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Las decisiones de Rocío - Parte 16.

en Hetero: Infidelidad

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 08:30 hs. - Benjamín.

 

—Mi amor. Rocío, mi vida, despierta.

—Mmmm... ¿Qué pasa?

—Ya estoy aquí.

Su carita dormida como siempre, emanaba paz. Quizás fue eso lo que me impidió despertarla una hora antes, cuando recién había llegado. Yo no había podido dormir ni un solo minuto en cambio. La razón fue porque no quería seguir de largo hasta que tuviera que irme de nuevo al trabajo. Pero no me molestaba; total, ya en los próximos días iba a tener tiempo de volver a acomodar mi sueño. En su lugar, me quedé apreciando y tratando de absorber la calma que transmitía Rocío; hasta que creí que ya era una hora decente para que comenzara a despertarse.

—¿Benjamín? ¿Qué haces aquí? —respondió, todavía muy dormida.

—Hoy retomo mi horario de siempre, cielo. ¿No te acuerdas? —dije yo, quitándole algunos cabellos que se le habían pegado en el rostro.

—Mmmm...

—¿Quieres dormir un rato más?

—No... Dame un minuto nada más.

—Vale, mi amor.

Cuando me fui a enderezar sobre la cama, sus brazos me apresaron del cuello y tiraron de mí hacia ella. Mi corazón se llenó de alegría, porque eso era algo típico suyo por las mañanas. Siempre le costó horrores despertarse temprano, de ahí su apatía al recibirme; pero no había ocasión en la que no me recompensara con gestos lo que no podía hacer con palabras. Y esa no había sido la excepción, por eso mi felicidad. Nada había cambiado en mi ausencia.

—Te extrañé tanto, Rocío... —dije, abrazándome yo también a ella y llenándole la frente de besos.

—Y yo a ti, mi Benja... —contestó ella, aún sin abrir ni un milímetro los ojos.

Al final, terminé recostándome a su lado sin haberme desvestido siquiera, ni arropado tampoco; y me quedé dormido sin quererlo ni proponérmelo, supongo que llevado por la dulce calidez y el suave tacto de mi amada novia.

• • •

Me desperté unas cuantas horas después, sobre las once y media de la mañana. Los rayos del sol, que ya entraban por las ranuras de nuestra persiana, fueron los máximos responsables de aquello. Estaba solo, parecía que Rocío ya se había levantado y no había querido despertarme. Bueno, solo no, por alguna razón su gata dormía apoyada sobre uno de mis lados. Nunca fui una persona afortunada con los gatos, experiencias no muy acogedoras decoran mi historial con aquellos animales; pero no era la primera vez que Luna se mostraba así de cariñosa conmigo. Al final iba a ser cierto que le caía bien.

Me desperecé como pude y me senté en el lado derecho de la cama. Podía escuchar la televisión del salón, el volumen estaba bastante alto; tanto que me hizo darme cuenta de que me dolía la cabeza. Claro, las pocas horas de sueño de nuevo. No era la primera vez que me sucedía en esos días. Pero, en fin, me di un par de palmadas en la cara y me animé pensando que ya todo por fin se había terminado. No obstante, nunca le había hecho ascos a una buena aspirina cuando la situación lo requería. Abrí el primer cajón de la mesita de noche buscando la cajetilla con las pastillas de ácido acetilsalicílico, pero me volví a topar con mis pesadillas.

—Joder...

La caja de condones que nos había regalado Noelia seguía ahí, en el mismo lugar donde yo la había dejado la última vez. Tardé varios segundos en darme cuenta de qué era exactamente lo que sostenía; pero, cuando lo hice, automáticamente recordé que todavía tenía una cuenta pendiente con aquél pedazo de cartón morado. Durante mi encuentro con Rocío había querido evitar a toda costa mencionar algo que pudiera hacerla sentir incómoda. O, igual, simplemente había sido mi propio miedo de meter la pata sacando a la luz una sospecha tan absurda como aquella; y más descartado quedó el asunto de mencionarlo cuando Rocío decidió absolverme de todos mis pecados sin siquiera preguntar. Pero... la curiosidad me estaba matando.

—Joder...

Curiosidad, sí, en ese momento no era consciente de la magnitud de mis sospechas. O, quizás, era por el ejercicio de autoconvencimiento que había practicado en el baño de Lulú hacía escasas 24 horas. Bueno, "autoconvencimiento", en ese entonces prefería llamarlo ejercicio de "revelación", porque Rocío no se merecía que yo desconfiara de ella cuando nunca me había dado motivos para hacerlo. Mi voluntad en ese sentido era férrea. Sin embargo, la proximidad al primer eje de todos mis temores me hacía querer indagar ahora que podía. No sonaría mal si llamáramos a esa caja de condones "la caja de Pandora de Benjamín".

—Joder...

El tema era... ¿Indagar? ¿Cómo? El primer paso estaba claro: contar una vez más las unidades en su interior. ¿Luego? No había un "luego" en mi cabeza. Estaba todo en blanco. ¿Por qué? Por si no me encontraba con la cantidad que me esperaba... Naturalmente, estaba seguro de que habían trece condones dentro. Era lógico. Pero... ¿y si no? El dolor dentro de mi cráneo estaba incrementando debido a todo aquello y más con los golpes que comencé a darme para desterrar todo tipo de ideas absurdas. Quise reír, esta vez sí para autoconvencerme de que me estaba haciendo malasangre en vano, y lo logré; o sea, reírme, porque lo otro...

—Joder...

Sólo se trataba de vaciar su contenido encima de la cama y quitarme las dudas de encima de una vez. Era tan fácil como eso. Pero no podía, algo me frenaba. Pensando y martillándome la cabeza estaba, cuando de repente la gata se levantó y saltó sobre mi brazo, haciendo que la caja se volteara para abajo y que todos los condones terminaran en el suelo. Un sonoro grito debido al susto salió de mi boca y entré en pánico cuando escuché la voz de Rocío viniendo desde más allá de la puerta. Recogí los condones a toda prisa y los tiré dentro del cajón sin contarlos. Luego cogí a Luna y la puse sobre mi regazo para intentar aparentar normalidad.

—¿Benjamín? —dijo Rocío, cuando abrió la puerta.

—Buenos días, mi amor —saludé yo, con mi mejor sonrisa.

—Buenos días... ¿Te pasó algo? Creí oír un grito —preguntó, preocupada.

—Sí... La gata que me saltó de golpe encima y me asusté... Ya sabes cómo soy con los gatos, je.

—Ah, vale... Qué susto.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Un silencio un tanto incómodo, como cuando todavía estábamos en nuestra etapa de flirteo y ninguno se atrevía a ser muy directo con el otro. Era raro, bastante raro experimentar escenas así con ella, pero supuse que también era normal después de todo que habíamos pasado esas semanas. Fue ahí cuando entendí que retomar el ritmo natural de nuestra vida juntos, quizás, iba a ser un poco más complicado de lo que nos esperábamos. Todo estaba en orden, sí, pero había que ir paso a paso.

—¿A qué hora trabajas hoy? —preguntó ella, claramente para romper el hielo.

—A la de siempre, a la una y media —respondí, con otra sonrisa.

—¿Y vuelves...?

—A la de siempre también, a las nueve y media —repetí, y me sentí satisfecho al comprobar que su linda carita se iluminaba.

—Cielos, Benja... Estoy tan feliz de que todo esto se haya terminado por fin.

Me estremecí al escucharla. Estiré una mano y la invité a que viniera conmigo, necesitaba como ninguna otra cosa tenerla entre mis brazos. Y así ocurrió. Ella se sentó a mi lado y nos fundimos en un abrazo que hubiese querido fuera eterno. No quería nada más que estar con ella en ese momento. Todas esas dudas, esos miedos, esas inseguridades; sabía que todo eso se debía al poco tiempo que había pasado a su lado últimamente, y sabía que pasando todo el tiempo que pudiera con ella iba a curar todo lo que estaba afectado entre nosotros. Rocío era el único remedio que necesitaba.

—¿Y tus días libres? —me preguntó, entonces.

—¡Jod...! —me frené antes de maldecir—. Tengo que hablarlo con Mauricio todavía... Hoy salí tan apurado que ni me acordé de hacerlo.

—¿O sea que ya no van a ser los fines de semana? —dijo, un tanto asustada.

—No sé, mi vida... ¿Acaso hay alguna diferencia para ti?

Me esquivó la mirada. Por alguna razón dudaba en responderme. Me extrañó y traté de saber más.

—¿Pasa algo, Ro?

—Bueno, supongo que ya no tiene sentido que te lo siga ocultando... —dijo. El corazón me dio un vuelco.

—¿El qué? No me preocupes de esa manera, je...

—Me gustaría que me prometieras que no te vas a enfadar, pero supongo que eso es imposible, ¿no? —rio.

—Dímelo ya, Rocío.

—Tengo trabajo, Benjamín —soltó, finalmente.

—¿Qué?

No sabía por qué, pero me esperaba otro tipo de confesión; algo mucho más grave que eso, quizás fue por eso que no me enfadé cuando lo dijo. De ahí también su cara de asombro al ver mi suave reacción. O sea, que Rocío trabajara era un tema que habíamos tocado hasta el hartazgo. Yo lo quise zanjar desde el primer día, porque no necesitábamos que lo hiciera; pero ella seguía sacándolo a flote cada vez que tenía la oportunidad, y casi siempre terminábamos enfadándonos al no llegar a un acuerdo. Cuando entendí lo curioso de mi reacción, intenté actuar un poco acorde a lo que la situación requería.

—¿En serio? —salté de pronto, aseverando un poco el gesto.

—Sí... —respondió, un tanto inhibida—. Pero no te enfades, es de profesora. Le estoy dando clases particulares a un chico que necesita ayuda. La madre es una muy buena persona y me pagan muy bien, te lo juro.

Una de las "cláusulas" que le había impuesto yo, era que, en caso de trabajar, que fuera de lo que ella había estudiadio. Que ejerciera su profesión, que era lo que más le gustaba en el mundo. Ella siempre se aferró a ello, pero nunca surgió ninguna oportunidad que mereciera la pena. Casi todas las ofertas que le habían llegado eran para irse al quinto pino a hacer reemplazos, y yo no estaba dispuesto a enviar a mi novia lejos de casa a saber qué instituto de mala muerte. Igualmente, ella nunca puso mucho énfasis en aceptarlas tampoco, ya que quería ejercer de profesora; pero que la comodidad la acompañase también. Debido a todo esto, no podía ponerle ninguna pega, pero quería saber todo sobre su trabajo. La obligué a que me lo contara.

—Bueno, no hay mucho que contar, la verdad... Es un chico de 17 años,que parece de 30, sinceramente. O sea, físicamente, porque mentalmente sigue siendo un crío. Su padre falleció hace no mucho y desde entonces perdió el rumbo. Ahí es donde entro yo...

—¿Cómo que ahí es donde entras tú? ¿Eres su profesora o su asistente social?

—Que no, tonto. El chico descuidó los estudios hasta el punto de dejar de ir al instituto. La madre me pidió que lo ayude hasta que retome el ritmo y alcance a sus compañeros.

—¿Y dices que son buena gente? ¿Cómo se pusieron en contacto contigo?

—Sí, son buenas personas, te lo garantizo. Tú me conoces mejor que nadie, sabes que no me metería en un lugar donde no estuviera cómoda. Y fui yo la que se puso en contacto con la madre, Noelía fue la que me dijo que estaban buscando una profesora.

—Pues vaya... —concluí yo, no con la mejor de mis caras.

—Benja, ya sé que tendría que haberlo consultado contigo, pero... ya sabes, no encontré el momento y... necesitaba esto de verdad, necesitaba ocupar mi tiempo con algo más.

La veía afligida. No sabía por qué exactamente, pero se notaba que le estaba costando explicarse. Sentí un poco de pena por ella. Después de todo, había sido yo el que la empujó a tener que trabajar para distraerse. No podía enfadarme por eso.

—No estoy enfadado, mi vida —dije, volviéndola a abrazar y besándola en la frente—. Es que ya sabes lo que pienso de que trabajes... Y también sabes que estoy lejos de ser un novio posesivo, pero es que no te saqué de la comodidad de la casa de tus padres para que tengas que irte a trabajar hasta dios sabe dónde...

—Es media hora en tren, tampoco es tanto. Y sólo son lunes y jueves por la tarde. No vas a notar mi ausencia... —dijo, con el mismo tono de súplica con el que había comenzado a explicarse.

—Vale, vale. Está bien. Si tú eres feliz, entonces yo también lo soy —terminé, haciendo que se generara una maravillosa sonrisa en su precioso rostro. Acto seguido, me besó. No como la última vez, donde me había dejado viendo peces de colores; pero sí con un cariño que logró llegarme al alma.

—Bueno —dije, cuando nos separamos—. Creo que voy a empezar a prepararme —y reí—. No sabes cómo extrañaba esto de tener a mano el armario con toda mi ropa.

