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Un mal día.

en Sexo con maduros

-       Estoy hasta los cojones, mañana es el último día,  que les den…

Un día tras otro la misma cháchara inútil  contra el espejo del ascensor. Había sido un mal día, como el anterior y el anterior al anterior. Su empresa se desmoronaba y no sabía cómo arreglarlo. Tampoco le importaba demasiado, había desviado los suficientes fondos de la caja como para poder vivir el resto de su vida sin demasiados agobios. Tan sólo debía preocuparse por el “qué dirán” cuando mandase a la puta calle a sus más de veinte empleados.

No obstante hacía tiempo que a Sergio los cuchicheos pueblerinos le traían sin cuidado. Sobre todo después de dejar plantada a la hija del alcalde prácticamente en pleno altar y largarse con aquella dominicana de curvas sinuosas y reputación poco clara. En realidad era una forma amable de decirlo, todo el mundo sabía de su pasado como prostituta en un prostíbulo de la capital hasta que Sergio se encoñó de ella y le montó una peluquería. Ella, que no sabía de cabello más que  rasurarse el coño pululaba entre la clientela como si fuera la reina de las flores sonriendo e invitando a cafelitos a las señoras más estiradas del pueblo.

Sergio se sentía por encima del bien y del mal con ella. Era una fiera en la cama, jamás se le había negado a nada y no le importaba que su compañero de viaje fornicase con otras hembras. Su relación era transparente como el agua hasta tal punto que incluso ella le recomendaba los mejores garitos y pisos de citas.

-       ¡Me voy de putas! – le decía él de vez en cuando.

-       ¡Perfecto, mi amor! – le contestaba Mariela con entusiasmo - ¡Demuéstrales a esas guarras de lo que mi hombre es capaz!

Aparentemente no le importaba en absoluto compartirlo, siempre y cuando quedase claro que ella era la que manejaba el cotarro.

Fue toda una sorpresa para Sergio lo de la hija secreta de su recién estrenada  esposa. Tan sólo un par de meses después de casarse esta le confesó la existencia de Tara. Por lo visto la había parido apenas cumplidos los quince años. Al parecer un primo preñó a Mariela allá en su tierra natal y a la niña la habían criado los abuelos. Lo que en España hubiese supuesto un escándalo morrocotudo en aquella parte del mundo era lo más natural del mundo. Nadie se escandalizaba, ni la señalaban con el dedo,  ni buscaban bodas apresuradas para salvar las apariencias. La vida tiene otro ritmo allá, otras prioridades. En realidad podría decirse que Tara era más bien la hermana pequeña de Mariela en lugar de una hija.

Los padres de Mariela  asimilaron perfectamente la profesión de hija una vez cruzado el charco. A diferencia de otras mulatas de bandera que viajaban a España engañadas por mafias u hombres sin escrúpulos, Mariela tenía muy claro que a lo que iba a dedicarse. Quería ser puta para pillar a algún viejo barrigudo y rico al que poder limpiarle los cuartos con la misma facilidad que lo haría con su polla. Al principio no tuvo mucha suerte hasta atrapar a su flamante marido. Los hombres que se encontró no pasaron de chulearla sibilinamente  y comerciar con su cuerpo.

Sergio no se adaptaba totalmente al guión preestablecido. Tenía pasta, eso sí, pero contaba con apenas diez años mayor que ella, era tremendamente guapo y follaba de puta madre. Ella era orgullosa y jamás lo confesaría pero realmente desde que lo vio prácticamente podía decirse que bebía los vientos por el atractivo empresario que la enculaba todos los martes por la mañana en el burdel . Hizo todo lo necesario para casarse con él aun a costa de dejar que el muy hijo de puta metiese el rabo a todo coño disponible. Cualquier cosa con tal de seguir junto a su maridito. También hay que decir que un avispado abogado y la dichosa separación de bienes del acuerdo prematrimonial tenían buena parte de culpa. Si lo dejaba no le quedaría nada, lo perdería todo, inclusive su nueva y flamante peluquería.

