rodeados de luces azules...

 

 

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Un relato antiguo retomado y retocado con algunas correcciones. Me apetece poner historias erótico-festivas mientras me doy tiempo para ultimar relatos de humor más "negro" que tengo pendientes y que me temo van a ser mayoría.Y recordad: 1 COMENTARIO= 1 AUTOR agradecido y con ganas de continuar :)