Rocío rio conmigo y nos volvimos a besar. Cuando terminamos, se fue a seguir haciendo las cosas de la casa y yo me dispuse a prepararme para el trabajo. Sabía que todavía teníamos mucho de lo que hablar, pero no había por qué apurar las cosas. Si algo me había quedado claro esa mañana, era que Rocío estaba más que dispuestas a retomar el curso normal de nuestras vidas, y yo estaba más que preparado para ayudarla a conseguirlo.

Cuando terminé con lo mío, me uní a ella en sus tareas y terminamos pasando el resto de la mañana juntos hasta que llegó la hora de irme a trabajar. Sí, el resto de la mañana solos. El amigo de Rocío no sacó la cabeza de su habitación, cosa que me molestó bastante. No me interesaba verlo, pero al menos esperaba un poco de cortesía y educación con el hombre que lo estaba dejando quedar en su casa. De todas formas, ella tampoco pareció extrañar su presencia, así que tampoco hizo falta que le preguntase.

—Bueno, mi amor, ya me voy —le dije cuando volví al salón ya listo.

Ella se acercó a mí, envuelta ese ese delantal de cocina que le daba ese toque tan sexy, y me besó. No, no me besó, me volvió a morrear. Se cogió de mi cuello, tiró para abajo y me clavó tal beso que terminó colgada de mí como si fuese una monita. Cuando nos separamos, me sonrió y se quedó de pie esperando a que me marchara.

—Que te vaya bien, Benja.

Atónito, aturdido, y con un inconfundible sabor a ciruela en los labios, salí disparado para mi trabajo.

 

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 13:30 hs. - Rocío.

 

—¿Vas a quedarte encerrado ahí todo el día? Te aviso que Benjamín ya se fue a trabajar.

No me quedé a esperar su respuesta, había comenzado demasiado bien la mañana como para preocuparme por tonterías. Y así como me acerqué a su puerta, di media vuelta y seguí a lo mío. Alejo llevaba toda la mañana metido en su habitación. Bueno, tampoco había salido la noche anterior; ni para hacer la cena, cosa que tanto le gustaba. La última vez que lo había visto había sido cuando le dejé claro, a mi manera, que lo nuestro estaba terminado.

No estaba enfadada con él para nada, aunque tampoco preocupada. Yo sabía muy bien lo que Alejo sentía por mí, y entendía que iba a necesitar un tiempo para superar nuestra ruptura. Porque sí, lo que había sucedido entre nosotros había sido una ruptura. Pero, aún así, no me parecía lógico su comportamiento. No me parecía lógico y me extrañaba. Alejo me había demostrado que era mucho más maduro que eso. Siempre. Por eso un poco mosqueada sí que estaba.

—Vamos, Luna —llamé a mi gata desde el sofá, pero como venía siendo habitual, me ignoró completamente.

Para ser sincera, también me sentía un poco culpable. No era así como quería que terminaran las cosas entre nosotros. No aprovechándome de su cuerpo para saciar mis deseos para luego tirarlo como un juguete viejo. Sabía que mis actos habían sido completamente inmorales y reprobables, y no me escondía de ello; pero tenía que seguir adelante.

—Luna... Lunita...

La realidad era que nada de lo sucedido el día anterior con Alejo había sido planeado, todo surgió naturalmente. Luego de hablar con Benjamín por la mañana me prometí a mí misma que terminaría mi relación con Alejo ese mismo día sin importar qué. Estaba totalmente convencida de hacerlo. Mi novio iba a volver a casa y no podía seguir poniendo en peligro nuestra vida juntos. Y esa convicción permaneció intacta incluso luego de lo que pasó con mi alumno. Es más, incluso luego de llegar a mi portal y pararme delante del ascensor. Incluso luego de llegar a mi piso y poner la llave en la puerta. Incluso luego de poner un pie en la alfombra que decoraba la entrada. Estaba decidida a ponerle punto final a todo apenas tuviera la oportunidad. Pero, cuando salí de la casa de Guillermo, lo hice con todos los sentidos a flor de piel. Y ahí radicó todo. O sea, salí de la habitación de ese crío con una calentura que no había sentido jamás. Por eso, cuando lo vi no pude contenerme. Necesitaba estar con él al menos una vez más. Necesitaba volver a sentirlo dentro de mí una última vez. Y mientras lo desnudaba, mientras se la chupaba, mientras me hacía suya, me volví a prometer, diez mil veces por segundo, que sí, que esa sería la última. Y quizás fue por eso que le pedí, casi que le supliqué, que eyaculara dentro de mí. Sí, una acción totalmente irresponsable por mi parte, pero que en ese momento sentí así. Muy difícil de explicar, pero dejémoslo en que quería llevarme conmigo un último recuerdo de él.

—Olvídame, gata.

Me di un par de palmadas en la cara intentando animarme y me puse de pie de un salto. Me acomodé el delantal y continué haciendo las tareas de la casa. Cerca de veinte minutos después, sonó la melodía de mensajes de mi teléfono.

 

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 17:30 hs. - Benjamín.

 

—Tenéis media hora para descansar, luego seguimos. Es importante no bajar el ritmo.

Respiré aliviado al escuchar ese anuncio. No había podido parar en todo el día y tenía los dedos agarrotados de tanto escribir.

Cuando llegué esa tarde a la empresa, Mauricio nos reunió a todos en el centro de la planta para comunicarnos algo. Lo acompañaba un muchacho más joven que él, de unos 35 años y con una cara de fanfarrón que se la pisaba. A mí y a casi todos mis compañeros nos cayó mal desde el primer momento en el que lo vimos sólo por eso, pero más adelante nos iba a dar verdaderos motivos para ello. Fuera de eso, Mauricio nos empezó a hablar de un nuevo proyecto en el que los jefes querían que nos centráramos a partir de ese día. Unos empresarios indoneses habían invertido mucho dinero en él y querían que dedicáramos todos nuestros esfuerzos en hacerlo realidad. Una vez concluyó esa explicación, nos presentó al tipo ya mencionado. Su nombre era Martín Santos Barrientos, y él iba a ser el nuevo jefe, cargo que hasta ese día había ocupado el propio Mauricio.

"No se preocupen, payasos; que no se van a librar de mí tan fácilmente. Me voy a tomar mi mesecito de vacaciones y cuando vuelva seguiré dándoles bien por culo a todos".

—Pues para mí no fue tan jodido... —dijo Luciano, apenas nos sentamos en una mesa de la cafetería los de siempre.

—Normal, tú eres un burro de carga; estás acostumbrado a los latigazos de tu amo —respondió Sebas.

—Para latigazos los que le doy a tu puta madre todas las noches, cabronazo.

—¡Qué asco das! Mi madre tiene 73 años.

—Muy bien llevados.

—Gracias.

Se pusieron a reír con ganas y los demás los acompañamos. Necesitábamos esa dosis de entretenimiento. La mañana había sido durísima más allá de lo que Luciano pudiera decir.

—Hace días que no nos podemos sentar de esta manera a hablar... —dijo Sebas.

—Sí, y la última vez nos quedó un tema pendiente, ¿verdad? —volvió a saltar Luciano, girando levemente su cabeza en mi dirección.

—No, basta, par de gilipollas —intervino Romina—. No es momento ni lugar. Si queréis luego del trabajo quedamos en el bar y...

—No me jodas, llevo demasiado esperando este momento. Venga, Benjamín... habla. ¿Se fue en taxi o lo fue a buscar algún amigo? —insistió Sebastián.

Era evidente de qué querían hablar, pero yo no tenía ganas de hacerlo. Todavía sentía asco por mí mismo luego de haber ensuciado el nombre de mi novia. Además, sabía que me iban a juzgar y a insultar porque no había hecho lo que ellos me habían pedido. Estaba rezando por que viniera Lulú y me salvara, cuando...

—¿Os molesta si nos sentamos con vosotros?

Automáticamente, todas nuestras miradas se encontraron. Era Barrientos, el jefe nuevo. Y venía acompañado de la última persona que me hubiese imaginado encontrarme en ese momento.

—¿Cómo nos va a molestar? Siéntense, hombre —respondió Luciano, tan extrovertido como siempre.

—Vaya, gracias. Eh...

—Luciano. Luciano Sánchez. Soy el jefe de uno de los equipos. Bueno, el mejor equipo. Ya te irás dando cuenta de esas cosas —dijo, codeándolo y riendo a la vez.

—¡Vaya! ¡Esa es la actitud que quiero ver en vosotros! ¡Joder que sí! ¿No te parece extraordinario, Clara?

—Sí —respondió ella, secamente.

La becaria se había sentado justo en frente de mí, entre Barrientos y Sebastián. Era la primera vez que se juntaba con nosotros en un descanso. Es más, era la primera vez que la veía cerca de un grupo de gente desde que trabajaba con ella. Desde un primer momento intenté esquivarle la mirada, pero luego me di cuenta de que no hacía falta; ella en ningún momento se mostró interesada en mi presencia. Y no me extrañó, sinceramente. Los últimos días no había existido trato entre nosotros, y si nos cruzábamos por cualquier casualidad, ella seguía de largo y ni se molestaba en devolverme el saludo. Me lo merecía, la verdad.

—Vamos, mujer. Ya me dijo Mauricio que no eres mucho de relacionarte por aquí —aseguró Barrientos, ante una Clara que se mostraba un tanto intimidada—. También me dijo que no te forzara a hacerlo, pero creo que voy a ignorar esa recomendación.

—Tranquilo, eh... ¿Cómo quieres que te llamemos? —se metió Luciano de nuevo.

—Santos me gusta. Mis amigos siempre me han llamado de esa manera. Y espero que todos nosotros nos convirtamos en amigos muy pronto —rio.

—Pues eso, Santos; sabemos como es Clarita, y la respetamos tal y como es —sentenció. Ella seguía sin hacer contacto visual con nadie.

—¿De verdad? Joder, pero yo no quiero que se aisle. Es contraproducente para mis intereses.

—Bueno, tampoco es que esté tan aislada. De aquí se lleva muy bien con Benjamín, ¿no? —dijo Sebas de pronto y señalándome a mí. Lo asesiné con la mirada.

—¿Sí? —se interesó el jefe nuevamente. Yo no respondí. Ella mucho menos—. Eso me deja más tranquilo. Entonces ya sabes, Benjamín, te la encargo. ¡Hostias! ¡Benjamín! Tú eres del que tan bien me habló Mauricio —dijo de pronto, dando una sonora palmada en la mesa. Luciano me miró e hizo un gesto con la boca abierta y el puño cerrado simulando una felación.

—¿Ah, sí? —pregunté, sorprendido.

—¡Sí! Tengo grandes expectativas de ti también. Así que no te sorprenda que te exija más que a los demás —siguió, en tono jacoso.

—Vaya... Daré lo mejor de mí, entonces.

—¿Sabes? He estado mirando el currículum de Clara. También la puse a prueba. y creo que estamos desaprovechando sus capacidades. Bueno, no quiero aburriros con estos temas ahora mismo, así que... ¿puedes pasarte por mi oficina más tarde? Cuando encuentres un hueco, tampoco te vuelvas loco.

—Vale... —respondí, sin mucho entusiasmo. No quería aventurarme a creerme lo que no era, pero tenía toda la pinta de que era lo que me estaba imaginando. Clara seguía sin mostrar ningún tipo de emoción.

La conversación continuó durante casi todo el descanso. Si bien no estábamos tan sueltos como de costumbre, Barrientos se mostró terrenal y nos dio confianza desde el primer momento para tratar con él. El tipo hacía chistes, se reía con nosotros, se quejaba de los de arriba... Vamos, parecía un compañero de toda la vida. Lo cierto es que, en esos escasos minutos, logró cambiar la impresión inicial que había tenido de él.

Cinco minutos antes de que tuviéramos que volver a trabajar, Lulú entró en la cafetería y se sentó con nosotros sin reparar en la presencia de nuestros 'invitados'.

—¿Dónde estabas? —preguntó Romina. Yo la saludé con una sonrisa y moviendo la mano. Inmediatamente me devolvió el gesto.

—Despidiéndome de Mauricio. Me dejó encargada de algunos asuntos personales suyos aquí dentro y...

Se quedó en silencio cuando vio a Clara. Un silencio de esos incómodos, de esos que hacen que uno se tense. Silencio que decidió romper Barrientos, ajeno a todo aquello que envolvía a mi jefa y su ayudante.

—Tú debes de ser Lourdes, ¿no es cierto?

—Sí, señor. Disculpe, no me había dado cuenta de que ust...

—No me vuelvas a tratar de usted, porque si no vamos a tener un problema —dijo, con severidad. Luego echó a reír buscando la complicidad de los demás. Sólo yo lo acompañé con una tímida carcajada.

—Disculpa, Martín —contestó Lourdes, intentando sonreír.

—Santos, mejor —le remarcó él—. Me gusta que me llamen Santos.

—De acuerdo, Santos. Bueno, chicos; perdón por interrumpir, tengo cosas que hacer.

—¿Ya te vas? ¿Tan pronto? —insistió Barrientos.

—¿Eh? Sí, es que...

—No, mujer, quédate. Iluminas este sitio tan horrible con tu belleza.

Lulú no supo cómo contestar semejante cumplido. Los demás nos miramos y algunos ahogaron la risa. Sólo Romina se animó a salir al rescate de su amiga.