En cuanto Sergio vio a Tara la identificó inmediatamente como hija de su madre. Una zorra. Quizás la joven no fuese muy consciente todavía de su condición de devoradora de hombres pero estaba claro que obtendría de ellos lo que le diese la gana.  Rezumaba sexo, sexo puro por cada poro de su piel. Nada de erotismo ni sensualidad ni zarandajas de esas. Hormona pura. Una bombita adolescente de relojería a puntito de estallar. Pudrían dar buena fe de ello la docena de hombres que la desnudaban con la mirada en la terminal del aeropuerto. Las prendas que apenas tapaban las incipientes curvas de la morenita quizás fuesen las adecuadas para su tierra natal pero resultaban poco recomendables para una fresca tarde de marzo en Madrid.

Como leyéndole el pensamiento, Mariela le dijo al oído de un Sergio embobado con la visión de la ninfa:

-       ¡Ella no!

-       ¿Qué dices?

-       ¡Es mi hija, y ahora suya!

-       ¡No he dicho nada!

-       ¡No hace falta! – musitó Mariela  mientras su hija se acercaba a lo lejos cargada de maletas - Conozco a los hombres, siempre buscando a la potranca más tierna.

-       ¡Tonterías!

-       ¡Júreme que no le hará nada!

-       ¡No me toques los cojones, negra! – Sergio solía llamarla así cuándo se enfadaba con ella.

-       ¡Júremelo!

-       ¡Que sí, joder! ¡Te lo juro! ¡Me cago en  mi madre!

La cara de fastidio de Sergio se evaporó con la sonrisa de Tara. Una vez pasada la tensión previa al encuentro, Mariela hizo las presentaciones. La jornada transcurrió feliz, Tara y Sergio se cayeron bien y todo iba sobre ruedas.

Dos días tardó Sergio en romper su voto de castidad.  Apenas estuvo a solas con la lolita se metió en su cuarto y por ende en sus bragas. No se puede decir que la forzase, la chica tan sólo obtuvo lo que su cuerpo suplicaba a gritos. Bastó la promesa de un teléfono móvil de última generación para que ella se abriese como una flor para no cerrarse jamás. Sergio disfrutó de ella como un enano. Una tarde, mientras era montado frenéticamente por la princesita, pensó en lo que alguien le dijo una vez, que las habilidades en cuestión de sexo eran hereditarias. Tara era una maquinita incansable de practicar sexo. Todavía sin pulir pero con la frescura y energía suficientes que da la juventud y las ganas de aprender.

A Sergio le gustaba el sexo fácil. Acostumbrado a tirarse a prostitutas, hacía lo que le apetecía a su pene sin comerse la cabeza sobre los gustos y preferencias de su nueva compañera de cama. No intentaba justificarse, ni tan siquiera caerle bien a la joven. Se la follaba y punto.  No era en absoluto difícil. Ella jamás puso reparo alguno a hacer cuanto el hombre quiso. Tenía el vicio en el cuerpo y un gusto insaciable por las cosas caras. No le importaba que fuera el marido de su madre el que eyaculase en su garganta una tarde sí y otra también si obtenía algo valioso a cambio.  Se había adaptado perfectamente a España y al lujo de la vida con Sergio de tal manera que  estaba decidida a hacer lo que fuese necesario para continuar así.

Así transcurrían los días, disfrutando Sergio de madre e hija... y de otras, que  no era hombre de una sola cama... ni de dos, hasta  aquella tarde en la que desabrochándose el nudo de la corbata conversaba con su reflejo dentro del ascensor. Estaba muy furioso y tenía ganas de marcha. Estaba decidido a romperle el trasero a la zorrita. La puerta trasera de la ninfa le había sido vedada hasta entonces pero aquello iba a cambiar aquella misma tarde. Seguramente a ella no le gustaba el sexo anal pero a él le traía sin cuidado los gustos sexuales de su “hija”. No era más que una golfa, como todas las mujeres a las que trataba. La única diferencia era que a esta la tenía en exclusiva, disponible las veinticuatro horas y prácticamente gratis.

