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Cine y palomitas.Capítulo 3: La historia de Diana

en Amor filial

Capítulo 3: La historia de Diana

-       ¡Entra en la habitación y tíratela de una puta vez! – Murmuraba Diana.

Observaba desde la parte superior de la escalera cómo su marido se masturbaba de nuevo mientras espiaba a Celia, su hija. Estaba cansada de aquel estúpido juego. Él era un pusilánime, le faltaban arrestos para hacer lo que su cuerpo le suplicaba a gritos: romper de una patada la puerta maciza de cerezo americano y reventarle el coño a la lolita de sus sueños.

-       ¡Después tengo que limpiarlo todo yo! Por lo menos podrías quitar las manchas de semen de  las puertas como dios manda – pensó.

Al bajar las escaleras la mujer tropezó con Truco. Aquel dichoso perro no contento con llenarlo todo de pelos deambulaba por todas partes. Se tensó un poco, quizás Héctor podía haberla oído. Sus sospechas se confirmaron cuando el marido intentó disimular burdamente llamando a la puerta del baño.

Unos minutos después observó la horrorosa combinación elegida por su hija. Se le ocurrió aprovechar la circunstancia. Siempre que podía intentaba exhibirla delante de su padre. Fingió estar enfadada.

-       Ni te has maquillado un poquito siquiera. Y esa camisa… ¿para qué te compro ropa bonita si tú la escondes debajo de eso?

De inmediato, comenzó a desabrochar los botones de la prenda exterior que cubría el busto de su hija hasta que el top que ocultaba quedó al descubierto.

-       ¡Dios bendito, hija mía! Pero qué pretendes. Esto no se lleva así.

-       Pero… mamá. Tú misma me lo compraste. Yo no quería… ¿recuerdas?

-       Si ya lo sé, alma cándida. Me refiero a que esto…

Diana señaló un tirante del sostén, que el top no tapaba.

-       … esto se lleva sin nada debajo. Cariño, si con tu edad necesitas sujetador, no sé qué pasará cuando tengas hijos.

Diana puso en marcha su plan. Quitó la camisetita a su hija y se dispuso a desabrocharle el cierre delantero de la prenda interior para calentar todavía más a su esposo.

-       ¡Mamá, que papá está delante!

-       No seas remilgada hija, que es tu padre. Te ha visto desnuda muchas veces…

-       ¡Sí, pero no desde que… desde que… tengo…!

-       ¿Tetas? Cielo, y yo qué tengo, ¿jamones?. Tu padre ha visto muchos pechos en este mundo. Demasiados diría yo…

-       ¡Diana, no empecemos…!

-       Sólo digo que es un momento.

Diana sonrió al descubrir a su marido mirando los pechos de Celia a través del espejo. Mientras le componía el top se recreó en los tocamientos. Notó cómo el calor de su sexo aumentaba por momentos y decidió dejar de sobar a su hija. Temía no poder controlarse, las tetas de Celia no sólo eran del agrado de su padre. A ella también le encantaban.

-       ¿Ves? Así está mejor, ¿verdad Héctor?

Cuando el padre miró, Diana compuso las tetas de su hija sobre la ropa. Quería que la viese magreándola.

-       ¡Jolín, mamá! ¡Déjame en paz! Sabes que las odio.

-       Dentro de un tiempo, dejarán de estar así y entonces te acordarás de lo que te digo….

-       Venga Celia, nos vamos – intervino Héctor rojo de vergüenza -. Diana, ya hemos hablado de esto. Todavía es muy pequeña. Es casi una cría.

Diana lanzó un suspiro. Pensó que su marido era un imbécil.

Momentos después padre e hija se marcharon al cine aquel día crucial y se puso a recordar cómo había empezado todo aquello, unos meses atrás.

A Diana le gustaban las mujeres. Y mucho. Se trataba de un hecho que había aceptado desde que compartía habitación con unas chicas en sus tiempos del internado. Las jovencitas se tocaban y besaban entre ellas. Lo que al principio no era más que un juego luego se convirtió en vicio. Las noches derivaban usualmente en  orgías salvajes y cuerpos desnudos que gozaban los unos de los otros desaforadamente. La monja que las controlaba no sólo no perseguía aquellos comportamientos poco cristianos sino que los fomentaba abiertamente. Su presencia en las bacanales nocturnas de sus protegidas era de lo más  habitual. Diana no aprendió demasiado de los preceptos católicos durante aquel tiempo pero salió del centro siendo una lame coños de primera.

En el instituto descubrió a los hombres. Y también le gustaron. Y también mucho. Sobre todo Héctor, tan alto y guapo. Tanto le encantó que se quedó preñada de él. No fue nada extraño, estaban todo el día enganchados como conejos y a menudo no utilizaban la protección adecuada. No había que esforzarse demasiado para sorprenderles en cualquier rincón dándole gusto al cuerpo.

Y nació Celia. Y fue feliz en su matrimonio, a pesar de los frecuentes deslices de su marido  hasta que su delicada hija comenzó a convertirse en una bonita adolescente. Conforme crecían los pechos de Celia, brotaba de nuevo en Diana el deseo de carne femenina.  Carne de su carne.