—¡Joder! Que sí, que es tardísimo. Disculpa, Santos; pero tenemos que hacer unas llamadas y se nos hace tarde —improvisó, notoriamente.

—Bueno... vale, vale.

—Venga, hasta luego —se despidió Romina, cogiendo a Lulú de un brazo y saliendo disparada hacia la puerta.

—Nosotros también deberíamos irnos ya, la verdad —dijo el jefe, mirando a Clara—. Y vosotros también, que nos quedan unas seis horitas bastante complicadas —sentenció, bajo la atónita mirada de todos los presentes.

—¿Qué? ¿Cómo "seis horitas"? —replicó Sebastián.

—Sí, ¿por? ¿No les ha dicho nada Mauricio? Vamos a hacer un par de horas extras por día hasta el lunes. Y este fin de semana trabajamos también. Joder, no pongáis esa cara. Que son cuatro días nada más. Luego les prometo que cumpliremos con sus horarios.

—¿Sabías que llevamos dos semanas esclavizados aquí? —saltó Luciano.

—Estoy al tanto de todo... Y, en fin, tampoco es que hayáis estado esclavizados; que no os ponemos a cargar cruces. Igualmente, todas estas horas extras serán pagadas. Incluídas las del fin de semana. Así que sólo les pido un último esfuerzo.

—Sí, ya...

—Bueno, nos veremos por la oficina.

Tras decir eso, se levantó y se fue junto con Clara de la cafetería; dejándonos a todos con cara de idiotas. Y ahora el dilema era mío, otra vez me veía en el lío de tener que decirle a mi novia que iba a llegar tarde.

—Me cago en mi puta vida...

 

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 17:00 hs. - Rocío.

 

Benditas las ganas que tenía de estar ahí. Pero, en fin, era culpa mía por haberle dicho los jueves. Sea como fuere, ahí estaba yo esperando, sentada en un parque cercano a la casa de Guillermo. El crío me había enviado un mensaje recordándome que tenía que darle clases ese día. No me pude negar, habíamos quedado en eso después de todo. El tema era que yo me había pensado que comenzaríamos a partir del lunes de la semana siguiente. Y él seguramente también lo había entendido así, pero estaba claro que tenía ganas de fastidiarme y nada más.

—Buenas tardes —dijo una voz detrás de mí.

—¿No podíamos quedar directamente en tu casa? —dije, de inmediato y poniéndome de pie—. Hace muchísimo frío...

—Vaya modales, ¿eh? —respondió.

—Ahórrate tus tonterías, por favor —lo corté, sin tapujos.

—Ojalá me trataras como antes.

—Ojalá no te hubieras comportado como un cerdo.

—Ojalá no me volvieras tan loco... —concluyó, mirándome fijamente a los ojos.

—Bueno, ¿vamos a tu casa ya o qué? —insistí, un poco ruborizada y tratando de terminar ya con esa conversación.

—Mmmm... —dudó—. Conozco una cafetería muy buena por aquí cerca, ¿quieres ir?

—¿Qué? —me escandalicé—. A ver, Guillermo; no sé qué te has creído, pero yo he venido hasta aquí para...

—Que sí, que sí —me interrumpió—. He traído la mochila por si no te has dado cuenta... Te decía de ir y que me des las clases allí. No te estaba pidiendo una cita —sentenció, un tanto abatido por mi apresurada respuesta.

—No, si al final me vas a hacer sentir mal y todo... Venga, vamos a esa cafetería —dije, dándole una palmada en la espalda.

—Está bien.

Mi afirmativa no pareció animarlo demasiado. El daño ya estaba hecho. Pero me iba a mantener firme. Había decidido que no iba a volver a bajar la guardia con ese chico.

Llegamos a la cafetería, un sitio no demasiado grande; pero con un pasillo largo al costado de la barra, que terminaba en lo que de lejos me pareció ver que era una salida de emergencias y unos aseos. Era bastante moderno el lugar, moderno y refinado para estar situado en ese pueblito de mala muerte. No había mucha gente; un par de ancianos que jugaban a los dados en una de las mesas y cinco personas más distribuidas entre la barra y los lugares del fondo.

Cuando entramos, nos recibió una camarera bastante jovencita que no debía superar los 16 años. Nos dio una carta a cada uno y nos indicó que nos sentáramos donde quisiéramos.

—Tu vete acomodando, que yo ya voy —me dijo Guillermo.

Asentí y me fui a sentar en una de las mesas del pasillo, más que nada para evitar que el bullicio del exterior nos desconcentrara. Desde la distancia, pude ver que mi alumno se había quedado hablando con la muchachita. Parecían conocerse. Hablaban muy amistosamente. Hasta ese momento yo creía que Guillermo no era muy bueno con las mujeres, pero me di cuenta de lo equivocada que estaba. Si bien era sólo una niña, la tenía totalmente cautivada. Él hablaba desinteresadamente, casi sin mirarla a los ojos, y ella no apartaba la vista de él. Y su sonrisa iba aumentando conforme pasaban los segundos. De vez en cuando reía de forma exagerada festejándole seguramente algún comentario ingenioso.

—Santo cielo —murmuré, negango con la cabeza y perdiendo mi vista en la carta.

Cuando volví a levantar la vista, la joven camarera me miraba con cara de pocos amigos mientras Guillermo venía hacia mí con dos refrescos en la mano.

—Me tomé la libertad de comprarte una Coca Cola —dijo, sentándose en frente de mí.

—Gracias —respondí—. Oye, dile a tu amiga que se quede tranquila, que no tengo intención de robarte.

—No es mi amiga.

—Ah, ¿no? Pues hasta me pareció que eran algo más... —dejé caer, como quien no quiere la cosa.

—No, tampoco... Vengo aquí muy seguido y muchas veces nos quedamos charlando un rato, pero nada más —se explicó.

—Sabes que a esa chica le gustas, y mucho, ¿no? —le dije.

—¿Tú crees? No me había dado cuenta —respondió, negando con la cabeza y torciendo el labio inferior.

—Confía en mí, soy mujer y me doy cuenta de esas cosas.

—Te creo, pero ya te he dicho que no me interesan las chicas de mi edad. Mírala... Mírate...

Aunque no correspondía, desvié la mirada y busqué de nuevo a la jovencita; que estaba justo en la mesa de los viejitos que jugaban a los dados. Tenía razón Guille, no estaba muy desarrollada; peroera algo normal para una chica de su edad. Sin embargo, no lo podía juzgar por pensar así; porque ni yo pude evitar pensar que él era demasiado hombre para ella.

—En fin, saca los libros y vamos a lo que vamos... —dije mientras reparaba en como la camarerita buscaba con la mirada a Guillermo, que se había sentado frente a mí y de espaldas a ella.

—Bien.

—Ah, y oye, a estudiar en serio, ¿de acuerdo? —me aseguré por última vez antes de comenzar.

—Que sí —rio—. Te prometo que voy a ir en serio esta vez.

Sonreí yo también y decidí creerle. Bueno, en realidad no me quedaba otra alternativa. Pero aun así decidí encarar esas clases con todas las ganas del mundo. Y no me arrepentí, porque enseguida me empezó a demostrar que no mentía en su promesa. Era otro mundo aquello, yo le decía lo que tenía que hacer y Guillermo respondía de manera brillante. Incluso se atrevía a debatirme los métodos para resolver algunas ecuaciones. No me podía creer que ese fuera el mismo chico que hacía un par de días no sabía ni cómo encender una calculadora.

Y así pasó la primera hora de las dos que debía estar ahí. Habíamos hecho una barbaridad. Casi diez páginas del libro de apoyo que le habían dado en el instituto. E incluso en un ambiente agradable y distendido, no estábamos tan tensos como la última vez. Cada tanto hablábamos de otras cosas para descansar un rato y nos reíamos aparatosamente. Nos lo estábamos pasando maravillosamente.

—¿Quieres otra Coca Cola? Yo invito —me dijo, con una de sus bonitas sonrisas.

—De acuerdo, gracias —respondí, devolviéndosela.

—¡Estefanía! Dos cocas más, please.

Estefanía, que no había perdido detalle de lo que pasaba en nuestra mesa, cosa que sabía porque yo había estado siguiéndola con la mirada todo el tiempo; se acercó rápidamente con el pedido, forzando bastante la sonrisa.

—Muchas gracias —dijo enseguida Guillermo.

—Gracias —lo acompañé yo también.

Cuando nos estaba sirviendo el contenido de los botellines en los vasos, sucedió algo que debí haberme esperado. No sé cómo, la chica tropezó estando de pie y derramó un cuarto de botella sobre mi camisa.

—¡Dios mío! ¡Lo siento! —se disculpó de inmediato.

—¿Pero qué haces, niña? —grité, poniéndome de pie y sacudiéndome como pude—. Es lo único que tengo para ponerme...

—Lo siento, de verdad... Yo no quería... —siguió disculpándose, bastante preocupada.

—Tráeme algo para secarme, anda. ¿Será posible...?

Mientras tanto, Guillermo seguía sentado en su silla observando todo. Y se comenzó a reír cuando nuestras miradas se cruzaron.

—¿Te parece gracioso? —lo increpé.

—Bastante, la verdad.

Estefanía volvió con un trapo de cocina y se ofreció para limpiarme, pero la aparté bruscamente y lo hice yo misma. Aunque la niñata parecía afectada, estaba más que claro que lo había hecho a drede. Había invadido su territorio y me lo quiso hacer pagar de alguna forma. Cosas de la edad, ya lo sabía; pero no tenía por qué soportar tal comportamiento de una quinceañera con las hormonas alteradas.

—Paga y vámonos de aquí —le ordené a Guillermo.

Recogió sus cosas pacíficamente y como si no hubiese pasado nada, y nos dirigimos hacia la salida. La chica no dejó de disculparse en ningún momento y tuvo que ser el propio Guillermo el que la calmara. Le dijo que no había pasado nada y que no se preocupara, que podía pasar, etcétera, etcétera...

Quizás ponerme a su altura no era la mejor decisión, pero me había tocado demasiado la moral. No era por la ropa, eso no me importaba, era una cuestión de orgullo. Y el orgullo es algo que muchas veces una no puede ocultar.

Cuando nos íbamos de la cafetería, ralenticé el paso lo más que pude y esperé a que la camarera saliera a vernos partir. Estaba segura de que lo iba a hacer. Y a los sesenta segundos lo hizo. Mientras caminábamos, volteé la cabeza ligeramente y la vi mirándonos fijamente mientras limpiaba una de las mesas. Y no necesité más. Me acerqué a Guillermo, me cogí de su brazo; pegué mi pecho lo más que pude contra él, y recosté la cabeza sobre su hombro. Y así continué hasta que doblamos en la primera esquina. Ver la reacción de la cría fue algo de lo que tuve que privarme, pero sabía que la victoria me pertenecía a mí.

—Vaya... Al final voy a pensar que yo también te gusto —dijo él, mucho menos nervioso de lo que me hubiese gustado verlo.

—No flipes, chiquitín. Tenía que darle una lección a la niñata de tu amiga.

—Eres mala, ¿eh?

—Si me buscan, me encuentran —respondí, guiñándole un ojo—. Venga, vamos a tu casa; que me tienes que prestar una blusa de tu madre.

—Sólo si dejas que sea yo el que te la ponga.

—Sigues flipando, colega.

Seguimos riendo y bromeando durante todo el camino a su casa.

 

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 19:00 hs. - Benjamín.

 

—¿Benjamín? ¿Puedes venir a mi oficina?

—Sí, por supuesto.

Su aparición era inminente. En el descanso me había dicho que quería verme, pero yo, aprovechando que estaba de trabajo hasta la coronilla, pensé en estirar ese momento lo máximo posible. Pero, en fin, Barrientos terminó adelantándose y me vino a buscar en persona.

Cuando estaba llegando a su despacho, Romina salía del suyo que estaba una puerta antes en ese estrecho pasillo.

—Te compadezco, bonico... —me dijo cuando nos cruzamos, sin detenerse y poniéndome una mano en el hombro mientras negaba con la cabeza.

—¿Me compadeces por qué? ¡Oye, no te vayas!

Había logrado asustarme. Ya me estaba imaginando lo peor. Más horas extras, más tiempo que no iba a poder pasar con Rocío. Entré en el despacho de Barrientos con el pesimismo por las nubes. Hasta que vi a Clara sentada delante de él y recordé la conversación que habíamos tenido por la tarde.

—¡Pasa, Benjamín! ¡Siéntate!

Dudé un momento, pero terminé aceptando su invitación. Después de todo era el jefe. Clara no me saludó, ni siquiera se tomó la molestia de mirarme. Era evidente que a ella le hacía mucha menos gracia que a mí ese pequeño meeting.

—Bueno —comencé yo—. ¿Para qué se me requiere?

—No seas tan formal —rio Barrientos—. Verás, es sobre lo que hablamos por la tarde. Benjamín, yo cuando llego a una empresa, no me limito únicamente a dar órdenes a diestra y siniestra. No. Mi lugar de trabajo es sagrado para mí.

—Ajá...

—Lo primero que hice al llegar aquí fue estudiar el rendimiento de cada uno de los empleados. Como era de esperarse de una empresa como esta, no hay nadie que sobre. Te lo juro. Me quedé flipando con el personal que tenéis aquí...