Abrió la puerta de la casa con cuidado. Quería sorprenderla. En teoría aquella tarde tenía que estar en la ciudad con alguna joven rusa lamiéndole las pelotas pero la puta que más le apetecía no andaba muy lejos de él en aquel momento. Más oscura de piel pero con una maestría que poco tenía que envidiar a aquellas muñequitas de ojos azules y garganta profunda. Cada vez se estaba encaprichándose más de Tara.

Como un ladrón escudriñó la rendija que dejaba la puerta entornada. Ahí estaba ella, delante  del dichoso ordenador que él le había regalado el día anterior, vestida solamente con un diminuto tanga y un ceñidísimo top. Sergio quiso entrar a saco como a él le gustaba así que se despelotó completamente.

-       Bien zorrita – pensó mientras se bajaba el slip – no podrás sentarte en una semana…

Una vez estuvo listo propinó un puntapié a la puerta a lo que Tara respondió con un grito. Lógico al ver al hombre verga en mano abalanzándose sobre ella.

-       ¡No.. no! – apenas acertó a decir.

No pudo articular ninguna palabra adicional. Enfervorecido, con la sangre en el rabo en lugar de en la cabeza, Sergio le tapó la boca violentamente.  Ella parecía asustada, mucho más de lo habitual.

-       ¡Ya deberías estar acostumbrada a los juegos de Papi, zorrita! – dijo Sergio burlón – Papi va a hacer que ese culito tuyo deje de pasar hambre, de una vez por todas…

De un empujón la tiró de bruces sobre los peluches que abarrotaban la cama de la joven.

-       ¡Deténgase! ¡Ahora no…! – ella intentaba en vano explicarse.

-       ¡Que te calles, puerca!  - como un loco le arrancó las bragas metiéndoselas a ella en la boca.

-       ¡Unnnnffffff!

-       ¡Jodido teléfono! – dijo Sergio - ¡Quién cojones será! ¡Que le den!

Tan sólo tenía un objetivo, una cosa por la que seguir respirando, que su pene entrase un centímetro más en el intestino de la negrita.  La chica se estaba resistiendo y eso en el fondo a él le encantaba. Tara no cesaba de gritar pero sus aullidos se amortiguaban por la mordaza entre sus labios.

Bajo un incesante y monótono estruendo del aparato telefónico, Sergio se despachó a gusto con el culo de Tara. No se guardó nada para después, se lo dio todo. Sexo puro, cópula frenética, eyaculación profunda y bramidos de satisfacción.

Aún con el pene colgando, supurando esperma el hombre se levantó en busca del dichoso teléfono.

-       ¿Quién será?

Tara por fin pudo librarse de la prenda que ahogaba sus lamentos.

-       ¡Mi mamá! – gritó entrecortadamente Tara

-       ¿Cómo lo adivinaste? – sonrió Sergio al comprobar el número.

-       ¡Intenté decírselo, huevón ! – la chica estaba histérica - ¡Le estaba mostrando cómo funcionaba la cámara web del computador! ¡Cabrón!

Sergio se quedó pasmado mirando el aparatito que no dejaba de sonar impertinente en su mano y la cara de su mujer en la pantalla del computador.

-       Definitivamente – murmuró – un mal día.

En el despacho de su negocio Daniela había observado la escena con detenimiento. Al contrario de lo que pudiera pensarse no estaba para nada alterada. Conocía a su marido y lo sucedido era inevitable.  Al ver que Sergio no atendía a su llamada no se lo pensó dos veces. Marcó el número de su abogado.

-       Ya sucedió. - dijo sin más.

Era tiempo de renegociar el contrato prematrimonial.

Un saludo. Zarrio01