La mujer se desesperaba. Varias amantes disfrutaron de sus encantos. Incluso llegó contratar jóvenes prostitutas para desfogarse. No solucionó nada. Al contrario, avivó más si cabe su deseo. Suspiraba por Celia, su propia hija. No veía el momento de estrujar entre las manos aquel par de meloncitos que su pequeña tenía por senos. Eran su religión, su faro, su guía. Los sueños eróticos que la asaltaban por las noches eran tan frecuentes como ardientes. Durante la madrugada el agua fría aliviaba su calentura, durante el día intentaba evitar pensar en su hija como si fuese el animal más bonito y sensual del mundo. Amaba a Celia. Y no con ese amor maternal que toda madre profesa para con sus vástagos sino un amor físico, irracional y  lujurioso.

Este hecho tan poco convencional le sumió en un profundo sentimiento de culpa que derivó en una tremenda depresión. Intentaba quitarse aquel sentimiento que la consumía por dentro y no lo lograba. El tonto de Héctor pensaba que él era el culpable de la desdicha de su esposa, por el simple hecho de que le hubiese sido infiel un montón de veces. Los hombres, siempre pensando en ellos mismos, como si Diana no fuese consciente de los frecuentes escarceos de su media naranja. Conocía de buena tinta que su marido se había tirado al menos a tres de las niñeras de la pequeña Celia y que su secretaria recién casada se abría de piernas con una facilidad pasmosa cada vez que se le ponía dura. Con cada infidelidad, el muy gilipollas le compraba flores a una aparentemente encantada Diana. Poco menos que una confesión en toda regla. Patético.

Alguien en el colegio de su hija le habló acerca del doctor Méndez, un eminente psicólogo experto en traumas tanto en adolescentes como en personas adultas. Fue a verlo sin mucho ánimo. Se trataba de un cincuentón bastante amable y atento, pero Diana no percibió en un principio nada especial. Un loquero como sin duda había cientos. La visita transcurrió normalmente pero poco a poco el terapeuta lanzó preguntas clave que hicieron, nunca mejor dicho, diana en la mente atormentada de la mujer. Ella se sintió poco a poco más a gusto y se sinceró con el doctor. Lloró como una magdalena mientras le contaba su terrible secreto.

-       ¡No se preocupe, voy a ayudarla!

En ningún momento aquel singular hombre le dijo que la curaría. Enjuagó sus lágrimas y la trató con dulzura. Esto extrañó sobremanera a una desconcertada Diana. El hombre no consideraba que fuese un monstruo, ni tan siquiera que estuviese enferma. Ni mucho menos.

La segunda cita fue de lo más extraña. En la consulta apareció el facultativo acompañado de una preciosa mujer pelirroja. Se suponía que las sesiones eran privadas y la pobre Diana no entendía el por qué de la presencia de aquella sensual hembra en la hora de su terapia.

-       Hola Diana, le presento a Odile, mi mujer. Por favor, déjese llevar, es muy importante. Tengo que verla en acción…

-       ¿En acción…?

No le dio tiempo a seguir objetando nada. La tal Odile le estampó un beso en los labios y comenzó a sobarla. El hombre se sentó en un sillón y tomó notas. Diana quería liberarse pero no pudo. Se notaba que la pelirroja sabía lo que hacía. Su deseo reprimido fue más fuerte que ella. Al poco tiempo estaba desnuda en el suelo, sudorosa y desatada, con su clítoris frotándose con el de Odile en la clásica posición de tijeras. Cuando se deleitaba la lengua en los jugos de su nueva amante, notó que algo intentaba introducirse en su ano. El buen doctor, en un alarde poco profesional pretendía unirse a la fiesta. No le dio más importancia y relajó su cuerpo para facilitarle la tarea. Al sentir como sus carnes se abrían, pensó que al fin una de sus fantasías se estaba cumpliendo de forma inesperada. Hacer el amor con un hombre y una mujer al mismo tiempo. No eran exactamente la pareja de baile que ella deseaba pero tuvo que reconocer que disfrutó como nunca aquella tarde lluviosa.

En las sucesivas sesiones, el Doctor Méndez hizo con ella lo que quiso. Progresivamente la convenció de que hacer el amor con su hija no tenía nada de malo. No sólo la convirtió un juguete sexual para él y su pareja, sino que lavó su mente por completo. Tan sólo con unas pocas sesiones de terapia y la promesa firme de que su hija le comería el coño en apenas tres meses si seguía sus órdenes, obtuvo una esclava de la que disponer sin límite ni cortapisa.

Diana cayó tan bajo, se introdujo tanto en las garras de aquel macabro personaje que hasta aceptó ejercer de vez en cuando de puta barata en una carretera de mala muerte de los alrededores. Disfrazada de ramera abría su escote enseñando la mercancía a los conductores que reducían el paso para poder deleitarse con la visión de su cuerpo. Si su padre, coronel de la dictadura siguiese vivo le había dado un infarto al verla ofrecerse a inmigrantes sin papeles en aquellos malholientes pisos patera. De esta singular manera demostraba su obediencia ciega hacia el influyente doctor. Inventaba alguna excusa en casa para justificar su ausencia y se dedicaba a chupar la polla a camioneros sebosos por apenas diez euros. Su culo y coño también estaban en venta, el reventarlos no costaba más de veinte miserables euros. Obviamente no lo hacía por dinero.  Lo hacía como muestra de su obediencia ciega. Regalaba sus ingresos entre las putas que la rodeaban para no generar recelos ni envidias. Luego contaba al doctor sus andanzas y este sonreía satisfecho mientras orinaba en la boca de su enésima víctima. 