—Sí, lo cierto es que...

—Espera —me cortó—. Cuando digo todos, me refiero a todos —prosiguió, mirando esta vez a Clara—. Esta chica de aquí es un diamante en bruto. Y quiero que tú te encargues de pulirlo. Joder, qué mal ha sonado eso. Pero tú ya me entiendes —volvió a reír él solo.

Tal y como me imaginaba. Si la situación entre nosotros hubiese sido otra, yo no hubiese tenido ningún inconveniente en aceptar lo que seguramente me iba a proponer. Y, sumado a eso, Rocío ya conocía la existencia de Clara, como también sabía que algo había sucedido entre ella y yo, más allá de que nunca quiso saber los detalles del asunto. Es decir, tomar a la becaria de discípula, era algo que me iba a traer muchos dolores de cabeza.

—Verás, Barrientos... Yo...

—Santos, por favor.

—Disculpa. Santos. Bueno, yo soy el encargado del equipo de Lourdes, y no sé si voy a poder compaginar el trabajo con...

—¡No, no, no! ¡No te preocupes por eso! Me conformo con que la tengas a tu lado y vaya viendo como te desenvuelves. Hombre, tampoco quiero que la tengas de maceta, así que de vez en cuando podrías darle algún consejo, tips del trabajo, etc...

—Ya, pero...

—Me han hablado muy bien de ti, Benjamín; creo que eres el indicado para guiar a Clara. Estoy seguro de que esta muchacha se convertirá en un activo muy importante dentro de la empresa.

—Sí, pero es que...

—¿Qué pasa? ¿No quieres trabajar conmigo? —saltó de pronto ella, seria, muy seria; mirándome a la cara por primera vez en varios días.

—¿Qué dices? —dije yo, sorprendido.

—Si no quiere hacerlo, no hay problema, Santos, ya me las arreglo yo por mí misma —concluyó, dándome vuelta la cara de nuevo.

—¡Uuuf! Vaya tensión... —intervino Barrientos—. ¿Me he perdido algo? Pensaba que vosotros dos os llevabais bien.

Clara siguió mirando al suelo, con las piernas cruzadas y cara de pocos amigos, mientras Barrientos nos observaba con mucho interés. Yo, sin embargo, no tenía ni la más remota idea de qué hacer o decir.

—Vamos a ver —rompió el silencio Barrientos varios segundos después—. Yo no quiero meterme en los asuntos de nadie, así que si ha ocurrido algo entre vosotros dos, nos olvidamos de que hemos tenido esta reunión y a otra cosa. Pero de verdad les digo que preferiría que te instruyera alguien con quien tuvieras confianza, Clara. —suspiró—. En fin, ¿qué me decís?

Sentí un poco de compasión por Barrientos. El hombre parecía muy involucrado con la empresa, y realmente quería lo mejor para todos nosotros. Por eso, tratando de poner un poco de mi parte, puse sobre la mesa los pros y los contras de lo que supondría trabajar al lado de Clara y, ciertamente, saqué más cosas en contra que a favor. Pero el punto que más me interesaba era el de llevarme bien con el nuevo jefe. Las cosas con Mauricio se habían torcido bastante últimamente y me tocó sufrir en carne propia las consecuencias, y eso era algo que no me hubiese gustado tener que volver a vivir. Por el lado de Clara, supuse que tanto asco no le daría tenerme de compañero luego de que me reprimiese delante del jefe para intentar ponerme en un aprieto. Sea como fuere, tenía que tomar una decisión.

—Por mi bien, Barri... Santos. Siempre y cuando Clara también esté de acuerdo.

Me adelanté y dejé la decisión en los hombros de la becaria. Me pareció lo más inteligente. Barrientos me sonrió y luego clavó sus ojos en ella; juntando la punta de sus dedos y dibujando una flecha con ellos que apuntaba hacia arriba. Esperaba su respuesta.

—Te agradezco esta oportunidad, Santos, pero no quiero ser una molestia para nadie. Todavía me quedan seis meses más de prácticas aquí y preferiría...

—Para mí no eres ninguna molestia, Clara. ¿Para ti es una molestia, Benjamín?

Otra vez el muerto para mí. La chiquilla siempre tenía que salirse con la suya, y esa vez no iba a ser la excepción. En otro momento quizás le hubiese seguido el tira y afloja, pero estábamos alargando demasiado el asunto.

—No, Clara —dije, mirándola directamente a ella—, para mí no eres ninguna molestia.

—¿Lo ves? Entonces qué, ¿aceptas? —volvió a preguntar Barrientos, y esta vez la becaria no dudó.

—Vale. De acuerdo.

—¡Pues bien! ¡No hay más que hablar! —cerró Barrientos, poniéndose en pie y apoyando los dos brazos sobre su escritorio—. Podéis comenzar ya mismo. Venga; vete con él, Clara.

Ya no había nada más que hablar; por más que no estuviera contento con la decisión final, era en vano comerme la cabeza. No tenía ningún sentido que me pusiera a pensar en los problemas que podría acarrearme volver a vincularme con Clara. Además, ella ya me lo había dejado claro: no le interesaba relacionarse conmigo fuera de lo estrictamente profesional. Ya sólo me quedaba centrarme en mi trabajo, ayudar un poco a la becaria y luego volver a casa con mi novia.

—¿Me llamaste, Santos? —dijo alguien de pronto, que se adelantó a nosotros y abrió la puerta desde el otro lado.

—¡Lourdes! ¡Sí! Adelante, que ya terminé con estos dos.

Lulú me dedicó una de sus lindas sonrisas cuando me vio, pero su gesto cambió considerablemente cuando se percató de la presencia de Clara. Enseguida me pidió explicaciones con la mirada.

—¡Venga! ¡Iros! Que todavía queda mucho día —nos apremió Barrientos desde su escritorio, centrando toda su atención en Lulú.

—Luego hablamos —le dije a mi jefa, en voz baja y muy cerca de su oído. Ella respondió asintiendo con la cabeza.

Ya fuera del despacho, intenté entablar conversación clara, más que nada para romper un poco el hielo; pero ella se mostró tan poco receptiva como lo había hecho en los últimos días. Las cosas iban a ser un poco más difíciles de cómo las había previsto, pero no iba a dejar que mi buen humor se arruinara por nada del mundo.

Llegamos a mi escritorio en la sala principal de la planta y yo me senté en mi lugar de siempre. Le señalé con el dedo una silla que estaba cerca y le indiqué que se sentara a mi lado. Por lo demás, seguí trabajando como de costumbre, sólo que ahora asegurándome de que mi nueva "aprendiz" se fijara un poco en lo que yo hacía. Y así transcurrió el resto de la jornada.

 

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 18:10 hs. - Rocío.

 

Guillermo subió corriendo a toda prisa las escaleras y bajó a la misma velocidad para darme una camisa de botones de su madre. Todavía nos quedaban 50 minutos y quería aprovecharlos al máximo, así que me di prisa y me metí en el cuarto de baño para cambiarme lo más rápido posible.

El baño, acorde al resto de la casa, era puro lujo. Azulejos y baldosas un tono dorado oscuro, con un marrón un poco más fuerte para la bañera, lavamanos e inodoro. Y pulcritud por todas partes, ni una mota de polvo. Sentí envidia; pero a la vez me animé pensando que algún día, trabajando duro, yo también conseguiría tener una casa como esa.

Dejé de admirar la belleza del ambiente y me quité la camisa manchada para ponerme la de Mariela. Mis brazos entraron y pude cubrir mis hombros sin problemas, pero a la hora de cerrar por el centro... me resultó imposible.

—¡Guillermo! —grité desde el baño. No tardó ni diez segundos en acudir a mi llamada.

—¿Qué pasa? —dijo, intentando recuperar el aliento.

—No me sirve. Toma... ¿Puedes traerme otra? Si es posible una camiseta, o una blusa.

—Vale, de acuerdo.

Nuevamente, ni dos minutos después ya lo tenía delante de la puerta.

—Fíjate si te sirven estas.

—Espérame ahí, por favor.

—Vale...

Una camiseta de botones y dos camisetas de manga corta fue lo que me trajo. La primera no cerraba tampoco. Y con las dos camisetas sentía que no podía respirar. No lo entendía, porque Mariela no debía estar muy lejos de mi talla. Ella era delgada al igual que yo y...

"A ver si te vas dando cuenta del cuerpo que calzas, bonita".

Noelia se había pasado toda mi adolescencia y gran parte de mi entrada a la edad adulta diciéndome eso y frases parecidas. Siempre me pareció que exageraba, que lo decía para que me mantuviera alejada de algunos chicos que me perseguían, así que nunca le hice demasiado caso. A ver, era consciente de que a mi edad estaba algo más desarrollada que mis amigas, o que otras chicas de mi clase; pero nunca me había parado a hacer una comparación más detallada.

—¿Y? ¿Te van? —preguntó Guillermo desde fuera.

—No...

—Si es que es normal... Mi madre es delgada, pero no tiene esas... —se detuvo.

—¿Esas qué...?

—Joder, Rocío; que tienes las tetas muy grandes.

Me miré al espejo y me di cuenta de que estaba roja como un tomate. Por más que mi actitud últimamente hubiera cambiado bastante, todavía no me terminaba de acostumbrar a que hablaran de esa manera de mi cuerpo. Y mucho menos si el que lo hacía era un hombre.

—¿Y si mejor te traigo una camiseta mía? —dijo entonces.

—Vale...

Esta vez tardó un poco más. Pasaron cinco minutos y todavía no regresaba. Estaba empezando a tener frío, pero no quería volver a ponerme la prenda sucia. Me rodeé con una toalla y me senté en la taza a esperar pacientemente.

—¿Rocío? —escuché del otro lado a los diez minutos.

—¿Sí?

—Verás... Me da vergüenza decirlo, pero todas mis camisas están en el cesto de la ropa sucia... Esto es lo único que encontré. Ojalá que no seas merengona. Je.

Estiró la mano por la fina abertura de la puerta y me pasó una camiseta de fútbol con unas franjas verticales azules y rojas. La acepté sin ningún problema a pesar de su advertencia.

—Me la compré cuando tenía 13 años; era mucho más pequeño entonces, así que...

—Tranquilo, creo que esta me vale

La cogí con ambas manos y me fijé bien su tamaño. No era mucho más grande que las camisas de la madre, pero sí que un tanto más ancha. Quizás esa podía ser la vencida. Ya un poco harta, pasé la cabeza por el cuello, metí los brazos en las mangas y luego intenté bajármela por los costados. Un sonido de tela rompiéndose me hizo levantar la cabeza y abrir los ojos muy grandes.

—No me fastidies...

Al costado de la camiseta, por todo el largo, la tela era distinta; como con agujeritos para que la piel pudiera respirar. Cuando fui a bajarla por mi torso, se enganchó con una parte del encaje de mi sujetador. Por suerte, me di cuenta antes de que los daños fueran irreversibles.

—¿Todo bien? —preguntó Guillermo, que parecía aguardaba fuera como si fuera mi mayordomo particular.

—¡Sí! Ya salgo. Un momento...

—Te espero en mi habitación.

—Vale. Ya voy.

Luché poco más de un minuto para desenganchar el trocito de alambre de la tela respirable esa, pero al final lo conseguí. Luego, con más cuidado, intenté ponérmela de nuevo...

—¡Joder!

Conseguí que bajara por un costado, pero volvió a suceder lo mismo en el otro. Estaba empezando a perder los nervios. Me armé de paciencia y repetí la maniobra, pero siempre se terminaba enganchando del lado contrario. Hasta que me di por vencida.

—¡Al diablo ya!

Me quité la camiseta, dejándola encima del lavamanos, y luego me quité el sujetador. Ya nos quedaba menos de media hora y no quería seguir perdiendo el tiempo. Me puse por fin la prenda, guardé el sujetador en el bolsillo, y salí del baño con toda la decisión del mundo.

Pero me detuve a medio camino. Si bien la camiseta me iba un poco holgada, el roce de la tela en la zona de mis pezones me incomodaba demasiado. Di un par de pasos más, pero me volví a detener por la misma razón.

—¿Rocío? —Guillermo abrió la puerta de golpe y me hizo sobresaltar—. ¿Qué te pasa? ¿Vienes o no?

El tiempo se nos estaba yendo y yo no dejaba de maldecir mentalmente a la cría esa; pero me terminé resignando. Aguantando el escozor en la zona más saliente de mi pecho, me metí en la habitación con Guillermo.

Cuando puse el primer pie dentro, los recuerdos de hacía escasas 24 horas, me atropellaron como una estampida de elefantes. No habíamos tratado el tema en todo el día, ni una mención tan siquiera. Él se había pasado muchísimo conmigo y había roto nuestro pacto, pero yo en ningún momento lo puse en su lugar. Es más, lo había premiado regalándole una tarde conmigo llena de risas y algún que otro momento para recordar. Entonces me preocupe, no era esa la imagen que quería darle a mis alumnos; la imagen de una profesora tonta de la que se pueden aprovechar cuando les venga en gana.

—Bueno, ¿continuamos? —dijo, sacándome de mis pensamientos.

También era verdad que el avance esa tarde con sus estudios había sido considerable. No sabía si tenía mucho sentido regañarlo después de lo involucrado que se había mostrado con las clases. Y tampoco es que tuviera muchas ganas traer a cuento todo ese temita de nuevo...

—Sí, venga... Que nos queda poco tiempo.

Guillermo tenía dos escritorios; uno amplio, en donde tenía el ordenador y unas estanterías con lo que parecían ser muchos juegos de consola, y otro más pequeño prácticamente vacío; sólo con algunos papeles y carpetas apiladas en un costado. En ese nos acomodamos los dos. Él se sentó en el centro, con la silla del otro escritorio, y yo me coloqué a su lado en una silla de madera normalita. Estábamos un poco apretujados; pero no llegábamos a chocarnos, así que pudimos continuar con la sesión de estudios sin problemas.

Quince minutos después, cuando ya estábamos a punto de terminar, nos atoramos con un problema que no podía resolver.

—No te pienso dar la solución —le dije.

—¡Que no quiero eso! Espera y verás...

Calculadora en mano y concentradísimo como nunca lo había visto, fijó su mirada en la hoja y volvió a intentar resolver el problema desde el principio. Lo cierto es que no era muy difícil; el tema era que se había saltado un paso que era vital para llegar a la solución. Y yo, testaruda como ninguna, no tenía planeado ayudarlo.

—¡Dios!

Cuando se equivocaba, se rascaba la cabeza con furia y volvía a empezar desde cero. Yo lo miraba con una semi sonrisa en mis labios y súper interesada en cada gesto suyo. Me causaba gracia ver cómo se enojaba; ver la diferencia con el Guillermo de hacía unos días con el de ese momento. Ver a un chico que de verdad le importaba salir adelante. Estaba empezando a sentirme orgullosa de él.

"Qué guapo es..."

Sin saber cómo, había pasado de observar sus gestos a admirar directamente su cara. El ceño fruncido, los labios entreabiertos, esa barba de tres días que terminaba de decorar su rostro, esos brazos anchos y fuertes... Era demasiado perfecto. Hacía varios días que había dejado de mirarlo de esa manera. Cuando las cosas se torcieron entre nosotros, supongo que inconscientemente impuse su edad a su aspecto físico para que su encarrilamiento pudiera ser más sencillo. Además, su comportamiento cuasi-nfantil había ayudado mucho a que dejara de verlo así. Pero ese objetivo ya estaba cumplido; el muchacho había aprendido la lección y destilaba madurez por cada poro de su cuerpo.

Cuando estaban a punto de cumplirse las dos horas acordadas, y mientras yo seguía embobada deleitándome con su atractivo físico, pegó un salto de su silla, estirando los dos brazos para los costado. Tal fue el énfasis de su movimiento, que me impactó a mí en un costado, tirándome para atrás del pequeño taburete.

—¡Lo tengo! ¡Vamos! —gritó antes de darse cuenta de que yo estaba en el suelo— ¡Joder! ¡Discúlpame, Rocío!

—Qué bruto eres, niño... —dije mientras me sujetaba de su brazo para ponerme de pie.

—¿Estás bien? ¿Te hice daño? —se preocupó.

—No, tranq... ¡Ay!

Grité de dolor cuando junté los brazos por delante. No me había dado cuenta en el momento, pero el codazo había sido al costado de mi pecho. Maldita suerte pensé, acordándome de que no llevaba sujetador.

—Te lastimé... lo siento mucho... Me emocioné demasiado por haber encontrado la solución...

—No pasa nada. Olvídalo...

—¿Dónde te di? Te juro que no me di cuenta...

—Te dije que lo olvides... ¡Ay!

Me volví a quejar, e instintivamente me llevé la mano a la zona golpeada. Él se dio cuenta y se sonrojó. La cosa volvía a estar tensa.

—Vaya... Lo siento —repitió.

—Te dije que no pasa nada.

Ambos nos quedamos en silencio; yo todavía masajeándome el costado, de espaldas, obviamente, y él sin saber dónde meterse. Por suerte, ya casi era hora de irme...

—Bueno, creo que ya me vo... ¡Ay! —volví a sufrir, de nuevo en voz alta.

—Espera, creo que mi madre tiene una pomada para estas cosas. Espera aquí.

—¡No es necesario! ¡En ser...!

Pero ya había salido corriendo. Resignada, me senté en su cama y no pude evitar reírme por la manera en la que se seguían desarrollando las cosas a mi alrededor. Cuando creía podría empezar a disfrutar de un poco de calma, sea lo que fuera que había ahí arriba, me seguía poniendo en aprietos. Con lo tranquila que había sido siempre mi vida...

—¡Ya estoy! —dijo, apareciendo por la puerta bastante agitado—. Aquí tienes, creo que es esta...

Sí, era esa; la crema por excelencia para golpes y ematomas. Una pomada que se aplicaba sobre la piel desnuda y que debía ser acompañada por masajes. Es decir, algo que tendría que hacer a solas...

—Gracias...

—Te 'dejro', te dej... te dejo sola, je —dijo, tartamudeando y dando un portazo.

Dentro de lo incómodo de la situación, me puse a reír una vez se hubo ido. Si antes me había quedado cautivada por su hombría, ahora me sentía acaramelada por su inocencia; por llamarlo de alguna manera.

Para hacer las cosas rápido, me quité la camiseta y me apliqué la crema ahí mismo en el taburete. Tenía que hacerlo con el brazo contrario, porque era bastante incómodo hacerlo con el del mismo lado. Pero cuando estiré la mano derecha, sentí un dolor muy fuerte en ese mismo hombro. Cuando me caí producto del codazo de Guillermo, golpeé mi hombro contra el borde de la cama. En el momento no me dolió, así que no le di mucha importancia; pero claro... Era la vida, la vida la que tenía ganas de que ese día no me saliera nada a derechas. Seguí intentando aplicarme la pomada, pero el dolor en el hombro no me dejaba... No me lo podía creer, iba a tener que caminar hasta la estación con esa incomodidad. Incluso cuando las cosas me salían bien, siempre había algo que tenía que torcerse. Estaba harta de ese rumbo irreconducible que había tomado mi existencia...

Y me acosté. Me acosté esperando que con el pasar de los segundos el dolor menguara. Era eso o lo ya mencionado. Cerré los ojos, respiré profundo e intenté aislarme un poco; relajarme por lo menos. Me hacía bien sentir en mi torso desnudo la brisa que entraba por la ventana entreabierta. También me hacía bien a la vista esa semi oscuridad que se estaba formando gracias al anochecer. Me puse a pensar en lo que le haría de comer a Benjamín esa noche; cuál de todos sus platos favoritos podría hacerle. Pero la idea de volver a pasar la noche con él era la que más me atraía. Las cosquillas en el estómago eran fuertes por eso. En el estómago y, quizás, en otro sitio un poquito más abajo. Tenía muchas ganas de que llegara ese momento. Tenía ganas de volver a tenerlo entre mis brazos. Yo había cambiado, mi cuerpo había cambiado; pero mi amor por él seguía siendo el mismo, y quería demostrárselo regalándole la mejor noche de su vida. No importaba si le había sido infiel con Alejo, o si había dejado que un crío de 17 años me sobara los pechos, o los motivos por los que había hecho todo eso... No, esa noche sólo importaríamos nosotros dos. Esa noche íbamos a hacer el amor... No, esa noche tenía planeado follármelo como nunca antes lo había hecho.

Continuaba con los ojos cerrados, respirando fuerte y pensando en mi novio. Pero el dolor no se iba. No se iba, pero me sentía más que decidida a hacerlo desaparecer. Ya no iba a dejar que tonterías como esas me controlaran la vida. Por eso, me tapé ambos pechos con un solo brazo y lo llamé.

—¡Guillermo!

Nuevamente, sentí los pasos acercarse rápidamente del otro lado de la puerta y detenerse justo delante.

—¿Sí? ¿Ya has terminado?

—Pasa, por favor —le pedí.

Entró con normalidad y sin esperarse la imagen que se encontró a continuación. Sobra decir que su cara era un poema.

—¡Lo siento! —reaccionó de golpe— No sabía que... —dijo, dándose la vuelta y buscando de nuevo la puerta.

—No. Quédate, por favor. No puedo hacerlo sola, me duele demasiado...

—¿Estás segura? Si quieres esperamos a que venga mi madre y...

—No. Hazlo tú, que no quiero perder el tren. Total, no vas a ver nada que no hayas visto antes... —sentencié.

Estaba rojo como un tomate. Estaba claro que no se esperaba semejante proposición por mi parte, y mucho menos luego de lo poco receptiva que me había mostrado con él toda esa tarde. Pero igual no se achantó. Y no habría de hacerlo. No se había achantado hacía poco más de un día, y no lo iba a hacer en ese momento, cuando esta vez era yo la que le daba la oportunidad.

—Vamos, por favor —le volví a pedir.

Guillermo se sentó a mi lado, con mucho cuidado, intentando no hacer ningún movimiento brusco, y se untó un poco de pomada en un dedo. Yo, para facilitarle la tarea, retiré el brazo que me cubría y dejé a su disposición mi pecho entero. No perdí la serenidad, estaba tranquila, al contrario de mi alumnito; que tragaba saliva cada veinte segundos y temblaba como si estuviera a punto de acariciarle la frente a un león.

—Tranquilo... ¿Sí? No es la primera vez que las tocas. Ya eres casi un veterano —reí, intentando contagiarlo.

—Lo siento —dijo, una vez más.

Luego de amagar un par de veces con comenzar, finalmente posó sus dedos índice y corazón en el costado de mi pecho. Me dolió, e hice una pequeña mueca, pero le indiqué que continuara sin preocuparse. A partir de ahí, intenté evitar hacer demostraciones de dolor para que fuera tomando confianza y, sobre todo, para que el masaje fuera continuo y sirviera de algo.

—¿Estás bien? —dijo con la voz entrecortada.

—Sí, sigue...

El masaje se centró únicamente en el punto donde me dolía. Estrictamente, además. Guillermo tenía pánico de traspasar el límite. Se estaba comportando como un auténtico caballero. Ni siquiera se atrevía a mirarme directamente, y eso logró enternecerme.

—Guille... tócame —le pedí, sin más.

—¿Qué? ¿No lo estoy haciendo bien? —preguntó, nervioso como nunca lo había visto.

Estiré los dos brazos, soportando el dolor del hombro, y lo obligué a mirarme a los ojos.

—Puedes tocarme —repetí, con más seriedad que la primera vez.

No se lo esperó tampoco, pero me había entendido perfectamente. Sin embargo, tuve que ser yo la que cogiera su mano y colocarla en la base de mi pecho. No quería provocar nada más que un simple toqueteo, para que no se quedara con las ganas. Se había portado muy bien conmigo y creí que se lo merecía. Después de todo, él no había sido responsable de nada de lo que había sucedido esa tarde.

—Sigue... —le volví a pedir, y guié su mano por mi pecho en pequeños circulitos alrededor del pezón.

Ahora no apartaba los ojos de los míos. Seguía sin atreverse a mirar lo que estaba tocando. Si me quedaba alguna duda de la inocencia e inexperiencia de ese chiquillo, en ese momento se terminó de desvanecer. Me quedó clarísimo que todo lo que había sucedido había sido improvisado; no era una mente maestra que buscaba aprovecharse de mí. Todo había sido producido nada más que por el empuje de sus hormonas. Y me sentí idiota, idiota por haber tratado a esa criatura como un monstruo. Por haberlo acusado de cosas que seguramente ni entendía. Sentía que tenía una deuda con él, una deuda que iba a necesitar algo más que tres o cuatro toqueteos sobre mi pecho para ser saldada.

«Déjate llevar»

Otra vez Alejo... Otra vez esas palabras que me retumbaban en la cabeza cada vez que estaba a punto de tomar una decisión así. "Déjate llevar" era una frase que me había hecho hacer cosas que en la vida me hubiese creído capaz de hacer. Dejándome llevar había comenzado mi relación con Alejo. Dejándome llevar le había hecho la primera felación. Dejándome llevar le había regalado mi primer orgasmo. Dejándome llevar nos acostamos por primera vez. Dejándome llevar había permitido que plantara su semilla dentro de mí... Y dejándome llevar... aprisioné el cuello de Guillermo... lo atraje hacia mí... lo miré fijamente a los ojos y... lo besé en los labios.

En qué cabeza cabría, ¿no? Seguramente en la de la vieja Rocío no. Ni por asomo. La vieja Rocío se hubiese marchado para no volver en el primer momento en el que aquél puberto la hubiese mirado con lascivia. Pero la nueva no, la nueva se había dejado manosear casi sin oponer resistencia y, ahora, iba a premiar a Guillermo con el mejor morreo de su vida.

Hasta que Alejo regresó a mi vida, mis únicos besos habían sido con Benjamín. Él me había enseñado a besar. No obstante, nunca me consideré una experta en la materia. Ni siquiera cuando mi amigo de la infancia me enseñó todas esas técnicas que yo no conocía: como... qué tanto abrir los labios, cómo aprisionar los de mi pareja, cómo enredar mi lengua con la suya... Antes de practicar con él, yo no sabía nada de eso. Y, en ese momento, me di cuenta de que Guillermo tampoco. Ese pedazo de hombre no sabía cómo besar. Pero, por suerte para él, yo estaba más que dispuesta de enseñarle a hacerlo.