No le fue difícil al astuto doctor aleccionar a su nueva puta para que enviase a la consulta a la pequeña Celia con la excusa de iniciar su tratamiento para superar el tremendo complejo que la joven tenía con sus crecientes senos.  Diana se masturbó tras el espejo cuando vio como el doctor se follaba a su hija en la primera sesión terapéutica. Lamió frenética el cristal del espejo en el que se apretaban los pezones de su Celia mientras el galeno le estrenaba el trasero a su hija sin contemplaciones.

El emérito Doctor Méndez, sabedor de todo lo referente a la lolita, resultó ser tremendamente convincente y una adolescente acomplejada fue presa fácil para un depredador sexual con tanta experiencia. La ninfa entregó su virgo mientras era humillada física y verbalmente.  Y lo hizo feliz con un extraño que apenas conocía pero que había entendido cómo se sentía desde el primer momento que la vio.

Méndez no se conformó con disfrutar semanalmente del cuerpo de Celia, sino que la introdujo en el oscuro mundo de la prostitución con pleno consentimiento materno. Ahí descubrió Diana el verdadero poder del pervertido aquel.

Cientos de jóvenes de ambos sexos ejercían el oficio más viejo del mundo bajo la influencia del Doctor. Gracias a esto, el cincuentón había labrado en sus más de treinta años de profesión  una fabulosa fortuna.

Un sábado de finales de febrero, Diana consumó su fantasía sexual más sórdida. Protegida por la  penumbra en una oscura furgoneta se abrió de piernas y su propia hija succionó sus jugos de forma magistral.  Lloró de alegría, de placer, de gusto… sin el menor signo de remordimiento.

Poco a poco, sutilmente el doctor comenzó a preguntar a Diana acerca de la relación entre el padre y la hija. Pequeños detalles y años de experiencia indicaron al galeno que el padre profesaba a su pequeña algo más que un amor paternal.  Puso en marcha un plan que había llevado a buen puerto cientos de veces. Deseaba que padre e hija consumaran el incesto. La madre obedeció sumisa los deseos de su amo y señor. Seguiría ciegamente sus indicaciones y corrompería a su familia tanto como fuese preciso.

El proxeneta aleccionó a Diana que introdujese a su marido en el mundo del intercambio de parejas. Una vez conseguido aquel primer y crucial paso todo fue más sencillo. Con Odile, su joven esposa como cebo sexual su plan no podía fallar. Tras las primeras citas,  confirmó sus sospechas. Héctor tenía predilección por las adolescentes y más concretamente por la tetona de su hija, Celia.

Lucía, la hija del doctor sirvió de conejillo de indias.  En un lujoso apartamento Andrés observó las evoluciones de Héctor y su única descendiente.

Analizando el comportamiento del macho, montando compulsivamente a la potrilla, el doctor confirmó su teoría.  El sujeto en cuestión era en el fondo un reprimido que deseaba tirarse a su reducida camada. Como otros tantos. Aunque tenía que reconocer que no le culpaba por ello. Celia tenía un cuerpo espectacular. Y sabía cómo utilizarlo. Podía dar buena fe de ello.

En su despacho, rodeado de papeles y fotografías el doctor analizó la situación. Tras el exhaustivo estudio,  la conclusión fue incuestionable, continuaría con su plan una vez más. Conseguiría fácilmente que Héctor, Diana y su hija fueran amantes. De esta manera dispondría de Celia a su voluntad. La pequeña podría de esta manera prostituirse sin limitaciones de horario ni fechas. Una bonita zorrita que haría las delicias de multitud de pervertidos de todo el mundo.

Aquello era sólo una cuestión de dinero.  De mucho dinero. Celia era muy buena. Tenía infinitas posibilidades con aquel cuerpo de infarto y una actitud tan condescendiente. Reflexionó mientras veía una película rodada mediante cámara oculta de la chica en plena acción. La joven disfrutaba sin tapujos de las barbaridades que varios sementales perpetraban a su delicado cuerpo. Daba igual el tamaño del pene que violentase su ano que jamás desaparecía aquella sonrisa angelical de su rostro. De todas sus pacientes “especiales” como él las llamaba, Celia era sin duda la mejor que había visto jamás… incluida a Odile.

A partir de aquel momento Diana debía hacer todo lo posible para excitar a su marido utilizando el cuerpo de su hija. La convenció para que vistiese ropa más provocativa. Ayudada por el psicólogo proxeneta,  consiguió que se colocase un piercing en el ombligo. Utilizó toallas de baño más pequeñas, y con alguna tonta excusa mandaba a su marido al piso de arriba cada vez que la ninfa tomaba un baño.  Sobaba a la pequeña en presencia paterna, consiguiendo que los pezones turgentes se notasen a través de su ropa. Aquello, además de satisfacer la lujuria de Diana minaba la resistencia de un cada vez mas excitado Héctor.

Durante la Semana Santa la en teoría inocente mamá fingió sorprenderse cuando Héctor le invitó a un viaje romántico a Sevilla. Sabía de buena tinta que no era ese el lugar de destino. Su amo Andrés se había asegurado de ello. Ya conocía de sobra la finca de la sierra. Pasaba muchas mañanas en ella cuando su marido estaba en el trabajo.