Lo empujé con las dos manos, despertándolo de esa especie de trance en la que había entrado, y me senté en la cama. Me miraba desconcertado, sin saber qué hacer. No se había esperado nada de lo que había sucedido hasta entonces y parecía que tenía miedo de lo que pudiera suceder a continuación. Esa incertidumbre que estaba causando en él incrementaba el cosquilleo en mis zonas bajas, pero no era mi intención torturarlo de esa manera. Por eso, lo obligué a sentarse más adentro de la cama, hasta que su espalda quedó pegada contra la pared. Luego, como ya bien había aprendido, me senté a horcajadas encima suyo.

—Tranquilo... —le repetí, con toda la suavidad que pude y una sonrisa.

Me erguí sobre él, le volví a sonreír y lo besé de nuevo. Sus manos estaban estáticas en un costado y tuve que ser yo nuevamente la que se las acomodara sobre mi pecho. El hombro me seguía doliendo horrores, pero no me importaba. En ese momento sólo existía él para mí. Y seguí comiéndole la boca. Al principio comencé con pequeños besos, sin chupar sus labios, intentando no apresurar las cosas. Él se limitaba a imitarme como un autómata, ni siquiera se atrevía a mover sus manos. Recién empezó a coger un poco de confianza cuando aumenté un poco el ritmo; cuando dejé la boca entreabierta para que metiera su lengua por primera vez. Ahí decidí darle un poco más de velocidad al asunto, enredando por fin mi lengua con la suya e intercambiando nuestra saliva. Todo eso provocó que por fin se ateviera a hacer algo más con sus manos. Sin dejar de masajear mi pecho derecho, llevó la otra a mi espalda para hacer presión y que nuestra sujeción fuera más firme. Cuando se aseguró de que ya nada nos iba a poder separar, bajó esa misma mano hasta mi nalga y esa sí que la apretó con todas sus fuerzas, causando que un primer gemido saliera disparado de mi garganta.

Sinceramente, yo no sabía a dónde nos iba a llevar lo que estaba pasando. Estaba siendo irresponsable una vez más y no tenía ni idea de dónde estaría mi límite, dónde estaría esa línea que marcaba la meta, esa línea que me indicara que había llegado demasiado lejos. No lo sabía, y no me preocupaba, insisto. Me estaba dejando llevar como Alejo me había enseñado. Y, al igual que el día anterior, sentí su presencia muy cerca de mí. Como si me estuviera observando. Y yo no quería defraudarlo, quería que viera que sus esfuerzos conmigo no habían sido en vano, que me había convertido en una mujer de verdad capaz de satisfacer a cualquier hombre.

—¡Ya estoy en casa!

La agudísima voz de Mariela retumbó por toda la casa. Provocando que yo saltara hacia atrás como si tuviera resortes en las piernas y buscando con desesperación la camiseta del F.C. Barcelona que me había prestado Guillermo. Él, por su parte, se levantó a toda prisa de la cama y se acomodó en el escritorio donde todavía estaban sus libros. Cuando Mariela abrió la puerta, yo ya estaba sentada a su lado...

—¡Gandul! ¿No deberías estar...? ¡Rocío! —gritó al verme.

—Buenas tardes, Mariela.

—Hola, mamá.

—¿Qué haces aquí todavía? Son casi las 8, cielo mío —me recordó, con mucha amabilidad.

—Sí, sí... Es que... quería terminar hoy con esta parte y... bueno, se nos hizo tarde —reí, intentando aparentar normalidad.

—Eres un sol, Rocío. Que sepas que esta hora te la voy a pagar, te pongas como te pongas.

—¡No! No es necesario, en serio... Yo me quedé por...

—¡Te pongas como te pongas he dicho!

—Bueno, vale —volví a reír.

—¿Le has agradecido como es debido tú, pasmarote? —dijo mirando a Guillermo.

—Sí, mamá, Rocío ya sabe de sobra lo agradecido que estoy con ella —respondió él, evocando en mí una sonrisa sincera.

—Mejor. ¡Y más te vale que no la estés haciendo perder el tiempo! —insistió la mujer.

—¡Que no!

—¡A mí no me levantes la voz! —dijo antes de darle un coscorrón—. Venga, Rocío, que te llevo a tu casa. No voy a dejar que camines sola por ahí a estas horas.

—¿Segura? No tiene por q...

—¡Que sí! Tú te tomas la molestia de hacer horas extras por este vaguete, lo mínimo que puedo hacer es llevarte a tu casa.

—Vale... De acuerdo. Te lo agradezco mucho, Mariela.

—Sin problemas, cariño. Te espero abajo.

Mariela salió de la habitación y volvimos a quedarnos a solas. Guillermo no se atrevió a mirar, y yo, con el calentón ya por los suelos, no supe qué hacer, ni qué decir. Finalmente, le puse una mano en el hombro y...

—Me voy, Guille... Nos vemos el lunes.

—¿El lunes? —preguntó él, con un evidente tono de pena.

Era mi culpa. Y ya me estaba arrepintiendo. Le había puesto el fruto prohibido en la boca y ahora quería más. Pero yo no le podía dar más, ni siquiera sabía cómo había llegado hasta ese punto. Por lo pronto, tenía que salir de esa casa lo antes posible para poner mis prioridades en orden, una vez más.

—Sí, el lunes —respondí, tajante.

—De acuerdo...

—Adiós.

—Adiós.

Una vez nos despedimos, me di la vuelta y salí de su habitación con una pena enorme en el corazón.

 

Jueves, 9 de octubre del 2014 - 23:15 hs. - Benjamín.

 

Ya estaba a punto de terminar la jornada. Barrientos nos había dicho que a las once y media recogiéramos nuestras cosas y nos fuéramos a casa. Por suerte, yo ya había terminado con la parte que me correspondía, y me dediqué a echarle una mano a algunos de los chicos de mi equipo. Muerto de sueño, sí, pero como subjefe de equipo ese era mi deber.

Al final no había sido tan duro todo. Si lo comparaba con lo que había tenido que sufrir las últimas semanas, esas nuevas horas extras quedaban en un juego de niños. Pero, la mejor noticia sin duda alguna, fueron los ánimos que me envió Rocío por teléfono. Poco después de reunirme con Barrientos por lo de Clara, llamé a mi novia y la puse al tanto de mi nuevo horario. Para mi sorpresa, su reacción fue buena. No, buena no, fue genial. No sólo me dio ánimos para soportar el día, si no que también me prometió una cena monumental cuando llegara a casa. Gracias a ello, pude afrontar el resto del día con mucha más energía.

—Ya puedes irte si quieres. Yo le digo a Barrientos que cumpliste. No te preocupes —le dije a Clara alrededor de las diez de la noche.

—A las once y media me voy, como todos —me respondió con sequedad.

Si bien se había portado bien todo el día, no me terminaba de sentir del todo agusto trabajando con ella. Yo siempre había sido un tipo comunicativo en mi trabajo. Siempre consideré que el silencio dentro de un equipo es lo que suele provocar la mayoría de los fracasos. Fue por eso que me fue tan bien con Lulú, por nuestra manera de decirnos las cosas; de intercambiar ideas cuando recién se nos venían a la mente, o de remarcarnos cosas del otro que no nos tenían conformes. Pero no, con Clara fue imposible. No obstante, me habían encomendado una labor y yo iba a tratar de cumplirla con la mayor eficacia posible. Ganar puntos con el nuevo jefe se había convertido en una de mis máximas prioridades.

—¿Y bien? ¿Has aprendido algo nuevo hoy? —le pregunté cuando terminé con los demás. Ella seguía cruzada de piernas, con su faldita negra abierta en un costado que desvelaba casi la totalidad de su muslo, pero sin dignarse a mirarme.

—Es pronto todavía —respondió.

—Sí, ya... Igual tampoco había mucho de donde pudieras pillar. Estos encargos express que nos hacen, cada vez son menos pro...

—Me voy a casa. Ya casi son las y media —me interrumpió, con la misma frialdad—. Hasta mañana.

—Vale... Hasta mañana.

Con cara de palurdo y con la palabra atragantada, terminé resignándome a que todo seguiría siendo de esa manera. No había nada que hacerle. Pero, porque siempre hay un pero, me sentí mal en el fondo. Por alguna razón, me dolía que mi relación con Clara hubiese terminado de esa manera. O sea, sabía perfectamente que no era mi culpa; ella había empezado todo por su cuenta y ella lo había terminado de la misma manera porque yo no quise entrar en su juego de cría mimada. Es decir, en ese sentido estaba tranquilo, pero me seguía jodiendo igual.

De todas formas, no iba a dejar que aquello me afectara. Mi novia me estaba esperando en casa con un recibimiento de reyes y yo no podía estar más contento. Por eso, apenas se hicieron las once y media, recogí mis cosas y salí disparado de la oficina, sólo despidiéndome de Luciano en el camino.

—¿A dónde vas? ¡Las prisas no son buenas!

—¿Te parece que tengo prisa? Yo creo que voy demasiado lento —dije, deteniéndome junto a él por cortesía.

—Joder, mira esa carita de niño al que le acaban de regalar su juguete favorito... Supongo que habrás arreglado las cosas por casa. Me alegro por ti, camarada.

—No podrían estar mejor las cosas en casa, amigo mío —le comenté. Luego, me acerqué un poco más, para evitar que nadie pudiera oírnos—. ¿Recuerdas todo lo que te dije de mi novia? Olvídalo. Y díselo a Sebas también.

—¿Qué? ¿Lo de los cue...?

—¡Sh! —lo frené a tiempo—. No hubo nada de eso. Fue todo un malentendido. Ya mañana si tenemos tiempo, les contaré. ¡Me piro!

—Vaya que nos lo contarás. No te preocupes que el hueco ya lo me lo busco yo.

—¡Hasta mañana!

 

Viernes, 10 de octubre del 2014 - 00:10 hs. - Rocío.

 

El timbre sonó y yo, con una sonrisa de oreja a oreja por haber calculado bien los tiempos, me levanté como una flecha para recibir a mi novio.

Nada más abrir la puerta y verlo, me abalancé sobre él y le comí la boca a besos. Ni siquiera lo dejé entrar; en el mismísimo corredor. Le aplasté los mofletes con ambas manos y le di un morreo sensacional. Cualquier vecino pudo habernos visto, pero me dio completamente igual.

—Ya está, mi amor... ¡Venga! Que no respondo, ¿eh? —me amenazó mientras, sorprendentemente, me ponía una mano en el culo.

—Perro que ladra no muerde —lo incordié pícaramente, y luego le mordí el lóbulo de la oreja.

—Venga, venga —se puso serio de golpe— Que nos van a ver los vecinos y ya sabes cómo son...

Para ser sincera, me lo hubiese follado ahí mismo, pero quería hacer las cosas bien; quería presentarle a la nueva Rocío como se debía. Lo había estado planeando toda la tarde. Todo, absolutamente todo. Ya tenía seleccionado el conjuntito que me iba a poner y también había cambiado el juego de sábanas. Hasta me tomé la molestia de planificar paso por paso todo lo que le haría, lo que le diría, lo que haría que me hiciera... En fin, que la cena completa que había preparado yo solita y sin ayuda, sólo era el primer plato del gran festín que nos íbamos a dar esa noche.

—Jo... No hacía falta todo esto... —dijo, maravillado cuando vio la mesa del salón.

—Hoy se oficializa nuestro reencuentro. Tenemos que celebrarlo a lo grande —respondí yo, abrazándolo por la espalda, casi trepándome de él.

Benjamín se dio la vuelta, me cogió de la cintura y se me quedó mirando a los ojos.

—Eres lo mejor que me pasó en la vida. Te amo tanto... —pronunció.

No pude evitarlo y volví a besarlo, esta vez con más cariño que pasión. Me abracé a su cuello, él a mi espalda, y nos fundimos en el beso más romántico que jamás nos habíamos dado. Yo estaba radiante, en todos los sentidos. Desde que salí de la casa de Guillermo, no había podido detenerme. Estaba inquieta, ansiosa, desesperada... Pero, en ese momento, al sentir el calor de Benjamín, al sentir su aura conectar con la mía, logré calmarme. Fue como si todos esos instintos tan primitivos que me habían tenido loca todo el día se hubiesen apagado de golpe, permitiéndome recuperar durante esos segundos, todo lo bello, todo lo maravilloso, todo lo puro que nuestra relación forjó desde el primer día que nos profesamos amor para toda la vida. Y me puse a llorar.

—¿Qué te pasa, mi amor? —me preguntó al notarlo.

—Nada, Benja... Es sólo que... te extrañaba tanto... Me hacías demasiada falta... —logré decir, entre sollozos y lamentos.

—Ya está, mi vida. No llores, por favor —dijo, abrazándose a mí con todas sus fuerzas—. Te prometo que no voy a volver a dejarte sola nunca más.

—¿En serio? —logré decir, intentando despegarme un poco de su chaqueta.

—En serio. La próxima vez que mi trabajo se interponga entre nosotros, renuncio. Me da igual todo.

Sin exagerar, ese fue el momento de mayor felicidad de mi vida. Quién sabe si con razón o no, pero así lo sentí. Si alguien llegaba y me mataba en ese momento, me hubiese muerto feliz. No necesitaba nada más que a Benjamín. No quería separarme nunca más de él, ni siquiera para degustar esa bonita cena que me había marcado.

—Venga, que no quiero que se enfríe la comida. Que te habrá tomado mucho trabajo preparar todo esto.

—Vale... —dije, limpiándome las últimas lágrimas de la cara.

Ya mucho más relajados, en todos los sentidos, cenamos juntos después de muchísimos días. Aprovechamos el momento para contarnos muchas cosas que no nos habíamos podido contar todavía, la mayoría triviales, pero que sumaban para la normalización de nuestra relación. Yo intenté hablarle del mío también, pero pocas cosas pude encontrar que no involucraran directamente mi nueva situación con Guillermo. O, más bien, no encontré la forma de hacerlo. Finalmente, decidí omitir todo lo relacionado a él y me centré en hablarle de la madre y el casoplón que tenían. Benjamín se mostró sumamente interesado en todo lo que le decía, por eso me fui animando y terminamos hablando de mis proyectos de cara al futuro, de mis planes para enseñar en las mejores universidades del país, o de algún día irnos juntos al extranjero. En la media hora que duró la cena, mi nivel de euforia volvió a subir como un cohete sobre la atmósfera.

Cuando terminamos, recogimos la mesa y también fregamos juntos. No faltaba mucho para que se hiciera la una de la madrugada, pero no nos habíamos fijado en la hora en ningún momento. La velada estaba saliendo de maravilla y ya sólo faltaba culminarla como se debía.

—¿Vamos a la cama? —le propuse una vez terminamos.

—Vamos —me respondió.

Me cogió de la mano y fuimos juntos hacia nuestra habitación. Una vez allí, nos quedamos de pie al borde de la cama mirándonos un rato. Él me sonreía tímidamente y yo no podía ocultar el deseo que tenía de saltarle encima y darle lo que no había podido darle en toda nuestra relación. Sin embargo, fue él, como casi siempre había sucedido en nuestros encuentros íntimos, el que decidió marcar el ritmo. De esa manera, me abrazó con mucha delicadeza y no tardamos en comenzar a besarnos con la misma ternura con la que lo habíamos hecho antes. No quise precipitar nada, dejé que las cosas fluyeran a su ritmo; yo sólo me dediqué a desabrochar uno por uno los botones de su camisa mientras él me acariciaba la parte baja de la espalda. Cuando la posición nos cansó, sin dejar de besarnos, nos sentamos en la cama; uno al lado del otro y seguimos acariciándonos sin apresurarnos.

—¡Ay!

Cuando Benjamín me rozó el costado de mi seno derecho, el grito me salió solo. Todavía me dolía por el codazo que me había dado el dichoso crío. Pero, como dicen, no hay mal que por bien no venga. Ese contacto me hizo acordar que, con las prisas por preparar la cena, me había olvidado de darme una ducha cuando volví del trabajo. Por lo tanto, no podía permitir que mi novio me viera desnuda todavía. No sabía si Guillermo me había dejado alguna marca que pudiera delatarme. Quizás no, pero no me la iba a jugar.

—¿Estás bien? —dijo, en reacción a mi quejido, dejando a un lado mi boca y centrándose en mi cuello.

—Sí, tranquilo... Antes me di un golpe mientras ordenaba la casa, pero no es nada.

—De acuerdo...

—Espera, Benja, ¿me dejas dar un baño primero? Pasé varias horas en la cocina hoy y me siento sucia.

—¿Ahora? No te preocupes, no me molesta... —dijo, y siguió besándome el cuello.

—No, si no es por ti... Uh... Es por mí... Sabes que no me... ¡Dios, para! —grité, al borde del colapso por el calentón— No es por ti, es porque no quiero hacerlo así...

—Vale... Pero date prisa —dijo, dándome un cachete en el culo cuando me levanté.

Estaba a mil. No sabía si era por las ganas que tenía de volver a estar de nuevo con Benjamín o, como el día anterior, por lo que había sucedido en casa de ese crío. Sea como fuere, me metí en el baño rápidamente y abrí el grifo del agua fría esperanzada de no hacer ninguna tontería que pudiera saciar mis ansias sexuales en ese mismo instante.

Quince minutos fue lo que tardé en ducharme, lavarme el pelo y ponerme el conjunto de dos piezas azul marino que había preparado esa tarde. En ese tiempo también logré tranquilizarme considerablemente, y confiaba en que eso sirviera para poder tener algún que otro jueguito previo con Benjamín antes de pasar a la acción.

—Ya estoy, perdona por la tard... ¿Benja?

Cuando salí del cuarto de baño y regresé a mi habitación, me encontré con lo último que me esperaba encontrarme esa noche; con Benjamín durmiendo plácidamente en la cama.

—¿Benja? ¿Benjamín?

Lo moví con la palma de la mano unas cuantas veces, pero el tío estaba profundamente dormido. Para colmo, estaba arropado hasta el cuello y, por lo que pude fijarme, únicamente en calzoncillos. No me lo podía creer. Me quedé de pie frente a la cama, con cara de tonta, esperando un milagro y que se despertara. Milagro que terminé entendiendo que no iba a llegar.

Seguramente se había desvestido para esperarme en la cama ya listo para la acción y se terminó quedando dormido por culpa de todo el cansancio acumulado esos días. Estaba decepcionada, incluso algo enfadada, pero lo entendía perfectamente; el pobre no había podido dormir casi nada últimamente. Era culpa mía, en parte, por no haber previsto que algo así podría suceder.

Luego de quedarme observándolo con bastante comprensión y no mucha menos rabia, me quité el bonito conjunto que iba a continuar sin estrenarse; me puse un tanguita que encontré tirado en el armario, el camisón rosa que usaba siempre, y me acosté al lado de Benjamín. Menos mal que el calentón se me había bajado, porque si no quién sabe qué hubiese utilizado para despertarlo y obligarlo a que me diera lo mío. A los pocos minutos, cerré los ojos e intenté conciliar el sueño.

• • •

Abrí los ojos lentamente, haciendo un esfuerzo monumental, y me reacomodé en la cama. Miré hacia la persiana; hacia los pequeños orificios de cada división, pero no había rastro de rayos de sol filtrándose entre ellos. Me giré un poco, estiré la mano a la mesita de noche y cogí el móvil.

—Dos de la mañana...

No era ni por asomo la ahora a la que pretendía despertarme. Me giré sobre mí misma, me abracé a la almohada e intenté dormirme de nuevo. Diez minutos después volví a abrir los ojos repentinamente. Una vez más revisé la hora y pronuncié un par de malas palabras con la cabeza hundida en la sábana al comprobar que el tiempo apenas había pasado. Me giré, por enésima vez, y me abracé a Benjamín; que dormía silenciosamente a mi lado con mi gata Luna acurrucada junto a sus pies. Ya con la comodidad del torso de mi novio, puse mi mente en blanco y traté de dormirme de nuevo.

Bastó un mínimo moviento, un leve cambio en la posición de Benjamín para que mis ojos se volvieran a abrir como dos naves espaciales. Miré el teléfono por tercera vez y sólo pude proferir más insultos en voz baja. Me senté en la cama, me revolví el pelo y observé mi alrededor buscando algo que pudiera estar alterándome el sueño. No tenía ningún sentido, pero menos lo tenía que yo no pudiera dormirme. Alguna explicación tenía que haber. Me volví a recostar, pero ya no lo intenté más. Me quedé observando el techo; aquél techo con el que había compartido tantos problemas, a ver si él tenía la solución para mi repentino insomnio. Que no la iba tener, por supuesto, porque empecé a sentir que era algo más físico que mental. Me di cuenta de que no podía estar en la misma posición más de treinta segundos seguidos, por eso tuve que dejar de mirar hacia arriba y volver a colocarme boca abajo. No tardé en sentir la necesidad de cambiar de posición otra vez. Estaba demasiado inquieta para ser yo; parecía una niña de diez años en plena noche de reyes.

Pasaron veinte minutos, pero nada cambió. Ahí seguía yo, abrazada a un cojín que había encontrado en el suelo; en posición fetal, y tratando de desaparecer de esa dimensión. Harta, me senté en el borde de mi lado de la cama, me puse mis pantuflas más acolchadas y me fui a la cocina a por un poco de leche fresquita; con la esperanza de que eso me pudiera tranquilizar un poco.

Abrí la puerta de la habitación, caminé unos metros, y me frené cuando una tenue luz con tintes azulados me perforó los ojos. Era la televisión del salón, estaba claro; pero no sabía quién podía estar ahí. Regresé a mi cuarto a buscar algún objeto contundente para defenderme de un posible asaltante, hasta que recordé que todavía había una tercera persona viviendo con nosotros en la casa. Como ya he dicho, estaba muerta de sueño, que no pudiera dormirme ya era otra cosa.

Regresé al final del pasillo, frotándome los ojos como una pequeñaja, justo debajo del arco que separaba ese espacio del salón-cocina. Temerosa todavía, asomé la cabeza y me terminé de tranquilizar cuando vi a Alejo echado en el sofá, con el mando en una mano y un botellín de cerveza en la otra.

—¿Qué haces despierto a estas horas? —le reclamé, enfadada por el susto.

—¿Qué? Mirando la tele, ¿no ves? —respondió, no muy sorprendido por mi repentina aparición; mirándome un momento y luego volviendo a centrar su atención en la pantalla.

Me quedé mirándolo unos segundos y luego seguí mi camino hacia la nevera. Cogí un vaso de vidrio, lo llené hasta arriba de leche y me lo bebí de un solo trago. Me llené otro y me fui a sentar al sofá, a un lado de Alejo.

—¿Quieres un poco? —le pregunté, por pura educación.

—Eh... no, gracias —respondió él, balanceando su cerveza de un lado para otro.

—Ah, sí...

No tenía del todo claro por qué me había ido a sentar con él. Sí, quería matar un poco el tiempo hasta que esa ansiedad que no me dejaba dormir desapareciera, pero no estaba convencida de que ese fuese el lugar adecuado. Era la primera desde la noche anterior que hablaba con Alejo. O sea, la primera vez desde nuestra ruptura. No tenía ni dea de cómo se encontraba, ni tampoco sabía si tenía ganas de estar conmigo. No estaba en pleno uso de mis facultades, pero fui capaz de leer la situación. Por eso mismo, no quise pronunciar palabra mientras mirábamos la tele.

Y así pasaron treinta minutos, haciendo casi las tres de la mañana. Las ganas de dormirme no me venían y Alejo no había abierto la boca en ningún momento, lo que terminó de confirmar mis sospechas: estaba enfadado conmigo. Quizás me estaba precipitando, para variar, pero todo me lo indicaba así. El chico cariñoso, atento, simpático que solía preocuparse por todas mis necesidades, ni siquiera se molestó en preguntarme qué me pasaba; por qué estaba ahí un día entre semana a las tantas de la madrugada mirando la televisión el día que mi novio había vuelto a casa. No, él seguía cogiendo palomitas de un cuenco -en el cual acababa de reparar-, y mirando la película como si yo no estuviera presente.

—¿Me das? —pregunté, de pronto, señalándole las palomitas. Fue espontáneo.

—Sí, tomá —respondió sin mirarme, estirando su brazo y ofreciéndome directamente del cuenco. Cogí unas cuantas con una mano y la escena siguió transcurriendo de la misma manera.

Ya habían pasado quince minutos de las tres y ahí seguía yo, con cincuenta kilos en cada párpado pero todavía inquieta como una rata en un costal. La película ya había terminado y acababan de anunciar otra que parecía que Alejo iba a mirar también. Me recosté en mi parte del sofá y por fin me dieron ganas de cerrar los ojos. Poco a poco fui sintiendo como las ganas de dormir regresaban. Sentía como el telón se iba cerrando y como el mundo de los sueños aparecía delante de mí. Lo había logrado.

—¿Rocío? ¿Estás bien? —dijo de pronto Alejo.

La imagen le habría resultado cuando menos curiosa. Verme acostada de lado en el sofá, con las palmas de mis manos juntas sosteniendo mi cabeza, con las piernas recogidas y los ojos abiertos de par en par, remarcando unas ojeras que cubrían gran parte de mi rostro. No, ¿qué iba a lograr? No podía estar más despierta.

—No puedo dormir... No hay manera —le dije, con vos de muerta y con la mirada todavía clada en la tele.

—¿Por qué? Ya te dije que tomar café de noche es malo. Sos una boluda —me riñó. Luego muteó la tele y se vino a mi lado. Me levantó la cabeza con mucha suavidad y la dejó caer sobre su regazo.

—No tomé café... No sé qué me pasa.