Todo lo que allí pasó estaba totalmente maquinado por el buen doctor. El chico de la sopa, las gemelas viciosas, Odile,  Lucía…todo.  Todo pensado para llevar a su estúpido marido hacia el lado oscuro del incesto.

Cuando Héctor la encontró tragándose cuanto emanaba de la raja de Lucía en la piscina de la finca, su amo Andrés la sodomizaba contándole al oído las barbaridades que solía hacerle a Celia, lo puta que podía llegar a ser su pequeña y la cantidad de vergas que sin duda atendería durante aquellas vacaciones. El doctor deseaba que Héctor consumase el incesto, que follase a la vez con su mujer y su hija. Las películas sobre incestos reales eran un auténtico filón. La única meta en la vida para Diana era complacer los deseos de su señor.

El día que Andrés eligió como el señalado, Diana se las ingenió para que Héctor contemplase la excelencia de los senos de su pequeña. El bulto en el pantalón paterno cuando padre e hija se marcharon indicó a Diana que había acertado en su estrategia.

Su hija entró tres horas y pico mas tarde corriendo hacia su cuarto, llorando.

Su marido permanecía en el coche con el rostro entre las manos.

Diana murmuró sonriendo casi imperceptiblemente.

-       El amo estará satisfecho. Su deseo se ha cumplido. Pronto tendrá una nueva puta a tiempo completo. Mi hija. Mi Celia.

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Encima de su cama, a cuatro patas Celia seguía llorando. Después de que sus padres se fueran por la puerta aquella funesta noche, su amante nocturno había entrado en su habitación y la penetraba como era su costumbre siempre que se quedaban solos.

No sabía qué es lo que iba a ocurrir. Mientras su mascota la follaba, no podía quitarse de la cabeza la mirada de su padre cuando la oscuridad desapareció de aquella maldita furgoneta. Lo cierto es que se sentía sucia  por primera vez desde que había comenzado toda aquella locura. Era la segunda vez que le pasaba algo parecido. El doctor  le había prometido que no volvería a suceder y esta vez incluso había sido más grave que la primera.

Unos meses atrás, un sábado por la tarde el Profesor Pardo se removía nervioso en el asiento de su coche. No podía creer lo que estaba a punto de hacer. Toqueteaba su anillo de casado. Se suponía en el estadio de fútbol siguiendo al equipo local. Su única vía de escape de su desgraciada existencia. Las banderas y trompetas los tenía escondidos en el maletero. A su esposa no le gustaba el deporte y nunca le acompañaba. Su única hija… mejor ni pensarlo

No sabía cómo había llegado allí. Aquel tipo le había liado sin darse cuenta.

El  Doctor Andrés Méndez le había cambiado, es cierto, pero después de aquella tarde podría hacer que a partir de entonces su vida fuese un infierno.

La vida en el instituto sí era un infierno. Los alumnos se metían con él.

Calvo y barrigón, “El Bombilla” era el hazmerreír del instituto. Él se vengaba a su manera. Estricto y duro, nadie aprobaba sus asignaturas sin sudar tinta y sangre. Los padres protestaban, los jóvenes pasaban malos momentos en clase. Tan sólo las chicas más aplicadas y algún sesudo empollón lograban a duras penas superar su asignatura.  Las notas medias se resentían lo que le granjeaba críticas del resto de los profesores.

Su vida era una mierda, hasta que el psicólogo aquel elevó su autoestima como la espuma. Lo cierto es pensaba que aquel tío tan peculiar era un puto genio. Sus técnicas eran tan efectivas como poco convencionales. Aquella chorrada de la hipnosis funcionaba. Era un hombre nuevo.

Tan sólo había un pequeño problema. No sabía por qué desde hacía algún tiempo miraba de otra forma a sus alumnas.  El sentirse mas seguro le hacía parecer más atractivo. No sabía si era una realidad o una simple percepción personal, pero a él le daba igual. Les miraba el culo cuando correteaban por los pasillos en busca de la clase, en especial a la gordita con faldas cortas y fama de facilona que no paraba de chismorrear. Se murmuraba que era el paño de lágrimas de todo chico que fuese desechado por cualquiera de sus compañeras. En seguida se ofrecía para consolar cualquier corazón roto… o polla desatendida. Más de una vez le había parecido verla entrar en el lavabo masculino durante los recreos o salir de él con una sonrisa de satisfacción en la cara y manchas sospechosas en su uniforme. Recordaba vagamente haberla visto en la sala de espera de su terapeuta.

En cuanto al resto de las lolitas una destacaba por encima de las otras. Se llamaba Celia y tenía unas tetas de miedo. La pobre estaba acomplejada por su  físico sin motivo alguno. En las reuniones informales de la sala de profesores eran corrientes los chismorreos. Que si esta niña sale con tal… que si le pone los cuernos con aquel… y todas esas cosas. Si sólo había machos en la sala los comentarios eran bastante más soeces. Hasta ahora él se había mantenido al margen pero desde que era un hombre nuevo había entrado al trapo.

-       Menudas tetas tiene la Celia esa. ¡Vaya domingas! – dijo alguien.

-       ¡Pues si le dierais clases de educación física como yo y las vieseis en movimiento… o en la piscina! ¡Para morirse!

-       Sí, tiene buenas tetas… - comentó Pardo distraído…

-       ¡Mira con el mojigato! – dijo el profe de historia - ¡Al “Bombilla” le gustan las “bombillas”

-       ¡Gilipollas!... – el doctor estaría muy  contento de aquella acertada contestación.

En otro tiempo hubiese reprimido su lengua. Pero ahora no. Era en verdad un hombre nuevo.

Un hombre nuevo que se quitaba el anillo de casado y lo metía en la guantera de su coche temblando como un flan. El Doctor Méndez se había encargado de todo. Hasta había corrido con los gastos de aquel encuentro furtivo. Con su sueldo de profesor ni en sueños hubiese podido pagar 2.000 euros por su encuentro con la prostituta 281.

Se metió en la furgoneta y abrió el paquete. Una jovencita rubia salió de él. Sin mirarlo a la cara, la chica  metió su pene en la boca de manera mecánica. Al principio él tampoco le prestó demasiada atención, miraba hacia un lado, muy avergonzado. Era su primera infidelidad conyugal en un montón de años de tormentoso matrimonio. Cuando llevaban un tiempo de mete saca ambos ocupantes se miraron a los ojos. Se reconocieron al instante. La joven se atragantó al reconocer a su tutor  y el cliente abrió la boca estupefacto.

-       Pe…pe… pero… tu… tu… tu eres… eres Ce…

Ella reaccionó rápido tapándole la boca a su profesor.

-       Soy 281, la modelo 281 nada más,  por favor. Aquí usted es sólo un cliente y yo… soy sólo una puta – la joven ya había asumido su condición aunque todavía le costaba pronunciarla en voz alta -  Actuemos como tales y que todo quede entre estas paredes…

Y dicho esto hizo lo que sin duda mejor se le daba, trabajarse el rabo del “Bombilla” como una auténtica profesional. Era lo único que podía hacer. Seguir adelante y actuar como una ramera.  El día siguiente sería otro día, hoy puta, mañana alumna. Hoy cliente, mañana profesor.

El “Bombilla” se desahogó a gusto. Iba a consumar sus más oscuras fantasías. Cepillarse a una de sus alumnas. Y no a una cualquiera, sino a la más espectacular de todas.

Elevó las piernas de la chica por encima de sus hombros y colocó su pene en la entrada trasera. Quería ver la cara de la tetona acomplejada cuando su culo fuese penetrado. La chica agarró el colchón con sus manos para aguantar así mejor la inminente envestida.

-       ¡Métemela por detrás, papi! – dudó si llamarle “profe”, pero optó por esta otra opción por no romper ella misma el  pacto tácito que había propuesto.

Además, el “Bombilla” tenía una hija, la “Bombillita”, una adolescente gótica que se avergonzaba de su padre dictador. Celia sabía que se la había tirado medio instituto. Y el otro medio estaba en lista de espera. Esto era literal.

Bastaba con consultar una página de Facebook y se sabía el día en que cada uno se la clavaría. Se rumoreaba que algún profesor también había “enchufado” a la “Bombillita”. Había decenas de vídeos colgados en la red con la “Bombillita” resplandeciendo en plena acción, sacando brillo a enormes “clavijas” utilizando todos sus agujeros.

 Por los pasillos sonaba un chiste bastante malo:

“Si el Bombilla te jode, jode a la Bombillita” decían los alumnos cerca de aquel desgraciado para que este les oyese.

-       ¡Más fuerte, papi! ¡Dame más fuerte! – Celia casi se ríe cuando se le escapó - ¡Haz que una corriente penetre en mi culo!

El cliente  aceleró el ritmo. Cuando el timbre sonó, eyaculó en las tetas de 281.

Con su mano extendió el néctar por el cuerpo de la ninfa. Un dedo del hombre penetró en la boca de Celia que lo chupó sin remilgos. Instantes más tarde el Bombilla se disponía a cerrar la portezuela cuando  del saco salió una voz.

-       ¡Adiós, Profesor Pardo!

-       ¡Adiós, Señorita Márquez!

Cuando Celia llamó nerviosa al Doctor Méndez este estaba precisamente conectado a la “Bombillita”. Su pene sodomizaba a la pequeña que se suponía estudiando en casa de una amiga mientras veían vídeos de la propia gótica en acción.  Los instintos masoquistas de la pequeña habían hecho que el “Bombilla” mismo la hubiese arrastrado a sus manos, bueno más bien a su pene.  Era una lástima que aquella princesa oscura con las uñas negras y labios morados fuese tan popular en la red. De haber ocupado alguna furgoneta algún padre vicioso la habría reconocido. No le importaba en absoluto al maduro proxeneta, con el poco respeto que le tenía la hija del “Bombilla” a su propio cuerpo era una firme candidata a la clase VIP.

-       Enhorabuena, Bombillita – susurró Andrés a la gótica después de escuchar a Celia por el auricular - Pronto rodarás tu primera película de verdad.

El cincuentón introdujo su miembro hasta el fondo. Sus manos retorcieron unos diminutos aros que coronaban los tiernos pezoncitos al tiempo que una brutal dentellada castigaba inmisericorde el cuello de la joven. Ella emitió un quejido de dolor y placer. Sus gritos se ahogaron gracias a una bola de acero sujetada por un arnés que ocupaba buena parte de su boca. El hombre la liberó de su mordaza. No obstante, su boca estuvo poco tiempo desocupada. La lolita misma fue la que se encargó de ello.