Se hizo un silencio largo; escuché a Alejo suspirar y luego darle otro trago a su cerveza. Con la mano libre me acariciaba la cabeza; con mucha ternura, con mucho cuidado. Ese sí que era el Alejo que conocía. Y, extrañamente, dejé de sentirme inquieta, de sentirme intranquila. Esas ansias que me habían estado carcomiendo por dentro ya no estaban. Sentí paz, sentí tranquilidad por fin. Y me dejé ir.

—¿No estás enfadado conmigo? —le pregunté, de pronto, sin apenas imprimir fuerza en mi voz.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Por qué? —pareció sorprendido.

—Por lo de ayer... No tuve tacto casi... Siento que traté como a un juguete viejo...

—¿Qué? —exclamó de nuevo—. ¡No! Por favor, Rocío, ¿qué decís? No seas boba, por el amor de dios.

—No era mi intención hacer las cosas así —continué casi sin prestarle atención. Necesitaba hacerlo, necesitaba desahogarme—. Todo fue muy repentino, todo... Aunque suene feo, aunque me haga quedar como un ser humano horrible; nunca esperé arreglar las cosas tan rápido con Benjamín. Todo lo que habíamos hablado, todas las conclusiones que habíamos sacado... todo eso me hizo pensar que Benjamín había dejado de quererme, que ya no quería estar conmigo... Pero estaba equivocada, Ale; no sabes lo equivocada que estaba. Y me sentí culpable por ello, por ello y por todo lo que terminó pasando entre nosotros. No, no lo tomes a mal; no me arrepiento de nada. Contigo... contigo... contigo me convertí en mujer. Contigo descubrí el verdadero significado de ser mujer. Y te estoy agradecida, te voy a estar agradecida de por vida. Pero yo amo a Benjamín, Alejo... Yo lo amo a él y no quería seguir poniendo en riesgo nuestra relación. Sé que suena egoísta, lo sé muy bien, pero espero que lo entiendas y que algún día puedas llegar a perdonarme. No quiero perderte, quiero que sigas siendo parte de mi vida. Quiero que sigas a mi lado como ese amigo fiel, como esa compañía tan maravillosa que has sido para mí estas últimas semanas.

Alejo no dijo ni una sola palabra durante mi largo discurso. No pude ver su expresión tampoco, porque no aparté la vista del punto muerto donde la tenía en ningún momento; pero sus constantes caricias me dieron a entender que me escuchaba, que me sentía como yo quería que lo hiciese. Estiré una mano y sujeté la suya que me estaba mimando. Me abracé a ella mientras las lágrimas caían por mis mejillas.

—¿No vas a decir nada? —le pregunté.

—No hace falta decir nada —contestó, sin perder la serenidad—. ¿Vos querés que diga algo?

—No... Tienes razón.

Tres y media de la madruga pasadas. Sin embargo seguíamos ahí, con sólo la luz de la televisión acompañándonos; pero sin ningún sonido que interrumpiera nuestra tranquilidad. Ya me sentía mucho más tranquila, como ya he dicho; la inquietud y la ansiedad habían desaparecido. Ya me sentía lista para irme a dormir cuando quisiera. No obstante... me encontraba muy a gusto al lado de Alejo.

—¿No querés irte a dormir? Ya es muy tarde —me recordó de pronto, rompiendo el silencio.

—¿Eh? Pues... sí... Ya va siendo hora —terminé aceptando— Pero... estoy un poquito sofocada, voy un rato a fuera a tomar un poco de aire. ¿Vienes?

—Bueno, dale —sonrió.

El balcón se encontraba a la izquierda de todo del salón. Para acceder a él había que cruzar un gran ventanal que mantenía cubierto por también una gran cortina naranja oscura. Una vez afuera, lo primero que hice fue respirar de manera aparatosa, consiguiento sacarle una pequeña carcajada a Alejo. Cuando terminó de reír, me quiso imitar; pero terminó estallando de risa de nuevo. Yo me reí con él y le solté un par de golpecitos en el brazo por haberse burlado. Ya pasado el momento vacilón, nos acodamos en la barandilla y nos quedamos mirando el horizonte un buen rato.

—Qué vistas, ¿eh? —dijo él.

—Es lo mejor que tiene vivir en un octavo —respondí.

—Es la primera vez que salgo de noche acá.

—¿Sí? Yo solía salir mucho cuando esperaba por las noches a... —me frené. No supe por qué, pero no quise nombrar a Benjamín—. Bueno, que antes me solía pasar horas aquí fuera.

—Es muy bonito...

Nos volvimos a callar. La brisa era suave y su temperatura era perfecta. Las vistas eran hermosas aquella noche. Teníamos suerte de no tener ningún otro edificio alto de ese lado, por lo que todo el horizonte era para nosotros. No había viento tampoco. Era todo demasiado ideal para terminarlo rápido.

—¡A...A-Achúúú!

No había viento, la brisa era suave y todo era perfecto; pero yo no dejeba de estar nada más que en camisón en una noche de octubre. Alejo se sobresaltó y, sin preguntarme, se puso detrás de mí y me abrazó para darme calor. Instintivamente miré para la izquierda, que era donde estaba la ventana que daba hacia mi habitación; como si tuviese miedo de que Benjamín se fuese a asomar en cualquier momento. Pero terminé riéndome sola por lo absurdo de la idea. Alejo me escuchó y estiró el cuello por encima de mi hombro para preguntarme mirándome a la cara. Negué con un leve movimiento de cabeza y agradecí el gesto que había tenido al abrazarme.

«Todo pasa por alguna razón...»

No devolví nunca la vista al frente; en su lugar, lo miré a los ojos, acaricié uno de sus antebrazos y estiré mi cuello hasta que mis labios chocaron contra los suyos. Fue prácticamente un acto reflejo. No pensé, no hablé, no sentí, simplemente actué. Y él se lo esperó, porque era muy difícil pillarlo en fuera de juego. La presión que debió haber sido mía, la impuso él. Nos fundimos en un beso muy apasionado que me hizo vencer hacia un costado y a él encorvarse hasta que su espalda no pudo más. Me abracé a su cuello y logré retomar el equilibrio, pero no me separé de su boca. Ni tenía intención de hacerlo. Él tampoco quería, y comenzó a envalentonarse. Sus manos empezaron a danzar sobre mi torso hasta llegar a mi pecho. No se lo pensó, ni me pidió permiso; metió sus manos por la zona alta del camisón, apresando a su vez mis pechos y comenzando un masaje continuo que no tenía pinta de terminar pronto. Un primer gemido se escapó de mi boca, y miré de nuevo hacia la ventana de mi habitación; pero un segundo suspiro se escapó y entonces me rendí. Me daba igual si alguien nos escuchaba, fuera quien fuera.

—Aquí... Aquí... —supliqué.

Cogí una de las manos de Alejo y la llevé hasta mi entrepierna. Y fue ahí cuando lo sentí, cuando sus dedos hicieron el primer contacto con mi zona más íntima. Toda esa inquietud, esas ansias, ese nerviosismo que me había invadido en la cama, volvió a mi cuerpo pero esta vez en forma de excitación. Toda esa incomodidad se acumuló en mi entrepierna, causándome unas ganas imperiosas de calmarla. Y empecé a echar el culo hacia atrás, buscando contactar con su dureza. Y no tardé en encontrarla. Alejo traía un pantalón corto que permitía perfectamente el crecimiento de su pequeño amigo dentro de él. Y mi camisón, que ya estaba remangado hasta mi cintura, no suponía un impedimento para que nuestros sexos pudieran colisionar al fin.

—No aguanto más, Ro... —dijo, entre jadeo y jadeo.

—Hazlo... ¡Hazlo! —le dije, a duras penas logrando moderar el tono de mi voz.

Volví a acodarme en la barandilla, saqué el culito lo más que pude y esperé ansiosa a que mi hombre hiciera su trabajo. Me sentía sucia... sucia, mala y... puta. Sí, me sentía puta. Mi novio, mi amado novio; aquél con el que había hecho las paces hacía no más de 24 horas; aquél con el que había llegado al límite máximo de felicidad hacía no más de 5 horas, dormía a escasos metros de mi posición y yo estaba a punto de follarme, una vez más, al chico que él había permitido quedarse bajo nuestro techo. Me sentía como una cualquiera... Y no me importaba admitirlo. Lo necesitaba, lo necesitaba demasiado en ese momento como para sacar preocuparme por esa falsa moral con la que había vivido durante tantos años.

—¡Hazlo! —volví a pedirle.

No quiso ni bajarme la braguita, movió la tela hacia un costado y me penetró bajo tres, cuatro, cinco largos bufidos. Ahogué un grito anunciado y luego me llevé las manos a la boca. Esta vez no hubo fase previa, ni pausas, ni desaceleraciones incómodas; Alejo bombeó a toda velocidad desde el principio. Y yo se lo agradecí. No necesitaba que me hiciera el amor, necesitaba que me montara como un semental monta a su yegua. Que me follara bien follada. Que me dejara satisfecha como un macho debe dejar a su hembra.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Fóllame! —repetía una y otra vez con los dientes apretados, intentando controlar una voz que ya era incontrolable.

Volví a girar la cara y encontré sus labios; los cuales lamí y mordí, besé y estrangulé, saboreé y abracé. Era la única forma de controlar las voces que provenían de mi alma y de la suya. Me tenía cogida de las tetas con tanta fuerza que parecía que me las iba a hacer explotar. Y yo, ignorando el dolor que me estaba profiriendo, empujada por su ímpetu, fui separando las piernas cada vez más, inclinándome así hacia adelante y clavándome el frío hierro en mi vientre sin poder evitarlo. Alejo reaccionó y me levantó una pierna para colocarla encima de la barandilla. Y continuó perforándome en esa posición que no era la más cómoda de todas.

—Bájame —le pedí entonces.

La noche anterior había aprendido lo dócil que podía llegar a ser Alejo, así que me imaginé que atendería cualquiera de mis peticiones. Pero no podía estar más equivocada. No sólo no me hizo caso, si no que comenzó a penetrarme con más furia que antes. Aquello hizo que me olvidara de la incomodidad de la posición y me volviera a centrar en el tsunami de sensaciones que estaba inundando mi cuerpo. Tanto me perdí, tanto me agité, que la pantufla que cubría mi pie levantado, se deslizó hasta el final y terminó precipitándose al vacío.

Pero no me preocupó, porque estallé. Entre grito, gemido y suspiro, estallé en un nuevo y espectacular orgasmo. «Me corro, me corro, me corro» pensé antes de hacerlo, rompiendo así una nueva barrera lingüistica para mí. Ya no me importaba pedir que me follaran, o que me dieran leche; ahora tampoco me importaba decir que me había corrido. Y eso fue un aderezo más para mi dulce clímax.

—¡Me corro! —dije una vez más cuando lo mejor había pasado. Y fue tan sólo por pronunciarlo con mis labios, sólo por darme ese placer.

Pero no tuve tiempo para tranquilizarme, Alejo lejos estaba de dejarme asimilar las sensaciones que me acababan de sacudir. No, eso había quedado en el pasado. Siguió empujando, taladrándome, empotrándome como si la vida le fuese en ello; apretándome las dos tetas sin importarle si me estaba lastimando o no, mordiéndome una oreja como si buscara arrancármela de cuajo, bufando como un verdadero toro. Ya estaba a punto, no debía faltar mucho... Y lo incité, al igual que había hecho la tarde anterior.

—Dámela... Dámela toda... —dije, ya mucho más serena y tratando de cautivarlo con mi voz—. Quiero tu semen... Quiero tu leche...

Con un último y escandaloso rugido, los músculos de Alejo se tensaron, sus piernas se clavaron en el suelo y descargó toda su masculinidad, por tercera vez consecutiva, dentro de mí. Y me concentré en sentirlo, en apreciar cada choque de esos chorros contra las paredes de mi vagina, entrando en mi zona uterina y esparciendo su semilla por cada rincón de ella. Fue tanto el nivel de concentración que llegué, que si la cosa hubiese durado unos segundos más, me hubiese corrido de nuevo.

Cuando terminó de vaciar por completo sus testículos, Alejo desfalleció encima de mi espalda y por fin me soltó los pechos. Me dolío, me dolió mucho cuando desprendió sus dedos, pero no me importó; el placer había compensado todo. Incluso ese estado de relajación en el que me encontraba en ese momento lo compensaba todo.

Nos quedamos varios minutos en esa posición, tratando de reponernos del desgaste realizado y luego volvimos a abrazamos y a comernos la boca con el mismo desenfreno del principio. Podríamos haber estado así hasta el amanecer, y quién sabe si no hubiésemos repetido polvo, pero los dos entendimos que nuestro largo e improvisado encuentro tenía que terminar ahí. Entramos cogidos de la mano, cerramos el ventanal, las cortinas, y volvimos a besarnos en el salón. Hasta que, haciendo uso de toda la fuerza de voluntad que pude, le di un empujón contra el sofá y salí corriendo para mi habitación.

Ya en la cama, no quise mirar a Benjamín. Tampoco quise cambiarme de ropa. Mucho menos quise gastar las pocas energías que me quedaban en hacer cualquier tipo de análisis de lo que había sucedido. Simplemente me arropé hasta el cuello, me di la vuelta, abracé mi almohada, y me entregué al mundo de los sueños con una sonrisa que me ocupaba toda la cara.