 Cuando el aparato de Andrés impregnado de un nauseabundo olor estuvo sobre su lengua, unos ojitos negros como su alma miraron al amo suplicando. Este se hizo de rogar pero al final dio a su esclava lo que quería. Orinó abundantemente en tan exquisito recipiente. Cuando alivió su vejiga completamente, estiró del cabello a la chica y le dijo.

-       ¡Pedazo de carne asquerosa! – Le escupió varias veces a la cara – tengo ganas de cagar.

La lolita gótica  ansiosa y obediente se tumbó sobre el suelo y abrió la boca. Odile se relamía de gusto detrás de la cámara que inmortalizaba aquel sublime momento.

Cuando la rubita de generosos senos llamó temblando a su teléfono móvil, Andrés tranquilizó a su paciente mediante consistentes argumentos. Él se ocuparía.  De hecho ya lo había dispuesto todo. El encuentro de la alumna y su profesor se había grabado por varias cámaras, como todos los que se llevaban a cabo en cada furgoneta. Si la situación lo requería no dudaría en utilizar su información para poder extorsionar  al  “Bombilla” y obtener de él lo que fuese.

No hizo falta ningún tipo de coacción para que Celia mejorase sus notas.

 El “Bombilla” se sintió culpable de algún modo y las calificaciones de la pechugona alumna mejoraron.

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Truco, con la lengua afuera, eyaculó en su joven ama como solía hacer las noches que estaban solos.  El perro era un regalo del Doctor, que aleccionó a su puta para que satisficiera al animal como a él mismo. Ella no tenía ningún ánimo de aliviar a su mascota aquella noche pero su grado de sumisión era tal que aun con el alma rota se entregó a su peludo amante.

-       ¡Truco, Truco! Querido Truco ¿Qué va a ser ahora de mí? – dijo Celia agarrando a su perro de la cara.

Mientras acercaba la boca del can a su entrepierna cerró los ojos entre lágrimas. No veía cómo esta vez el doctor Méndez podía arreglar semejante desaguisado.  Su padre le había descubierto. Y no sólo eso, sino que también le había hecho el amor de forma magistral.

Héctor y Diana no acudieron a la cita con Andrés y Odile la noche tras el encuentro furtivo entre padre e hija en la furgoneta. Diana sabía perfectamente el motivo pero tuvo que insistir para no levantar sospechas. Ambos fueron a caminar por el parque, como solían hacer cuando eran novios. La luna fue testigo entonces de sus primeros encuentros amorosos. Ahora escuchó la voz temblorosa de Héctor que confesaba entre llantos a su esposa la consumación  del incesto. El sentimiento de culpa era tan inmenso que no podía albergarlo por más tiempo en su pecho.

Ya en casa, Héctor se durmió en los brazos de su esposa, llorando pero tranquilo. Tenía la mejor esposa del mundo.

A la mañana siguiente a Diana le despertaron los lametones de Truco en su cara. Sin levantarse observó a su marido que dormía a su lado. Sin tiempo para remordimientos debían pasar a la siguiente fase. Desperezándose, se levantó a preparar el desayuno y llamó a un número de teléfono. No dijo nada, simplemente escuchó.

-       Si, Amo – fueron las únicas palabras que salieron de su boca.

Preparó todo lo necesario para un desayuno dominical. Lentamente Diana abrió la puerta de la habitación de Celia. La pequeña seguía durmiendo. Era lo más parecido a un ángel. Su rubia cabellera reposaba en la almohada. Brillaba bajo los primeros rayos de sol de aquella mañana de verano. Poco a poco deslizó la fina sábana hasta los tobillos para poder ver así a aquella maravillosa criatura en todo su esplendor.

Durmiendo plácidamente bajo aquel pijama corto y semi transparente estaba divina. Un tirante caía por su brazo dejando ver parte de aquel extraordinario pecho. El pantaloncito era muy pequeño  y se encajaba completamente entre los labios vaginales de su hija.

No pudo resistirse. Separó lentamente aquella fina tela y pudo contemplar así el lampiño coñito de Celia. La lubricación de aquella pequeña cueva hacía intuir que la ninfa disfrutaba o había disfrutado de un sueño erótico. Esto facilitaría los planes de Diana. Poco a poco bajó el pantaloncito la jovencita y la dejó vestida únicamente por la parte superior del conjunto. La despertó tiernamente dándole suaves besitos en la cara.

-       Celia…, Celia,  despierta mi amor. – decía mientras acariciaba el pelo de su hija.

-       Hola… hola mami… ¿qué pasa?... buenos días… - dijo sonriendo a su madre con un ojo todavía cerrado.

-       ¡Vamos!...

-       ¿A dónde…?

Diana no contestó. Se limitó a coger de su mano a la pequeña y guiarla dando tumbos hasta la habitación de sus padres. Pareció entender. Cuando era una niña jugaba con ellos en la cama durante el desayuno dominical.  Al crecer ella no sabía muy bien porqué habían dejado de hacerlo. Hasta que no estuvo en la habitación no se dio cuenta de cómo iba vestida. Intentó ir a buscar la prenda que le faltaba pero su madre la retuvo.

-       Ahora no te hagas la inocente – dijo la madre en susurros – Tu padre me lo contó todo.

Celia se sintió todavía más desnuda. Ahora su madre también estaba al corriente de sus insanas aficiones.

Héctor seguía durmiendo boca arriba. La luz penetraba por las rendijas de la persiana y sumía a la habitación en un estado de penumbra. Clara y Diana se arrodillaron en el suelo y se acercaron todo lo posible al lecho.

-       Mira – susurró la madre con su dedo índice señalando un bulto que se había formado sobre las sábanas.

Lentamente la madre liberó al monstruo de su cautiverio y a escasos centímetros de la cara de Celia apareció el pene paterno. Desafiaba la gravedad, inhiesto y duro. Había oído hablar de la erección matinal masculina en clases de sexología pero nunca la había visto en todo su esplendor. 

Se quedó embelesada. Había sentido muchas pollas en su cuerpo pero jamás se había puesto a observar una con tanto detenimiento. Parecía mentira que aquel pedazo de carne pudiese proporcionar tanto placer.

Diana dio un cachete en el trasero desnudo de la lolita. Con mucho cuidado, la potrilla se subió a la cama arrodillándose sobre su padre. Tenía el pulso acelerado, cerró los párpados y se preparó para el envite. El pene se acercaba a su gruta. La propia Diana guió el estilete de su marido al interior de la vagina lubricada. Celia se derramó sobre su padre, ensartándose el rabo hasta la empuñadura. Poco a poco padre e hija se enlazaron en movimiento rítmico en el cual la amazona llevaba el mando.

-       ¡Diana! Diana, no. Ahora no…Celia puede escucharnos… - dijo el hombre aún con los ojos cerrados.

-       ¡Lo sé! – le susurró su mujer dándole un mordisquito en la oreja.

-       ¡Pe… pero! – dijo él desconcertado y calló.

Era imposible que su mujer le montase y susurrase de aquel modo al mismo tiempo. Sólo había una remota posibilidad. Tan absurda como plausible. Al abrir los ojos y ver otros de color azul se confirmaron sus sospechas. La hembra que lo sometía, el coño que estaba perforando era de nuevo el de su adorada Celia. Padre e hija mantuvieron la mirada pero no dijeron ni una palabra. No hacía falta.

La joven agarró las muñecas de su amante y las llevó lentamente por debajo del  pijamita hasta sus pechos, que botaban al ritmo del coito. Profirió un gritito al sentir como aquellas firmes manos se recreaban en ella, endureciendo sus pezones, regalándole un gozo adicional al de su entrepierna.

 Diana los miraba sin intervenir frotando su clítoris delicadamente. No quería romper la magia del momento. La pequeña alcanzó su orgasmo sin estridencias, con los ojos cerrados, cabeza atrás y aferrando las manos de su padre sobre sus senos. Permaneció así un instante, como una estatua, mientras sus entrañas exudaban cantidades ingentes de fluidos.

 Diana contemplaba extasiada. De haber podido hubiera inmortalizado la escena con una foto. Mejor otro día. A partir de entonces habría muchos desayunos dominicales como aquel.

Celia descabalgó a su padre, provocando la protesta de su mentor, que todavía no había acabado. Liviana como una pluma, se puso a cuatro patas y ofreció un primer plano de sus intimidades a su progenitor. Giró la cabeza y le volvió a mirar suplicante. Su ojete estaba disponible. Tan sólo tenía que tomarlo.

Héctor comprendió la indirecta. Se colocó encima de su hija. Por suerte, la dulce Celia seguía muy excitada, la sodomización no supuso dificultad alguna. Cuando la ensartó de una sola estocada la ninfa gritó.

-       Lo….lo siento, Ce…Celia – le costaba pronunciar su nombre en aquellas circunstancias.

-       No pares, por favor no pares… papá – tampoco ella se hacía a la idea.

Tras varios minutos de lucha y ritmo frenético el hombre estaba a punto de eyacular. Tumbó a su pequeña sobre la cama e introdujo  su herramienta por debajo del transparente trocito de tela. Un chorretón tremendo de líquido caliente se derramó por el pecho de la discordia. Un poco de lefa llegó incluso a sobresalir por el escote y se estampó en el cuello de Celia.

Héctor, desde arriba, contempló su obra. El pegajoso ungüento hacía que el pijama se uniese al cuerpo de su hija como un guante. La cantidad de esperma era tal que la tela se había empapado completamente.  Los pezones erectos de Celia se transparentaban bajo la húmeda tela. Volvieron a coincidir sus ojos. No había culpa  su mirada. Lo que había pasado era algo voluntario, deseado y muy bonito. Tremendamente bonito.

Se tumbaron los tres en la cama, con Celia en medio de sus progenitores. Diana quería jugar también. A partir de ahora serían un triángulo y ella se encargaría de que fuese equilátero. Con su lengua recorrió el cuello de su hija y le limpió de esperma.

-       ¡Mira cómo la has puesto! – regañó entre risas a su marido – Menos mal que está mami para limpiarlo todo.

Sin más, desnudó por completo a su hija y repasó con su lengua su torso embadurnado. También lamió su coñito y dejó reluciente su puerta de atrás. Aquella mezcla de esencias sencillamente le volvía loca. Cuando llegó al ombligo enjoyado la ninfa se retorció  de la risa.

-       ¡Mami! ¡Así no! ¡Tengo muchas… cosquillas!

-       ¡Es la guerra…!- dijo Diana atacando el piercing con la lengua y pellizcando su barriguita - ¡Venga Héctor, todos contra Celia!

Tras media hora de ataque, risas y toqueteos se declararon una tregua.

-       Tengo hambre – dijo Diana.

Cuchicheó algo al oído de Celia y la jovencita desapareció tras la puerta ágilmente. Volvió con mermelada, un bote de nata líquida y una bandeja con fresas.

-       Te dejaste las tostadas…  - dijo Héctor torpemente.

-       Nada de eso, cariño. Tú eres nuestro desayuno – intervino Diana.

Entre risas y grititos las hembras consiguieron su propósito. Celia extendía la mermelada de melocotón por el pene cada vez más en forma de Héctor. Necesitaba de ambas manos para tal propósito. Por su parte Diana enterraba las pelotas en una montaña de nata montada.

-       ¡Eh! ¡Está fría…!

-       ¡Quejica!

El papá dejó de protestar cuando Celia comenzó a mamarlo. Lamía con su lengua inquieta  la pulpa de melocotón y se introducía el rabo paterno hasta la garganta. Incluso tras varias hincadas el padre notó como la punta de su herramienta traspasaba aquella frontera infranqueable para la mayoría de hembras.

Diana por su parte devoraba la nata. Se introducía un testículo en su boca y lo degustaba con placer. Incluso se atrevió a introducir en el ano de su marido el dedo índice de su mano. Ya lo había intentado otras veces pero siempre se había encontrado la oposición de Héctor. Esta vez, ayudada por el tratamiento que Celia le daba al pene, apenas hubo resistencia.

Cuando estaba a punto de caramelo, Celia acercó el cuenco con las fresas y Héctor se vino sobre el. Mezclaron entre risas el contenido del recipiente, junto con mermelada y nata. El alimento resultó de lo mas atractivo. Fresco, dulce, sano y … nutritivo. Celia atrapó una fresa entre sus pechos y la dio de comer a su madre.

-       ¿Quieres…?

Como contestación Diana se abalanzó sobre su hija que entre risas se dejó hacer. Cada vez le gustaba más el sexo lésbico. Después la madre colocó otros trozos sobre el culo de Héctor, que te tumbaba algo intranquilo sobre la cama. Sus temores cesaron cuando sintió la lengua de Celia lamer la fruta y, de paso su ojete. Pura delicia la agradable sensación que su hija le regalaba.

-       ¿Tienes hambre, mi amor? – le dijo Diana poniendo a la disposición de su boca su coño sonrosado. Héctor lo examinó con atención, por su abertura se asomaba una frutita madura.

-       ¡Atroz! – contestó abalanzándose a tan deliciosa ambrosía.

La mañana concluyó con un relajante baño de burbujas. Los tres en el jacuzzi hablaban de forma relajada. Una vez rota la barrera del sexo, las conversaciones de familia ya no fueron las mismas. El ambiente se tornó mas sincero, mas alegre, mas sano.

Semanas más tarde, mientras Diana preparaba el almuerzo, padre e hija disfrutaban de nuevo el uno del otro. El agua chapoteaba a su alrededor.

-       Papá

-       Si, hija.

-       Tengo que pedirte una cosa.

-       Cuál

-       Me dejas ir quince días a un campamento de verano. Mis amigas van a ir. Me daba cosa pedírtelo…

Se miraron y la mentira se hizo todavía más evidente. Ambos sabían que ellas nunca pisarían el mencionado campamento. Serían el juguete sexual de pervertidos millonarios que a cambio de dinero utilizarían sus nada displicentes cuerpos como vulgares pedazos de carne.

Héctor contestó de la única forma que podía hacerlo. Con su pene en el interior de su hija adolescente no podía negarse a nada.

-       ¡Sí! – su tono decía lo contrario – ¡Sí, claro!

Al cabo de un rato, Celia abandonó la piscina de burbujas.

 Entonces Héctor preguntó algo que llevaba tiempo deseando saber.

-       Hija, ¿por… por qué lo haces?

-       ¿Qué?

-       Ya sabes… las furgonetas… el dinero. Jamás te negamos nada…tan sólo tenías que  pedirlo…

Celia se detuvo. Respiró hondo. Habían ensayado con un millón de veces aquella contestación delante del espejo con el doctor. Sin darse la vuelta, contestó:

-       Al principio quería el dinero para operarme. Hay un hospital en Barcelona en el que te reducen el tamaño del pecho y no queda ninguna marca. Utilizan una técnica muy novedosa y cara. Cada pecho cuesta unos doce mil euros…

Paró de hablar, se metió un dedo en la boca y giró la cabeza fijando su mirada en la de su padre.

-       Ahora lo hago… porque me gusta… me gusta ser lo que soy, papá… –sonrió maliciosamente, haciendo una pausa y borrando de un plumazo todo resquicio de inocencia adolescente –… me gusta ser una puta.

Héctor volvió a empalmarse. Y quién no lo hubiese hecho. Aquella mirada viciosa en la cara de su hija era lo más erótico que había visto en su desgraciada vida.

Fin.